Y SIGUIÓ LA FIESTA – Alan Riding

Y-siguio-la-fiesta-de-Alan-Riding-201x300«Hagamos, pues, para beneficio del progreso y de las ideas, la paz literaria. La paz literaria será el inicio de la paz moral. (…) La Francia militar ha flaqueado, mientras que la Francia literaria sigue en pie. Esa magnífica faceta de nuestra gloria que Europa nos envidia, respetémosla».

Tales palabras las escribió un célebre escritor francés, abanderado del rol público de los intelectuales, después de sufrir su patria una severa derrota militar. Pero no es André Gide, ni Georges Bernanos, ni François Mauriac, ni un emergente Jean-Paul Sartre, el autor de la exhortación, como no es su contexto el de la debacle de 1940. El texto lo firmó Víctor Hugo y data de octubre de 1871. Tras el doble trauma de la guerra franco-prusiana y la Comuna de París, el autor de Los miserables hacía un llamamiento a sus pares literatos –por medio de la prensa- a velar por el legado de la Revolución y a restaurar la unidad nacional y el lugar de Francia como faro de la humanidad (“motor del progreso”, “organismo de la civilización”, “pilar del conjunto humano”: las hipérboles del vate). Aquellas y otras frases del escrito y, sobre todo, el espíritu que lo anima, parecen totalmente actuales en 1940. ¿Es que no ha cambiado nada en las seis décadas que mediaron entre ambas crisis? Por cierto que sí, y mucho; pero algunas cosas perduran. Permanece no ya el punto de vanidad francesa, tan evidente, sino la idea de la suprema responsabilidad moral del estamento literario, junto con el supuesto de que a los hombres de letras les compete un papel activo en los asuntos públicos; Francia, después de todo, sigue siendo la patria por antonomasia de la intelectualidad comprometida. Pero la unidad de los escritores a que apelaba Victor Hugo en 1871 es, más que nunca en 1940, una quimera, y lo es desde que el caso Dreyfus abriera una brecha insalvable en la comunidad de intelectuales franceses, cuya fractura no ha hecho sino enconarse a lo largo de los años 30. A finales de la década, en la víspera misma del asalto hitleriano, la República es incapaz de suscitar el consenso de sus hijos, cosa que abultará la cuenta de factores decisivos en la infamante caída de 1940. 

Los años siguientes a la capitulación supondrán para los franceses una prueba rigurosísima, acaso la más exigente del siglo, y es dudoso que un Victor Hugo hubiera aprobado el proceder de muchos de sus compatriotas en semejante coyuntura, no solo literatos sino también artistas, hombres de ciencia, políticos y ciudadanos promedio. En lo que toca a la mayoría de los profesionales de las artes y la cultura –escritores, pintores, cineastas, actores, cantantes, coreógrafos, bailarines y tantos otros-, la consigna parece haber sido la del gremio artístico por excelencia: “Que el espectáculo continúe”. Por lo general, los más notorios de entre ellos se comportaron del mismo modo que el grueso de la población, escabulléndose al campo de visión de los invasores y enfrascándose tanto como podían en sus quehaceres cotidianos. No abundaron en los primeros tiempos los artistas y escritores que se movilizaran decididamente en pos de una causa política. Muchos de ellos se alinearon tempranamente con Pétain, a quien –por lo demás- la mayoría de los franceses saludó como el salvador de la nación. Unos cuantos recibieron con beneplácito a los alemanes, mientras que otros se avinieron al nuevo estado de cosas con resignación. Muchos de los animadores culturales de París se refugiaron en la zona no ocupada, especialmente en la costa mediterránea; a los pocos meses, buena parte de ellos regresó a la capital. Algunos huyeron del país, exiliándose preferentemente en Inglaterra, los Estados Unidos o el norte de África. Quienes se vieron impedidos de optar por la impasibilidad, naturalmente, fueron los de origen judío; no solo intelectuales y artistas, también los empresarios y trabajadores del mundo del espectáculo, tanto franceses como extranjeros residentes o refugiados: todos ellos, los de linaje hebreo, fueron hostigados, segregados y expoliados, cuando no asesinados, por nazis y agentes de Vichy. Ahora bien, juzgando en retrospectiva, ¿podían los intelectuales y artistas franceses hacer mucho más que lo que hicieron en los años de la ocupación alemana y del régimen de Vichy? ¿Hasta qué punto estaban, en razón de su visibilidad pública, obligados a ejercer una cabal autoridad moral, plantando cara al invasor y a su títere? Antes que esto, aun: ¿cuál fue en verdad el papel de artistas e intelectuales en el momento más crítico de la nación, sobre todo en la capital? ¿Honraron los escritores, en particular, su fama de reserva moral y orgullo de la nación francesa?

