PALABRAS DEL EGEO. EL MAR, LA LENGUA Y LOS ALBORES DE LA CIVILIZACIÓN – Pedro Olalla

“Que cada uno sea a su manera griego, pero que lo sea”.

Johann Wolfgang von Goethe.

Después de encadenar una serie de lecturas que poco o nada tenían que ver con lo griego, tenía yo ya ganas de meter los ojos entre las hojas de un libro que me acercara de nuevo a la tierra que pisaron Solón y Fidípides, al aire que surcaron Dédalo y el caballo Pegaso, y al mar que navegaron Odiseo y Jasón el argonáutico. Y he de decir que no podía haber escogido mejor opción que este libro de Pedro Olalla publicado hace unos meses. Leer a Olalla, pero también y sobre todo escucharle hablar, es como oír el rumor del mar, del mar Egeo en concreto: sosegado, sereno e hipnótico, pero al mismo tiempo profundo, lleno de vida y de significado, inmenso, infinito. Por ello, qué mejor título para esta obra —para cualquier obra de Olalla, en realidad— que el de Palabras del Egeo.

Me sucedió no hace mucho una casualidad causal de esas que de vez en cuando me asaltan —o a las que yo asalto, que también pudiera ser—: un compañero de trabajo me dijo que próximamente iba a pasar unos días en una isla griega. La isla se llamaba, y se llama, Folegandros. Yo no la había oído nombrar jamás; en mi descargo he de decir que el Egeo está salpicado de unos 6.000 terruños insulares, entre islas e islotes, y yo no he pisado más que tres de ellos. Como para saberse el nombre de todos. Pasados unos días, y quizá espoleado —aunque lo dudo: no necesito acicates para esto— por lo de Folegandros, decidí volver a la senda que nunca debí abandonar y agarré un libro de griegos para respirar de nuevo el aroma de lo heleno. Dudé entre varios que tengo pendientes (Luciano Canfora, Laura Sancho, Mogens H. Hansen, Mario Agudo…), y me decidí al fin por uno más reciente. A las pocas páginas descubrí que el autor había escrito las líneas que ahora yo leía desde una pequeña isla del Egeo de nombre Kimolos, situada a apenas 20 kilómetros en línea recta de otra que se llama… Folegandros. Entre 6 millares de opciones, allí estaba de nuevo Folegandros. Bien, lo cierto es que frente a Kimolos y en la misma dirección existe un islote habitado únicamente por cabras llamado Políegos (“muchas cabras”; así son los griegos poniendo nombres), pero a los efectos de la casualidad causal, el dato es perfectamente obviable. Por cierto, estoy por apostar algo a que la foto de la cubierta del libro es, precisamente, Políegos visto desde la playa de Kimolos. De modo que tuve la certeza de haber seleccionado la lectura adecuada, ideal y exacta para el momento; se trata, claro, del libro de Pedro Olalla Palabras del Egeo.

Por seguir hablando del reseñador en lugar del libro reseñado, diré que conocí (no en persona sino como escritor) a Olalla hace tres o cuatro lustros, cuando supe de la existencia de un libro que, incluso antes de haberlo leído, ya me parecía inconmensurable: qué gran idea reunir en un mismo volumen la mitología, la geografía, la cartografía y las fuentes clásicas. Qué obra tan redonda, qué maravilla. Tardé lo mío en conseguir el Atlas mitológico de Grecia, publicado en 2001, y cuando lo hice comprendí que se trataba de una obra única. No hay nada que lo iguale, pensé, y sigo pensándolo: no he encontrado aún nada semejante ni de lejos. ¿Y quién había hecho un trabajo tan monumental, tan titánico? ¿Un griego, sin duda? Pues no: un asturiano tres años mayor que yo mismo, que había decidido afincarse en Grecia y dedicar su vida y sus esfuerzos a lo griego. Después llegaron a mis manos otros libros de Olalla: Grecia desde el aire, donde demostraba su vasto conocimiento de la ciudad de Atenas, de su historia gloriosa y su caótico presente; o Historia menor de Grecia, obra en la que, a modo de “episodios nacionales” galdosianos o de “momentos estelares” de Zweig, el cántabro relataba (y creo que digo bien: relataba) en tono contenido y a través de una mirada humanista, un centenar y cuarto de instantes de la “agitada historia de los griegos” a lo largo de 3000 años. La página web de Olalla ofrece una amplia visión de lo que él es como helenista, y de lo que ha hecho por lo griego, casi cuarenta años dedicados a ello y una treintena de obras, que le han llevado a ser nombrado Embajador del Helenismo por los propios griegos, entre otro buen puñado de distinciones. Es además un incansable activista en favor de la reivindicación del papel de la ciudadanía griega en la vida social y política, y en la defensa del bienestar del ser humano, en especial de los sectores más desfavorecidos. Olalla conoce como ninguna otra persona, griega o no griega, el pasado y el presente del país heleno. Solo le faltaría contactar con Apolo y conocer así también el futuro. ¿O lo habrá hecho ya?

