«Solo aquel que tiene que vivir en su alma estremecida una época que, con la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo y, en esta vida, su más preciosa esencia, la libertad individual, sabe cuánto coraje, cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria». S. Zweig, Montaigne.
Stefan Zweig siempre se tuvo por hombre apolítico, ajeno tanto a la menuda contingencia como al espíritu de partido; era por sobre todas las cosas un hombre de letras, un artista, y en su concepto el artista y el intelectual debían velar con el mayor de los celos por su autonomía moral. El libre pensamiento, el posicionarse escéptico ante el dogma y no claudicar a las pasiones ideológicas y el fanatismo: este es el primer imperativo del hombre entregado a la creatividad o a la investigación. Si le es propio rebelarse frente a la injusticia o la mentira así como el oponerse a la resolución de las diferencias mediante la violencia, mucho menos lo es el tomar partido en causas que comprometan la universalidad de los principios o la integridad multiforme de la civilización. Paneuropeísta hasta la médula, por otro lado, convencido de que la diversidad lingüística y cultural contribuía a la riqueza espiritual de Europa en vez de obrar como un factor de separación, el nacionalismo le parecía a Zweig el más penoso e insidioso de los absurdos. En tanto que judío asimilado, y él era un genuino arquetipo de la asimilación, el proyecto sionista le suscitaba tantos reparos como la quimera de que la civilización subsistiría incólume a un eventual cercenamiento de la parte francesa, la italiana, la húngara o cualquier otra; lo mismo que estas, el judaísmo era una de las invaluables teselas que componían el portentoso mosaico europeo. Detestaba en consecuencia los nacionalismos y no quería ver a los judíos convertidos en nacionalistas. Pero el ascenso del nazismo suponía para estos predicamentos un cuestionamiento radical, no solo por el extremo particularismo y el afán de exclusión del movimiento hitleriano. Ante la acometida de uno de los más brutales faccionalismos que haya conocido la historia, parecía que el ideal del artista o intelectual desapegado de la contingencia política representaba no ya ceguera sino, derechamente, una voluntaria e imperdonable abdicación: moral e intelectual, humana en el más pleno de los sentidos. Como nunca, la tensión entre independencia espiritual y responsabilidad social -entre interpretación abstracta de la realidad y función crítica- se tornaba desgarradora. » seguir leyendo