LOS INTELECTUALES EN FRANCIA – Pascal Ory y Jean-François Sirinelli

LOS INTELECTUALES EN FRANCIAVolvemos a la historia del compromiso político de los intelectuales franceses en el siglo XX, esta vez con un libro cuya publicación original data de 1986 y que ha sabido de dos reediciones actualizadas, la última de 2002. Los historiadores Pascal Ory (n. 1948) y Jean-François Sirinelli (n. 1949), especialistas en historia cultural y política, configuran en esta obra una visión panorámica del papel político desempeñado por los intelectuales franceses a lo largo del siglo pasado, desde el caso Dreyfus hasta los años finales de la centuria. Se trata, pues, de un panorama alternativo al ofrecido por Michel Winock en su libro El siglo de los intelectuales, con la particularidad de que en esta ocasión el componente analítico es bastante más potente. Sin menospreciar el aspecto narrativo, Ory y Sirinelli se esfuerzan por sistematizar el tema en cuestión, sometiéndolo a  un enfoque de pronunciado talante sociológico. La interpretación que los autores hacen del tema  reviste un elevado interés académico, ciertamente, pero el resultado es de lectura menos ardua de lo que se pudiera pensar.

Para comenzar, los autores hacen hincapié en el anclaje específicamente francés de la fundación del concepto de intelectual, fechando su origen en la controversia suscitada por la campaña a favor de Dreyfus. Situados en bandos opuestos, fueron Georges Clemenceau y Maurice Barrès los primeros en emplear el vocablo para referirse a los peticionarios de la revisión del cuestionable proceso judicial. La confluencia de ciertas condiciones del contexto francés propiciaron la buena fortuna del término, cuyo trampolín fueron las sociedades anglosajonas: Francia era un país en que la justificación del poder por el estamento clerical, detentador tradicional de la cultura, había sido decisiva; la modernidad había exaltado al maestro, el docente universitario, el científico y el artista como nuevos agentes o custodios del saber, «sacerdotes de los nuevos tiempos»; las libertades republicanas favorecían el debate democrático; la difusión de la escolaridad y la proliferación de los medios de comunicación, a tono con la consolidación de una sociedad y una cultura de masas, garantizaban la amplificación cuantitativa del término.

Está claro que el concepto de intelectual nació combativo, inserto como estuvo su origen en una agria confrontación y dados los ingredientes del compromiso y el escenario en que se desenvuelve como categoría —la esfera de lo público—. Bajo el signo del dreyfusismo, el lugar natural del intelectual parece ser la polémica y su sello, el inconformismo. La moderación le resulta esquiva, y es característico de una intelectualidad emblemática como la francesa —lo mismo puede decirse de su par ruso— el que exhiba una escasa afinidad con las posturas centristas. Resulta significativo a este respecto que un llamado a superar diferencias entre dreyfusistas y antidreyfusistas, formulado a inicios de 1899, fracasase rotundamente. Para más inri, no fueron corrientes moderadas sino extremas las que hegemonizaron las luchas ideológicas del siglo siguiente: primero Acción Francesa y después el Partido Comunista condicionaron los términos del debate político. No es extraño, entonces, que la representación social de los intelectuales, el lugar que ocupan en el imaginario colectivo, sea  el de unos paladines de grandes causas —cuando la imagen es positiva— o el de unos agentes de perversión social y de disolución nacional —la imagen negativa, antiintelectualista—.

Los autores plantean la existencia de dos acepciones extremas de intelectual, una de carácter sociológico (intelectual como estamento o categoría profesional) y la otra de índole ética (intelectual como encarnación del espíritu crítico, especie de misionero de causas gloriosas). Las consideran insuficientes e imprecisas, la primera de ellas porque convierte a los miembros de la categoría en un conjunto orgánico y solidario, lo que no es más que una ilusión de homogeneidad; la segunda porque no hace justicia a la diversidad, incluso antagonismo, de las causas defendidas por los intelectuales. Así pues, formulan a su vez una definición que procura ser más comprehensiva: intelectual como «hombre de lo cultural, creador o mediador, colocado en la situación de lo político, productor o consumidor de ideología».

Aunque las ideas políticas ocupan un espacio importante, como no puede dejar de ocurrir, el trabajo en comento privilegia el aspecto social de la cuestión, basándose su metodología en: a) el estudio de trayectorias o análisis comparado de los itinerarios seguidos por los intelectuales; b) la observación de estructuras de sociabilidad, con lo que se alude a los espacios y pautas que conforman el campo en que se desenvuelven los intelectuales, con elementos como los salones, instituciones educativas, revistas y periódicos, redes sociales en general; c) la discriminación de generaciones, en un sentido algo más poroso e indeterminado que la definición estrictamente demográfica del concepto de generación —el hecho de compartir ciertas ideas o experiencias comunes puede trascender el factor de la edad—.