El periodista y escritor británico Alan Riding procura responder a cuestiones como éstas en su libro Y siguió la fiesta (‘And the Show Went On’, 2010). En él, Riding aborda el mundo de la cultura y el espectáculo en la Francia de la ocupación alemana, con París como escenario privilegiado. Por las páginas del libro desfila una pléyade de hombres de letras y artistas de los más variados géneros, amén de individuos relacionados con el mundo del espectáculo. Tenemos a escritores como Gide, Malraux, Sartre, Camus, Drieu La Rochelle, Brasillach, Céline, Irène Némirovsky, Mauriac y un larguísimo etcétera; pintores de la talla de Picasso, Derain, Vlaminck, Max Ernst y otros; personalidades del cine galo como Robert Bresson, Jean Renoir, Marcel Carné, Arletty, Jean Marais; compositores como Honegger, Poulenc y Messiaen; celebridades del espectáculo como Edith Piaf, Maurice Chevalier, la soprano Germaine Lubin, el bailarín y coréografo Serge Lifar, el dramaturgo, cineasta y actor Sacha Guitry, y muchos más. Una plétora de nombres cuyo solo recuento da una imagen del estatus de París como capital cultural de la época. Se trataba, en efecto, de una legión excepcional de gentes de talento y genio creador, por lo mismo expuestas al escrutinio de una nación que esperaba de ellas un desempeño modélico, sobre todo en el ámbito público: una expectativa que en la mayoría de los casos demostró ser excesiva, en vista del contexto.

También se dan cita en el libro algunas personalidades quizá no tan famosas pero que sí merecen un reconocimiento como resistentes o, al menos, como custodios del patrimonio cultural francés –y de la humanidad, en definitiva-. Es el caso, por ejemplo, de los profesionales aglutinados en la denominada Red del Museo del Hombre (Réseau du Musée de l’Homme), un pequeño círculo de resistentes espontáneos integrado entre otros por el lingüista y etnólogo Boris Vildé (líder del grupo), el historiador del arte Jean Cassou, la etnóloga Germaine Tillion, la egiptóloga Christiane Desroches y el sociólogo René Creston. Se reunían en el Museo del Hombre de París, apenas unos meses después de la capitulación, excluyéndose por propia iniciativa del ambiente de conformismo y pasividad a la sazón imperante; publicaban panfletos clandestinos y contactaron con otros grupos de resistentes. A mediados de 1941 el círculo fue desarticulado por los alemanes y varios de sus miembros fueron ejecutados o deportados. También destaca por derecho propio Rose Valland, conservadora de arte moderno en un museo con sede en el Jeu de Paume y, en palabras de Riding, «una de las pocas heroínas de la ocupación en el ámbito artístico». Su diligencia obstaculizó en gran medida el robo de obras de arte por los alemanes desde el Jeu de Paume. Valland fue condecorada en la posguerra por los gobiernos estadounidense, germano-occidental y francés, e inspiró sendos personajes en las películas El Tren (1964, John Frankenheimer) y The Monuments Men (2014, George Clooney). Por otro lado, los hay que sobresalen como genuinos mártires de la resistencia, entre ellos el historiador Marc Bloch, ejecutado en 1944; el escritor Robert Desnos, muerto en el campo de concentración de Terezin, en 1945; el filósofo y matemático Jean Cavaillès, fusilado en 1944; el escritor Jean Prévost, caído en 1944 en un enfrentamiento armado con soldados alemanes; el crítico literario Benjamín Crémieux, fallecido en el campo de concentración de Buchenwald, en 1944; Raymond Deiss, editor de los más renombrados compositores franceses del momento, guillotinado en 1943.

