ALEJANDRO DE MACEDONIA – Harold Lamb

ALEJANDRO DE MACEDONIA - Harold Lamb «Cuando más solo está el hombre, más se inclina hacia el mito»(p. 325).

¿Otra biografía sobre Alejandro? Pero, ¿qué más podemos saber sobre el personaje si en Hislibris se han comentado ensayos –véase Alejandro Magno. Conquistador del Mundo, de Robin Lane Fox (Acantilado, 2007), Alejandro Magno. Rey general y estadista, de N.GL. Hammond (Alianza, 1992), Las conquistas de Alejandro Magno, de Waldemar Heckel (Gredos, 2010), Alejandro Magno, de Roger Caratini (Plaza & Janés, 2000)– y novelas –por ejemplo, las de Gisbert Haefs, Valerio Massimo Manfredi, Nicholas Nicastro, José Ángel Mañas, Annabel Lyon o Steven Pressfield– de todo tipo?  ¿Aún hay más? Pues sí, amigos, hay más. De hecho, todas las anteriores referencias son posteriores a Alejandro de Macedonia, de Harold Lamb (Espuela de Plata, 2010). Así que, ¿qué nos contaba Lamb hace sesenta y cinco años?

Publicada en 1946, con esta novela ya entramos de entrada en cuestiones taxonómicas: ¿es una biografía al uso? ¿Un ensayo, quizá? ¿Es novela? ¿Qué es, pues? Pues un poco de todo y quizá nada. Biografía novelada es la etiqueta que más se le aproxime. Ya de entrada sabes que el narrador te va a contar sensaciones y experiencias que sólo puede escribir un novelista, no un historiador. Pero también notas que Lamb no se conforma sólo con escribir de un modo novelesco: como en otras de sus obras (Carlomagno, Ciro el Grande, Aníbal, etc.), el autor escribe con un estilo que es netamente de biografía, al estilo de Lytton Strachey, Emil Ludwig o André Maurois. Especialmente se nota en el último capítulo, «Palabras finales», donde Lamb abandona el tono del narrador omnisciente de la novela histórica convencional, para dar un paso adelante y hablar en un tono más de biógrafo, de ensayista incluso. Ahí descubrimos, por ejemplo, que el libro fue escrito en su mayor parte como consecuencia de sus largos viajes por Asia, siguiendo la senda de la ruta de Alejandro. De este modo, incluso, podríamos añadir una etiqueta más: el (in)voluntario libro de viajes. Y todo ello se nota en la imagen de un Alejandro cada vez más seducido por el embrujo oriental, aunque también consciente de que él no es más que el rey de los macedonios que inició una campaña heredada de su padre y animado, cuando no empujado, por el estado mayor (también heredado) de su ejército.

Y es en la imagen que ofrece Lamb de Alejandro donde encontramos las primeras sorpresas de este libro. Olvidando viejos adagios, el Alejandro de Lamb no estaba predestinado a la conquista de Asia. De hecho, en la primera parte del libro, Alejandro es alguien que prefiere el estudio, la lectura de Homero y la observación de viejos mapas geográficos, antes que empuñar una espada, montar a caballo (a pesar de Bucéfalo) o combatir. Su actuación en Queronea es, cuanto menos, chocante para lectores de la cuestión alejandrina que siempre han prefigurado a un joven Alejandro impulsado a la gloria a la cabeza de la caballería. También sorprenderá la peculiar (cuando no distante) relación que el pupilo mantiene con su maestro, es decir, con un Aristóteles que no le llena la cabeza de pájaros ni le impulsa a superar los límites de la charca de ranas. Alejandro es un personaje en constante construcción, que evoluciona, que se convierte en rey de una Macedonia en la que la realeza es apenas un primer puesto entre iguales, con un ejército surgido prácticamente de la nada y nutrido de cabreros y agricultores de terruño montañoso. Alejandro es alguien, incluso, poco valorado por amigos y colegas de su padre Filipo. Sorprenderá que Hefestión y Ptolemeo (con e) no sean tan íntimos como fuentes y novelas suelen reiterar, o que el propio Filipo nos parezca en ocasiones más un anciano en retirada que el soberano que murió con apenas cuarenta y seis años en la plenitud de su fama y preeminencia sobre los helenos.

