EL SUEÑO DEL CÍRCULO DE VIENA – Karl Sigmund

“—¿Y qué quieres hacer de mayor, Heinz?
—¡Investigar! —exclamó entusiasmado el pequeño.
—Pues para eso tendrás que saber mucho —apuntó con dulzura el pensador.
—¡Yo ya sé mucho! —dijo Heinz.
—Sí —replicó Wittgenstein—, pero lo que todavía no sabes es si estás en lo cierto”.

Charla entre Ludwig Wittgenstein y Heinz von Foerster cuando este tenía 10 años.

Para encabezar la reseña dudaba entre esa cita y esta otra:

“El mundo digital que mece hoy la cuna de todo el planeta surge de investigaciones de lógica matemática abstrusas en extremo llevadas a cabo por un miembro callado y discreto (amén de paranoico) del Círculo de Viena allá por los años treinta del siglo XX”.

Y aunque esta frase, extraída textualmente de la página 362 del libro, ofrece en 45 palabras buenas pistas acerca de a qué se dedicaba el Círculo y el carácter de uno de sus miembros más destacados (si no el que más), el diálogo inicial me ha parecido más sutil, más agudo, más pícaro, y permite darle vueltas un poco a lo que se dice y lo que se quiere decir. Porque de eso iba el Círculo, de darle vueltas al lenguaje. Es decir: al mundo.

Por su contenido, este es un libro circular. Circular porque acaba como empieza; porque trata de un círculo (uno entre los muchos que hubo en la misma época y lugar); porque sus miembros dieron vueltas y vueltas durante décadas a la matemática, la lógica, la filosofía, el lenguaje y la ciencia. Circular porque en su título se menciona un círculo. Y circular también porque, aunque no tiene materialmente esa forma, sí es un libro redondo. Pero ¿se trata de otro libro sobre el Círculo de Viena? Ya hay unos cuantos, ¿no? Y no malos, precisamente. Se me ocurren el volumen de cerca de mil páginas de Friedrich Stadler El Círculo de Viena, o con el mismo título el más modesto de Victor Kraft (este señor fue un miembro del círculo y por ello aparecerá de nuevo en la reseña), o incluso Lenguaje, verdad y lógica de Alfred Ayer (otro pensador relacionado con el círculo). ¿Qué aporta este libro de Karl Sigmund? Pues en pocas palabras, y por usar perversamente la terminología kantiana: que, aunque a priori tiene todos los ingredientes para ser una lectura ininteligible y soporífera (metafísicas, filosofía del lenguaje, matemáticas aplicadas y no aplicadas, teorías científicas, física, hasta la teoría de la relatividad aparece en sus páginas), a posteriori, es decir, una vez comenzado, se trata de una lectura apasionante, enriquecedora y que conduce a más lecturas. Eso como mínimo.

Comenzamos circularmente (como es de esperar) dándole vueltas al título, igual que el Caballero Blanco le daba vueltas al nombre de su canción cuando Alicia le preguntaba por él. El libro en inglés se titula Exact Thinking in Demented Times (incluyendo la manía anglosajona de poner mayúscula inicial en cada palabra). Siendo bueno el título castellano, la verdad es que me gusta más el inglés; pero conviene saber que el original alemán es en realidad Sie nanten sich der Wiener Kreis (“Se llamaron a sí mismos el Círculo de Viena”). Los tres (original y “traducciones”) aportan, los tres dicen algo, los tres son válidos. Y esta es otra buena metáfora, otro buen acercamiento circular al tema y a los menesteres a los que se dedicaron las mentes pensantes que constituyeron esa organización domiciliada en Viena entre los años veinte y treinta del siglo pasado.