Riding destaca que la vida cultural parisina no se resintió gravemente de la presencia alemana, sobre todo las artes plásticas y las escénicas; en 1941, éstas florecían, y los vacíos dejados por las estrellas que se habían ido fueron prestamente colmados por talentos emergentes. En la pintura de aquellos años prácticamente no hay rastros de las tribulaciones de Europa. Aunque las vanguardias pictóricas fueron denigradas como “arte degenerado”, como ya había sucedido en Alemania, las restricciones para sus cultores no fueron excesivas; las ventas de sus cuadros no sufrieron una merma sustancial. El teatro, el cine y la música debieron atenerse a las disposiciones relativas a la exclusión de los judíos, fuera de esto se desenvolvieron con suma intensidad; ocurrió incluso que una cierta distorsión de la memoria llegó a considerar los años de la ocupación como una era dorada para el cine francés -no parece que abunden las obras maestras realizadas en aquel tiempo-. En cuanto a los escritores, la abrumadora mayoría dio más importancia a publicar bajo los términos impuestos por los alemanes, censura incluida, que a hacerlo de modo clandestino. El fenómeno del colaboracionismo cultural tuvo en el ámbito literario los casos más notorios e infames. Robert Brasillach, Pierre Drieu La Rochelle, Louis-Ferdinand Céline, Marcel Jouhandeau, Lucien Rebatet, Ramon Fernandez, Jacques Chardonne: estos son algunos de los escritores que aplaudieron el auge del Tercer Reich y que enardecieron con sus dotes literarias la corriente antisemita y sus horrorosos crímenes. Ni siquiera la nutrida delegación de artistas plásticos que viajó a Alemania en 1941, incluyendo celebridades como Vlaminck, Van Dongen y Derain, tuvo tanto por qué responder cuando cambiaron las tornas.

Aunque la posguerra forjó la impresión de que los artistas e intelectuales no tuvieron en aquellos tiempos más opción que colaborar o resistir, la verdad es que la mayoría de ellos se las apañaron para actuar en zonas intermedias. La reacción predominante fue la que se dio en llamar attentisme, algo así como retirarse a la esfera privada a la espera de que una potencia extranjera acudiera en auxilio de Francia; incluso los resistentes de la primera hora se hacían pocas ilusiones sobre la capacidad del país de sacudirse a los invasores de manera autónoma. Salvo los gestos de inequívoca identificación con la causa alemana, es difícil delimitar las fronteras de la colaboración. Casi ninguno de los intelectuales y artistas se abstuvo de trabajar en sus respectivas disciplinas bajo el régimen de ocupación, también ellos debían procurarse sustento. Dadas las circunstancias, ¿dónde estaba el límite de lo aceptable?, ¿qué debía tenerse por un acto incuestionable de colaboracionismo? ¿Bastaba que un artista socializara con los alemanes para catalogarlo como colaboracionista? El comité de depuración establecido después de la liberación enfrentó situaciones complejas, como cuando juzgó a editores y escritores que se habían desempeñado en los medios permitidos por los alemanes –o por Vichy-. Sartre, Mauriac, Gide, Valéry y muchos otros que ostentaban credenciales bastante limpias habían publicado en la Nouvelle Revue Française (Nueva Revista Francesa), dirigida por el colaboracionista y furibundo antisemita Drieu La Rochelle; ¿hasta qué punto estaban autorizados a juzgar a sus pares, especialmente Sartre, que integró el comité y al que sólo hilando muy fino se puede considerar un resistente? Como muchos franceses corrientes, numerosos escritores y artistas se acogieron gustosos al mito de la Resistencia como una forma de tender un manto de olvido sobre sus propias ambivalencias. Sartre es tal vez el ejemplo más clamoroso de esta actitud.

