MEMORIAS DE UN REVOLUCIONARIO – Victor Serge

50_1En junio de 1935 tuvo lugar uno de los acontecimientos señeros en la historia política de la intelectualidad: el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado con pompa y circunstancia en París. Su objetivo primordial era movilizar a una pléyade internacional de escritores dispuestos a hacer causa común contra el fascismo, cuyo ascenso amenazaba las raíces mismas de la civilización occidental. La organización del evento podía jactarse de involucrar a autores de prestigio: Romain Rolland, André Gide, Henri Barbusse y André Malraux, sin duda los más estelares. Sin embargo, quienes de verdad movían los hilos de la iniciativa eran individuos como Willi Münzenberg, principal y eficacísimo propagandista de la Unión Soviética; Ilya Ehrenburg, maestro de las relaciones públicas de la literatura soviética; y el alemán Gustav Regler, escritor comunista que por entonces se hallaba exiliado en la capital francesa. Debido a los oficios de estos y otros hombres, la motivación antifascista del congreso devino rápidamente una muestra de solidaridad con la URSS, resultando en una lograda operación de propaganda de la Komintern -significativamente, Regler dejó testimonio de que la concurrencia de Boris Pásternak e Isaac Babel a la cita contribuía a la “aldea Potemkin” literaria que se quería erigir de cara al Occidente simpatizante-. Ahora bien, entre las vicisitudes del congreso hubo una que enturbió seriamente la reinante armonía prosoviética, y fue la del denominado “caso Serge”. Victor Serge, marxista indócil y escritor en lengua francesa, sufría en 1935 su segundo año de cautiverio y deportación en tierras soviéticas; su caso proyectaba una sombra sobre la imagen de la URSS que los organizadores del congreso habían tratado de disipar. Las intervenciones al micrófono de la socialista Magdeleine Paz y otros portavoces de la causa de Serge provocaron la ira de la representación soviética y los abucheos de sus compañeros de viaje, pero sentaron las bases de la campaña internacional a favor de la liberación de Serge (la que sería encabezada por Gide y acabaría exitosamente en 1936). De manera indirecta, sembraron también la reputación de Serge como personalidad incómoda, genuino incordio para el régimen soviético y sus valedores occidentales; una reputación que el propio Serge se encargaría de consolidar. 

Victor Serge es el seudónimo de Victor Lvóvich Kibálchich (1890-1947). Hijo de anarquistas rusos exiliados,  nacido y criado en Bruselas, Serge consumó una trayectoria vital que supo de muy diversas trashumancias y rupturas, pero que en el aspecto político fue una rara muestra de coherencia de principios. Desde su infancia desempeñó una variedad de roles y oficios, desde vendedor de periódicos en las calles de Bruselas y obrero de imprenta en París hasta disidente del estalinismo y escritor polivalente (fue autor de novelas, panfletos y ensayos histórico-críticos, además de redactar unas memorias que deben contarse entre los mejores testimonios de su época); fue también aprendiz de fotógrafo, periodista, editor, traductor en diversas lenguas (tradujo a Boris Pilniak al catalán), agitador, instructor ideológico y funcionario del régimen bolchevique. Transitó desde un temprano anarquismo al marxismo-leninismo. Seguidor una vez de Trotsky, rompió con él a raíz del dogmatismo e intolerancia del que fuera organizador del Ejército Rojo. Vivió sus últimos años en México como revolucionario impenitente y como acérrimo detractor del régimen soviético. La suya fue una vida errante, y, lo que no era infrecuente para los insurrectos de su condición, padeció el presidio, el destierro y el exilio. Refugiado en Barcelona en 1917 luego de un quinquenio de reclusión en una cárcel francesa, fue allí que estrenó su alias de Victor Serge, publicando artículos bajo esta firma en un periódico anarquista. Ya radicado en la tierra de sus ancestros y tras varios años de activo compromiso con el régimen bolchevique, obteniendo provecho de su cualidad de políglota en el área de las publicaciones, en 1928 fue expulsado del partido comunista soviético por su adhesión al bando trotskista.

