LAS INFINITAS VIDAS DE EUCLIDES – Benjamin Wardhaugh

“Nada sabemos de él. A decir verdad, hoy lo consideramos como una rama del saber más que como un hombre”.

M. Forster, Alejandría.

Voy a empezar con mal pie, porque no es de recibo en una reseña hablar del reseñador: pero creo conveniente dejar claro desde el principio que servidor no es ninguna lumbrera. Cuando, hace décadas, me enseñaban en la escuela los principios básicos de la geometría en la asignatura de matemáticas, nada me aterrorizaba más que la inmersión en lo que los libros de texto llamaban “el espacio euclidiano”. Para mí era un inmenso territorio desconocido y terrible que está por todas partes, como la energía oscura del espacio, esa “cosa” que dicen los científicos que ocupa las tres cuartas partes del universo (la cuarta parte la componen las líneas del folio donde estoy garabateando estas frases, los microorganismos, las motas de polvo, las mesas y sillas, los edificios, las montañas, los seres vivos, los planetas, las estrellas, las galaxias y las nebulosas cósmicas, en ese orden). El espacio euclidiano era sinónimo de firmamento invisible e insondable, de dificultad mística, de arcano no revelado (ni revelable) a los míseros mortales como yo, que apenas teníamos la capacidad de salir adelante en la vida con una regla y un compás. Porque la cosa iba de dibujar líneas rectas y curvas, rectángulos, círculos y triángulos, y de saberse de memoria las fórmulas matemáticas a las que esos garabatos estaban ligados y sometidos. Pasaron años hasta que descubrí que lo de llamar “euclidiano” a todo aquello no obedecía al capricho de algún matemático loco (hay tantos…) con ganas de inventarse palabrejas extrañas. Era, simplemente, la manera de referirse a la geometría que diseñó un individuo. Un tal Euclides.

Por terminar ya con mi lamentable paso por esta reseña, diré que con el tiempo me rehíce, geométricamente hablando: me empeñé en obtener esas fórmulas de las áreas de los cuadrados, triángulos y círculos con el puro esfuerzo de la mente. Así, percibí que el cálculo de la superficie de un rectángulo no consistía más que en coger la longitud de su base y reproducirla, “levantarla” a lo largo de la longitud de su altura; o sea, multiplicarla por ella. No vi otra razón que explicara la veracidad de ese razonamiento mío, que el hecho de que se me presentaba en la mente de modo claro y distinto (Descartes se habría sentido orgulloso de mí). Me atreví luego con los triángulos (fácil: la mitad de la multiplicación de la base por la altura), pentágonos (cinco triangulitos juntos) y paralelogramos irregulares. Llegué incluso a tantear las figuras de tres dimensiones, y solo me detuve al enfrentarme con los círculos y las esferas. Ahí el número pi (π) pudo conmigo, y yo reconocí la derrota. Y pensé que a lo mejor aquel Euclides, el de la energía oscura del espacio euclidiano, sí habría sido capaz de vencer a pi. Puede incluso que fuera él quien lo inventó. Tal vez Euclides pronunciara aquello de “yo soy tu padre” mucho antes que Darth Vader. Sí, lo vi claro: energía oscura y Euclides, el lado oscuro y Darth Vader. Todo encajaba, como un inmenso puzle sideral. Pero a todo esto, ¿quién fue Euclides?

Euclides (en realidad la reseña propiamente dicha empieza aquí) fue un griego del que no se sabe nada (salvo, eso sí, que era griego). Se le ubica en la Alejandría de los primeros Ptolomeos atendiendo a fuentes secundarias y referencias que le atañen muy de refilón. Se le relaciona con el Museo y la Biblioteca que por aquella época comenzaron a crecer en la ciudad que fundó el macedonio Alejandro; eso fue a finales del siglo IV y principios del III a.C. A menudo, sobre todo en el pasado, se le confundió con Euclides de Megara, filósofo amigo de Sócrates y de Platón, con quien nada tiene que ver puesto que vivió, en teoría, más de un siglo antes. De hecho, la afirmación que le sitúa en Alejandría por los años de Ptolomeo Sóter o su hijo Filadelfo, se apoya en un único y escuálido fragmento que habla de un geómetra de finales del siglo III y principios del II a.C. llamado Apolonio, que estudió con los discípulos de Euclides en Alejandría.

