No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente.
La oscura noche se cierne pesada sobre las gradas de la iglesia de San Felipe. A esas horas ya no hay curiosos que deambulen preguntando por las noticias de Flandes recién salidas de la Estafeta de Correos, próxima a la iglesia, ni enamorados que con sus chismes y juegos galantes intenten requebrar a las mozas de cántaro y agua de acero. No es momento de flores y rosas… es la hora del cazador. Un hombre joven, sin más compañía que una palmatoria se aproxima furtivo a las gradas camino de su casa en la Calle Mayor. Seguro de su anonimato. De pronto, como si se rasgara la oscuridad que le envuelve se oye el siseo zissssssss de una espada que sale silenciosa y sin artificio de una vaina bien engrasada. Unos pasos le indica que un desconocido se le acerca. «Téngase por vida de Dios, que hasta aquí hemos llegado» le espeta el desconocido y sin más ceremonia se pone en guardia, espada en alto, brillante a la pobre luz de la vela… No hay grandes paradas, ni perfectos movimientos circulares, solo una estocada a fondo que le hunde tres cuartas de hierro al pobre viandante, que sólo había cometido el pecado de utilizar un vuesa merced indebido a un pisaverde en los paseos del Prado. El desconocido se agacha, registra el rico jubón, y con movimientos profesionales limpia la hoja sanguínea en la capa. Todo limpio, higiénico, y metódico. Todo rápido y sin discursos, pues en ese mundo salvaje de a salto de mata no hay momentos de gloria hidalga… solo un brillo de lobo que caza solo, un lobo llamado Alatriste.
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