Siempre díscolo, defensor irreductible del pensamiento crítico y de la libertad de expresión, a un primer y breve confinamiento en prisión, aquel mismo año, sumó una estancia más prolongada en 1933, culminando en la deportación en la ciudad de Orenburgo, sobre la frontera asiática de Rusia. Tras su caída en desgracia se convirtió en escritor a tiempo completo; vetado en la URSS, sus novelas, folletos y estudios eran publicados en París, granjeándole cierto renombre en los medios literarios y revolucionarios franceses. (Algunos de sus escritos tuvieron una pronta difusión en el mundo hispanoparlante, con ediciones en España, Argentina y Chile.) Hombre del género apátrida o cosmopolita, eterno outsider, Serge es uno de aquellos que justifican la categoría de “intelectual extraterritorial”, acuñada por Siegfried Kracauer, o la de “intelligentsia sin ataduras”, por Karl Mannheim: una estirpe característica del convulso siglo XX, propia del «“invitado que se queda”, el “vagabundo” susceptible de adoptar una perspectiva crítica» (Enzo Traverso), cuyo desarraigo hace las veces de privilegiado punto de vista desde el cual el errabundo denuncia los males que los arraigados callan. Serge, por de pronto, detenta el honor de haber sido el primero en calificar públicamente al Estado bolchevique como un Estado totalitario.  (En un documento publicado en París en 1933 declaró acerca de la URSS que «en la hora actual, estamos cada vez más en presencia de un Estado totalitario, castocrático, absoluto, embriagado de su poder, para el cual el hombre no cuenta»; sobre esta cuestión, es recomendable leer Victor Serge: Humanismo socialista contra totalitarismo, VV.AA., Siglo XXI, 2009.) Fue también uno de los primeros en exhibir a Occidente el rostro nefasto de la URSS –bien que de modo infructuoso-, anticipándose a la bullada defección de André Gide y su Retorno de la URSS (publicado en 1936; cabe recordar que Gide era hasta entonces uno de los más célebres y mimados compañeros de ruta del régimen soviético). Sus memorias se ven engalanadas por lo que el autor establece como un supremo imperativo categórico: «No renunciar jamás a defender al hombre contra los sistemas que planean la aniquilación del individuo».

Con todo, no conviene perder de vista que Serge era un revolucionario, y que como tal su pensamiento era rehén de unas aspiraciones radicales. Su diatriba antisoviética tenía por objetivo los medios, no el fin; lo que denunciaba era el resultado de la revolución bolchevique, no la revolución en sí. El régimen de Stalin representaba para él una degeneración del Octubre Rojo en vez de su consecuencia fatal. Empero, también es cierto que ya en los días de la guerra civil le violentaban los recursos extremos del bolchevismo. Acaso quedara demasiado en él del antiguo anarquista, o del libertario que en el fondo siempre fue: disentía de la estatización y burocratización impuesta por el régimen, de la supresión de las libertades individuales y de la abdicación -forzada o voluntaria- de la autonomía del pensamiento. Bolchevique y funcionario de segunda o tercera fila, su voz no contaba demasiado… Lo que más le repugnaba, fuera de la intolerancia y el autoritarismo establecidos, eran los métodos criminales de la Cheka. Como revolucionario podía suscribir la aplicación de métodos represivos en la fase inicial de una revolución, pero no la institucionalización de un terror sistemático y permanente. ¿Fue Serge incapaz de comprender que el terror es consubstancial al moderno fenómeno revolucionario? No del todo; pero la circunstancia de que sí comprendiera –en parte al menos- puede afeársele como si de ceguera u obcecación se tratara, pues persistió en su convicción revolucionaria. (Otros, finalmente más lúcidos o más consecuentes, abjuraron de ella: Arthur Koestler, Albert Camus, Margarete Buber-Neumann e Ignazio Silone son algunos ejemplos ilustres. Si interrumpió la muerte una eventual evolución de Serge hacia posturas moderadas, es algo que nunca sabremos.) El hecho es que sus memorias contienen un capítulo sobremanera esclarecedor: el cuarto, titulado “El peligro está en nosotros”. En él, Serge expresa lo siguiente:

«Así como la sociedad capitalista-industrial tiende a abarcar al mundo entero modelando en él a su capricho todos los aspectos de la vida, así el marxismo de principios del siglo XX aspira a tomarlo todo, a transformarlo todo, desde el régimen de la propiedad, la organización del trabajo y el mapa de los continentes (por medio de la abolición de las fronteras), hasta la vida interior del hombre (por medio del final de la religiosidad). Aspirando a una transformación total, era, en el sentido etimológico, totalitario. […] El pensamiento bolchevique procede de la posesión de la verdad: a los ojos de Lenin, de Bujarin, de Trotsky, de Preobrazhenski y de muchos otros, la dialéctica materialista de Marx-Engels es al mismo tiempo la ley del pensamiento humano y la del desarrollo de la naturaleza y de las sociedades. El partido detenta sencillamente la verdad; todo pensamiento diferente del suyo es error pernicioso o retrógrado. Tal es la fuente espiritual de su intolerancia. La convicción absoluta de su alta misión le asegura una energía moral asombrosa –y al mismo tiempo una mentalidad clerical pronta a hacerse inquisitorial.» (Las cursivas me pertenecen.)