Fragmento de los Elementos de Euclides, escrito en papiro y hallado en el yacimiento de Oxirrinco, Egipto.

Y si es tan complejo y arriesgado hacer afirmaciones acerca de semejante personaje, ¿no sería algo descabellado escribir un libro sobre él? En absoluto. Para demostrarlo, he aquí la obra de Benjamin Wardhaugh Las infinitas vidas de Euclides. Historia del libro que forjó nuestro mundo. Vale decir que el título en castellano es un poco tramposo: The Book of Wonders. The Many Lives of Euclid’s Elements es el título original, y en él queda mucho más claro que la obra no se refiere (o no tanto) al misterioso Euclides sino a sus elementos. ¿Y qué elementos son esos? ¿Agua, tierra, aire y fuego? Es evidente que no: los elementos de Euclides son los triángulos, las líneas, las superficies, los volúmenes… Y son elementos porque Elementos es el título que Euclides le puso a su obra, en la cual, como quien no quiere la cosa, dio explicación de todo eso, es decir: de la energía oscura que llena el universo. Incluido el número pi.

  1. Un punto es lo que no tiene partes.
  2. Una línea es una longitud sin anchura.
  3. Los extremos de una línea son puntos.
  4. Una línea recta es aquella que yace por igual respecto de los puntos que están en ella.
  5. Una superficie es lo que solo tiene longitud y anchura.

Así comienzan los Elementos, con esas definiciones tan evidentes que hasta un lerdo como el que suscribe entendería, después de un pequeño esfuerzo intelectual. Y la obra continúa a lo largo de 13 volúmenes con más definiciones, postulados, proposiciones y demostraciones. Se trata de un libro que hay que leer con lápiz y papel al lado, porque si bien “Un punto es lo que no tiene partes” puede resultar relativamente fácil de asimilar, son algo más complejas expresiones como:

En los triángulos obtusángulos el cuadrado del lado que subtiende al ángulo obtuso es mayor que los cuadrados de los lados que comprenden el ángulo obtuso en dos veces el rectángulo comprendido por un (lado) de los del ángulo obtuso sobre el que cae la perpendicular y la (recta) exterior cortada por la perpendicular, hasta el ángulo obtuso.

Durante dos milenios y pico las mentes más brillantes, y también las más obtusángulas, se han dejado guiar por los postulados de Euclides, sus demostraciones paso a paso y sus dibujos explicativos. Pues bien: Benjamin Wardhaugh nos relata en Las infinitas vidas de Euclides la historia de este texto, un apasionante recorrido jalonado por un subtítulo (Historia del libro que forjó nuestro mundo) el cual, aunque a priori se sea escéptico con respecto al mismo, a las pocas decenas de páginas el lector crítico, honesto y veraz, por muy obtusángulo que sea, habrá de reconocer que no es nada exagerado.

Se trata de un viaje al estilo, me viene a la cabeza, de El giro de Stephen Greenblatt, donde también se hablaba de una obra, el De rerum natura de Lucrecio, cuyo (re)descubrimiento en el siglo XV moldeó hombres y forjó ideas para el futuro. Algo parecido, si no más, sucede con los Elementos, al decir de Wardhaugh (y servidor, tras leer su libro, no puede sino darle la razón): el mundo se entiende en la forma en que se entiende y se explica como se explica, gracias a la geometría euclidiana.

No es, quede claro, una guía para entender los Elementos; en ese sentido, el autor dice cuatro cosas muy bien dichas:

A pesar de su inicio amable y tranquilo y de la incorporación de una gran cantidad de conocimientos que cualquier persona podía entender, en su conjunto los Elementos son un espectáculo digno de un virtuoso, una ruta que solo las mentes geométricas más sagaces podían seguir hasta el final.

