«Contra cada Calvino siempre volverá a surgir un Castellio que defienda la soberana independencia del pensamiento frente a todas las fuerzas de la fuerza».
El panorama de Europa en plenos años 30 del siglo pasado debía por fuerza desesperar a todo espíritu amante de la libertad. Socavados desde todos los flancos los cimientos de la estabilidad social, muchos de los pueblos europeos corrían a refugiarse en la falsa seguridad de las doctrinas colectivistas y las ideologías utópicas, dejándose embriagar por los vociferantes profetas del orden y el sentido de comunidad restaurados. La promesa de un futuro exento de divisiones sociales deslumbraba a multitud de marginados e insatisfechos, dispuestos a rebelarse contra lo que asomaba como la quiebra espiritual y material de la modernidad. La época era propicia a los pretendidos taumaturgos de la sociedad ideal, siempre unos terroristas en potencia –pues a los regímenes utópicos les es consubstancial el terrorismo-, y las muchedumbres, cotidianamente vapuleadas en su aspiración de bienestar y justicia, ya muy poco aprecio tenían no sólo de las instituciones democráticas sino de las libertades individuales, que en vez de un bien parecían ser una carga, o peor, el origen del desarraigo y el caos del mundo moderno. Europa claudicaba de la libertad, la sacrificaba en aras de la seguridad, y se arrojaba cual amilanado rebaño en brazos del liderazgo providencial, encarnado éste en el Duce, el Führer, el Conducător…, o en su variante opuesta, el Vozhd. En verdad, pocas épocas han materializado como aquélla la sempiterna tensión entre individualidad y colectivismo, entre comprensión e intransigencia, entre humanismo y fanatismo, entre autonomía y servidumbre. La crisis del liberalismo y el auge de los totalitarismos suponían un asalto frontal a la civilización occidental, mientras que, en el plano de la inmediatez, la violenta pasión de la homogeneidad planteaba el mayor de los retos al modelo de convivencia basado en la tolerancia y la reciprocidad, la aceptación de la diversidad y el compromiso. Fue precisamente el horror de este progresivo desmoronamiento cultural, además de su condición de execrado y desterrado –víctima de la suprema intolerancia de la época-, lo que inspiró en Stefan Zweig su Castellio contra Calvino (1936): un eminente alegato en favor de la independencia de pensamiento y la tolerancia, en contra por tanto del dogmatismo, el fanatismo y la estigmatización del disenso. » seguir leyendo