¡Rotundo diagnóstico! Más adelante, Serge afirma que en el marxismo de los bolcheviques había una forma de inconsciencia que les permitía hacer caso omiso de las contradicciones internas de su revolución. La ideología importaba más que la realidad; los axiomas y las consignas filtraban la percepción de la realidad, escamoteándola: «Las palabras “dictadura del proletariado” explicaban para ellos todo, mágicamente, sin que se les ocurriera preguntarse dónde estaba, qué pensaba, sentía, hacía el proletariado dictador». «Por intolerancia, atribuyéndose el monopolio absoluto del poder y de la iniciativa en toda materia, el régimen bolchevique se hacía rígido, difundía en el país una especie de parálisis general, hacía desesperar de la revolución». La conclusión cae por sí misma, igualmente rotunda: «El totalitarismo está en nosotros». Desolado, Serge pudo constatar que la naturaleza dogmática e intransigente del bolchevismo, aupada por circunstancias extremas como la guerra civil y la llamada “economía de guerra”, derivó en la implementación de un estado de sitio perenne que se apoderó de los soviets, del partido mismo y de la sociedad entera. «El totalitarismo está en nosotros».

Personalidad incómoda, Serge, habitualmente posicionada a contracorriente. Después de su liberación, en 1936, regresó al Occidente de sus años mozos, en donde constató que seguía siendo un marginal, un apestado político. Establecida su residencia en París, ejerció como un denodado crítico de la Unión Soviética, pero sus artículos y sus libros eran objeto de una doble hostilidad: para la derecha, su opinión seguía siendo la de un revolucionario; para la izquierda no era más que un traidor, y lo que se imponía era cubrir su voz bajo una riada de insultos. En vez de la objeción razonable o el desmentido fehaciente de sus escritos, lo que la extrema izquierda le oponía era la injuria, la denuncia y la amenaza. La época era la de los juicios espectáculo en Moscú y el aplastamiento de la izquierda española disidente en plena guerra civil (simbolizada por el asesinato de Andreu Nin, con quien Serge había trabado amistad en Leningrado). Codo a codo con André Breton, Magdeleine Paz y otros, Serge fundó un “Comité para la investigación sobre los procesos de Moscú y para la defensa de la libertad de opinión en la revolución”, en un vano esfuerzo por abrir los ojos de los sectores que se negaban a creer que los juicios fuesen una farsa, o que los comunistas subordinados a Moscú pudieran ser tan sectarios y extremistas como en España. Al Comité le fue imposible encontrar un periódico que publicase sus documentos. Escribe Serge: «Fue verdaderamente, durante años, la lucha de un puñado de conciencias contra la asfixia completa de la verdad, en presencia de crímenes que decapitaban a la URSS y prepararon pronto la derrota de la República española. A menudo teníamos la impresión de gritar en el desierto».

Las Memorias de un revolucionario congregan a una cohorte de personalidades emblemáticas, con las que Serge tuvo contacto y de las que frecuentemente traza unas semblanzas inapreciables. Puede mencionarse entre otros a intelectuales ideólogos como György Lukács y Antonio Gramsci; escritores como Barbusse, Gide, Andréi Biely, Maiakovsky, Gorki, Panait Istrati, Pásternak, Saint-Exupéry; el italiano Angelo Tasca, socialista y autor del clásico estudio El nacimiento del fascismo, a quien en los años de la Segunda Guerra Mundial se verá como petainista y funcionario del régimen de Vichy; Vera Figner, la legendaria terrorista involucrada en el asesinato del zar Alejandro II, ya septuagenaria y hostigada por los bolcheviques (deportada como Serge a Orenburgo); muchos de los revolucionarios y políticos soviéticos y de otros países, naturalmente (Nin, Durruti, Béla Kun, etc.)… Sería improcedente hacer una lista exhaustiva de celebridades, lo relevante es que su presencia en las páginas de estas Memorias completa el fresco de un medio siglo absolutamente crucial en la historia, y ofrece un aliciente más para su lectura.

Serge falleció en noviembre de 1947 a causa de un ataque cardíaco, en Ciudad de México. La edición de sus memorias por la editorial Veintisiete Letras fue precedida en 2002 por la edición a cargo de Siglo XXI, bajo el título de Memorias de un mundo desaparecido (1901-1941). En años recientes se han publicado en España otras dos de sus obras: El destino de una revolución (Los Libros de la Frontera, 2010; primera edición en castellano por Editorial Ercilla, Santiago de Chile, 1937), y la novela El caso Tuláyev (Alfaguara, 2007 , y Capitán Swing, 2013).

