EL HOMBRE NUEVO – Grigore Dumitrescu

«Vosotros lo único que necesitáis es recordar que apenas acaba de secarse la tinta con la que se han escrito las innumerables páginas que conforman los expedientes de Núremberg y, pese a ello, habéis decidido continuar con unas atrocidades tan crueles que los criminales que os precedieron no podrían ni imaginar».

Para muchos el horror no se acabó con el final de la Segunda Guerra Mundial. En muchos países la justicia que se impartió en los juicios de Núremberg no alcanzó, no fue suficiente, o ni siquiera se atisbó. Hubo lugares donde a la monstruosidad del régimen de Hitler le sucedió otra igual de abominable, y en el concierto internacional ya a nadie le importó. Este fue el caso de Rumanía, país que vivió primero inmersa en el infierno nazi y después, sin tregua y de manera inmediata, en el que impuso el régimen comunista bajo la órbita de Stalin.

Grigore Dumitrescu vivió en esa Rumanía. Nacido en 1924, vio cómo su país, liderado por el dictador fascista Ion Antonescu, se aliaba con Hitler y se convertía en protagonista de represiones y terribles matanzas llevadas a cabo contra los judíos rumanos. En 1944 se produjo un golpe de estado con el apoyo de la Unión Soviética; Antonescu fue juzgado y ajusticiado, se rompió la alianza con una Alemania ya en declive y Rumanía se alineó con el bando aliado. Los tanques soviéticos entraron en el país en medio del alborozo de la población, que aplaudía la llegada de los libertadores. Pero pronto se vio que no había motivo para celebrar nada. En 1945 el gobierno fue depuesto y los rusos impusieron un gobierno comunista, y a finales del año siguiente se celebraron elecciones, en las que el pueblo rumano debía decidir si aceptaba la injerencia soviética en los asuntos internos de su país. El resultado de las elecciones fue amañado, se desencadenaron persecuciones y asesinatos con el fin de eliminar la diversidad de pensamiento y el resultado fue que el partido comunista se erigió en la única voz política del país.

La población rumana vivió sumida en el imperio del terror durante mucho tiempo: por un lado, los judíos siguieron sufriendo una severa represión (échese un ojo al testimonio de Sonia Devillers en Los exportados); por otro, todos los rumanos eran, al margen de su credo, sospechosos a priori de realizar actividades anticomunistas, o cuando menos de haber tenido un pasado turbio o de tener familiares susceptibles de ser investigados. Las detenciones y los encarcelamientos estaban a la orden del día, y Rumanía se convirtió en un país del que sus habitantes trataban de huir cruzando el Danubio para llegar a la frontera o bien ocultos en trenes y aviones.

El autor de El hombre nuevo, Grigore Dumitrescu, fue una de las miles de víctimas del sistema comunista rumano. En 1948, siendo estudiante de Derecho, fue detenido y encarcelado. Condenado a dos años de prisión, ingresó en la penitenciaría de Jilava donde fue sometido a maltratos y palizas. A los pocos meses, ya en 1949, fue trasladado a la de Pitești y lo que allí vivió le hizo comprender que el terror no había hecho más que empezar. Pitești era un centro con un objetivo claro: reeducar a los internos, hacerlos reconocer su culpa y convertirlos en «hombres nuevos». La privación de libertad de Dumitrescu no duró dos años sino cinco, hasta 1953. En cuanto fue excarcelado huyó de Rumanía en dirección a Alemania, donde publicó, ya en 1978, el relato de esos años vividos en prisión.

En Jilava y sobre todo en Pitești los internos padecieron, además de la evidente privación de libertad y de una alimentación deficiente, un régimen que socavaba sus cuerpos y sus mentes. Los presos eran sometidos a una disciplina que pretendía deshumanizarlos: eran obligados a mantener la mirada en el suelo un metro por delante de ellos, sin desviarla, de modo que no pudieran establecer contacto visual unos con otros; a tener las manos en los bolsillos, o con los brazos rectos al frente; a mantener posturas rígidas durante todo el día; a dormir boca arriba con las manos sobre la sábana; a comer sopa hirviendo de rodillas, con el plato en el suelo y las manos a la espalda. Se lavaban de manera precaria con muy poca agua, y solo al cabo de muchos meses se les concedía el permiso de una ducha rápida y de lavar sus ropas. No podían emitir quejas si no querían ser castigados, ni de hecho hacer nada que no se les ordenara. Y esto no era lo peor.

