Zuleijá abre los ojos, la primera novela de Guzel Yájina (n. 1977), escritora tártara que escribe en ruso, vio la luz en nuestro idioma gracias a la editorial Acantilado en 2019, y fue uno de los libros más valorados por público y crítica en aquel año; recientemente, además, ha salido de imprenta su quinta edición (¿o reimpresión?). Pues bien, en esta primavera de 2024, y también de la mano de Acantilado, llegó la traducción de su segunda novela: una magna y monumental obra de casi seiscientas páginas, en las que se condensa una dolorosa y durísima historia de muerte y esperanza, ambientada pocos años después de la guerra civil rusa, uno más de los acontecimientos que han jalonado al convulsa historia de Rusia a lo largo del siglo XX.
Otoño del año 1923. Un joven oficial soviético recibe el encargo de organizar un convoy ferroviario en la ciudad de Kazán. Su misión, trasladar a quinientos niños hambrientos, huérfanos o abandonados por sus padres, a la ciudad de Samarcanda, en Turkestán, al sur del país, donde se supone que la climatología y la lejanía de los territorios masacrados y yermos tras la guerra y las políticas de control y reparto del alimentación por parte del gobierno, proveerán un futuro menos incierto a aquella población indefensa y y especialmente vulnerable al hambre y las enfermedades. Acompañado de una representante del departamento de la Comisión de la Infancia del gobierno, de un viejo enfermero, un escuálido cocinero, los conductores de la locomotora y un grupo heterogéneo de mujeres al cuidado de los niños, el comandante Déyev cargará sobre sus espaldas la gran responsabilidad de mantener con vida a aquellas criaturas que han puesto a su cargo, a lo largo de los dos meses que dura el viaje.
La naciente Unión Soviética todavía arrastra los sinsabores de una sangrienta guerra civil, en un territorio donde un enfrentamiento de tan grandes dimensiones y sus consecuencias habían masacrado a sus habitantes. Las granjas ardieron, los hombres fallecieron y el gobierno requisó los alimentos con el afán de redistribuirlos, sin tener en cuenta las consecuencias derivadas de ello, acrecentando el hambre en el país. Las enfermedades y el helador invierno provocan la muerte de millones de personas y la incapacidad de alimentar a los supervivientes, en cuyo caso quedan como más damnificados los niños y niñas malnutridos, huérfanos y casi desnudos que vagan por los campos y calles de todo el país. Los orfanatos no dan a basto, ni con personal invertido ni en la alimentación ofrecida. Ni siquiera la higiene ni la vestimenta gozan de su presencia entre aquellos miserables seres abandonados, a los que el gobierno pretende reunir y redistribuir vía ferrocarril, a lugares menos castigados y más surtidos.
Es a uno de estos convoyes al que la escritora Guzel Yájina dedica esta magna novela, en una obra que recuerda en gran medida al mítico viaje de Ulises en la Odisea o al arca de Noé del Antiguo Testamento, en ese esmero por salvar la vida, buscar un destino mejor y reunir en ese viaje a quienes reunidos buscan, simplemente, un futuro mejor. En ese trayecto terrible y lleno de adversidades, desde el mismo momento de su organización, la autora nos presenta a unos personajes, sus protagonistas, que luchan en el pulso que se genera entre cumplir su misión sin traicionar las órdenes recibidas y seguir los dictámenes de su corazón, a sabiendas de que serán muchos los que se queden en el camino y que habrá que jugarse la vida en ello, no una sino muchas veces, por llegar a destino, por ver la ciudad de Samarcanda. El desarrollo de la novela trasiega entre los más inmundo que acompaña la pobreza y desgracia de los ocupantes del convoy y los empeños casi imposibles por llevar a buen puerto la misión. La inicial organización de aquel conjunto heterogéneo de vagones, llegados de diferentes lugares y utilizados en origen para diferentes usos, y el transporte desde el orfanato de Kazán al convoy, ya resultan ser actos de pura tenacidad por parte sus organizadores. Pero la autora no sitúa todo el éxito de la empresa simplemente al esfuerzo por seguir las órdenes, de un hombre volcado en cumplir con su misión. Yájina no quiere dejar de lado la esperanza y la existencia del amor y caridad a lo largo de un periplo lleno de muerte, hambre y miedo. Esos momentos de piedad, a veces recibidas de donde uno menos se lo espera, acompañan un viaje de miles de kilómetros donde el esfuerzo por no dejar atrás a aquellos niños y niñas, se va desmenuzando y deshaciendo conforme pasan las semanas. Pero siempre queda en la mente de aquellas personas, la fijación del destino por llegar al calor y la luz de Samarcanda, aquella ciudad donde la promesa de vida, mejor dicho, de supervivencia algo más plausible, fija la vista de quinientas criaturas, con nombres y motes propios, aunque por desgracia, no todos los que lleguen sean los que salieran de Kazán.
Además de este periplo viajero, terrible en fondo y forma, la novela ahonda en el viaje interior y personal del protagonista, el oficial Deyév. Un hombre con un pasado, un pasado tan particular y terrible como los que atenazan a sus compañeros de viaje, particularmente el de la férrea agente bochevique Bèlaya. Es sobre el personaje de Deyév, sobre el que pesa la responsabilidad máxima de asumir una orden más allá del documento que porta y con el que más o menos consigue fraguar la supervivencia del convoy y sus habitantes. Aquí es donde la autora consigue, de mamera rotunda y profundamente humana, desmadejar las tripas de un hombre que lucha contra el destino y hace que los suyos le acompañen en su particular visión de cómo cumplir su misión. Esa terrible roturación psicológica de cada uno de los protagonistas, particularmente de Déyev, convierte la odisea plasmada en las páginas de esta novela, en un monumental y cruel periplo literario, en el que se plasma el pulso entre el destino casi inevitablemente mortal de unos pocos e indefensos niños, como ejemplo de lo que sucedía en el país a millones de víctimas, y el esfuerzo denodado por apostar por la esperanza de mantenerles con vida y llevarles a destino. A pesar de su dureza, de la miseria plasmada, de los sinsabores implicados, de los mal olores sentidos, del helador ambiente y la putrefacción trasladada en sus páginas, el hilo de la esperanza y la lucha contra la adversidad, acompañada por la calidad literaria que transmite su autora, hace de este libro una apuesta segura, sin duda alguna, eso si una apuesta que puede dejar cicatrices y heridas difíciles de cerrar en la mente del lector más sensible.
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Guzel Yájina, Tren a Samarcanda, traducción de Jorge Ferrer. Acantilado, 2024, 536 páginas.
Esta entrada fue enviada el miércoles, 25 dEurope/Madrid septiembre dEurope/Madrid 2024 a las 07:30 y está archivada bajo Novela histórica, Novelas de género, Varios. Puedes seguir las respuestas a esta entrada a través de la fuente RSS 2.0.
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Este lo quiero yo leer, quiero decir que lo pienso leer, que no se va a quedar en la pila. Gracias, Íñigo, por la reseña.
Sin dudarlo por ahora está entre mis diez mejores lecturas de ficción de este año… y muy arriba.