Después de tal afirmación Wardhaugh, con buen ánimo y sano criterio, se mantiene al margen del contenido del libro de Euclides (más o menos; no se puede pasear por la playa sin mojarse los pies de vez en cuando) y se centra en su objetivo: relatar la longeva vida de los Elementos, y cómo ha sido leído y entendido (o malentendido) desde que fue escrito. Wardhaugh se vale de una sucesión de pequeñas historias con diferentes protagonistas que, de un modo u otro, han tenido algún papel en la larga andadura del libro de Euclides: copistas, geómetras, filósofos, impresores, viajeros, astrónomos, pintores, escritores…

Así, se habla por ejemplo de sus oscuros orígenes: la prueba más antigua de la existencia del libro son seis ostraka (trozos de cerámica usados para grabar palabras o dibujos en su superficie) hallados a principios del siglo XX en la isla de Elefantina, en medio del Nilo, que datan del tercer cuarto del siglo III a.C. En ellos algún voluntarioso aprendiz de geometría garabateaba demostraciones sobre poliedros siguiendo las reglas euclidianas. Se habla también de cómo los 13 libros se convirtieron en 14 e incluso en 15, al recibir las incorporaciones de otros autores y ser tomados dichos añadidos por originales del propio Euclides. Se habla de cómo en época bizantina los Elementos fueron tenidos en cuenta en la estructuración de los saberes para su enseñanza y transmisión, el famoso Trivium (gramática, retórica y dialéctica) y Quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía). La obra de Euclides fue incluida en la geometría, y quedó así formalizado y normalizado su estudio por los siglos de los siglos. Se habla de la más antigua versión completa (es decir: no fragmentos ni citas ni referencias ni nada parecido) existente, que data (que datan puesto que son dos manuscritos) del siglo X, en plena Edad Media; y luego nada, silencio absoluto, vaciedad oscura, hasta que a mediados del siglo XVIII uno de esos manuscritos aparece en la oxoniense Biblioteca Bodleiana. Se habla de la traducción del libro griego al árabe, y del árabe al latín, y del latín y el árabe al hebreo, y al inglés, y a muchas otras lenguas. Se habla de cómo el libro llegó a lugares tan lejanos y exóticos como la China del siglo XVI, donde un italiano lo tradujo al chino (en colaboración con un chino, todo sea dicho). Se habla de que en una pequeña imprenta de Venecia, durante los primeros meses del año 1482, se hicieron más copias impresas de los Elementos que en toda Europa durante los mil años anteriores. Se habla del matemático alemán del siglo XVI Christopher Clavius y su importantísimo papel en la traducción, propagación y enseñanza de los Elementos en los siglos siguientes; su versión de la obra euclidiana siguió siendo la mejor doscientos años después.

Piero della Francesca, La flagelación de Cristo (1468-1470).

Pero sobre todo el libro de Wardhaugh habla de las continuas, descaradas, bienintencionadas o despreocupadas alteraciones que el texto sufrió a lo largo de dos mil años. Los autores alejandrinos (pues entre ellos tuvo su génesis la obra de Euclides) se dedicaron durante décadas a sanear el texto, a suavizar las dificultades que creyeron tales, a escoger de entre las múltiples versiones que sus demostraciones y definiciones ofrecían (pues todo buen lector que se preciara de serlo hacía acotaciones en los textos, y a menudo estas quedaban incorporadas al original), la que consideraban más clara; a añadir, eliminar, corregir, cambiar. Durante siglos siguieron las modificaciones, las anotaciones, las apostillas, los errores. En el siglo XIV un hebreo (cuya identidad solo descubrirá aquel que lea el libro de Wardhaugh) escribió:

Nos ha parecido adecuado completar lo que es necesario en el libro de los Elementos, pues este libro es de gran provecho para la geometría, de la que ofrece los principios fundamentales.

