ESTA REPÚBLICA DEL SUFRIMIENTO. MORIR Y MATAR EN UNA GUERRA CIVIL – Drew Gilpin Faust

“Cabalgué por el campo de batalla, y disfruté al ver a cientos de yanquis muertos. Vi el producto de nuestros esfuerzos: miembros cercenados, cuerpos decapitados y despojos mutilados de todas las clases. Le hacían bien a mi alma. Si hubiera estado en mi mano, habría deseado que todo el ejército de la Unión acabase igual”.

Osmund Latrobe, oficial de artillería confederado.

Podrían escribirse infinidad de libros como este. Por desgracia, conviene añadir. Este se sitúa en el conflicto que enfrentó durante cuatro años a los estados del Norte contra los del Sur en la llamada Guerra Civil estadounidense, pero lo que en él se cuenta sería extrapolable a cualquier otro conflicto bélico. Más allá de los motivos existentes para que dos bandos se enfrenten con ánimo de someter el uno al otro, lo cierto es que hay algo que se enseñorea de todas las facetas de la guerra, en todos sus ámbitos y desde todos los puntos de vista (social, cultural, material, militar, biológico): la muerte.

Esta república del sufrimiento. Morir y matar en una guerra civil, de la estadounidense Drew Gilpin Faust, se adentra en la Guerra de Secesión del entonces naciente país norteamericano, una guerra a la que le bastaron 4 años para causar la muerte de 620.000 personas, cifra extraordinariamente alta para la época (1861-65), si es que hay cifras bajas cuando de morir se trata. Fue, según los expertos, el golpe más duro que recibió la sociedad (y la mentalidad) de Estados Unidos, muy por encima de las guerras en las que el país se ha visto involucrado a lo largo del siglo XX y XXI. A Gilpin Faust no le interesan las tácticas, los ejércitos, las batallas; tampoco los actos heroicos, los sacrificios por la victoria (o por la derrota); no le interesa el romanticismo que, absurdamente, envuelve a la guerra, ni quién tuvo razón, quién ganó o quién perdió. A la autora le interesa la mortandad que la guerra trajo a la nación, y cómo esta envolvió, como un manto negro, todos los aspectos de la vida de los estadounidenses, tanto los vencedores del Norte como los vencidos del Sur. Gilpin Faust, profesora emérita de la Universidad de Harvard, confiesa tener una “fascinación por la muerte” y eso es lo que la ha llevado a escribir este libro.

En una batalla, con independencia de quiénes sean los combatientes, o de las razones que tengan para enfrentarse, o de la habilidad de los mandos en afrontar el choque, en la mente del soldado que empuña el arma al final  todo se reduce a dos cosas: matar o morir. Durante la guerra civil estadounidense, quienes se encontraron en esa tesitura fueron en su mayoría jóvenes veinteañeros que voluntariamente habían decidido conducir sus vidas por el camino de la defensa de su patria o sus ideales. Ellos eran, por lo tanto, quienes debían estar preparados para la muerte y sus dos caras: la que te convierte en causante de ella, o la que te hace su víctima. Cualquiera de las dos es mala, y aunque es verdad que morir es el final de todo, matar también es el final de muchas cosas. Gilpin Faust se entretiene en reconstruir esas dos guerras internas y personales que todo soldado debe librar: matar y morir. Para combatir en ambas guerras se ha de tener arrojo, en eso consiste el verdadero valor; aunque la gran falacia es que en ninguna de ellas hay posibilidad de salir victorioso.

El ars moriendi de los soldados norteamericanos, como el de cualquier otro soldado, no giraba en torno al miedo a morir en vano, sino a morir en el anonimato, a no recibir sepultura, a no tener los asuntos en orden antes de que un disparo les segara la vida. El volumen de correspondencia de esos jóvenes dirigida a sus padres, esposas o allegados, es inmenso; en esas cartas Gilpin Faust encuentra tantos elementos comunes, tantas preocupaciones idénticas, que parecen escritas por una misma mano. El temor a la inscripción “soldado desconocido” sobre la lápida, a ser enterrados en fosas comunes, a no disponer de ataúd dada la alta demanda de féretros que se produjo, a no recibir sepultura como el rito religioso establece, incluso a ser enterrados vivos (en la época se pusieron de moda ataúdes con una campanilla en su interior, para pedir auxilio in extremis), todo eso aparece en las cartas de quienes trataban de enfrentarse a la muerte con coraje:

“Un hombre que reservaba una sepultura durante un permiso en casa se planteaba de forma clara su mortalidad y solucionaba las preocupaciones terrenales para que así su óbito pudiera dar un fin satisfactorio al relato de su existencia”.