Porque la historia del Círculo es una historia vienesa y además circular: tiene sus orígenes a principios de siglo con una discusión en Viena, y acaba allí décadas después con otra discusión. Respecto a la primera de ellas, antes es interesante saber que por aquellos tiempos (1900 y años siguientes) la filosofía estaba de capa caída y proyectaba una imagen penosa de sí misma: la metafísica aristotélica, los juicios sintéticos a priori kantianos, el idealismo hegeliano, ese tipo de cosas tan extrañas, no estaban de moda. En su lugar la intelectualidad vienesa se interesaba en la ciencia en general y la física en particular. En semejante tesitura, la discusión protocircular en cuestión fue la siguiente: ¿existen de verdad los átomos o solo son objetos mentales, como lo es el concepto matemático de punto? La polémica confrontó las mentes de dos físicos vieneses: Ernst Mach (quien ocupó la cátedra de filosofía de la Universidad de Viena —¿de filosofía siendo físico? Pues sí, así se las gastaban en la época; como si de vulgares presocráticos se tratara—, y cuyo apellido ha pasado a la posteridad por servir como unidad de medida de la velocidad del sonido) y Ludwig Boltzmann (otro físico destacado que también ha dejado su apellido escrito en el libro de la fama, en concreto en el capítulo dedicado a la termodinámica). Mach decía que no, que los átomos no existen (“¿ha visto usted alguno?”, le espetaba a su rival); para él el objetivo de la ciencia era claro: “hacer encajar los hechos en los pensamientos, y los pensamientos entre sí”. Según el pensador neoyorkino William James, contemporáneo suyo, Mach era un genio en estado puro. Pero Boltzmann necesitaba los átomos para sus teorías termodinámicas, e insistía en su existencia. Sin embargo, no deslindaba sus reflexiones de la neblinosa a la par que sublime filosofía, y definía, con dudoso buen gusto,

“la irreprimible necesidad de filosofar como la náusea causada por una migraña, como la sensación de querer vomitar algo que no hay. (…) El cometido, sublime y majestuoso, de la filosofía consiste en esclarecer las cosas, en curar al fin a la humanidad de su migraña”.

Hay que decir que Boltzmann padecía del mal migrañoso, y que acabó suicidándose (¿a causa de ello? Cielos, no; yo también lo padezco). Y hay que decir además que Albert Einstein no tardó en demostrar la existencia de los átomos, dándole así de rebote la razón a Boltzmann y zanjando la no tan absurda cuestión.

Esta discusión físico-filosófica es el punto de partida del libro y del viaje, el increíble periplo vital e intelectual de una serie de individuos en un tiempo en el que la ciencia y la filosofía fueron muy de la mano, como en la época del trío milesio Tales, Anaximandro y Anaxímenes. Fueron estas generaciones, las que crecieron en el umbral de la Primera Guerra Mundial, dinámicas y despiertas; amaban la ciencia y rechazaban las metafísicas de épocas pasadas: “Hace mucho ya que resulta imposible que de la cabeza de un filósofo emerja una representación cabal del mundo”, dijo el escritor austríaco Robert Musil. La filosofía se movía en terrenos (en lodazales, precisaría algún malintencionado) de lo que hoy en día se conoce como filosofía del lenguaje, en una mixtura que incluía cuestiones de lógica y matemática. En ese terreno destacaba el británico y por entonces joven Bertrand Russell, quien se hizo célebre gracias a “la paradoja del barbero” (o él la hizo célebre a ella, quién sabe): en un pueblo hay un único barbero, y el alcalde ordena que se dedique a afeitar solo a aquellos individuos que no se afeitan a sí mismos. La cuestión entonces es: el barbero, que obviamente es capaz de afeitar su propia mandíbula, ¿ha de afeitarse a sí mismo? Si se afeita a sí mismo, no debería haberlo hecho de acuerdo con la orden del alcalde; y si no se afeita a sí mismo, debería hacerlo sin tardar de acuerdo con esa misma orden. Contado así parece una fruslería, pero si decimos que la paradoja apunta directamente contra la línea de flotación de la teoría del conjunto de los conjuntos que no se contienen a sí mismos, la cosa adquiere otra dimensión.

En ese tiempo, primeras décadas del siglo XX, en ese lugar, la capital del imperio austrohúngaro, y bajo ese clima, las discusiones sobre átomos invisibles, barberos desconcertados y filosofías migrañosas, nació el Círculo de Viena de la mano de Moritz Schlick, auténtico alma de la institución y eje del libro de Karl Sigmund El sueño del Círculo de Viena (uno de ellos, al menos). Filósofo por vocación, Schlick afirmaba con especial convencimiento, a raíz de su conocimiento de las teorías de Albert Einstein, que “la física debe guiar a la filosofía y no al contrario”. Y eso que la física tampoco era la panacea de la credibilidad intelectual; al respecto de esto, es desternillante la historia de Friedrich Adler, relatada en el libro: Adler era un físico con fuertes convicciones políticas, y guiado por ellas mató de un tiro al primer ministro austríaco y se entregó al momento, con la intención de poder contar al mundo la razón del magnicidio. El autor lo explica empleando un hermoso argumento circular:

“Se había visto obligado a cometer el asesinato porque algo así le permitiría explicar en público por qué se había visto obligado a cometer el asesinato”.

