LAS PERSONAS DE LA HISTORIA – Margaret MacMillan

«La historia de nuestro siglo, como la de los precedentes, habría podido desarrollarse de otra manera: basta imaginar, por ejemplo, un año 1917 en Rusia sin Lenin, o una Alemania de Weimar sin Hitler». François Furet

Para contrariedad de ciertas escuelas de pensamiento, empecinadas en asignar una preponderancia absoluta a la acción de fuerzas impersonales en la historia -el peso de los llamados «determinantes abstractos» o «factores estructurales»-, la personalidad sí incide en el curso de los acontecimientos, para bien o para mal, y debe ser considerada entre los agentes que dan forma al devenir histórico. Ejemplos no faltan, al contrario: el siglo XX exhibe cantidad de casos ilustrativos y asaz dramáticos, entre otros los de Lenin y Hitler, quienes contribuyeron como pocos a hacer de la pasada centuria una nefanda era de extremos. Considérese también el caso de Churchill: el mayo de 1940 lleva su singularísima impronta, clave en el derrotero de la Segunda Guerra Mundial. Considérese la Italia de Mussolini, los Estados Unidos de Franklin Delano Roosevelt o la Unión Soviética de Stalin. Retrocediendo en el tiempo, podemos imaginar una Atenas sin Pericles, una Roma sin Julio César, una Francia sin Napoleón: un abismo de (hipotéticas) diferencias. En un específico plano de la realidad, téngase en cuenta al mismísimo Karl Marx, epónimo de una de las manifestaciones insignes del determinismo histórico y su principio de la inexorabilidad de las leyes históricas (otro nombre para los factores impersonales); la huella del marxismo en el siglo XX es de las más profundas, dejando a su gestor intelectual en la primera línea de los pensadores influyentes. Ahora bien, la personalidad descollante no opera desvinculada del contexto ni a pesar de las circunstancias; éstas deben confluir de tal manera que resulten propicias a la emergencia del liderazgo extraordinario o a la plasmación del papel crucial. Por decirlo con una perogrullada: el lugar y el momento deben ser los adecuados. También es cierto que el estudio de la personalidad en la historia no opera necesariamente en contradicción con el paradigma de las corrientes históricas o tendencias de largo aliento, ni con el enfoque puesto en las tendencias de corto plazo. Aun admitiendo la importancia de ciertos individuos como agentes de la historia, no es un modo apropiado de comprenderla el hacer de ellos unos héroes -o unos malvados- de proporciones míticas, como si se bastasen en solitario para movilizar grandes agrupaciones humanas, arrastrar tras de sí a las instituciones y moldear épocas enteras. La biografía no colma los márgenes de la historiografía. 

La historiadora canadiense Margaret MacMillan, una conocida en nuestra casa, practica en Las personas de la historia una suerte de reivindicación del rol histórico de los individuos. Aunque el liderazgo sea una de las aristas ineludibles del libro, no es en absoluto su eje vertebrador, como pudiera inferirse del subtítulo de la edición española (Sobre la persuasión y el arte del liderazgo; en la edición original: ‘History’s People: Personalities and the Past’, 2015). El verdadero tema es la personalidad influyente en términos muy genéricos, y en su rastreo la autora abarca un universo que excede la esfera del liderato en sentido estricto, al punto de incluir un capítulo abocado a la categoría de los «observadores»: personas que tomaron nota de lo que vieron y que legaron a la posteridad invaluables testimonios, como los del emperador mogol Babur (que destaca a la vez como líder político-militar y como memorialista), el diplomático canadiense Charles Ritchie, el conde Harry Kessler o el filólogo judeo-alemán Victor Klemperer. El enfoque de MacMillan está presidido por la idea de que el factor emocional es fundamental en el escrutinio del rol histórico de la personalidad, tanto por lo menos como la racionalidad. «El miedo, el orgullo o la ira -afirma la autora- son emociones que crean actitudes y decisiones, tanto o quizá más que el cálculo racional». Asumida esta premisa, MacMillan articula un conjunto de semblanzas y consideraciones que comprende tanto celebridades universales como personas de menor fama pero destacables en su campo, varios de ellos de nacionalidad canadiense; una mixtura encomiable puesto que amplía la mirada y otorga un aire de frescura al libro, eximiéndolo de los riesgos de optar sólo por lo consabido.

