Si alguien nos dijera que hay una cultura del karaoke, o una del consumo de café o del fumar en pipa, o una cultura militar o del sindicalismo, captaríamos enseguida a qué alude nuestro interlocutor, tanto como si su charla versara sobre obras literarias, escultóricas o musicales, o bien sobre dilemas filosóficos, o sobre los contrastes entre la cultura inglesa y la japonesa (ámbitos que asociamos de manera más irrestricta con un concepto virtuoso de “cultura”). No nos escandalizaríamos si, aun en ausencia de toda transición temática, rompiese el hipotético individuo a hablar de una cultura del narcotráfico o de la pornografía, o una del nepotismo y el tráfico de influencias, asuntos a todas luces escabrosos, cargados de connotaciones negativas. Sucede que el vocablo “cultura” es de los más polisémicos que existen, a tal extremo que su desdoblamiento semántico involucra no solo el habla cotidiana, propio de la comunicación oral o periodística –campos en que le atribuiríamos por lo corriente connotaciones metafóricas o figurativas, como en la expresión “cultura del surf”-, sino, también, el lenguaje más formal y riguroso de las publicaciones académicas –un sociólogo del deporte o de actividades recreativas estaría perfectamente autorizado para valerse en un estudio de la misma expresión, “cultura del surf”-. La dificultad reside en que la elasticidad del término, tanto como su empleo sobremanera laxo e indistinto, implica el riesgo de difuminar sus contornos, con grave merma de su rigor y precisión comunicativa. De hecho, este riesgo está inseminado en el mismísimo saber académico, toda vez que la antropología, y con ella la sociología, suelen asignar a la idea de cultura una acepción omnicomprensiva: grosso modo, cultura como el conjunto de valores, creencias, normas, prácticas y bienes materiales en que se manifiesta la condición humana, proporcionando espesor y significado a la vida en sociedad. » seguir leyendo