El padre de Adler se esforzaba para que declarasen a su hijo demente y así librarle de la pena capital; pero la demencia desvirtuaría las razones del crimen, y por ello Adler hijo se esforzaba en lo contrario, que lo consideraran igual que él se consideraba a sí mismo: como una persona cuerda. Para ello se le ocurrió escribir libros de física mientras estaba en la cárcel, en los cuales intentaba rebatir la teoría de la relatividad de su buen amigo Einstein. Pero el padre, bastante menos amante de la física que el hijo, quiso usar esos mismos libros para demostrar, justamente, que su hijo estaba como una regadera. Y lo consiguió.

Además de Schlick, el Wiener Kreis también contó en el momento de su fundación con los intelectuales Hans Hahn y Otto Neurath, y aunque el alma del círculo era Schlick (“el Círculo de Schlick” se le llamaba), las sombras de los otros dos se alargan durante todo el libro de Sigmund, tanto como las sombras de la filosofía, la física, la lógica y la matemática. El objetivo de la organización no era modesto precisamente: abordar los fundamentos de las matemáticas, la física, la geometría, la biología, la psicología y las ciencias sociales. En su manifiesto inaugural evitaron por todos los medios, eso sí, usar términos como “filosofía”. Y así arrancó el Círculo, en los locos años veinte, dándole vueltas a la física, a los átomos, al lenguaje y a la relatividad de Einstein, y teniendo como pomposo nombre oficial el de “cosmovisión científica”. Y aquí toca ya mencionar al segundo de los ejes del libro: el excéntrico, solitario y genial vienés Ludwig Wittgenstein, una especie de “filósofo loco” (aunque no peligroso: los peligrosos suelen ser los científicos locos —recordemos a Friedrich Adler—; los filósofos están (estamos) en su mayoría locos, pero son (somos) inofensivos. Wittgenstein fue un tipo malhumorado y de carácter volcánico, pero no peligroso —aunque los pobres niños a los que dio clase no opinaban igual—). En su juventud le consultó a Bertrand Russell si le consideraba un tipo normal, en cuyo caso se dedicaría a filosofar, o bien por un completo imbécil, en cuyo caso se decantaría por la aeronáutica. Russell tuvo suficiente con leer la primera línea de un artículo escrito por Wittgenstein para recomendarle que se hiciera filósofo. De ese modo comenzó su tortuosa carrera.

Para hacernos una idea, Wittgenstein fue al Círculo de Viena lo que el Heathcliff de Cumbres borrascosas a Catherine Earnshaw. La relación de amor-odio que se estableció entre ellos perduró todos los años que vivió el pensador vienés: la aforística obra wittgensteiniana Tractatus Logico-Philosophicus se convirtió en una especie de Biblia para el círculo, y su última frase, en santo y seña:

“De lo que no se puede hablar hay que callar”.

Los miembros del Círculo de Schlick invitaban una y otra vez a Wittgenstein a sus reuniones, y este, tímido y desinteresado a partes iguales, obviaba esas invitaciones. Aunque las pocas veces que intercambiaban opiniones el filósofo vienés se mostraba furibundo, radical y despreciativo, haciendo bueno el famoso adagio alemán pronunciado con el elegante acento vienés de Wittgenstein, que reza “Si ya sabéis cómo me pongo, ¿p’a qué me invitáis?”. De familia acomodada pero con costumbres extravagantemente mundanas (tales como renunciar a una millonaria herencia familiar o ejercer de solitario maestro de escuela en una escuela rural), Wittgenstein decía cosas tan geniales como que la filosofía es la disciplina que trata todas las proposiciones que las diversas ciencias dan por ciertas sin prueba alguna. El Tractatus, obra magna, la redactó saltando de trinchera en trinchera durante la Primera Guerra Mundial; cuando tras la guerra fue llevado a un campo de concentración italiano, escribió a Russell no para pedir ayuda por su desgracia, sino para informarle de que “creo que he resuelto de una vez por todas los problemas”. Los problemas de la filosofía, se entiende: según Wittgenstein, estos se debían a un malentendido sobre el funcionamiento del lenguaje. Russell recibió una copia manuscrita de la obra (también recibió otra el eminente Gottlob Frege, máxima autoridad en lógica y matemática) y no entendió nada (tampoco Frege), lo cual enfureció al prisionero Wittgenstein.