La estructura del ensayo obedece a un número acotado de características que la autora tiene a bien destacar, abordándolas en sendos capítulos: la persuasión, la osadía, la arrogancia, la curiosidad y la observación. La tercera de ellas anticipa otra de las cualidades del libro, a saber, el sentido crítico o falta de complacencia ante el rango o el impacto de los individuos seleccionados. Sin llegar a preterir diferencias insoslayables, MacMillan hace comparecer ante el tribunal de la arrogancia lo mismo a dirigentes de estados democráticos como Woodrow Wilson y Margaret Thatcher que a dictadores como Hitler y Stalin. En esencia, el error de creerse siempre en posesión de la verdad y de actuar en nombre de fuerzas superiores es una forma de hybris que eventualmente hace presa no sólo de gobernantes de estados totalitarios (esto es, el tipo de régimen que solemos asociar con la puesta en marcha de programas de transformación radical de la sociedad, inspirados por cosmovisiones de raigambre utópica y determinista). En tiempos de crisis e inestabilidad social, la necesidad hace del mesianismo una tentación especialmente sugerente, y no son raros los dirigentes que sucumben al atractivo de presentarse como agentes de un cambio radical. No cautivarían a las masas si se mostraran motivados únicamente por la ambición; esta suele ir disfrazada o combinada con una dosis de altruismo e idealismo, o el afán de servir al bien común. Embarcados en proyectos grandiosos, los tropiezos de estos dirigentes implican con frecuencia un tremendo costo para sus pueblos, además de sumir en el desprestigio ideas eventualmente valiosas (una de ellas, por ejemplo, la Sociedad de Naciones impulsada por Wilson). Con todo, es evidente que el peligro mayor acecha cuando se amalgaman la demagogia, el dogma ideológico y la convicción mesiánica con la ambición personal y el liderazgo carismático: ni más ni menos que la amenaza de los profetas armados y sus evangelios de salvación, genuina tara del siglo XX.

Para ilustrar la relevancia de la curiosidad, MacMillan echa mano sobre todo de las mujeres. Es de suponer que nombres como Elizabeth Simcoe, Fanny Parkers, Edith Durham o Ursula Graham Bower dirán poco a la mayoría de los lectores en lengua hispana, posiblemente a los de cualquier lengua (incluida la inglesa), pero su inclusión tiene mucho sentido. Lo mismo que representan a la curiosidad, también podrían haber representado a la audacia y a la observación. Viajeras, escritoras, artistas, investigadoras, todas ellas -de origen británico- desbordaron el estrecho margen de acción que los prejuicios sexistas reservaban a las mujeres de sus respectivas épocas (desde fines del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX), registrando con tanta agudeza como avidez cuanto veían en sus travesías por tierras lejanas: Canadá, Elizabeth Simcoe; la India, Fanny Parkers; los Balcanes, en el caso de Edith Durham; India y Birmania, en el de Bower. Aunque sus escritos -diarios, cartas, memorias, libros de viajes, estudios etnográficos- no estén siempre libres del característico barniz de superioridad de la mirada colonialista o etnocentrista, estas mujeres supieron desgarrar el velo del prejuicio cultural y penetrar muchas de las singularidades de los pueblos aborígenes, llegando a enamorarse de ellos. Deslumbradas por el colorido y lo que tomaban por espontaneidad y vivacidad de las costumbres vernáculas, la vuelta a la madre patria solía producirles el efecto del retroceso a un mundo frío, opaco y deformado por los vicios de la civilización. En no pocas ocasiones, ellas adoptaron posturas que iban a contracorriente de la opinión o el sentir predominante en la metrópoli (y sus representantes). Elizabeth Simcoe, por ejemplo, aborrecía el tratamiento de bárbaros que los europeos deparaban a los nativos americanos. Fanny Parkes criticó el fervor evangélico que cundía en la colonia británica de la India, el que, en pleno siglo XIX, apenas ocultaba la arrogancia imperialista de sus compatriotas, demasiado ansiosos de acentuar las diferencias culturales con sus subordinados, los nativos que ella, por el contrario, aprendió a admirar. Edith Durham abogó por la causa albanesa en los días en que el pequeño país luchaba por su independencia, una lucha que resultaba del todo indiferente a los círculos oficiales del Reino Unido. (Hoy en día, Durham es mejor recordada en Albania que en su propia patria.) Verdaderas exploradoras de mundos extraños, estas y otras mujeres atestiguan el valor de la mirada desinteresada y de la apetencia del conocimiento directo.