Es cierto que, por sí sola, la Resistencia cultural no iba a hacer mella en la ocupación. Su influjo se circunscribía a lo simbólico, a lo moral. Aquellos que se sustrajeron al fatalismo y la impotencia –un Camus, un Mauriac, una Germaine Tillion, ni hablar los que pasaron a la acción al extremo de sacrificar sus vidas-, tuvieron ante todo el mérito de salvar un resto de dignidad para el estamento de los profesionales de las artes y la cultura. En las antípodas se hallan los pronazis y propagandistas del antisemitismo, sin olvidar los casos de egoísmo y ceguera como el de Jean Cocteau, individuo de una mezquindad chocante. En agosto de 1943 Cocteau dejó constancia en su diario de lo que fue su actitud durante los años más calamitosos del siglo: «Uno no debe permitir bajo ningún concepto que las frivolidades de la guerra lo distraigan de los asuntos serios». ¡Frivolidades de la guerra!… Cocteau, de hecho, se entendió a las mil maravillas con los ocupantes y rara vez descendió de su torre de marfil. Considerando su autoproclamado papel de fustigadores de la conciencia política y moral de sus conciudadanos, son los escritores en particular, salvo contadas excepciones, los que arrojan un saldo desfavorable, tanto en los días de la ocupación como en los de la depuración. Resulta decidor el que, tras la liberación, no pocos de ellos se apresuraran a exagerar su condición de resistentes tempranos (Sartre, nuevamente), ensañándose luego en su papel de inquisidores de los colaboracionistas. Demasiada vanidad y poca vergüenza, estos fueron los signos del proceder de muchos hombres de letras franceses de la época.

– Alan Riding, Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2011. 489 pp.

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16 comentarios en “Y SIGUIÓ LA FIESTA – Alan Riding

  1. Farsalia dice:

    Un estupendo libro y una reseña que lo resume muy bien. Riding indaga en las diversas actitudes de los intelectuales, escritores, artistas, actores de cine y teatro, cantantes y compositores, cineastas… con detalle y en capítulos temáticos que pueden parecer un catálogo de la actitud de todos ellos durante la ocupación. Pero Riding va más allá de categorizar en sentido estricto y, a tenor del tema tratado (la actitud ante la colaboración), en sentido amplio. Hubo colaboracionistas activos (de Brasillach a Drieu La Rochelle) y resistentes (de Camus a Prévost), pero también hubo una amplísima gama de personajes de la cultura francesa que medraron, sobrevivieron, nadaron y guardaron la ropa o se encerraron en un exilio interior, y he ahí uno de los alicientes del libro: huir del blanco o negro y centrarnos en los grises. Grises muy diversos, de los obligados a trabajar cuando quizá hubiesen preferido otra cosa, los que se encerraron en sí mismos, los que hicieron fortuna, los que aprendieron el oficio (Clouzot, por ejemplo, director de cine que se fogueó en aquellos años antes de ser el gran cineasta de los años cincuenta y sesenta), los que parecía que colaboraban y también trabajaron de un modo u otro para la Resistencia (Édith Piaf, por ejemplo, aunque con matices).

