LA HISTORIA DESGARRADA – Enzo Traverso

«En vez de la tesis “Todos los hombres son mortales” hoy rige ésta: “La humanidad como conjunto es eliminable”». Günther Anders.

Decir «Auschwitz» es aludir a un fenómeno que además de espanto todavía suscita perplejidad. Nimbado de nefasta carga simbólica, el nombre compendia lo que fue un fracaso en toda regla de la civilización occidental y una atroz burla del optimismo humanista: no un paréntesis de súbita locura ni un percance incidental en el itinerario histórico de Occidente, sino una desgarradura en el corazón mismo de la civilización, una acometida directa y brutal contra las premisas fundacionales del proceso civilizatorio, tan demoledora que obliga a repensarlo en profundidad. “El Holocausto –sentencia Zygmunt Bauman- se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento álgido de nuestra cultura y, por esta razón, es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura”. El solo hecho de que el Holocausto fuera obra de un país incardinado en la médula de la civilización occidental –no obstante ser problemática su identificación con ella- representaba un cuestionamiento radical al sentido y viabilidad de la misma; más aun, ponía en solfa su esencia entera: si el proceso de civilización no conjuraba los demonios internos de la especie humana, si una nación representativa del progreso occidental podía sumirse en el corazón de las tinieblas y volverse un agente del horror, ¿qué tan fiables eran los supuestos en que se cimentaba la civilización? ¿Era esta lo que proclamaba el pensamiento ilustrado, era en verdad aquella alardeada dinámica evolutiva siempre ascendente e ininterrumpida que alejaba a la humanidad –protegiéndola- de los agresivos impulsos primarios del «estado de naturaleza», o no había sino considerarla una tenue pátina superpuesta a la incorregible condición humana, leve e inane hojarasca a merced de las tempestades de la historia? ¿No quedaba expuesta como simple quimera la idea de que entre la civilización y la barbarie existe una relación de antinomia absoluta, separadas ambas por una línea divisoria tan nítida como infranqueable? Sin embargo, pocos se hicieron preguntas de esta índole en 1945 y en la siguiente treintena de años. La época padecía aún de una incapacidad de calibrar el significado del Holocausto, cuya especificidad se diluía en el espantoso vendaval de muertes y destrucción que estalló en 1939. Transcurriría un tiempo de decantación –de la conciencia histórica así como de la conciencia moral- antes de que Auschwitz se hiciera con el ominoso rango icónico que ostenta en la actualidad. 

Es un indicio de la dificultad de asimilar el «fenómeno Auschwitz» el que la matanza sistemática de judíos recibiera una atención apenas marginal en los juicios de Nuremberg; también el que durante un largo período se tuviera a Buchenwald por símbolo de las atrocidades del nazismo. (Téngase presente que Buchenwald no fue propiamente un campo de exterminio sino uno de concentración; su mortandad fue mucho menor que la de campos de exterminio como Auschwitz, Treblinka y Sobibor, y a él iban a parar presos políticos de diversas nacionalidades y credos, no siendo la aniquilación de judíos su prioridad.) Otros indicios: Primo Levi tardó mucho en encontrar un editor dispuesto a publicar Si esto es un hombre, y la edición original de este hito literario del siglo XX pasó casi completamente inadvertida; Sartre, en sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1946), apenas dice algo sobre las cámaras de gas y la matanza industrializada, elementos que conciernen a la faceta neurálgica del Holocausto. La reacción inicial de los judíos –y de muchos observadores no judíos- fue insertar sin más el genocidio en un luengo historial de persecuciones y de antisemitismo, ensombreciendo el verdadero alcance del acontecimiento.