Indviduos como Winston Churchill, que dio cara a la adversidad en una de las horas más peligrosas para el Reino Unido, oponiéndose a la atmósfera derrotista que atenazaba al país, o como el navegante y explorador Samuel de Champlain, que a principios del siglo XVII fundó la colonia francesa del río San Lorenzo -base del asentamento francés en el Canadá-, ilustran los méritos de la osadía. El espíritu aventurero, la capacidad de afrontar riesgos, la disconformidad con las convenciones y las verdades establecidas, el ver oportunidades donde la mayoría ve obstáculos: estas variantes de la osadía son el punto de partida de las empresas que hacen historia, desde la conquista de nuevos mundos a los hitos señeros del arte y el conocimiento. De observadores como los mencionados Babur, Klemperer y otros MacMillan enaltece atributos como «el ojo avizor para los detalles significativos, la capacidad de ver lo absurdo en gran parte de los asuntos humanos, el sentido de la ironía y, sí, la afición al chismorreo». Sin su determinación de tomar nota de lo que vieron, agrega, nuestro conocimiento del pasado sería menos preciso.

«El estudio de los individuos de antaño (…) nos hace conscientes de la importancia de las contingencias y del momento», escribe la autora. Preguntarse sobre lo que hubiera pasado si otros hubieran ocupado el lugar de Churchill, o Stalin, o Hitler -o de tantas otras personalidades señeras- nos ayuda a pensar mejor la historia, es decir, a pensar sobre nosotros mismos y sobre nuestro presente.

En suma, pues: un libro interesante.

– Margaret MacMillan, Las personas de la historia: sobre la persuasión y el arte del liderazgo. Turner, Madrid, 2017. 296 pp.

     

6 comentarios en “LAS PERSONAS DE LA HISTORIA – Margaret MacMillan

  1. Derfel dice:

    Muy buena pinta, tengo muchas ganas de leer algo de esta señora. Me cayó muy bien en una entrevista reciente en El País.

    Quizá lo intentes con París 1919…

  2. Rodrigo dice:

    Excelente libro, ni qué decir. Hay edición de bolsillo.

  3. Derfel dice:

    Había, me temo…

    Creo que está descatalogada.

  4. Rodrigo dice:

    Uf, debí saberlo… Prueba entonces con 1914, o con Juegos peligrosos, usos y abusos de la historia.

    … También descatalogados, rediantre. ¿Qué nos queda?

    ¡Las personas de la historia! :-)

  5. Derfel dice:

    Me he explicado mal: la descatalogada es la versión de bolsillo.

    La otra ha sido recientemente reeditada por Tusquets.

  6. Rodrigo dice:

    Por Sauron, Derfel, tienes razón.

    Huelga decir que ese libro está muy por encima del que acabo de reseñar. Si es por gastarse unos machacantes en MacMillan, París 1919 es primerísima opción.

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