Sin embargo, este relato acerca de los derroteros del libro (un relato que, he de confesarlo, tiene a veces un lejano aire a El infinito en un junco de Irene Vallejo), no es solo eso. En realidad es mucho más. Porque un libro, por muy bueno que sea, no deja de ser un libro, un objeto pequeño circunscrito a sus páginas (o a sus rollos papiráceos). Pero los Elementos sobrepasó con creces esos límites. Los principios y razonamientos que escribió Euclides calaron en las mentes del género humano hasta el punto de convertirse en sus pilares, los pilares del bien pensar, del saber, de la certeza. Esta cimentación sucedió en el siglo III a.C.  y se prolongó durante siglos. En el siglo XVII Euclides seguía siendo la referencia definitiva de certeza; los grandes pensadores escribían sus obras al estilo de Euclides, porque el conocimiento humano estaba estructurado como la geometría euclidiana. Se hizo famosa una antiquísima historia sobre el filósofo socrático Aristipo de Cirene, quien tras naufragar él y otros, y llegar nadando a una playa desierta, vio unos cuantos diagramas geométricos trazados sobre la arena. Entonces gritó alborozado: “¡No temáis, pues veo las señales de la humanidad!”. Euclides es sinónimo, entonces, ahora y siempre, de civilización, orden, claridad y verdad. ¡Pero si hasta el filósofo Platón grabó en el frontispicio de su Academia “No entre aquí nadie que no sepa geometría”! (Obviemos el hecho de que tanto Aristipo como Platón criaban malvas mucho antes de que Euclides naciera; las leyendas tienen estas cosas).

Y aún hay más: Las infinitas vidas de Euclides no es solo la historia de un libro, ni la del conocimiento individual o colectivo que ha impregnado mentes y conciencias a lo largo del tiempo, conformando así nuestra manera de pensar. También es la historia del provecho práctico que la obra ha proporcionado al género humano. La agrimensura, la astronomía, la música, la pintura, la artesanía, las artes decorativas… La fusión del saber geométrico euclidiano con las capacidades prácticas artesanales fue un hecho en toda Europa durante siglos. El cuadro La flagelación de Cristo de Piero della Francesca no habría sido posible sin Euclides. Los avances astronómicos de Proclo, las decorativas teselas persas… La explicación del mundo y la interactuación con él fueron euclidianas; al menos hasta la aparición de Isaac Newton, quien recogió la herencia, la asimiló, la integró en su mente y la llevó más allá.

Pero Wardhaugh no tiene interés en escribir una obra hagiográfica; también habla de las críticas que Euclides recibió. Críticas sesudas, meditadas, elaboradas, trabajadas a conciencia. Baste citar una de ellas, pronunciada por un político y hombre de letras británico, Lord Chesterfield, en 1740:

Si en un baile, una cena o una fiesta un hombre se pone a resolver, de cabeza, un problema de Euclides, sería una muy mala compañía y se quedaría fatal a su lado.

Max Ernst, Euclides (1945).

Resultó que el mundo llegó a la conclusión de que el estudio de la matemática y la geometría aísla de los sentimientos humanos y amortigua las emociones. Además, vuelve loca a la gente. Y con el tiempo, Euclides fue quedando desfasado y superado. Incluso una mente preclara como la de Bertrand Russell, en pleno siglo XX, le criticó. Y un ruso llamado Lobachevski ideó una geometría alternativa. Y luego llegó Albert Einstein e inventó la teoría de la relatividad y el espacio curvo. Y después vino Max Ernst y pintó un retrato llamado Euclides, no se sabe si a modo de homenaje o de atentado. Y Euclides quedó desdibujado, anulado, ninguneado. O tempora, o mores. Al menos hasta que a finales de este año 2022 (así está previsto) una sonda espacial sea lanzada al espacio para cartografiar el universo, y quién sabe si para retratar también esa energía oscura que todo lo llena y que nadie ha visto jamás. Esa sonda espacial lleva(rá) por nombre Euclides. Todo se cierra, todo se encuadra, todo encaja; como un gran puzle sideral.