Y es en la expedición asiática donde Lamb nos muestra a un Alejandro que se forja gradualmente como rey y general, al mismo tiempo que en las filas de su ejército crece la leyenda. Una leyenda que el rey no alimenta, pero que es consciente de que existe (y de la que, por qué no, se aprovecha). ¿Dónde está la línea entre la biografía y la novela, se preguntará el lector? ¿Cuántas veces la cruza Lamb en su obra? Imposible saberlo, contentémonos con disfrutar de este Alejandro que siente miedo. Sí, miedo, y que hasta Gaugamela no se siente capaz de dirigir con brío una batalla; una batalla ésta, además, que es, en cierto modo, una bofetada o muestra de su madurez frente a un estado mayor del ejército que hasta entonces no parecía confiar en sus capacidades. Encontraremos que no se entretiene demasiado Lamb en la conjura de Filotas o la eliminación de Parmenio. Es con la muerte de Darío III, poco después, cuando Alejandro inicia su particular expedición hacia el infinito. Hacia los límites del oriente que había creído dibujar en la adolescencia en toscos mapas que provocaban carcajadas de burla entre sus amigos y servidores. Es la búsqueda de esos límites, superándolos incluso, donde surge el Alejandro más personal de Lamb. El hombre que no entiende que sus hombres no quieran avanzar más allá del Indo, hacia ese océano que hay más allá de las montañas y que, los dioses mediante, conecta el mundo desconocido de las profundidades asiáticas con la Europa de siempre.

Es entonces el hombre que buscaba las Parapanisades, las montañas donde viven los inmortales y divinos; unas montañas que había ubicado en esos viejos mapas de juventud. El hombre, pues, que va más allá de los sueños… y de los mitos. Es ya en sus últimos años, más allá del consabido proyecto de unir a helenos y a asiáticos, de mezclar pueblos, de crear un imperio unificado… cuando Alejandro está más solo, más incomprendido, cuando el mito le reconforta. Le empuja a buscar las fuentes de esos mitos, de las dudas que le corroen, de los misterios que le perturbaban desde su primera juventud. Encontrar lugares que sólo hollaron Heracles y Dionisos, les dirá a sus soldados. Buscar la inmortalidad, soñará. Pero los macedonios no quieren inmortalidad. Sólo disfrutar de las ganancias del imperio creado. Dominar a los derrotados, no situarlos en un mismo pie de igualdad. Gobernar desde la tierra, no aspirar a la pompa divina ni someterse a la proskynesis (que, menciona Lamb, Alejandro no insistió en imponer). Y sobre todo volver a casa. A hollar, esa sí, la tierra natal. Y es aquí donde Macedonia fue, «de todas las naciones sometidas a él, la que más resistió el dominio de Alejandro» (p. 399). La Macedonia que se arrastraba en la expedición hacia lo desconocido, pero también la Macedonia de Olimpíade, de Antípatro, antes de Parmenión y Filotas, cada vez más la de Ptolemeo, Crátero y, en el vano de la lejana puerta, Casandro. Para los macedonios que caminaban con él o se quedaron en casa, Alejandro «se había convertido en un loco o en un déspota asiático» (p. 408). No entendían que, de vuelta a Babilonia en el 324 a.C., quisiera volver a salir, explorar los territorios que había más allá del Mar Caspio. No comprendían que realmente no deseara una capital fija, ya fuera Babilonia o Alejandría. No entendían que el hombre que se había forjado etapa a etapa había llegado a la conclusión de que su vida no hacía más que empezar. A pesar de las heridas que jalonaban su cuerpo. A pesar de que el imperio construido lo había cambiado todo. O tal vez nada. Al menos para él.

Conviene concluir. La biografía novelada de Harold Lamb, pues, depara al lector una imagen quizá no tan diferente como pudiera parecer en estos párrafos, pero sí más personal, más enigmática en su evolución. Es cierto que cabe correr el riesgo de idealizar al personaje, y en el fondo posiblemente Lamb lo haya hecho (y quien ha escrito esto, también), pero también su libro nos permite acercarnos, con el trasfondo de las fuentes, a un personaje que nos sigue seduciendo. Al mito, a la leyenda, pero especialmente al hombre que tiene miedo. Un miedo que sólo perderá cuando sea demasiado tarde. O quizá demasiado pronto.

