LA TRAGEDIA ALEMANA, 1914-1945 – Lucian Boia

Dos guerras descomunales imputadas al país, un genocidio sin casi precedentes -en su magnitud y sus formas- y una serie de atrocidades asociadas con la limpieza étnica y la guerra de conquista, además de una tentativa republicana frustrada, desalojada sin grandes lamentos de la población… El historial de la Alemania de la primera mitad del siglo XX asemeja un prontuario criminal sin apenas atenuantes, la trayectoria surcada de máculas de una nación que, alegan los acusadores, eligió para sí el rumbo equivocado, hecho de pura perfidia.

Desde esta perspectiva, nada mitiga la aspereza de las recriminaciones, ni la tardía unificación alemana ni ninguna otra circunstancia; no desde luego la profunda crisis económica del período de entreguerras, más grave en Alemania que en ningún otro país, como tampoco el historial imperialista de muchos estados europeos ni su pasado como potencias agresoras. (El envidiable patrimonio cultural de Alemania, su fama de pueblo de músicos, poetas y filósofos, solo ha servido como agravante, añadiendo perplejidad al caso: no bastaba con que fuera infame, resultaba ser además contradictorio y enigmático.) Los países occidentales se ufanaban de sus contribuciones seminales al liberalismo y el ideal democrático y de la misión civilizadora que, aducían, justificaba su dominio -más bien paternal tutela- de los pueblos atrasados. Nada de esto cabía pretextar en el caso alemán, el que, a contrapelo de las naciones de superioridad benéfica para el mundo, exhibía con descaro su preferencia por el militarismo, el autoritarismo y la pulsión de la exclusividad racial, inscritos aparentemente a fuego en la médula misma de lo alemán. La diferencia residía por consiguiente en la identidad, en lo que hacía de la nación alemana una entidad distinguible en esencia de las otras naciones, sobre todo las que encabezaban el proceso civilizador de la modernidad. Se trataba, pues, de una diferencia estructural, de la que se infería una deficiencia también estructural. Fiel a los dictados de su ser más íntimo, Alemania había seguido un camino especial (Sonderweg), posicionándose en una situación de excepcionalidad culpable. Las raíces de la tragedia alemana, del execrable papel de Alemania en gran parte de los horrores del siglo pasado, debían buscarse en el ADN de la «germanidad».

El historiador rumano Lucian Boia (Bucarest, 1944) duda de la veracidad de esta interpretación, desplegando su línea de razonamiento en un texto compacto e incisivo que recuerda a los de Sebastian Haffner, modélicos en su capacidad de ir al grano y de manera punzante (me refiero a libros como Los siete pecados capitales del imperio alemán en la Primera Guerra Mundial, El pacto con el diablo o Anotaciones sobre Hitler). Boia no cuestiona la monstruosidad del nazismo ni relativiza sus crímenes, pero sí la percepción de Alemania como un país excepcional en el concierto europeo, culpable principal -por no decir exclusivo- no solo de la Segunda Guerra Mundial sino también de la Primera y predispuesto por su idiosincrasia a un régimen como el Tercer Reich. De acuerdo a su enfoque, la nación germana no estaba predestinada a caer en brazos de un personaje nefasto como Hitler, ni a secundarlo en su deleznable visión del mundo y su escalada de atrocidades. Se trata de una premisa perfectamente válida, por lo menos para todo aquel que recele de la interpretación fatalista de la historia y del esencialismo cultural, variante del determinismo que concibe la identidad como una estructura rígida e inmutable y como un factor que, más que incidir en el devenir de los pueblos, los condena a seguir un itinerario inevitable.

El libro que comento, publicado por primera vez en 2010, procede según una estructura temática nítidamente anunciada en el índice (que consta de 16 apartados). Gran parte de su extensión concierne a lo medular de la imputación de cargos contra aquella Alemania: ¿fue más autoritaria, nacionalista y expansionista que otros países?; ¿más racista y antisemita que los otros pueblos de Europa? El nacionalismo y el racismo alcanzaron una casi incontenible difusión a lo largo del siglo XIX, aureolados de prestigio por el aval de ciertas corrientes pseudocientíficas (el darwinismo social, la más boyante de todas). Incardinados ambos factores en el desarrollo del paradigma del estado-nación, fundamental en el modelamiento del orden internacional de los últimos siglos, no supone un gran riesgo de error el desmontar la imagen de los alemanes del 1900 como un pueblo eminentemente nacionalista y racista: lo excepcional por entonces era no serlo. Lo llamativo es que Boia arguye que, puestos a ver excepciones, Francia reúne mejores requisitos. En el proceso de constitución de los modernos estados europeos, el modelo alemán, de índole especialmente étnica, fue mucho más común que el modelo francés, ante todo un modelo político. La perfilación del espacio nacional en base a una comunidad lingüística y cultural preexistente fue un fenómeno más corriente que la formación de estados articulada por una política de homogeneización sostenida durante siglos, integradora en el caso francés de elementos diversos -algunos de los cuales no eran originalmente francoparlantes- y ni siquiera interrumpida por el gran quiebre de 1789 -al contrario, los revolucionarios aspiraban a expandir la integración-. La tendencia principal fue la de convertir espacios etnolingüísticos en entidades estatales unitarias, haciendo del caso francés un modelo minoritario.