Palabras del Egeo, publicado, como los otros títulos mencionados, por la editorial Acantilado (y qué mejor para un libro que navega por el Egeo, que una editorial cuyo nombre mira al mar), es una obra coral en cuanto a estilos. Se trata de una especie de epistolario, de diario, mejor dicho: el autor toma un cuaderno de tapas rojas y cubre sus páginas con palabras y frases a lo largo de una cuenta atrás de diez capítulos, uno por día. Los días que tardará su hijo Silvano en arribar a la isla donde él se encuentra, momento en que le entregará el cuaderno para que lo lea. Es también un libro de viajes, pues no otra cosa sino un viaje es lo que uno siente mientras lo lee: un viaje en el tiempo al pasado, remontándose a épocas neolíticas e incluso paleolíticas; y un viaje también en el espacio, puesto que recorre buena parte de la geografía insular griega, la peninsular (Hemo, como Olalla dice repetidamente), Asia, India, el norte de Gran Bretaña, Afganistán… Es también un ensayo, el autor así lo reconoce en alguna que otra entrevista: el aparato bibliográfico que maneja es inmenso, las notas —situadas al final del libro, para disgusto de quienes nos gusta leerlas al pie del párrafo que las motiva— son abundantísimas y están llenas de referencias a bibliografía que no solo no es nada trivial, sino que es más bien académica y científica, además de a fuentes clásicas. Al respecto de estas últimas: conservándose una ínfima parte del total (creo recordar que Irene Vallejo en El infinito en un junco hablaba de un uno por ciento), las obras griegas que poseemos alcanzan el número de once mil, y Olalla las ha leído todas sin ningún género de duda. Uno necesariamente ha de pensar que el autor es fiel devoto de la secta pitagórica, por aquello de haber tenido que vivir varias vidas para aprender y aprehender el inmenso caudal de conocimiento que trasluce el libro. Pero además, y quizá principalmente, Palabras del Egeo es una obra literaria y no académica, como el mismo Olalla señala al inicio de las más de 50 páginas de notas, lo cual justifica que estas se hallen al final del libro y no donde debieran. Olalla le escribe a su hijo Silvano día tras día y le cuenta, le relata, le explica, en un tono cercano, cordial, a menudo coloquial y jamás impersonal o aséptico… ¿qué? ¿Qué es lo que le cuenta?

Pues le cuenta, básicamente y por resumirlo en pocas palabras, que la génesis de lo griego, es decir, de los griegos, no tuvo lugar, como se pensaba no hace tanto, en el tiempo de Homero, que fue el poeta que supuestamente puso por escrito y usando la lengua y el alfabeto griegos los poemas fundacionales del edificio heleno, aprovechando que los fenicios les prestaron el suyo para que lo adaptaran y lo emplearan; la génesis de lo griego ni siquiera se produjo con la “llegada de los griegos”, según la expresión que Carl Blegen y otros popularizaron en la primera mitad del siglo pasado. Lo que Olalla le cuenta a su hijo es que los griegos “no llegaron”, porque ya estaban ahí. Le cuenta que Homero, o quien fuera, no pudo escribir la cólera de Aquiles con un lenguaje tan exuberante como el que puede apreciarse en la Ilíada, con un alfabeto «prestado» sino que había de existir previamente una trabajada cultura escrita, un lenguaje, un alfabeto, perfectamente integrado, asentado y consolidado. Le cuenta que las flechas que indican en qué dirección se produjo en aquellos tiempos la irradiación cultural en el Egeo, y que con complaciente conservadurismo se han asumido desde hace mucho tiempo, en realidad están invertidas. Le cuenta, en fin, cuán profundamente cierto es algo que en el fondo todos ya sabíamos, o deberíamos saber: que todo proviene de Grecia, que lo griego está en la raíz, en el origen y el principio de todo.

