HOTEL ROMA: TURISMO EN EL IMPERIO ROMANO – Fernando Lillo Redonet

El turismo de masas es una actividad relativamente reciente. Como consecuencia de la Revolución Industrial, y con muchos azarosos pasos, se “institucionalizó” el concepto del ocio, el descanso, las vacaciones; un período breve de tiempo de solaz en el que uno podía salir de su localidad y conocer nuevos lugares, visitarlos con finalidades culturales y lúdicas, o también con un objetivo médico si la licencia laboral, o la situación económica personal, lo permitían. Gradualmente se fue perfilando el mes de agosto como el idóneo para las vacaciones, hasta el punto de que la sociedad se paraba en todas sus facetas, afectando a la productividad laboral, la gobernanza del país, los horarios escolares, las temporadas teatrales u operísticas, o incluso la programación televisiva. En España, como en otros tantos países, se asentó la noción del parón en agosto, que sigue siendo el mes por excelencia de las vacaciones pagadas, y el desarrollo de las grandes salidas por tierra, mar y aire en dirección a ámbitos de descanso/turismo en las costas, el interior rural o el extranjero, para volver en septiembre a la “rentrée” tras el período vacacional. En ese mes de agosto el ciudadano siente la necesidad de salir de su lugar de residencia y realizar “actividades o viajar por placer”: hacer fotos de monumentos singulares, degustar platos de gastronomías diferentes, bañarse en aguas más o menos masificadas y hasta cierto punto salubres, visitar edificios de venerable silencio y recogimiento, asistir a eventos de arraigada tradición. Hacer turismo, en pocas palabras. Y aquí es cuando podríamos decir aquello de nihil novum sub sole, pues en los tiempos del Imperio romano ya se hacía turismo.

Con Hotel Roma: turismo en el Imperio romano (Editorial Confluencias, 2022), Fernando Lillo Redonet, que ya nos deleitara con Un día en Pompeya (Espasa, 2020), vuelve a tener mano con la divulgación para contarnos cómo era el turismo en aquellos tiempos; y lo hace dejando muy a menudo que fuentes conservadas de diversos momentos de la etapa imperial romana (llegando incluso hasta el siglo V) hablen por sí mismas sobre las experiencias de lo que era viajar como turistas de la época: es precisamente gracias a ellas que podemos saber cuán asentado estaba el turismo en aquella época y cuántas cosas que se hacían resultan hoy tan familiares.

Como con tantas cosas, se podría añadir el turismo a la larga lista montypythoniana de lo que han hecho los romanos por nosotros, si bien en esta ocasión deberemos entender “romanos” en sentido mucho más amplio al de este pueblo y con precedentes en sus vecinos los griegos. Y es que, en cierto modo, y cogiendo la noción del mes de agosto como época favorita (o disponible, o forzosa) para salir de vacaciones, ya en época de Augusto, por no decir un poco antes, se formalizó la idea de salir de Roma de vacaciones; pues el Ferragosto italiano actual, es decir, el 15 de agosto, que en España también es festivo por ser el día de Asunción de la Virgen María, se origina en las Feriae Augusti que el princeps instituyó en el 18 a.C. para este mes: un festival religioso para celebrar el fin de las cosechas. Diversas fiestas se celebraban en diversos lugares de Italia (y otras provincias del Imperio, a continuación), y muchos habitantes de Roma abandonaban la capital para asistir a ellas y, ya de paso, tener unos días de asueto. La mayoría no se podrían permitir las segundas o terceras residencias en el campo –como las numerosas villas en el campo que menciona Cicerón en sus cartas y desde las que a menudo escribía o esperaba recibir respuesta en sus escapadas de la Urbe–; tampoco serían muchos los que, como relata Lillo en una primera parte, pudieran tener un “chalecito“ en la exclusiva “Costa Azul de Roma” en el golfo de Nápoles, como en Bayas y Puteoli, pero quizá pudieran visitar algún balneario del sur de Italia, quién sabe si visitar los numerosos atractivos de Sicilia o, si el presupuesto lo permitía, cruzar el Adriático y darse una vuelta por Grecia.

