ERASMO DE ROTTERDAM – Stefan Zweig

9788449326332«Solo aquel que tiene que vivir en su alma estremecida una época que, con la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo y, en esta vida, su más preciosa esencia, la libertad individual, sabe cuánto coraje, cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria». S. Zweig, Montaigne.

Stefan Zweig siempre se tuvo por hombre apolítico, ajeno tanto a la menuda contingencia como al espíritu de partido; era por sobre todas las cosas un hombre de letras, un artista, y en su concepto el artista y el intelectual debían velar con el mayor de los celos por su autonomía moral. El libre pensamiento, el posicionarse escéptico ante el dogma y no claudicar a las pasiones ideológicas y el fanatismo: este es el primer imperativo del hombre entregado a la creatividad o a la investigación. Si le es propio rebelarse frente a la injusticia o la mentira así como el oponerse a la resolución de las diferencias mediante la violencia, mucho menos lo es el tomar partido en causas que comprometan la universalidad de los principios o la integridad multiforme de la civilización. Paneuropeísta hasta la médula, por otro lado, convencido de que la diversidad lingüística y cultural contribuía a la riqueza espiritual de Europa en vez de obrar como un factor de separación, el nacionalismo le parecía a Zweig el más penoso e insidioso de los absurdos. En tanto que judío asimilado, y él era un genuino arquetipo de la asimilación, el proyecto sionista le suscitaba tantos reparos como la quimera de que la civilización subsistiría incólume a un eventual cercenamiento de la parte francesa, la italiana, la húngara o cualquier otra; lo mismo que estas, el judaísmo era una de las invaluables teselas que componían el portentoso mosaico europeo. Detestaba en consecuencia los nacionalismos y no quería ver a los judíos convertidos en nacionalistas. Pero el ascenso del nazismo suponía para estos predicamentos un cuestionamiento radical, no solo por el extremo particularismo y el afán de exclusión del movimiento hitleriano. Ante la acometida de uno de los más brutales faccionalismos que haya conocido la historia, parecía que el ideal del artista o intelectual desapegado de la contingencia política representaba no ya ceguera sino, derechamente, una voluntaria e imperdonable abdicación: moral e intelectual, humana en el más pleno de los sentidos. Como nunca, la tensión entre independencia espiritual y responsabilidad social -entre interpretación abstracta de la realidad y función crítica- se tornaba desgarradora. 

Una celebridad mucho antes de que Hitler accediera a la cancillería alemana, Zweig se vio frecuentemente conminado a manifestarse con respecto a sucesos que afectaban también a su natal Austria, y lo hizo cada vez en similares términos: él no pensaba dejarse arrastrar a lo que juzgaba una estéril oposición a los acontecimientos de la hora, ni a dejarse imponer la cuestión judía como la única vital. Precisamente en aquellos turbios días de 1933-1934, el escritor estaba enfrascado en la redacción de uno de los ensayos biográficos a los que debe gran parte de su prestigio. Erasmo de Rotterdam era el personaje escogido, y la elección apenas podía ser más significativa. Erasmo, en efecto, fue un defensor de la confraternidad humana y un campeón de la libertad individual, pero no quizás un héroe a la medida de las circunstancias. La irresolución y la cortedad de ánimo eran el reverso de lo que se ha celebrado como su inquebrantable voluntad de equidistancia, su rechazo de toda forma de partidismo. ¿Se veía, Zweig, reflejado en quien fuera uno de los padres del humanismo? Él mismo despejó las dudas: su Erasmo de Rotterdam (1934), afirmó, es un “autorretrato apenas velado”.