¿Alemania, más antisemita? No, por cierto, y constatarlo es ya un lugar común en la literatura especializada de las últimas décadas. Por poner un ejemplo: en el cuarto volumen de su Historia del antisemitismo (publicado en 1977), Léon Poliakov sostenía que Alemania era, para un observador situado alrededor del 1900, el más inimaginable escenario de una matanza a gran escala de judíos; en este sentido, la mismísima Francia resultaba menos improbable, en el contexto de la Europa occidental. (Ni hablar de la mitad oriental, que a principios del siglo XX era un hervidero de sentimientos antijudíos, sin grandes progresos hasta el día de hoy.) La obsesión antisemita no es modo alguno una especificidad alemana, y carece de rigor el ver una presunta continuidad entre el difuso antisemitismo de la Alemania monárquica y el antisemitismo virulento de los nazis. En cuanto al expansionismo, lo frecuente a la sazón era medir el vigor y prestigio de las naciones según su lugar en el catálogo de potencias imperiales; por lo general, los estados emergentes o a punto de emanciparse de un dominio imperial (situación frecuente en Europa del este) entrarían pronto en la puja por apropiarse de territorios vecinos, mientras que otros deploraban la pérdida de estatus internacional a causa de la merma de su condición imperial. Por consiguiente, el expansionismo alemán distaba de ser una rareza o una exageración. Lo que, sin embargo, lo hacía más alarmante era el enorme poder económico, industrial y militar acumulado por Alemania, su notoria ventaja demográfica sobre los estados rivales (acápite en que solo la superaba Rusia) y su posición geográfica centralizada, de relevancia ambivalente: la ponía en situación de irradiar influencia y dominio efectivo sobre la masa continental a la vez que la imbuía de una sensación de inseguridad, dado que el país era eventualmente vulnerable por sus cuatro costados. En Alemania convergían de un lado el orgullo de sus impresionantes éxitos (sus conquistas en materia de ciencia, tecnología y producción industrial eran vertiginosas, logradas en el plazo de unas cuantas décadas), y del otro un complejo de inseguridad y frustración derivado de su tardía incorporación al club de las grandes potencias, que la había relegado a un lugar marginal en la carrera imperialista. Peligrosa mezcla, que daba un tono agorero a la demanda alemana por un puesto de privilegio, acorde con su poder real.

Con respecto al famoso autoritarismo alemán, Boia hace lo posible por quitar hierro a este factor. No vacila en mentar el «retraso político de Alemania», pero asegura que el país no era tan antidemocrático como se cree. Aunque de signo conservador y surcado de mecanismos genuinamente autoritarios, el estado alemán era un estado de derecho que garantizaba los derechos esenciales de las personas, con un sistema judicial provisto de razonable autonomía. Boia aduce que los totalitarismos «se construyeron sobre un fundamento democrático, por lo general en una primera fase de la democracia (el período de entreguerras)»; el autor desliza este comentario con el fin de relativizar la crítica de la deriva totalitaria desde el paradigma de la democracia, pero no tiene en cuenta el fondo de la cuestión: que esta deriva prosperó allí donde no había tradiciones democráticas y liberales consolidadas. También pretende relativizar la legitimidad de dicha crítica aludiendo a los riesgos de la democracia, entre ellos la demagogia y el populismo; sucede empero que el elogio de la democracia suele contrapesar el entusiasmo con una fuerte dosis de cautela, admitiendo los defectos y limitaciones de un sistema -ideal, principio, aspiración: todo esto es la democracia- cuyo marco de referencia es el terreno de lo posible o, dicho de otro modo, de lo que no puede ser sino imperfecto. En la arena del realismo político, el hecho de que la democracia conlleve riesgos -o que albergue en su seno amenazas potenciales- no es suficiente descrédito ni le resta autoridad, ni siquiera como criterio de evaluación: lo que hace es advertirnos de la fragilidad del compromiso social con la democracia y de la necesidad de no decaer en su defensa, revitalizándola continuamente.