Enzo Traverso aborda en La historia desgarrada (1997) las primeras tentativas de sopesar las implicancias de la aberración que fue Auschwitz. Después de referirse brevemente a lo que Julien Benda hubiera calificado como una “traición de los intelectuales” (la cometida por los cómplices de distinta laya, hombres de la talla de un Martin Heidegger o un Drieu la Rochelle), y de hacer un recorrido preliminar por los escritores-testigos del genocidio (Rousset, Antelme, Levi, Celan, Améry), Traverso pasa revista a tres autores que anticiparon las condiciones de posibilidad del asesinato en masa orquestado por los nazis: Max Weber, Franz Kafka y Walter Benjamin. Naturalmente, ninguno de ellos podía imaginar algo como Auschwitz, pero sí intuyeron los peligros que conllevaba el proceso de racionalización en que se había encaminado Occidente. Weber detectaba en el tuétano de la modernidad –con su secularización y su tecnificación- el germen de un desencanto del mundo y la supeditación de la sociedad al aparato burocrático, esa máquina de suyo impersonal, desalmada y amoral. La misma que inspiró los temores de Kafka a un implacable poder abstracto que gestionaba la enajenación del hombre, aplastándolo bajo el peso de una ley arbitraria e impenetrable. (¿No prefigura el oficial de La colonia penitenciaria al burócrata de la muerte, categoría que nutrió la estructura del sistema exterminador del nazismo?) También Benjamin adivinó el potencial destructivo de la racionalidad tecnológica, inscrita en un proyecto imperialista de dominación del hombre y de la naturaleza. Benjamin caló hondo además en la ambigüedad característica del caso alemán, su mixtura de modernidad y romanticismo trasnochado: según él, el nacionalismo alemán arraigaba en una variante de misticismo que procuraba valerse de la técnica moderna no ya en pos del progreso material sino -ante todo- para resolver «el enigma de una naturaleza entendida de modo idealista».

La parte principal del libro consiste en un escrutinio de la contribución hecha por un puñado de intelectuales a la comprensión del Holocausto, a saber: Günther Anders, Hannah Arendt, Theodor Adorno, Paul Celan, Jean Améry, Primo Levi, Dwight MacDonald y Jean-Paul Sartre. Algunos encajan en la categoría de los “alertadores de incendios”, otros en la de los “intelectuales cegados”: Traverso distingue entre ellos conforme reconozcan o no lo que hubo de radical y singular en los campos de exterminio. Sartre es un ejemplo señero de intelectual cegado: como está dicho, reservó a lo esencial del genocidio un lugar menos que secundario en sus consideraciones sobre el antisemitismo de última hora, enmarcándolas en un contexto que no difiere mayormente del deparado por el caso Dreyfus. De este conjunto de intelectuales puede decirse que nadaron a contracorriente de la marea de silencio que se extendió sobre el genocidio, poniendo en entredicho la cultura y la modernidad a la luz de Auschwitz: lo que Adorno calificó como “pensar el progreso en la época de la catástrofe”. Su osadía y lucidez no impide reconocer que sus enfoques adolecen de graves deficiencias, atribuibles en gran medida a lo temprano de sus reflexiones; la historiografía del régimen nazi estaba por entonces en pañales y el conocimiento del proceso de aniquilación de los judíos era rudimentario. Por de pronto, Hannah Arendt estableció una paridad excesiva entre los sistemas concentracionarios del nazismo y el estalinismo (en 1954, Raymond Aron, nada sospechoso de simpatizar con el comunismo, ponía énfasis en la ausencia de un equivalente soviético a las cámaras de gas alemanas; Primo Levi hacía notar que el racismo aniquilador era una propiedad exclusiva del régimen hitleriano; Anne Applebaum admite medio siglo después que el Gulag no tenía como objetivo primario e irrenunciable el exterminio masivo). Adorno creyó que el antisemitismo era un ingrediente secundario del nazismo, y que la cualidad de judíos de las víctimas era intercambiable. MacDonald desconoció la circunstancia de la conformidad tácita y el consenso social en amplias franjas de la población alemana, condición esencial de la operatividad del régimen nazi. Lo cierto es que a la interpretación primera del Holocausto le faltaba una base de conocimiento empírico consolidado. Uno de los factores que incidieron en esta carencia fue la atmósfera de bloqueo y negación sicológica prevaleciente en los años que siguieron al final de la guerra, no sólo en las dos Alemanias sino en todo el mundo occidental.