Pero el turismo romano iba más allá de los paraísos cercanos que Lillo menciona en esa primera parte de un libro que nos traslada por diversos lugares de la ribera mediterránea. Hoy en día podemos viajar a las nuevas siete maravillas del mundo moderno, concepto que remite a las siete maravillas del mundo antiguo: la Gran Pirámide de Guiza en Egipto, los Jardines Colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa en Éfeso, la estatua de Zeus en Olimpia, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría. Cierto es que, de algunas de estas maravillas, como el Coloso o el Artemision efesio, o bien quedaban restos o una reconstrucción posterior, y probablemente poco verían de los jardines babilonios en época imperial romana. Filón de Bizancio, en el siglo V, ya escribió una “guía” de las siete maravillas. Pero, como Lillo menciona en esa segunda parte del volumen, también se podrían visitar otras “maravillas” o, para el caso de los habitantes de las provincias, hacerlo con la que podría ser la octava: la propia ciudad de Roma.

Nosotros visitamos catedrales e iglesias de renombre; ponte a la cola, diría un romano de la época. Y es que el turismo cultural ya era bastante habitual entonces, nos cuenta Lillo con detalle. Viaje a Troya a conocer la ciudad de la que salió Eneas con su padre a hombros y con el Paladio bajo un brazo, visite los túmulos de Aquiles y Héctor; venga a la ciudad de donde era X héroe griego o donde nació Y personalidad del pasado. ¿La casa natal de Z? Aquí es, pase, pase. ¿No ha visitado usted esta ciudad griega, macedonia, lidia, siria, persa o egipcia? ¡Le esperamos con los brazos abiertos! Y si hoy en día se viaja para ver tal reliquia de un santo, aquella talla de madera de tal virgen de cuyos ojos mana sangre o tal resto de la cruz o la sábana santa de Cristo, pues los romanos también visitaban parajes diversos de Grecia en busca de restos de tal personaje de su rica mitología; o para que le enseñen el escudo y la espada de Aquiles, la rueca de Penélope u otros objetos que estaban asociados a estos y otros personajes según la tradición. O, ya en época cristiana, seguiría (o anticiparía, como hizo Elena, madre de Constantino I) los pasos de Egeria y peregrinaría a Tierra Santa (Jerusalén, Jericó, Nazaret), o conocería algunos lugares de martirio en Roma. Hoy hacemos la Ruta Jacobea a Santiago de Compostela, ya sea desde la frontera francesa o, si eres más comodón, desde Sarria, el primer punto en la ruta en Galicia; pero está claro que cruzar el Mediterráneo y en aquellas condiciones tiene más mérito…

Resulta especialmente interesante (y divertido) seguir las andanzas de algunos viajeros que, con el bolsillo bien cubierto, viajaron hasta Egipto; y no parece que fueran pocos, por los grafitis que dejaron en las paredes de algunas tumbas de faraones del Valle de los Reyes o en algunos monumentos, como en los pies de los Colosos de Memnón; algunos de esos turistas se habían dejado llevar hasta allí por el rumor de que una de las dos estatuas “cantaba” al alba, si bien la explicación del fenómeno, cómo no, resulta más prosaica. Papiros conservados en Egipto explicitan tours diseñados para algunos visitantes ilustres, detallando las diversas etapas del viaje: Alejandría en primer lugar, después una visita a las Pirámides, un crucero por el Nilo hacia el Alto Egipto, visitando las “galerías” del Valle de los Reyes. Grafitis en algunos de estos monumentos muestran sensaciones de viajeros de la época: “me superadmiré”, dice uno de ellos, ante tal tumba, o incluso hubo quien dejó constancia de sus doce viajes al país (tres estrellas en el TripAdvisor de la época).