Zweig era un vívido caso de internacionalismo europeo, trashumante casi toda su vida y conocido de lo más granado del mundo intelectual y artístico del continente, tal como lo fuera Erasmo medio milenio atrás; si había alguien que, en los años 20 y 30, pudiese aspirar a hacer las veces de vínculo entre los círculos pensantes y creativos de Europa, ése era Stefan Zweig. Como Erasmo, también era el escritor austríaco un activo portavoz del pacifismo y del buen entendimiento entre los pueblos. Del autor del Elogio de la locura admiraba la independencia del pensamiento y el mantenerse por encima de las querellas entre facciones. No por casualidad, en 1935 declaró ante la prensa estadounidense, en Nueva York, que “el verdadero intelectual no puede ser «un buen hombre de partido»; ser intelectual es, para ser exactos, comprender al oponente, y de ese modo debilitar la convicción de tu propia rectitud.” Aún así, en su libro sobre Erasmo no mostró a este respecto tanta seguridad. El hecho es que en sus páginas dejó constancia de lo que venía a ser un hilo negro en la brillante urdimbre del paradigma vital e ideológico erasmiano. El persistente distanciamiento, justo en las instancias más críticas de un siglo de suyo turbulento; el negarse siempre a conceder su voto en las cuestiones que dividían a la cristiandad entera, ¿no era por parte de Erasmo, acaso, una cierta forma de claudicar? ¿Hasta qué punto resultaba válida y razonable la opción de callar por no dejarse arrastrar a una “estéril oposición” a los problemas del presente?

Como Sebastián Castellio, modelo de ponderación en tiempos convulsos -Zweig haría su apología un poco más tarde en Castellio contra Calvino-, Erasmo era hombre al que su propio temple, antes que las convicciones o los principios, predisponían a la tolerancia de opiniones contrarias y a la valoración del justo medio. Como Castellio, también Erasmo debió medirse con un antagonista, Lutero en su caso, que en prácticamente todos los sentidos era su opuesto exacto. Erasmo era de complexión delicada, hipersensible y propenso a las enfermedades, mientras que Lutero rebosaba salud y vitalidad. El primero gustaba de tratar a las gentes con sumo tacto y a las ideas con cautela, y en ambas esferas prefería avanzar por la vía de la sugerencia; el segundo estaba hecho para bramar y para mandar, para imponerse y dirigir. Donde Erasmo insinuaba, Lutero dictaminaba. A Erasmo, que aborrecía el conflicto público, la perspectiva de romper de raíz con las personas, con las instituciones o con las doctrinas lo hacía retroceder; en la ruptura, Lutero hallábase en su elemento. El ideal de Erasmo era el saber captar en cada postura lo bueno y lo malo, lo derecho y lo torcido, pues veía en la verdad más de una faceta y más de una tonalidad; con la humildad del que se sabe incapaz de esgrimir la verdad absoluta, apostaba invariablemente por proponer en vez de sentenciar, y su norte era la conciliación, no el quiebre ni mucho menos la segregación. Podía muy bien servirse de la ironía, que en sus manos fue un instrumento afilado y sutil, pero nunca de la invectiva ni de la amenaza. Crítico de la Iglesia Católica, jamás estuvo entre sus propósitos denigrarla ni hacer cosa alguna que pudiese sugerir la conveniencia de un cisma. No era un revolucionario, no un fundador de religiones ni un conductor de muchedumbres. El fanatismo le parecía el mayor de los males. Estimaba a Lutero, en sus ideas reconocía una porción de sabiduría y verdad, mas le chocaba su áspera vehemencia y su total inmoderación. Rehuyó durante años una confrontación directa con él, a sabiendas de que era ímproba faena el echarse sobre sí un adversario que no arredraba ante nada y que se gozaba en aplastar a quien osare contradecirlo, siéndole muy natural recurrir a la bravata y el insulto. Solo cuando Lutero hubo dado el primer paso hacia la disputa, cuando la lucha se hizo inevitable, Erasmo se avino a polemizar, y lo hizo ciertamente en su estilo: comedido, conciliador, respetuoso del oponente y de sus ideas, ávido no de imponer sus puntos de vista sino de hallar armonía en medio del disenso.