    Es difícil analizar a fondo la variable pluralidad de actitudes de aquellos que siguieron en París (o en Vichy o en uno y otro sitio a la vez), pero Riding describe, retrata y juzga sin cargar las tintas: las actitudes y comportamientos de cada uno de aquellos personajes los define por sí mismo. También incide el autor en los procesos judiciales por colaboracionismo tras la liberación y en algunas críticas a esos procesos (los debates de Camus con ahora mismo no recuerdo qué otro intelectual al respecto de la condena y ejecución de Brasillach), quedando la idea de que la ocupación fue una herida no cerrada, que seguiría supurando de una manera u otra durante los siguientes años (o décadas). También resulta interesante la mirada al gobierno de Vichy y su «política cultural» o a los intentos de los ocupantes alemanes de que «siguiera la fiesta», no sólo para entretener a los militares ocupantes (los testimonios de Ernst Jung y su interés sincero por los artistas y escritores del París de la ocupación… ideas políticas al margen), sino para mantener, de alguna manera, la moral y la «normalidad» entre los habitantes de la ciudad (por motivos particulares, desde luego).

    Un libro muy recomendable, sí señor. Y deja muchas reflexiones a lo largo de la lectura… Bien por la reseña, Rodrigo.

  2. Rodrigo dice:

    Con Mauriac. Camus debatió el tema de la depuración con Mauriac, que desde el principio se manifestó contrario a ella; al final Camus acabó dándole la razón. Y sí, también resulta muy interesante lo de la parte alemana, con la figuración de gente como Jünger y el escultor Arno Brecker. En general es un muy buen libro.

    Gracias por el comentario, Farsalia.

  3. Rodrigo dice:

    Uuuf, mis matemáticas están de lujo. De 1870 a 1940: siete décadas, no seis.

  4. alexander dice:

    No solo Celine, el gran Celine de Viaje al fin de la noche colaboró con el Eje, también el gran poeta estadounidesa Ezra Pound apoyó a Mussolini, y que decir de la actitud solapada y antisemita de Emil Cioran?

  5. Rodrigo dice:

    En rigor, Céline no fue un colaboracionista a la manera de Drieu la Rochelle y Brasillach -ejemplos de colaboracionistas muy activos-, pero sí es cierto que avivó la llama del antisemitismo más vil. Como portavoz del odio a los judíos, y uno de los más virulentos de la época, Céline tocó fondo en lo que concierne a ética y responsabilidad pública del intelectual.

    Será Viaje al fin de la noche una novela fundamental y todo lo que se quiera pero el individuo me da asco.

  6. Rosalia dice:

    ¿Veis lo que pasa por ponerme a leer las reseñas de Rodrigo…?
    Que ahora tengo que comprarme el libro de marras.
    Tal es el atractivo que crea…
    :)

  7. Rodrigo dice:

    Y bueno, Rosalía, sería un desembolso con mucha retribución. Es un libro de aquellos que valen la pena.

  8. alexander dice:

    Bueno el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, hace un año Mario Vargas Llosa escribía una dulce y tierna crónica rehabilitando a Celine y Ezra Pound en El País, Salvador Dalí y Camilo José Cela eran franquistas, de hecho creo que Cela escribió un libro por encargo para el dictador venezolano Pérez Jiménez La Catira, y que decir del apoyo vehemente y sincero de Jorge Luis Borges a las dictaduras del Cono Sur?

  9. José Sebastián dice:

    Es que Mario Vargas Llosa…

    Felicidades Rodrigo por tu reseña y gracias por recomendar en otra de tus geniales reseñas (ahora no recuerdo cuál era) «El Caso Tulayev» de Víctor Serge. Realmente una obra imprescindible que te subyuga desde el inicio. Literatura con mayúsculas.

    Muchas gracias y un saludo

  10. Rodrigo dice:

    ¿Verdad que sí, José Sebastián? Una gratísima sorpresa El caso Tuláyev, novela que merecía por lo menos tanta resonancia como la que tuvo El cero y el infinito.