¿Qué quiere esto decir? Pues, por ejemplo, que la teoría del “creciente fértil”, según la cual la civilización nació y tuvo su primer desarrollo en Mesopotamia, y a partir de allí se expandió en otras direcciones, entre ellas la cuenca del Egeo, esa teoría invierte en realidad la dirección de esa expansión, pues en dicho mar la vida “civilizada” ya se daba mucho antes que en Mesopotamia. Quiere decir también que la teoría del origen indoeuropeo, que requiere de la existencia de un pueblo que habitara en la región eurasiática, con una cultura y lengua propias, que con posterioridad se diseminó por Europa y Asia y cuya diáspora explicaría la consabida “llegada de los griegos” mediante la introducción de gentes de esta cultura en la península balcánica, no se sostiene porque no hay pruebas de que dicho pueblo indoeuropeo existiera jamás, y porque la diseminación se produjo en sentido contrario, al menos en lo que al Egeo se refiere. Los pelasgos, el antiquísimo pueblo autóctono que habitaba las tierras griegas, son mucho más antiguos que cualquier otra cultura, recorrieron infinidad de lugares y su herencia se detecta en aquellos sitios por los que pasaron.

Olalla no dice todas estas cosas de modo gratuito: para sostener este discurso revelado a su hijo con tono sosegado y casi como quien cuenta un cuento que en el fondo es verdad, Olalla se vale de algo que domina a la perfección: los mitos. Los mitos hablan de viajes, de éxodos, de periplos realizados por dioses y héroes de un lugar a otro, de creencias y ritos, de hazañas o sucesos acaecidos aquí y allá; todo ello es explicado, analizado, entrelazado y empleado como argumento para afianzar la idea que pretende asentar el autor. Pero no solo se vale de mitos; si así fuera, poco valdría lo afirmado, y el discurso no tendría más valor que el de cualquiera de esos mitos en los que se busca aval. Olalla se apoya en los datos empíricos y precisos que la arqueología, en especial los más recientes hallazgos realizados en la zona del Egeo, le proporciona. Esos datos son extraordinariamente abundantes y revelan, por ejemplo, complejas construcciones de mármol de más de 4.500 años de antigüedad, cuando en Egipto y Mesopotamia aún se hacían casas de barro y adobe; las pirámides aún tardarían dos milenios en levantarse. Revelan también que los pelasgos visitaron las islas Orcadas, al norte de Gran Bretaña, en tiempos antiquísimos, y tuvieron una profunda relación con las construcciones megalíticas llamadas crómlech halladas en diferentes puntos de la geografía europea, como Portugal o incluso Suecia. Es asombroso cómo Olalla maneja la astronomía, la náutica, la arqueología, la genética y otras disciplinas, para llegar a las conclusiones a las que llega, y que son expuestas sin alardes y de modo natural e inevitable. Para Olalla, no hubo una civilización cicládica, o minoica, o micénica, ni pregriegos primero y griegos después —¿acaso se habla de una cultura preegipcia, o prefenicia, o prehebrea? ¿Por qué entonces se habla de una cultura pregriega?—, sino que todo forma parte de un continuum, la misma cadena, la misma raíz, el mismo tronco, que surge en Grecia, y crece y evoluciona y se dispersa y disemina por doquier. Y aquí hay que citar al autor, aunque sea extensamente:

Cada día tenemos mayor evidencia científica de que, en los tiempos que precedieron al segundo milenio antes de Cristo, existió una cultura unitaria extendida por gran parte de Europa, Asia y África, a la que la civilización occidental debe mucho más de lo que cree: una cultura con una lengua franca —esas raíces de las que voy hablándote estos días— y con navegación, tecnología, ciencia, comercio, mitos, cultos, costumbres y patrones de medida compartidos por diferentes pueblos; una cultura con epicentro en estas aguas del Egeo y dispersa de manera concéntrica como las ondas que, al caer en el mar, deja un guijarro o un goterón de lluvia. Esa cultura, Silvano, es la que une por dentro a los distintos pueblos que han pasado a la historia con nombres como dorios, argivos, dánaos, eolios, jonios, aqueos, helenos, arcadios, ectenos, minias, eteocretenses, cidones, acarnanes, caones, molosos, lapitas, magnetos, macedones, tracios, frigios, lidios, licios, paflagones, pánfilos, misios, troyanos, carios, cilicios, léleges… Es la que está en la base de sirios, filisteos, chipriotas, libios, enotrios, ítalos, tirrenos, etruscos, latinos, sículos, íberos,… Y es la que ha sido sustrato cultural de hiperbóreos, escitas, armenios, egipcios, sumerios, caldeos, babilonios, asirios, cananitas e hititas, de pueblos de la India y de África, y de tantas otras gentes que, a nuestros ojos, parecen no tener relación con la cultura del Egeo.