Fiel a su temperamento objetivo, el Erasmo polemista estaba dispuesto a dudar de sus opiniones y a sopesar con el máximo de ecuanimidad los argumentos del contrario. Pero esta su ingénita templanza lo volvía frío y desapasionado, demasiado olímpico para resultar fecundo en una hora tan desapacible. No estaba en realidad dotado para el combate, no el del tipo en que se verificó el gran cisma de la cristiandad. (Como dice Zweig de Montaigne, padecía de una “ineptitud para actuar en el mundo”.) Cuando en 1520 el Gran Elector Federico III de Sajonia le encomendó una evaluación de las doctrinas de Lutero, la respuesta de Erasmo fue ambigua y evasiva. Más grave fue su decisión de no asistir a la dieta de Augsburgo (1530-1531), en donde era esperado fervientemente por todos, luteranos y papistas. Zweig no hurta el cuerpo a la cuestión y, con severidad, censura en el humanista la debilidad y la “incurable falta de ánimo”, defectos que le impiden dar la cara cuando más necesaria es su presencia -o un pronunciamiento resuelto-. El que Erasmo anticipe el nefasto curso que seguirán las cosas si no suministra el bálsamo de su palabra mediadora, esto no hace más que añadir hierro a la recriminación. “El valor no figuró nunca entre las notas características de Erasmo; por lo tanto, prefiere huir en vez de luchar”, apunta Zweig, y apenas puede ser más rotundo que cuando plasma esta otra sentencia: “Hay tiempos en que la neutralidad recibe el nombre de crimen; en momentos políticamente agitados, el mundo exige que se esté claramente en favor o en contra”. Católico o protestante en el siglo XVI, pronazi o antinazi en el XX: urge alinearse, sin titubear y en el momento mismo, cuando es evidente que los términos medios no tienen cabida. Recordémoslo: “Una autobiografía apenas velada”, así caracterizó Zweig su estudio sobre el personaje en cuestión.

Por supuesto, Stefan Zweig elogia con el acreditado vigor de su pluma al Erasmo heraldo de la colaboración y elocuente defensor de la paz, benévolo con lo humano en el ámbito de la religión precisamente cuando de la religión surgía la mayor amenaza para el bienestar de las gentes. El repudio erasmiano del fanatismo y del faccionalismo inspira en el escritor párrafos vibrantes e irresistibles, en los que se trasluce su preocupación por los acontecimientos de su propia época. He aquí una muestra:

«Quien, con su palabra, sopla una llamita, tiene que tener conciencia de que se producirá una fogata destructora; el que excita el fanatismo, declarando como único valedero un solo sistema de existir, de pensar y de creer, tiene que reconocer la responsabilidad de que, con ello, está provocando la desavenencia universal, una guerra espiritual o corporal, contra toda otra forma de pensar y vivir. Toda tiranía de una idea es una declaración de guerra contra la libertad espiritual humana, y el que, como Erasmo, busca una síntesis suprema de todas las ideas, una armonía universal humana, tiene, por ello, que considerar como un ataque contra su concepto de inteligencia general toda forma de parcialidad en el pensamiento, de ciega voluntad de incomprensión. El ser humano educado humanísticamente, dotado de humanas opiniones en el sentido de Erasmo, no debe, por consecuencia, conjurarse con ninguna ideología, porque toda idea aspira naturalmente a la hegemonía; no tiene que ligarse con ningún partido, pues es deber de todo hombre de partido ver de un modo partidista las cosas, sentirlas y pensar en ellas. En todo momento tiene que conservar su libertad de pensamiento y de acción, pues, sin libertad, es imposible la justicia, única idea que, como supremo ideal, debería ser común a toda la humanidad. Pensar como Erasmo significa, por lo tanto, pensar con independencia; proceder como Erasmo, proceder en el sentido de la comprensión.»

Pero el benigno, casi idílico ideal de una espiritualidad equilibrada y comprensiva fue vencido en su siglo y los siguientes, lo que constituye la tragedia personal de Erasmo. «Este su trágico sino –escribe Zweig- lo liga aún más íntimamente con nuestra fraternal sensibilidad». Declaración de principios tanto como ajuste de cuentas consigo mismo, Erasmo de Rotterdam es una pieza clave en la obra del escritor vienés, un erasmiano del siglo XX.

(Las citas han sido tomadas de una añosa versión de Editorial Juventud. Hay edición más reciente por Paidós -año 2011, 216 pp.-. Es muy recomendable complementar la lectura de este libro con la de Castellio contra Calvino y la de Montaigne, texto espléndido a pesar de haber quedado inconcluso y que conforma con los otros dos una suerte de trilogía de “defensores de la tolerancia y de la libertad espiritual”).

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19 comentarios en “ERASMO DE ROTTERDAM – Stefan Zweig

  1. ARIODANTE dice:

    Magnífica reseña, Rodrigo: este personaje y este escritor son de los míos. Efectivamente, Zweig se retrató al elegir esa biografía. Y las otras obras que citas tambien son excelentes y en la misma linea: contra el fanatismo. Acantilado las tiene publicadas en España: Montaigne y Castellio contra Calvino, que es también una obra tremendamente arrolladora contra cualquier totalitarismo.