Como broche de la reseña, uno de tantos fragmentos luminosos del libro:

«Cualquiera que sea el valor científico de una doctrina, desde el momento en que se hace gubernamental, los intereses del Estado no le permiten ya la investigación desinteresada; y su seguridad científica misma la conduce primero a imponerse en la educación, luego a sustraerse a la crítica por los métodos del pensamiento dirigido, que es más bien el pensamiento asfixiado. Las relaciones entre el error y el conocimiento justo son todavía demasiado oscuras para que pueda pretenderse regularlos por autoridad; sin duda los hombres necesitan largas trayectorias a través de las hipótesis, los errores y los ensayos de la imaginación para llegar a desbrozar conocimientos más exactos, en parte provisionales: pues hay pocas exactitudes definitivas. Es decir que la libertad del pensamiento me parece uno de los valores más esenciales».

– Victor Serge, Memorias de un revolucionario. Veintisiete Letras, Madrid, 2011. 608 pp.

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10 comentarios en “MEMORIAS DE UN REVOLUCIONARIO – Victor Serge

  1. Urogallo dice:

    Esta reseña apesta a subjetivismo cosmopolita…

  2. Rodrigo dice:

    Serás perverso, Kolia…

  3. Urogallo dice:

    La objetividad de la justicia popular no admite esas precisiones.

  4. Urogallo dice:

    Profunda reseña Misha. Ya desde un principio, el sueño del paraiso de los trabajadores proyectaba sombras. No solo por sus posibles carencias y fracasos, sino sobre todo por la forma que tenía de afrontar cualquier disidencia. Encaminado a la consecución de un ideal (Uno u otro, eso es lo de menos), no cabía aceptar las posiciones particulares o las discrepancias frente a la voluntad del Gran Hermano.

  5. Rodrigo dice:

    … Todo lo cual no es accidente sino la esencia de una mentalidad: utópica, totalitaria y terrorista.

    El libro es muy bueno. Muy movido, bien escrito, cuajado de reflexiones interesantes. De lo mejor que he leído en su género. Encima, Serge era también un buen novelista, a juzgar por El caso Tuláyev.

  6. Rosalía de bringas dice:

    ¡Qué interesante lectura! Y qué vigente, ¿no? (al menos por aquí)

    Felicidades, Rodrigo (¿y cuántas van?) por esta reseña tan oportuna en el momento que atravesamos, cuando los planteamientos revolucionarios (históricos) parecen estar recobrando actualidad y la cultura (entendido como humanismo en todas sus dimensiones) acaso se nos plantee como el último espacio para la disidencia…

    Gracias y un saludo.

  7. Rodrigo dice:

    Precisamente, hay libros y hay temas que no pierden actualidad, a pesar de todo lo llovido. Recuperar esos libros es una iniciativa inapreciable, por lo que se agradece el esfuerzo de editoriales como Veintisiete Letras.

    Gracias, Rosalía.

  8. Gran reseña.
    Este libro es absolutamente apasionante, y fundamental para cualquiera que esté interesado en la historia del s.XX, los totalitarismos y la revolución. Curiosamente, uno termina la lectura familiarizado con el Serge revolucionario, pero con la persona. Espero que algún día alguien publique una buena biografía del personaje, porque vale realmente la pena.
    Asimismo, El caso Tuláyev es un novelón fascinante, casi a la altura de El cero y el infinito. He tenido la suerte, además, de leer (en inglés, pues en español es inencontrable) Hombres en prisión, una crónica novelada de los cinco años que pasó en prisión en Francia, tras el caso de los terroristas, y de nuevo no tiene desperdicio. La única explicación a que Serge sea un desconocido es su carácter de personaje sumamente incómodo para unos y otros.
    Saludos.

  9. Donde decía «terroristas» quería decir «anarquistas» (la banda de Bonnot, si no recuerdo mal). No sé en qué estaría yo pensando.

  10. Rodrigo dice:

    Exacto, la banda Bonnot.

    Gustándome la novela de Koestler, pienso que El caso Tuláyev es superior. Como obra literaria es bastante más compleja y mucho más redonda. Por otro lado, suscribo plenamente tu apreciación de las memorias de Serge.

    Sobre el (relativo) desconocimiento de Serge, lo que dices es crucial. Pero también cuenta de fijo lo que apunta Susan Sontag en el prólogo de El caso Tuláyev: que ningún país puede de verdad reclamarlo como suyo. ¿Bélgica? ¿Rusia? ¿Francia? Escasamente. Serge era un desarraigado y un ciudadano del mundo; como enfatiza ella, un escritor ruso que escribía en francés. Una consecuencia negativa de esto es su omisión en las historias de la literatura rusa y francesa.

    Gracias por el comentario.

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