Esta larga, larguísima reseña (no era mi intención que lo fuera tanto, de verdad) no pretende más que llamar la atención sobre este libro de lectura deliciosa y contenido apasionante. Téngase en cuenta que para su completo aprovechamiento no es preciso leerse antes los 13 libros que componen los Elementos de Euclides. Cosa esta que, por otra parte, es posible (leerlo en castellano, quiero decir) solo gracias a que hemos nacido en las últimas décadas del siglo XX (o en el siglo XXI los más afortunados), porque la primera traducción completa de la obra de Euclides a la lengua de Cervantes no se hizo hasta la década de los 90, hace poco más de 25 años. Más recientemente, hacia 2020, se concluyó el volcado de las líneas euclidianas al catalán. En fin, nuestras tierras no siempre (¿sería mejor decir casi nunca?) han estado a la vanguardia de la cultura y el progreso intelectual. Quizá históricamente nos ha hecho falta leer un poco más a Euclides.

Las infinitas vidas de Euclides es un libro recomendabilísimo por su amenidad, por la cantidad de datos interesantes que aporta, por las historias dentro de la Historia que revela, porque (re)descubre a Euclides, porque lo ha escrito un británico de Oxford experto en historia y en matemáticas. Y no vale la excusa de que leyendo esta extensa reseña ya no se necesita leer el libro: este tiene casi 500 páginas, y aquí apenas hay para llenar cinco. En fin, como dejó escrito en Cambridge alguien anónimo en el siglo XVII sobre la portada de una edición de los Elementos: “He aquí las maravillas del Señor y los misterios del mundo”.

Quod erat demonstrandum.

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Benjamin Wardhaugh, Las infinitas vidas de Euclides. Historia del libro que forjó nuestro mundo. Barcelona, Shackleton Books, 2022, 478 páginas.

     

7 comentarios en “LAS INFINITAS VIDAS DE EUCLIDES – Benjamin Wardhaugh

  1. Farsalia dice:

    Ñam, ñam… Hojeado cuando salió y con tu comentario en el foro, lo apunté como futurible lectura; y con esta reseña, más aún.

  2. Balbo dice:

    Nada de larga… ¡Soberbia reseña!

    … y por cierto yo también soy bastante ceporro con respecto a las matemáticas, pero a pesar de ello reconozco que la figura de Euclides es de lo más interesante por lo que ha aportado a muchas de los campos tanto culturales como de ingeniería, física…

    Y tan importante es la figura de Euclides que hasta Abraham Lincoln hablaba de él.

    De nuevo felicidades por la reseña ;-)

  3. cavilius dice:

    Gracias, gentes.
    Sí, no nos damos cuenta pero tenemos metida la geometría de Euclides hasta en la sopa. Ciertamente, los Elementos son algo complicados de leer; hay que estar habituado al cálculo geométrico y tener una mente ágil y predispuesta. En cambio, el libro de Wardhaugh no requiere más predisposición que la de la curiosidad, y a cambio ofrece entretenimiento, conocimientos y un toque de comicidad muy británica. Un libro excelente.

  4. Garnata dice:

    Siempre me ha maravillado la sabiduría de estos hombres de la antigüedad. ¡Qué tremendo mérito el de Euclides! Gracias por la reseña, cavilius.

  5. Urogallo dice:

    Siempre es curioso leer sobre el hombre al que Lovecraft estableció como antítesis de la locura y el error

  6. cavilius dice:

    Lovecraft, ese euclidiano.

    Sí, Garnata: las gentes de la antigüedad eran muy sabias. Y pensar que dentro de 5000 años nosotros también perteneceremos a la antigüedad…

  7. cavilius dice:

    «Al menos hasta que a finales de este año 2022 (así está previsto) una sonda espacial sea lanzada al espacio para cartografiar el universo, y quién sabe si para retratar también esa energía oscura que todo lo llena y que nadie ha visto jamás. Esa sonda espacial lleva(rá) por nombre Euclides».

    Han tardado un poco más de lo previsto, pero aquí lo tenemos.

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