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7 comentarios en “ALEJANDRO DE MACEDONIA – Harold Lamb

  1. cavilius dice:

    Pues sigue mirándome el ojo alejandrino de esta novela desde mi estantería, a la espera de su turno. Me gustó mucho el Ciro el Grande de Lamb, así que tarde o temprano leeré esta también.

  2. iñigo dice:

    Y la de Mary Renault… Es que este hombre da para mucho.

  3. Vorimir dice:

    Yo leí la correspondiente de Carlomagno y me gustó.

  4. Javi_LR dice:

    Yo siempre tuve (y mantengo) una idea de Alejandro parecida a la de Lamb. Y siempre, siempre, defenderé el carácter mítico y no histórico de este personaje. En Alejandro como en ningún otro se ve el poder del mito, exceptuando como es obvio a las figuras mesiánicas.

    Y el autor, qué decir del autor. Dominaba varias lenguas de estas que no te valen para la carrera empresarial, y curiosamente el griego clásico no estaba entre ellas. Quizá en este caso jugó más a su favor que en su contra.

  5. José Sebastián dice:

    Enhorabuena por tan completa reseña, Farsalia.

    Coincido con Javi en el poder del mito de Alejandro. Es de esos nombres que, a pesar de los siglos transcurridos, su mera mención causa admiración y curiosidad a la par, incluso entre el gran público (ej. la película de Oliver Stone y Collin Farrell).

    Acabo de leer «Alejandro Magno» de Pedro Barceló, catedrático de Historia de la Universidad de Potsdam. Se trata de una biografía liviana – el propio autor lo reconoce en la introducción – que nos sirve a los neófitos en esta etapa de la historia para situarnos en la época y en el personaje.

    Precisamente uno de los aspectos que más destaca Barceló es que el propio Alejandro cultivaba su propio mito. Así, por ejemplo, tras el paso del Helesponto acude a las ruinas de Troya a rendir culto a los dioses y a los antiguos griegos, o en Egipto inicia una dura y peligrosa travesía del desierto para acudir al oráculo de Siwa con la intención premieditada de vincular su figura a la de Zeus-Amón y dotarse de un carácter divino. Es decir, que además de ser un genial estratega en el campo militar también lo era en el campo político – de ahí el respeto a los cultos y sacerdocios de las tierras conquistadas, la adopción de las vestimentas persas o del ritual de la proskynesis – y también en el propagandístico.

    En definitiva, una de esas figuras que marcan la Historia de la humanidad.

  6. Farsalia dice:

    Precisamente uno de los elementos que más me gustan de la película de Oliver Stone es la relación de Alejandro con el mito. La frase que abre esta reseña, de hecho, es citada por el viejo Ptolomeo (Anthony Hopkins) en la película. Y Alejandro siempre planea sobre y debajo del mito.

  7. Crátero dice:

    Pues parece muy interesante esta biografía,y más después de leer la magnífica reseña.Para mi lo mejor escrito sobre Alejandro es la obra de Mary Renault,tanto la trilogía novelada como el breve ensayo que publicó esta autora sobre el mítico rey macedonio.También La Conquista de Alejandro,de Steven Pressfield,es muy recomendable,sobre todo para aquellos que buscan acción.Sobre el personaje en cuestión pues decir que es alguien que sigue fascinándome,a pesar de haber leído casi todo lo que se puede leer sobre él.Alejandro ejerce una magia y un misterio sobre todo aquello que le rodea que se me hace irresistible.Puede que sea más un mito que una realidad,pero eso nunca lo sabremos;además,que sería de sus novelas y sus propios seguidores si algún día cayera el mito?En fin,otro título que caerá en breve,junto a los dos únicos que me faltan por leer:la biografía de Caratini,ya en mis manos,y la obra de Klaus Mann,prácticamente desconocida para mi pero que también me llama la atención.Un saludo.

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