Recupera Boia su nivel argumentativo cuando aborda el problema de la responsabilidad alemana en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, cuestión crucial puesto que esta calamidad inauguró la era de excesos que fue el siglo XX. Lo cierto es que en la historiografía actual se viene imponiendo una creciente aprensión respecto de la tesis de la culpabilidad alemana, ganando adeptos la idea de que la responsabilidad fue compartida y que, más que pecar de agresividad belicista, los dirigentes de las grandes potencias pecaron por omisión: ofuscados por un sinfín de contradicciones, vacilaciones y apreciaciones equivocadas, hicieron muy poco por desviar a sus países del curso de colisión. Boia destaca que este vuelco incluye a una buena parte de los historiadores franceses de la última generación, más reticentes que sus antecesores a atribuir culpas unilaterales a Alemania. En opinión del autor, los planes de guerra y proyectos expansionistas diseñados por los estrategas alemanes no son una demostración fehaciente de que los alemanes fueran los grandes y exclusivos instigadores del conflicto; entre otras cosas, el vocabulario de la época remitía en todas partes a ideas de hegemonía, rivalidades ancestrales, neutralización de amenazas y aplastamiento del enemigo. El imaginario bélico y el fatalismo impregnaban la mentalidad vigente, infundiendo en las gentes la creencia de que había que armarse en previsión de una guerra inevitable, y que esta sería breve y de una vez por todas concluyente. Boia pasa revista al contencioso entre Serbia y el imperio austro-húngaro, así como al papel que cupo a sus respectivos valedores: Rusia y Alemania, aspecto nada baladí puesto que serbios y austrohúngaros abandonaron toda mesura al saberse respaldados casi incondicionalmente por sus principales aliados. De nuevo, en el análisis salen a relucir la imprudencia, la incoherencia y la incapacidad de ceder, más que una determinación prioritaria de desatar la guerra. «En una expresión sumaria y muy poco académica, pero quizá más próxima a la verdad -apunta Boia-, puede decirse que la guerra fue el resultado de una inmensa estupidez colectiva». A esto añade el que Alemania dispusiera de muy pocas alternativas ante una avalancha de contingencias apremiantes, que los libros suelen representar de manera asaz esquemática, propensa a distorsionar una realidad tan compleja como abrumadora. Ahora bien, ni siquiera estas consideraciones eximen de responsabilidad a las autoridades involucradas: el imperio austro-húngaro no estaba en realidad obligado a presentar un ultimátum al gobierno serbio, Rusia no estaba obligada a apoyar a Serbia ni a decretar la movilización de tropas que puso en un aprieto a los alemanes, ni estos estaban forzados a corresponder con una medida equivalente. ¿Podría haber ocurrido todo de otra manera? En este respecto, Boia se manifiesta más bien escéptico.

La imagen de Alemania como potencia agresora y dispuesta a perpetrar atrocidades se agravó con el transcurso de la guerra. Nuestro autor examina rápidamente las circunstancias, poniendo énfasis en la estrechez del margen de acción de los alemanes, de tal suerte que su proceder parece llevar el signo de la fatalidad. Tal ocurre con los desmanes cometidos en suelo belga y francés, frecuentes en toda fuerza ocupante a lo largo de la historia, o con la guerra submarina. Las iniciativas estratégicas de los alemanes -la de los submarinos, muy especialmente- obedecían a un contexto geopolítico sobremanera desfavorable, por lo que la lógica de su accionar los llevaba siempre al borde de lo aceptable o de lo convencional; cualquier otra línea de conducta hubiera supuesto la inacción, socavando sus propias posibilidades de triunfar.

En la perspectiva del historiador rumano, una infortunada combinación de vicisitudes inesperadas y malas decisiones terminó por propiciar el auge del nazismo, aunque nada de esto podía preverse en 1914. Boia llega a reconocer la importancia de ciertos rasgos o tendencias -los denomina incluso «deficiencias estructurales»- en el aciago camino a enero de 1933, no sin dejar sentado que es difícil valorar su parte en la configuración de los acontecimientos, fuera de ser las más de las veces elementos comunes a la civilización occidental. El modo en que concluyó la Gran Guerra y las consecuencias de la derrota incidieron fuertemente en el referido complejo de inseguridad y frustración de la nación germana: «El final de la guerra -escribe Boia- resultó intolerable para los alemanes, casi incomprensible. Ellos habían tenido la impresión casi de haberla ganado, para, de la noche a la mañana, enterarse de que en realidad la habían perdido y encima de forma desastrosa. Habían tenido la convicción de haber hecho una guerra defensiva y al final les dijeron que precisamente ellos habían sido los agresores. Habían tenido la sensación —justificada en buena medida— de que la civilización alemana había alcanzado un punto muy alto y se encontraron arrojados, sin miramientos, a los confines del mundo civilizado. Ningún alemán podía aceptar tales consecuencias. Alemania estaba “programada” para tomarse la revancha».