  11. David L dice:

    Excelente reseña Rodrigo, el libro me interesa de verás así que pasa a ser objetivo de mi biblioteca. Ya lo he comentado en anteriores ocasiones, el tema de la posición adoptada por la intelectualidad francesa ante la ocupación alemana y sus efectos dan para un debate apasionante. A mí me han interesado más los artistas, escritores, etc..que se situaron claramente a favor del nacionalsocialismo o al fascismo propiamente dichos y los que también se unieron a la renovación nacional patrocinada por Vichy. Si uno sigue con algo de detenimiento la trayectoria de hombres como Brasillach o Drieu de la Rochelle podrá comprobar que son personajes que evolucionan muy acordes con los problemas que acecharon a Europa y a la misma Francia en particular durante la década de los 30. La crisis económica y moral que padecía Francia polarizó ya a la nueva hornada de hombres de letras franceses, los mencionados escritores son una clara muestra de ello. La invasión alemana fue percibida por estos hombres comprometidos hasta la médula en la regeneración de su país como la clara muestra del fracaso de la democracia, del capitalismo burgués y del comunismo bolchevique. Ellos pasaron de estar abonados a una literatura” superficial”, si se me permite la expresión y sin querer denigrar a ésta, a una tarea literaria comprometida con la realidad sociopolítica del momento que vivían….por supuesto todo ello desde la perspectiva que ofrecía un fascismo italiano y un nacionalsocialismo alemán como ideologías emergentes, en cierta manera rompedoras con el orden establecido y decadente que habitaba en los pensamientos de hombres como Brasillach o Drieu de la Rochelle. Es decir, como bien comentas Rodrigo, en 1940 lo que se produjo fue la total división y la falta de consenso de la intelectualidad francesa, una división que se fue gestando mucho antes de la mencionada ocupación alemana. Una vez producida ésta, los más comprometidos con la renovación nacional que parecía demandar Francia bajo Petain se implicaron de lleno en atraer al país y a los franceses a un fascismo que debía ser la cura a todos sus males. Por supuesto, muchos de los que se “aclimataron” al nuevo orden alemán adoptaron una posición de “attentisme” porque seguramente se vieron de bruces ante una realidad que no esperaban, o al menos no de una manera tan brusca.

    En cuanto a las preguntas planteadas, ¿Dónde estaba el límite de lo aceptable? ¿Qué debía tenerse por un acto de incuestionable de colaboracionismo? Pues, y aunque parezca simple la respuesta, creo que todo aquel intelectual que utilizara su talento al servicio de la política alemana plasmada ésta en el ideal nacionalsocialista o en el ideario fascista podría ser acusado de colaboracionista. ¿Creéis que es acertada esta aseveración?

    Un saludo.

  12. Rodrigo dice:

    Gracias, David. Muy buen comentario, enseguida me has recordado el libro de Chaves Nogales, La agonía de Francia, con sus ácidos comentarios sobre la atmósfera moral en que se desenvolvía la intelectualidad francesa en aquella época. En cuanto a la cuestión del colaboracionismo y sus límites, naturalmente que la respuesta es bastante sencilla cuando se trata de casos de flagrante complicidad como los más sonados de todos, precisamente Brasillach y Drieu la Rochelle. El problema es que la mayoría de los intelectuales –y artistas y gentes del espectáculo también- se desenvolvieron en una zona gris, incluyendo actitudes como la de Cocteau, al que no hay modo de considerar un escritor fascistoide o germanófilo fanático, y que en concreto tampoco hizo mucho por la causa alemana o nazi, pero que no tuvo problemas en departir cotidianamente con los alemanes; de hecho fue uno de los interlocutores culturales preferidos de los ocupantes. Justamente, un caso como el suyo planteaba las dudas más acuciantes, por ejemplo: hasta qué punto una manifestación de neutralidad o indiferencia valórica como la de Cocteau, una actitud acomodaticia y egoísta como la suya, podía tenerse no ya por consentimiento pasivo sino por colaboracionismo. Y esta es apenas una de tantas variables en un problema complejo. Por demás, hay que tener presente que todo este asunto se juzgaba entonces -y se juzga hoy- según el rasero de la propia intelectualidad francesa: ella misma había hecho del compromiso público uno de sus mayores distintivos, deviniendo incluso una fuente de orgullo patrio; para muchos franceses, Francia era “el” país de los intelectuales comprometidos, portavoces de causas universales y fustigadores de la conciencia del mundo. La vara estaba muy alta, acaso demasiado para lo que realmente pueden y deben los intelectuales, sobre todo en escenarios tan extremos como el que configuró la catástrofe de 1940; no es raro que, desde el punto de vista de la intelectualidad francesa, la mayoría reprobase. La hosquedad de la depuración es por sí sola una medida de la decepción y de la mala conciencia provocadas por el papel de los intelectuales en los años más críticos y humillantes de la nación.