  2. Rodrigo dice:

    Gracias, Ario.

    Leí hace unos meses un libro sobre Zweig: El exilio imposible, de George Prochnik (Ariel, 2014). Enfocado en la década final de la vida del escritor austríaco, y muy especialmente en sus exilios estadounidense y brasileño. Me fue muy útil al momento de redactar la reseña, y está para no perdérselo. Absolutamente recomendable.

  3. ARIODANTE dice:

    Aah, pues lo anoto inmediatamente! Yo en cambio, empecé este verano una biografía de Zweig, Las tres vidas de Stefan Zweig (Oliver Matuschek) y me atasqué. No pude pasar de los primeros capítulos, me pareció excesivamente lento, abrumador de detalles sin importancia, y en fin, aburrido. Miraré a ver qué tal está ese que me dices.

  4. Rodrigo dice:

    Vaya, a mí me gustó el libro de Matuschek…

  5. ARIODANTE dice:

    No me digas! Deberé volver a él, a ver si me pilló en mal momento. Pero te aseguro que lo dejé por aburrimiento. El que me gustó mucho es el que -en esa misma editorial, creo- escribió la primera mujer, Friderike- que se llama «Destellos de vida: memorias» y que ofrece una versión distinta, la mirada de la mujer que compartió con él los mejores años, aunque no compartió su final.

  6. Captain Wonder dice:

    Me he leído de este autor la excelente biografía de María Antonieta, y la disputa que tuvo lugar en la Suiza del XVI entre Calvino y el valiente Castiello. La verdad es que andaba buscando una biografía sobre Erasmo, y tal vez la de Stefan Zweig sea la mejor forma de acercarse a este personaje. En fin, es una lástima que el erudito escritor austriaco pusiera fin a sus días, arrastrando tras él a su joven esposa, cuando faltaba tan poco (un año) para que el totalitarismo nazi que había arrasado su vieja Europa llegara a su fin.

  7. Rodrigo dice:

    En realidad, Zweig se suicidó bastante antes del fin de la guerra, en febrero del 42. En todo caso, aunque debió intuir que la entrada de los EE.UU. en la guerra implicaba que la derrota del nazismo era cuestión de tiempo, esto no lo consoló en absoluto. A Zweig lo abrumaba una sensación de desarraigo y de pérdida irremediable, acentuada hasta lo insoportable por la destrucción de todo aquello que le proporcionaba un sentido de pertenencia, de todo lo que hacía de Europa no sólo una civilización sino una idea sublime con la que un espíritu hipersensible como el suyo podía arroparse. En su drástica decisión de quitarse la vida sopesaron sin duda factores muy complejos, pero lo cierto es que se le hizo intolerable lo que para él ya no tenía remedio, la desaparición de aquel “mundo de ayer” celebrado en sus inapreciables memorias.

  8. ARIODANTE dice:

    Cierto, Rodrigo. Creo que los escritores centroeuropeos de su generación ( y pienso en Joseph Roth o incluso en Sandor Marai),acabaron todos sumidos en una grave depresión, en parte por la guerra, en parte por la pérdida de su identidad como nación, con gran desgarro emocional, que a unos los condujo al suicidio directo (Zweig, Marai) y a otros a un suicidio indirecto, como Joseph Roth, que murió alcoholizado en el 39 viendo desde París lo que se les venía encima. Todos auto exiliados, huyendo de la quema, pero al mismo tiempo añorando su país y su idioma. En el caso de Marai es flagrante.

  9. Rodrigo dice:

    … Alexander Lernet-Holenia, Miklós Bánffy, Lajos Zilahy…

    La nostalgia y la idealización del pasado como un sello distintivo de buena parte de la narrativa centroeuropea.

    La literatura como un modo de sobrellevar la inconformidad ante el presente, cosa que no siempre funcionó. El caso de Roth es tan dramático como el de Zweig, si es que no peor. Qué feo gusano debió roerle el alma durante tantos años, empujándolo a la autodestrucción. Y lo de Márai, ni hablar.