Sin embargo, a pesar de sus fallos y falencias, buena parte de los intérpretes originales tienen el mérito de haber percibido en el Holocausto algo más que una de tantas calamidades de la guerra o un simple jalón en la atormentada historia de los judíos (al contrario de la mayoría de los observadores, que aparte de sus monstruosas proporciones no lo juzgaron cualitativamente diferente de las masacres medievales o los modernos pogromos). Por lo general concibieron Auschwitz como “la experiencia fundamental de nuestro tiempo” (H. Arendt), un punto de inflexión histórico que atañía a la condición humana per se, no sólo a los judíos y los alemanes –una premisa que compartieron MacDonald y Sartre, que no eran ni lo uno ni lo otro-: la vergüenza recaía en el género humano completo, una vez comprobado que éste, en palabras de Primo Levi, “es capaz de construir una masa infinita de dolor” y dirigirla contra la propia especie. La masacre sistemática venía a ser no una distorsión ni un desvío accidental en la trayectoria de la civilización sino una consecuencia directa del predominio de la racionalidad instrumental y de la cultura burocrática, con una compleja y aséptica maquinaria administrativa gestionando el homicidio colectivo y con la técnica moderna interponiendo una cuña sicológica entre las víctimas y los victimarios. El estadounidense Dwight MacDonald fue al respecto un adelantado: ya en marzo de 1945 escribía que “Los nazis han aprendido mucho de la producción en masa, de la organización de la empresa moderna. Todo eso [la descripción de los campos de exterminio que expone previamente] parece una siniestra parodia de las ilusiones victorianas sobre el método científico…”. No le iba en zaga Hannah Arendt, que por la misma época destacaba el carácter industrial y burocrático de lo que llamó las “fábricas de la muerte”, abonando luego esta línea de razonamiento al identificar las pretensiones cientificistas de la biología racial nazi y la eficacia de la técnica moderna como el quid de la cuestión. (No hace falta recordar que la pensadora judeo-alemana sembró el terreno en que germinaría toda una corriente de estudios sobre el totalitarismo, en cuya particularidad hizo especial hincapié.) Günther Anders, por su parte, vio en Auschwitz y en Hiroshima la materialización de una deriva típicamente moderna a la que, a partir de mediados de los 50, aplicó el nombre de “obsolescencia del hombre” (título de uno de sus libros más importantes): fenómeno articulado por el divorcio entre el hombre y la técnica, que cobraba autonomía y se erigía en sujeto de la historia, amenazando con desbordar y sustituir a la humanidad. En el meollo de este proceso de deshumanización estaba la humillación que el hombre sufría ante el poder y la perfección de los avances tecnológicos, su creación: una suerte de “vergüenza prometeica” que los campos de exterminio y la bomba atómica no hacían sino recrudecer.

A despecho de ponderar su innegable lucidez testimonial, Traverso llama la atención sobre el hecho de que Primo Levi y Jean Améry, autores de libros que se cuentan entre las expresiones más fidedignas de la fractura moral que supuso el paso por Auschwitz, permanecieran pese a todo leales al paradigma racionalista. Para ellos es como si el Holocausto no hubiese sido uno de los productos genuinos de la civilización occidental. (Levi, químico de profesión, tal vez estaba muy marcado por su formación y su práctica científica.) Aunque advertía los peligros que entrañaba el sometimiento de la naturaleza por medio de la técnica -particular manifestación de la hybris moderna-, Améry nunca cejó en la defensa irrestricta del paradigma racionalista. Para él, aunque daba por imposible todo intento por penetrar el oscuro enigma del Holocausto, la tarea de testimoniar la macabra experiencia de Auschwitz debía ser abordada desde el humanismo ilustrado. Levi, por otro lado, estaba lejos de celebrar la tecnología como motivo fundamental del conocimiento y del progreso humano, mas profesaba una muy romántica –por no decir quimérica- querencia por una ciencia “a escala humana”, casi artesanal, cercana al modelo entrañable de los viejos y solitarios sabios de uno o dos siglos atrás. Fuera de esto, cabe destacar una de las mayores diferencias entre estos dos supervivientes de Auschwitz (que no se frecuentaban pero sí conocían y respetaban recíprocamente sus opiniones): para Améry, que nunca pudo superar el trauma no sólo del campo de exterminio sino además el de la tortura (sufrida tras ser capturado en Bélgica, cuando era miembro de la resistencia), la violencia suministrada por el nazismo implicaba el fracaso terminal de la comunicación humana y una forma insalvable de alienación, de desarraigo existencial. (Salta a la vista que el pesimismo de Améry estuvo en constante tensión con su credo humanista.) En cambio, Levi creía que la llama del bien aún podía prender en el corazón de los hombres, y que no todo estaba perdido para una sana convivencia social.