Tampoco lo eran las palizas, que formaban parte de su programa de actividades. Cada día un buen puñado de reclusos era escogido por los motivos más absurdos para recibir patadas, puñetazos y golpes de porra. Si tenían suerte, los internos logragan tirarse al suelo hechos un ovillo y soportaban la tunda como podían, pero a menudo eran sujetados de brazos y piernas y estirados mientras recibían el correctivo. Con frecuencia los propios internos eran obligados a llevar a cabo esas palizas sobre otros internos. Dumitrescu sufrió en sus carnes innumerables sesiones de bofetadas, puñetazos y puntapiés, y vio cómo algunos de sus compañeros recibían castigos peores, como soportar el peso de una docena de hombres sobre sus débiles y enclenques cuerpos, o comerse sus propios excrementos. El único horizonte, la única triste esperanza que les quedaba para librarse de aquel infierno, era sobrecogedora: ser escogidos para los campos de trabajo donde se llevaba a cabo la construcción de un canal entre el Danubio y el Mar Negro. Esa esperanza ha quedado retratada para la historia como el lugar en el que trabajaron decenas de miles de presos políticos, y donde miles de ellos murieron víctimas de las jornadas extenuantes, los castigos físicos y la escasa alimentación.

Pero lo peor de la prisión de Pitești, aquello para lo que había sido diseñada, estaba por venir. Dumitrescu no tardó en descubrir que quienes se encargaban de la vigilancia y de las palizas, los matones o robots, como él los llama, fueron en otro tiempo presidiarios igual que ellos mismos, personas que en el pasado habían ocupado sus camastros y habían recibido los mismos tormentos sobrehumanos que ahora les administraban a ellos. Algunos aún conservaban el miedo en sus miradas, pero la mayoría parecía disfrutar con su papel. Las palizas tenían como objetivo, por tanto, convertir a los internos en instrumentos del sistema. Si sobrevivían a ellas. El programa de reeducación culminaba con la llamada autoconfesión: los presos eran obligados sin excepción a dar testimonio de su pasado corrupto y viciado por el anticomunismo, en unas confesiones de horas y horas en las que convenía que implicaran a otras personas, para llevar a cabo futuros arrestos y reeducaciones. El retorcimiento de todo el programa llegaba al extremo de que el resto de internos debían valorar si quien había hecho la autoconfesión había sido sincero o no. A la vista de tal pozo de podedumbre y perversión, Dumitrescu advierte de manera muy lúcida en su obra la inversión de papeles, ya que quienes en el pasado se opusieron o no comulgaron con los regímenes políticos extremistas eran ahora perseguidos precisamente por quienes habían creído sus salvadores: «los progresistas se han convertido así en los corruptos de antaño y los comunistas en los antiguos admiradores del nazismo y el fascismo».

El hombre nuevo se alinea con las obras que dan testimonio de la barbarie del régimen comunista de Stalin y sus estados satélite; en esta línea cabe citar, por ejemplo, la conocida Archipiélago Gulag de Aleksander Solzhenitsyn.  Está escrito con un estilo llano, directo, sin florituras ni amaneramientos; frases simples que a veces caen en la repetición. En la sencillez Dumitrescu encuentra la fórmula para plasmar el horror, y también para dar testimonio de la historia política de Rumanía en aquellos años siguientes al fin de la Segunda Guerra Mundial. En esas páginas y con puntuales retrospectivas, el autor relata de manera sucinta los hechos que sacudieron su país con la caída de Antonescu y la llegada del régimen comunista supervisado por Stalin.

Parece más indignante aquella perversión que no tiene como propósito principal segar vidas sino doblegar la voluntad humana y volverla contra los suyos; da la impresión de que supone un peldaño más en los niveles de maldad que puede alcanzar el ser humano. En esto consiste el relato de Dumitrecu, esto es lo que denuncia en El hombre nuevo, y por eso vale la pena leer su testimonio.

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Grigore Dumitrescu, El hombre nuevo, traducción de Rafael Pisot. Madrid, Omen Ediciones, 2024, 246 páginas.

 

     

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