  10. Captain Wonder dice:

    Bueno, es que en 1943 la guerra cambió de signo, aunque ciertos daños ya serían imborrables, como la destrucción del pueblo judío, que entonces aún no se sabía. Pero es cierto que para parte de Europa central la guerra supuso, incluso una vez acabada, pasar de un totalitarismo a otro, como fue el caso de Checoslovaquia, Hungría, Polonia, etc. Por fortuna para Austria, cuna de Zweig pero también de Hitler, no fue así.

  11. ARIODANTE dice:

    Pues mira, Rodrigo, hace una semana empecé a leer «Lo que no quise decir» y son textos que no llegó a publicar en sus «Confesiones de un burgués» (y que ha publicado Salamandra, como todos o casi todos sus otros textos, al menos en España). Pues bien, era tan dramático, era tal su angustia que lo transmitía y me llegué a sentir agobiada. Lo retomaré, con mejor ánimo, más adelante. Lo que hice ahora fue leer su novela «La amante de Bolzano», anticipo de «El último encuentro» en clave dieciochesca con Casanova como protagonista. Si no la leíste, hazlo.
    Captain Wonder, efectivamente los daños de la guerra, además de los obvios e inmediatos, fueron terribles para muchos países centroeuropeos, los que formaban parte del imperio austrohúngaro y los polacos, principalmente. Terribles por la pérdida de identidad. Márai lo cuenta muy bien en «Lo que no quise decir». El libro recopila capítulos inéditos que, por deseo del propio Sándor Márai, se habían excluido de «¡Tierra, tierra!» por lo que estos textos inéditos constituyen una parte crucial de la autobiografía de Márai ya que giran en torno a dos fechas capitales: el 12 de marzo de 1938, cuando la Alemania nazi se anexionó Austria, y el 31 de agosto de 1948, cuando el gran autor húngaro, acompañado de su esposa y su hijo, abandonó su país, entonces ya un satélite de la Unión Soviética. «En aquellos diez años dejó de existir toda una forma de vida y toda una cultura», escribe.

  12. ARIODANTE dice:

    Por cierto, Rodrigo, de Miklós Banffy tengo algún libro pero aun no leído. ¿Cuál me recomiendas para empezar?
    Como es habitual…empezamos hablando de Erasmo y mira por donde salimos, jajajaa!

  13. Captain Wonder dice:

    Gracias, Ariodante, por la bibliografía. De todos modos, parece que en la nueva edición de ¡Tierra, tierra! incluyen esos textos inéditos. Un saludo a todos.

  14. ARIODANTE dice:

    ¿En la edición española, Captain Wonder, la de Salamandra? Es que es curioso que incluyan esos textos en Tierra , tierra! cuando Salamandra ha editado un libro solo para esos textos.

  15. Rodrigo dice:

    Me enteré de aquel libro de Márai, Ario. Todavía no le he echado un ojo pero luego será.

    ¿Bánffy? Sólo le he leído Los días contados, primera parte de la ‘Trilogía transilvana’. Confieso que, sin parecerme mala -de esto nada-, tampoco me resultó especialmente memorable.

    Saludos, Captain Wonder. Y muchas gracias por los comentarios.

  16. Captain Wonder dice:

    Pues sí, Ariodante, es la edición de 2012 de ¡Tierra, tierra!, de la editorial Salamandra.

  17. ARIODANTE dice:

    Vaya! Bueno, yo lo he conseguido en una edición aparte. en fin…

  18. Vorimir dice:

    Erasmo de Rotterdam, padre del Humanismo y una de las grandes figuras del siglo XVI; eso sí, mucho más valiente de pluma que de cuerpo… y parece que esta biografía refleja sus luces y sombras (aunque desde la distancia de los siglos y la que da un teclado de ordenador es fácil señalar a alguien y decirle «cobarde, que no te arriesgaste a ser mártir por tus ideas», en una época en la que no era muy difícil acabar en la hogera…).

  19. Rodrigo dice:

    Tal cual, Vorimir. Lo interesante del caso es que Zweig reconocía en sí mismo una debilidad similar, que lo volvía muy poco apto para ejercer de opositor, de portavoz de la disidencia; cosa que le reconcomía la conciencia porque la época exigía firmeza de ánimo, un temple batallador que en realidad le era ajeno.

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