Para Dwight Macdonald, la puesta en marcha del genocidio implicaba una circunstancia tan espantable como convertir la atrocidad en norma, además de ser una regresión respecto de los estándares éticos generados por la civilización, en sus raíces cristianas pero también las ilustradas. Vacilante aún ante lo que podía significar para el futuro semejante monstruosidad, constataba empero la novedad radical de los campos de exterminio: la aplicación de los refinamientos de la producción industrial y de la moderna organización de masas, en términos tales que amenazaban con erradicar de cuajo cualquier asomo de dignidad humana. A Macdonald debe atribuirse el poner la evaluación del Holocausto en el cauce del análisis comparativo, pues fue el primero en contrastar de manera sistemática la matanza de los judíos con otros aciagos episodios históricos, tales como la hambruna ucraniana y el sacrificio de los kulaks, los campos de concentración soviéticos, el racismo estadounidense y el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Sus comentarios en torno a esto último no diferían en sustancia de los que Günther Anders formularía un tiempo después. Ambos coincidieron en que Hiroshima minaba la autoridad moral que EE.UU. hubiese podido arrogarse en su lucha contra las potencias del Eje, poniendo a los responsables del bombardeo a la altura de los matarifes de los campos de exterminio, y en que Auschwitz y Hiroshima estaban unidos por un hilo conductor: la barbarie moderna, consecuencia lógica de la civilización tecnológica (nótese la concomitancia con lo expresado por Albert Camus en un editorial del diario Combat, dos días después de la destrucción de Hiroshima: “En resumen, la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo”). La barbarie tecnologizada iba en derechura a la supresión de una humanidad que se había tornado superflua o, en los términos de Anders, obsoleta.

Por más que hoy nos beneficiemos de la mirada retrospectiva, es hasta cierto punto sorprendente lo mucho que tardó en abrirse paso la idea de que Auschwitz, símbolo de la matanza industrializada y burocratizada, fue la concreción de lo que para la mentalidad ilustrada era un tabú: el maridaje entre racionalidad y barbarie. El libro de Traverso nos pone este asunto en perspectiva y, de paso, ofrece una oportuna manera de adentrarse en el ejercicio de «pensar el siglo XX». De la rotundidad de esta perspectiva es suficiente prueba la siguiente cita:

«El exterminio fue un acontecimiento anormal propiciado por una trágica constelación de circunstancias históricas (la guerra, la «cruzada» contra la Rusia bolchevique, etc.), y ejecutado con procedimientos inscritos en la normalidad del mundo moderno (la racionalización, la burocratización, la industrialización). Pero Auschwitz también marca una ruptura con las formas de la civilización industrial moderna descrita por Max Weber (la búsqueda racional del beneficio) y por Karl Marx (la acumulación de capital y la producción de plusvalía). Si los campos de exterminio funcionaban como fábricas, su producto final -la muerte- no era ni una mercancía ni una fuente de beneficio. La destrucción se convertía en un fin en sí que entraba en contradicción con la misma lógica de la sociedad que la engendró, pues sería imposible encontrar una racionalidad económica en ese sistema de aniquilamiento. Llevada a sus consecuencias extremas en el genocidio, la biología racial rompía también con la lógica tradicional del antisemitismo, que necesitaba a los judíos para convertirlos en chivos expiatorios siempre disponibles; eso implicaba preservar a sus enemigos y mantener el blanco de un odio ancestral constantemente renovado. Con el exterminio, el antisemitismo se radicalizaba al punto de negar sus propios fundamentos».

– Enzo Traverso, La historia desgarrada: Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales. Herder, Barcelona, 2001. 253 pp.

     

2 comentarios en “LA HISTORIA DESGARRADA – Enzo Traverso

  1. Derfel dice:

    Nuestro santiaguino siempre descubriendo libros interesantes con sus excelentes reseñas…

    Precisamente me hallo enfrascado en la lectura de «Calle Este-Oste», del abogado londinense Philippe Sands, tremenda incursión en las Tierras de Sangre, tema inagotable sobre el que volver una y otra vez.

    Muchas gracias, Rodrigo!

  2. Rodrigo dice:

    Tengo en la pila el libro de Sands, y seguro lo degustaré pronto.

    Gracias, Derfel.

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