Pero si este libro trata sobre algo, este algo es la lengua griega. El propio título ya lo anuncia. Olalla no cree en absoluto en un origen indoeuropeo de la lengua griega. También encuentra poco consistente, por no decir —que no lo dice— ridícula, la teoría clásica según la cual los fenicios proporcionaron a los habitantes de la península griega un alfabeto con caracteres gráficos que les sirvió de base para construir el suyo propio. Para empezar, el autor reproduce en griego, traduce al castellano y analiza el famoso fragmento de Heródoto (V, 58 I-II) que sirve de principal sustento a la teoría del origen fenicio del alfabeto griego (yo, que no sé griego, he comparado su traducción con otras tres, entre ellas la casi canónica de Carlos Schrader y la no menos venerada de Manuel Balasch, y se queda uno asombrado de cómo cambia el sentido de una frase, un párrafo y, de hecho, una teoría entera sobre el origen del lenguaje, al traducir una palabra como γράμματα, grámmata, de cuatro maneras diferentes: “letras”, “alfabeto”, “escritura” y “leer y escribir”). Además, Olalla aporta datos arqueológicos que conducen a la evidencia de que las letras griegas existían ya en tiempos muy anteriores al supuesto préstamo fenicio. Elabora también el autor una buena compilación de casos en los que los mitos de los griegos ubican con toda naturalidad la escritura y los mensajes escritos en un tiempo antiquísimo, un tiempo de dioses y héroes. Un tiempo en el que se escribía en griego y se hablaba en griego, no en un derivado de una extraña lengua indoeuropea de la que no hay constancia ni evidencia algunas. En palabras de Olalla:

A mi entender, Silvano, no hay llegada del griego ni del indoeuropeo: hay gestación del griego y del indoeuropeo en este espacio entre Anatolia y la península del Hemo, desde que el hombre salió de las cavernas. (…) No hay sustrato pregriego: pregriego es protogriego, porque pelasgos, minios, minoicos o micénicos son, en justicia, coautores de lo griego. Creo que esta visión —que trato de exponerte mientras miro la higuera y el mar— permite conciliar los mitos, las fuentes antiguas, la arqueología, la genética e, incluso, una gran parte de las perspicaces conclusiones lingüísticas —no históricas— de la teoría del indoeuropeo.

En definitiva, el punto al que Olalla quiere llevar a su hijo (y al lector, lógicamente) es al de que la lengua primigenia, originaria, es el griego, y a que el alfabeto inicial fue el griego, no el fenicio. Creo que es fundamental entender que lo que pretende es armonizar, hacer encajar —conciliar, como él mismo dice— ámbitos tan dispares y a menudo contradictorios, como los que menciona en el texto.

Decir este tipo de cosas es atrevido, desde luego; quizá por ello Olalla no ha escrito un ensayo al uso, sino que ha adoptado el formato de epistolario o diario personal dirigido a Silvano. Se vale de este recurso para exponer su pensamiento como si se tratara de reflexiones entre padre e hijo, reflexiones que sin embargo vienen amparadas por una incontestable evidencia arqueológica y un conocimiento indiscutible y apabullante de diferentes disciplinas, entre ellas y muy especialmente las que tienen que ver con el estudio de la lengua griega, como la etimología o la filología. Desde la primera a la última página, la obra está plagada de análisis lingüísticos y referencias etimológicas. Olalla no pierde ocasión para establecer (o desvelar, mejor dicho) interconexiones entre palabras del idioma griego, y por derivación también del castellano y de otras lenguas. Viene con ello a querer demostrar, creo yo, no solo que el griego que se habla en Grecia es, en definitiva y a pesar de la evolución lógica por el paso del tiempo, la misma lengua que se ha hablado desde que los lugares griegos han estado habitados, y cuyos términos poseen una significación que tiene mucho que ver con la propia naturaleza en la que se gestaron y a la que se refieren; no solo eso, sino también que las lenguas que se hablan en todas las zonas en las que se ha registrado el paso de los griegos (incluyendo aquí aquellos pelasgos que llegaron hasta las islas Orcadas), tienen una base, un origen, una raíz, griega. Los ejemplos que cita Olalla son muchísimos: menciona cómo descubrió con asombro que una palabra que él oía con frecuencia a los pescadores de su Asturias natal, palangre, un aparejo del que se cuelgan anzuelos, y que consideraba oriunda del Cantábrico, esconde en su etimología y grafía un término ya citado por Plutarco y Opiano. O que tras la palabra griega ἔργον, ergon (trabajo), que en su origen debería leerse como wergon por la pérdida de la letra inicial de origen micénico digamma (la misma que perdió Wilion para pasar a ser Ἲλιον, Ilion —Ilión, es decir, Troya—), se oculta el work de los ingleses. Todo, o buena parte, viene del griego. Ni siquiera ciertas expresiones a las que tradicionalmente se les atribuye otro origen, como el Mare Nostrum de los romanos, se escapa de un origen griego: ya algunos autores clásicos griegos hablaron, en su lengua, de “nuestro mar”, dice Olalla con humildad. Y ni siquiera (esto ya es aportación mía, que conste) el famoso “que la tierra te sea leve”, sit tibi terra levis, es original de los romanos:

¡Sólo tú, oh querida entre las mujeres, has osado redimir del Hades a tu marido al precio de tu vida! ¡Séate leve la tierra, mujer!
Eurípides, Alcestis, 461.

Es este un libro intenso, amplísimo en la información que proporciona, atrevido e innovador por sus planteamientos pero dotado de un cuidado estilo personal y literario, agradable y cálido como las olas del Egeo. Un libro que recopila todo lo que hasta ahora y recientemente se ha ido descubriendo acerca de la civilización que vivió y aún vive en torno a esas aguas «como ranas que se asoman al mar», una civilización navegante por antonomasia, viajera y osada. Un libro que, en realidad, no hace sino glosar aquello a lo que con una sola frase ya nos instó Goethe a hacer, y que decía mucho acerca de los griegos y de nosotros mismos: «que todo el mundo sea, a su manera, griego». Porque lo griego habita en nosotros.

 

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Pedro Olalla, Palabras del Egeo. El mar, la lengua griega y los albores de la civilización. Barcelona, Acantilado, 2022, 396 páginas.

     

7 comentarios en “PALABRAS DEL EGEO. EL MAR, LA LENGUA Y LOS ALBORES DE LA CIVILIZACIÓN – Pedro Olalla

  1. Farsalia dice:

    Fantástica reseña de un fantástico libro… y que en algunos aspectos también cae en lo «fantástico». El dominio lingüístico del griego por parte de Olalla, y su capacidad para divulgarlo incluso al lector más lego en la materia, es maravilloso. La parte sobre los «pelasgos» como pueblo autóctono griego y algunos viajes allende los mares resulta ser la más atrevida del libro y la que generará más discrepancias en los especialistas académicos; veremos si en unas décadas (es el ritmo del conocimiento en estudios sobre el mundo antiguo) las tesis (que es lo que son) de Olalla se asientan en el acervo historiográfico a partir de posteriores estudios que las confirmen. Pero además de audacia hace falta conocer en detalle el panorama arqueológico e historiográfico, y ahí, como el lector puede cotejar en las notas al final del libro, hay un enorme trabajo por parte del autor. Sus tesis son atrevidas (así me lo parecen, incluso con un punto fantasioso), pero nadie podrá desdeñarlas sin más, y sin tener en cuenta cómo ha llegado a ellas. Al margen de esto, un delicioso libro que nos lleva a plantear no sólo lo «griego» que hay en nosotros, sino aquello que nos hace humanos.

    1. cavilius dice:

      Gracias. Sí, realmente el libro vale mucho la pena por bastantes cosas. Por el saber que desprende Olalla en cada línea que escribe, por la lírica con la que se nos plantean razonamientos aparentemente áridos, por lo interesante de sus planteamientos, por lo osado de sus conclusiones… Un libro que, mirando al pasado desde un punto de vista novedoso, mira en realidad al futuro.

  2. Iñigo dice:

    Pinta genial, pero no negaré que tras echarle un vistazo en librería y después de leerte, Cavi, este libro me da mucho mucho respeto.

    1. cavilius dice:

      En absoluto, Iñigo. El autor ha insistido más de una vez en el tono literario (lírico, casi diría yo) del libro. Ese tono es lo que ayuda a hacer «digerible», si es que hiciera falta, que yo creo que no, el aspecto ensayístico del mismo. Cierto que hay unas páginas más duras que otras, pero nada que no pueda superarse.

  3. farsalia dice:

    Se lee con enorme placer. Los más interesados en los temas que trata pueden ir cotejando las notas a medida que avanzan la lectura, pero como están al final del volumen se pueden ignorar (caso obligan a ello con este estilo anglosajón). Sí es cierto que quizá uno se pueda atragantar con la enumeración de vocablos griegos, pero los presenta con ritmo casi musical.

  4. Manuel dice:

    Maravillosa reseña. Me haré con él.
    Muchísimas gracias Cavilius

  5. cavilius dice:

    Gracias a ti por leernos. Seguro que disfrutarás del libro.

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