Y el ars moriendi también consistía en saber quitar la vida al enemigo. No es fácil matar; destaca la autora el hecho de que en el escenario de la batalla de Gettysburg se han encontrado muchísimos fusiles cargados, es decir, que no llegaron a ser disparados. Y sin embargo, si dificultoso es matar, quizá más peligroso sea saber hacerlo, por el riesgo de acostumbrase a ello. Y lo malo no es solo adoptar esa costumbre, sino lo que acarrea: la insensibilidad ante el dolor, la asepsia al contemplar el paisaje desolador de la muerte. Pero el fiel aliado del matar es el odiar, y odiar es fácil y cómodo;  para quien odia y tiene un arma en la mano, el paso hacia la muerte se presenta muy sencillo y casi necesario. El Sur odiaba a los soldados de la Unión y a los negros, tanto más a los soldados unionistas que eran negros. El ensañamiento con ellos solo era comparable al de esos mismos soldados con los sureños. Porque si del odio a causar la muerte de alguien apenas hay un paso, de la muerte a la venganza también hay muy poca distancia. El pez que se muerde la cola, el círculo vicioso: odio – muerte – venganza – más muerte – más odio. Ese círculo, ese torbellino, cauteriza el alma y la vuelve insensible. Como observó un oficial federal:

«El hecho de que muchos hombres se acostumbran por completo a esta cosa, que pueden caminar sobre montones de muertos, muchos de ellos amigos y conocidos sin ninguna emoción particular, es lo peor de todo».

Sin duda el libro no quiere ejercer esa misma función de insensibilización en el lector, pero sus páginas están salpicadas con abundantes fotografías y grabados de cadáveres, de cementerios, de escenarios de batallas en los que los cuerpos yacen aún sobre el terreno. Pero también hay imágenes que reflejan el otro aspecto que acompaña a la muerte, un aspecto tal vez más doloroso que el de perder la vida: los que quedan vivos y han de sobrellevar la pérdida de un marido, un hermano, un hijo, un amigo. Los civiles padecieron la guerra no solo muriendo en ella, sino recibiendo su herencia si tenían la suerte de vivir: hubieron de acostumbrarse al rostro de la muerte, al luto, a creer en un Dios que permitía aquellas atrocidades, o bien a no creer en él. Los que habían conseguido recuperar el cuerpo muerto de sus parientes disponían de una amplia oferta de embalsamadores que prometían los mejores resultados. En cambio, para quienes no tenían un cuerpo que honrar pero sí sabían que la muerte se lo había llevado, se puso en boga el espiritismo, como único medio de paliar el dolor que suponía la ausencia de un ser querido. La alternativa a eso era conservar la esperanza, insistir en la búsqueda, confiar en que la persona seguía viva en algún lugar, tal vez en un hospital, tal vez prisionera. Si voluminosa era la correspondencia de los soldados a sus familiares, no lo fue menos la de estos hacia los organismos militares y gubernamentales pidiendo información acerca del paradero de sus parientes desaparecidos.

El poeta Walt Whitman recorrió hospitales ofreciéndose para escribir las cartas que los moribundos deseaban enviar a sus parientes, o para informar de su muerte si de eso se trataba, cosa mucho más habitual. Emily Dickinson, Mark Twain, Ambrose Bierce o Herman Melville son otros de los nombres ilustres que aparecen en Esta república del sufrimiento, un libro cuyas páginas, sin embargo, las llena gente anónima, con una infinidad de pequeñas historias epistolares. Se trata de una obra impactante, conmovedora y necesaria que, como dije al comenzar, por desgracia podría escribirse demasiado a menudo.

 

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Drew Gilpin Faust, Esta república del sufrimiento. Morir y matar en una guerra civil (traducción de Javier Romero Muñoz). Madrid, Desperta Ferro, 2023, 335 páginas.

 

     

4 comentarios en “ESTA REPÚBLICA DEL SUFRIMIENTO. MORIR Y MATAR EN UNA GUERRA CIVIL – Drew Gilpin Faust

  1. Farsalia dice:

    Simplemente, magnífico libro.

  2. Iñigo dice:

    Lo tengo en la biblioteca de mi casa pero me da cierta perecilla. Veremos. Estupenda reseña, para no variar… ;-)

  3. cavilius dice:

    Gracias. El libro merece la pena.

  4. hahael dice:

    Tomo nota, gracias por la reseña, Cavilius, sin duda merece la pena leerse el libro.

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