El turismo de salud en balnearios o en santuarios de curación como el de Asclepio en Epidauro y Pérgamo quizá no estaba al alcance de muchos romanos de la época, pero no pocos pudieron realizar estancias, cortas o largas, en establecimientos de este tipo; hoy en día se puede pasar unos días en La Toja y la literatura del siglo XIX nos hablan de visitas a ciudades balnearias como Baden-Baden en el Imperio Alemán o Spa en Bélgica, pero los antiguos ya se anticiparon a los burgueses decimonónicos. Lillo, echando siempre mano de fragmentos escritos de la época, nos acerca a estos lugares y lo que se esperaba de visitar estos lugares, de las “condiciones” que podía hallar y las “obligaciones” que cumplir por dormir en tal santuario o seguir tal “plan curativo”. Y no te creas, viajero, que sólo habrá tratamientos médicos, también tendrás acceso a bibliotecas, entretemimientos y visitas específicas a tal o cual monumento cercano. Y es que podía darse el caso que uno viajara a Olimpia para asistir a sus aclamados festivales atléticos –o hacerlo con los juegos que tocaran ese año en Corinto, Nemea o Delfos–, además de acercarse a visitar Atenas o quién sabe si de ida o de vuelta a una estancia curativa en un balneario o un santuario. Pues si actualmente la celebración de unos Juegos Olímpicos en una ciudad es también una excusa para visitar esa localidad (o el país): unos juegos en la antigua Olimpia tenían tanta asistencia (y los problemas logísticos que generaba la llegada de miles de personas) como una Copa del Mundo de fútbol o unas olimpiadas modernas. Aunque quizá tampoco había que irse muy lejos: si estabas en Italia se podía visitar Roma y asistir a combates de gladiadores en el Coliseo y carreras de cuadrigas en el Circo Máximo, sin ir más lejos.

El resultado, como puede concluirse, es  un delicioso viaje a diversos lugares que los romanos de la época pudieron visitar en sus «vacaciones». Una muestra de que el turismo es mucho más antiguo de lo que pensamos y cómo actitudes “modernas” relacionadas con estas actividades ya existían hace dos mil años y no dejamos de repetirlas… con los medios, mecanismos y facilidades con que contamos en la actualidad, desde luego. Pocos romanos de la época podrían llegar a Egipto o pasar una estancia más o menos larga en un santuario para curarse de una enfermedad concreta; muchos menos podían seguir los pasos de un Adriano, emperador que prácticamente visitó todas las provincias romanas durante su mandato (obviamente no siempre por turismo), pero unos días en lugares cercanos o una visita puntual a la propia Roma sí podía estar al alcance de su mano. Nada nuevo bajo el sol para ellos, podrían decir…

     

8 comentarios en “HOTEL ROMA: TURISMO EN EL IMPERIO ROMANO – Fernando Lillo Redonet

  1. Iñigo dice:

    Estupenda reseña. Me pica la curiosidad, oiga.

    1. Farsalia dice:

      Gracias. Más que para leer en vacaciones, que también, es ideal para irse de vacaciones.

  2. Balbo dice:

    Es un libro excelente. Lo compré y nada más que salió y leí de un trago. Lo recomiendo a todo el mundo.

  3. Es un magnífico libro, escrito con el estilo ameno que caracteriza a Fernando Lillo y repleto de su sabiduría del mundo clásico. Una excelente muestra de que, para entender cabalmente nuestro mundo, hay que conocer a los clásicos.

  4. Alejandro Valverde García dice:

    Es una auténtica delicia dejarse llevar por un guía turístico de lujo en el recorrido que nos propone por Grecia, Roma, Egipto y Tierra Santa. Preciosas ilustraciones, una bibliografía exhaustiva y, lo mejor de todo, la selección de textos que dan muestra de la formación filológica del autor.

  5. Ricardo dice:

    Hotel Roma es una máquina del tiempo diseñada y escrita por el experto Dr. Fernando Lillo. Una vez más, este nuevo libro, es más que una lectura, es un medio por el cual tu imaginación viaja recorriendo el mundo de la antigua Roma.
    Fantástica lectura.

  6. Antonio Penadés dice:

    Yo también lo he leído y me ha hecho pasar unos ratos estupendos.

  7. Eylo Márquez dice:

    Muchas gracias por la recomendación. lo pongo en mi lista.

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