    Lo paradójico es que el prestigio internacional de la intelectualidad francesa no se resintió un ápice de ese papel. Al contrario. En la posguerra, y durante prácticamente medio siglo, las opiniones políticas de los hombres de letras franceses tuvieron una enorme repercusión en el extranjero.

  13. Caballero dice:

    Me quedó una duda, José Sebastián. ¿Qué quisiste decir o insinuar con: Es que Vargas Llosa…?

  14. José Sebastián dice:

    Me refería a sus posiciones políticas. Como autor me parece un gran escritor merecedor del Premio Nobel. Pero no llego a entender cómo se prestó a formar parte del manifiesto «Libres e Iguales» al lado de la plana mayor de FAES y gente como Jiménez Losantos, máxime cuando es una persona que vivió varios años en Barcelona. Solo era eso. Evidentemente, respeto su libertad de hacerlo.

    Saludos

  15. Caballero dice:

    Gracias por responder, José Sebastián. Supuse que te referías a su posición política porque, como tú, considero que es un gran escritor merecedor del Premio Nobel (uno de los pocos escritores vivos con cuatro obras maestras en su biblioteca). Su calidad como escritor es indudable. Ahora bien, su posición política ha sido motivo de crítica por el pensamiento de izquierdas desde que criticó y se alejó del régimen castrista. Me llama la atención que hablando de escritores o artistas que colaboraron con dictaduras de uno u otro banco se mencione a Borges o se insinúe a Vargas Llosa mientras se pasa por alto que García Márquez (a quien también admiro como escritor) fuera un ferviente admirador y defensor de la dictadura más larga de la historia americana. Pero claro, las dictaduras de izquierda y sus defensores se miden con otra vara.
    Sobre la adhesión de Vargas Llosa al manifiesto «Libres e iguales» no es contrario a su amor por Barcelona y a su agradecimiento por todo lo que, junto a París, significa para su vida literaria. Es precisamente ese amor por una Barcelona cosmopolita y culta, integradora y generosa, que recibió con los brazos abiertos a toda una generación de escritores hispanoamericanos lo que le duele. Hay una razón política incuestionable: Vargas Llosa es claro a la hora de atacar los nacionalismos. Pero hay una razón más entrañable: para Vargas Llosa no hay más patria que la lengua castellana; lengua que comparten millones de personas en el mundo y que hermana a hispanoamérica con España y no entiende que esa Barcelona, en la que se gestó lo mejor de las letras hispanoamericanas, hoy reniegue del castellano como de la peste. Evidentemente está en libertad de decirlo y de escribirlo y de manifestarse… pero eso no lo convierte, ni de lejos, en un escritor colaboracionista o defensor de ninguna dictadura.

  16. Jose Sebastian dice:

    No pretendía dar a entender que hubiera colaborado con ninguna dictadura. Únicamente me sorprendió que su giro ideológico (legítimo y respetable) llegara hasta el punto de «hermanarse» con alguien como Jiménez Losantos.

    En cuanto a Cuba y los Castro tengo muy claro que son una dictadura. Desde que leí «Cuando llegó la noche» de Huber Matos no tengo ninguna duda.

    Saludos

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