El peor de los infortunios fue el surgimiento de una individualidad perversa que, como pocas veces sucede, le impuso un sello personalisímo a un episodio crítico de la historia, encaminándolo en un sentido absolutamente desastroso. Solo se puede especular en torno a este asunto, pero es del todo razonable suponer que otro hubiera sido el devenir de Europa (y del mundo) sin Hitler.

Valga la siguiente reflexión del autor, a modo de conclusión:

«Quizá fuera [Alemania] más frágil que otros países occidentales, a pesar de sus apariencias de fuerza y solidez. Había experimentado un crecimiento demasiado rápido durante medio siglo y ello generó desequilibrios de todo tipo, tanto en estructuras como en mentalidades. Ninguna nación aunaba, en un contraste de semejante amplitud, un fuerte complejo de superioridad con una confusa gama de zozobras y frustraciones. Una vez Alemania optó en 1914 por la guerra, todo discurrió por la dirección más desfavorable casi de manera automática. Incluso las decisiones que podían parecer más desacertadas se inscribieron entre 1914 y 1918 en una serie lógica: era difícil proceder de otra forma».

– Lucian Boia, La tragedia alemana, 1914-1945. Los Libros de la Catarata, Madrid, 2018. 128 pp.

     

4 comentarios en “LA TRAGEDIA ALEMANA, 1914-1945 – Lucian Boia

  1. Derfel dice:

    Interesante…y breve. Parece que aporta una perspectiva diferente de los alemanes.

    Habrá que hacerse con ella.

    Gracias, Rodericus.

  2. Urogallo dice:

    Alemania, yo NO te acuso.

    Grande Rodrigo.

  3. juanrio dice:

    Afortunadamente contamos con la ventaja que nos da el tiempo, y las muchas lecturas sobre el tema, para mirar con perspectiva los hechos históricos. Alemania tuvo mucha culpa de las dos guerras mundiales, pero no solo ella. Parece que situados ante el abismo de la guerra, no hubo dirigentes con la suficiente capacidad y sangre fría para tomar decisiones en contra de la corriente que les empujaba en esa dirección.

    Parece interesante que haya autores que abandonan también el camino trillado de la historia para pensar y exponer con voz propia su teoría. Enhorabuena Rodrigo por la elección y la reseña.

  4. David L dice:

    Terminé este libro de Lucian Boia hace unos días, la verdad es que es un trabajo que se lee muy fácil, la disposición de los capítulos en forma de pregunta y respuesta resultan muy amenos de leer. Al inicio del libro hay una nota dirigida al lector en donde se avisa” de que no estamos ante un estudio erudito ni ante una síntesis comprensiva, es un ensayo basado en trabajos e interpretaciones”. Y lo más importante, nos indica que la tesis del autor sobre la culpabilidad nazi no pude imputarse a ninguna “predisposición” alemana, sino que se presenta como resultado de una trágica concatenación de acontecimientos. Como podéis observar toda una señal de intenciones.

    Son respuestas relativamente breves, rebatiendo o apoyando las diversas tesis que versan dentro del mundo historiográfico sobre las cuestiones más espinosas del pasado alemán. Todas son desde luego para ampliarlas hasta el infiunito, pero lo bueno si es breve dos veces bueno, así podríamos describir esta obra.

    Puedo entender que todas las cuestiones que se plantean habría que «aislarlas del contexto nazi», si esto es así no hay duda de que la «excepcionalidad alemana» queda ciertamente diluida entre los Estados contemporáneos europeos, pero resulta complicado poder abstraer esas respuestas del periodo nazi. Sin desmerecer el libro, ya he remarcado que lo he disfrutado de verás, aislar el periodo nazi de la historia de Alemania relativa a aquellos treinta años puede sonar ciertamente desconcertante, es como si el autor quisiese exonerar la «excepcionalidad alemana» para después remarcar precisamente esa excepcionalidad en el periodo nazi. ¿No es algo incongruente?

    Saludos.

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