Acorde con el ánimo de sistematización que orienta su estudio, los autores delinean una tipología del funcionamiento de la intelectualidad, o de la forma en que se manifiesta el compromiso de los intelectuales. En un nivel elemental, el intelectual se compromete a través de medios como la petición, el manifiesto, la carta de protesta; en este caso, la firma, el suscribir formalmente una manifestación pública es el instrumento del compromiso. Puede dar un paso más, asociándose: diversidad de Comités, Ligas y Asociaciones de intelectuales han dado una forma estructurada a la representación de causas comunes. En último término, el intelectual puede optar por la militancia incorporándose a organizaciones específicamente políticas, por definición orientadas al poder —partidos o movimientos políticos—. Por otro lado, los viveros o lugares privilegiados de captación de intelectuales son la universidad, la prensa y el mundo artístico. Del docente pudo decirse que el Caso Dreyfus lo había convertido en «rival o competidor del abogado», mientras que antiguos normalistas (egresados de la Escuela Normal Superior) ocuparon posiciones estratégicas a lo largo de la gran controversia. El Caso consolida la importancia de la prensa como espacio de debate y vehículo de transmisión de ideas, mientras que el artista aporta ante todo su prestigio.

Más allá de semejantes tentativas de sistematización, lo que tenemos entre manos es una interesante síntesis de los itinerarios políticos de los intelectuales franceses, acaso un punto menos fresca que la desarrollada por Winock, pero por lo menos tan válida, y más breve (por descontado que es bastante más sofisticada que la concentrada crónica de Herbert Lottman, La Rive Gauche). La conclusión a que arriban los autores es que en las décadas finales del siglo los intelectuales enfrentaron una doble crisis: ideológica, por el descrédito generalizado del marxismo y de la utopía revolucionaria, ejes del paradigma o visión de mundo hasta entonces dominante; cultural, a causa de la erosión del sentido de identidad y de adhesión grupal de los intelectuales. La aparición de la «Nueva Derecha» a fines de los años 70 es signo de una recomposición ideológica del ambiente intelectual, pero más decisivo es que el modelo del intelectual comprometido haya experimentado un serio declive. Dada la proximidad temporal de los hechos, el retorno del intelectual a la escena pública francesa en la segunda mitad de los 90 no es suficiente como para formular un pronóstico sobre la cuestión. No obstante, se puede suscribir con bastante seguridad la idea de que los intelectuales «han dejado de ser los oficiantes de religiones seculares».

Pascal Ory y Jean-François Sirinelli.
Los intelectuales en Francia. Del caso Dreyfus a nuestros días.
Publicacions de la Universitat de València,  2007. 337 pp.

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5 comentarios en “LOS INTELECTUALES EN FRANCIA – Pascal Ory y Jean-François Sirinelli

  1. ARIODANTE dice:

    Estupenda reseña, Rodri; tema muy actual y atractivo.Yo tengo el libro de Lottmann, pero lo que cuentas de éste parece que me llama a echarle un ojo. Y si además lo edita la Universidad de Valencia, lo tendré más a mano…¿Cómo lo has conseguido allí?
    Es bueno aclarar los conceptos, porque se ha abusado tanto del término «intelectual» (como de otros muchos, obviamente) que ha derivado en significados variopintos, completamente alejados del original.

  2. Rodrigo dice:

    Completamente cierto, Ario.

    ¿Qué como lo he conseguido? Pues lo encontré en una librería especializada en ciencias sociales y humanidades. Verdadera mina de oro.

  3. Rosalía de Bringas dice:

    Una vez más, quedo seducida por una reseña «rodrigoniana» (¿podemos decirlo así?). Hace el tema tan interesante que al leerla te suscita las ganas de comprar el libro y ahondar en la cuestión. Gracias, Rodrigo.
    Y, ya que estamos, me gustaría preguntar (aunque no sé si procede hacerlo aquí) cuáles serían las semejanzas y diferencias que en la concepción de lo intelectual pudieran darse entre la cultura francesa y la española/iberoamericana.

  4. Rodrigo dice:

    Gracias a ti, Rosalía.

    Creo no equivocarme al afirmar que en Hispanoamérica predomina la acepción laxa y neutra de intelectual, simplemente el individuo que cultiva el pensamiento y la escritura (científica o literaria). En este contexto, para especificar el asunto de la reseña hace falta hablar del “intelectual comprometido”, lo que en su sentido original –francés, se entiende- sería un pleonasmo.

  5. Rodrigo dice:

    Ah, esteee, “rodrigoniana”… Suena rarillo, ¿no?

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