El sueño del Círculo de Viena va relatando la vida, y no solo en su aspecto intelectual, de todos estos pensadores, científicos y filósofos, y de muchos otros cuyos nombres quizá sonarán a quien esté familiarizado con los asuntos de la filosofía del lenguaje o la lógica. También hacen cameos, interesantísimos la mayoría, personajes como Sigmund Freud, Franz Kafka, Arthur Schnitzler, Henri Poincaré, y un largo etcétera. Merece la pena citar al filósofo Martin Heidegger, quien es presentado en el libro como una especie de antítesis de lo que pretendía el Wiener Kreis. Heidegger era, dice el autor (y creo que no lo hace en tono irónico), el ejemplo de la vaciedad metafísica, y cita frases heideggerianas como “para la filosofía, hacerse inteligible es suicidarse” o “la nada nadea” (Das Nichts nichtet). Otros filósofos que tienen un papel relevante en el libro son Rudolf Carnap y, sobre todo (y he aquí el tercer eje, la tercera pieza esencial en la obra de Karl Sigmund junto con Schlick y Wittgenstein), el genial Kurt Gödel. Gödel fue un pensador revolucionario, la estrella del círculo, cuya modestia y carácter callado y retraído no le impidieron brillar como ningún otro. De él se dice que es el lógico más grande desde Aristóteles; su teorema de incompletud es magistral, y la concepción que tenía de las matemáticas profundamente romántica y significativa: según Gödel, nosotros no inventamos las matemáticas sino que ellas están ahí para que podamos descubrirlas.

El último tercio del libro, que en general mantiene una estructura cronológica, está dedicada como es de imaginar a los estertores del Círculo de Viena. Estando localizado en la Viena del Anschluss, es decir, de la anexión del país austríaco a la Alemania de Hitler, era lógico que se produjera en la ciudad una fuga de cerebros como no se ha visto otra igual. Tras la guerra tuvieron lugar, al modo de los héroes griegos, los nostoi o regresos de algunos de los huidos o exiliados, aunque no de todos; muchos se instalaron allá donde fueron a parar a causa del peligro nazi. Entre ellos el vienés Karl Popper, quien jamás llegó a pertenecer al círculo pero coqueteó con él como un amante insatisfecho. Fue muy crítico con Wittgenstein, y Schlick, el alma del círculo, aunque valoraba sus puntos de vista, no lo soportaba como persona. Los nazis le empujaron lejos y recaló en Nueva Zelanda; fue allí donde escribió su conocida obra La sociedad abierta y sus enemigos, publicada en cuanto acabó la Segunda Guerra Mundial. Quién sabe si se inspiró en el mal genio de Wittgenstein cuando enunció su famoso teorema del intolerante, que dice más o menos así: la tolerancia ha de ser el máximo valor de una sociedad, pero si se es tolerante de manera ilimitada la sociedad será destruida por los intolerantes; por tanto, la tolerancia ha de ser tolerante con los tolerantes e intolerante con los intolerantes. En realidad, dicho teorema viene a decir exactamente lo mismo que ya había enunciado  el celebérrimo escritor alemán Thomas Mann (si creemos que la atribución de la frase es correcta, para lo cual habría que conocer todo lo que Mann dijo y escribió): «la tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad». En sus últimos años Wittgenstein (¿dándose por aludido? Es poco probable) suavizó un poco su carácter y sus radicales ideas, actitud que le llevó a dar una definición de en qué consiste la actividad de filosofar tan beatífica como estoica:

“La paz del pensamiento. Esa es la meta que anhela quien filosofa”.

La historia del Wiener Kreis comienza a tocar a su fin con un crimen contra la filosofía, como el cometido contra Sócrates dos mil quinientos años atrás, pero más truculento. Y, lo prometido es deuda, Victor Kraft, autor del libro El Círculo de Viena y uno de los miembros del círculo que sobrevivieron al círculo, se hizo eco de dicho crimen. En su libro llamó “psicópata paranoico” a quien perpetró el asesinato, lo cual le valió verse amenazado y llevado a juicio por ese mismo psicópata. Karl Sigmund relata esos hechos relatados en ese libro, en un nuevo ejercicio circular: un libro (el de Sigmund) que habla de un libro (el de Kraft) que trata de lo mismo que este y cuyo autor es personaje del mismo. Un libro del círculo que aparece en un libro del círculo formando parte del círculo. Circularidad, metaliteratura si se quiere, lenguaje sobre el significado del lenguaje. Sin embargo, y como dije al principio, el Círculo de Viena comenzó su andadura a raíz de una discusión y puso punto final a su camino con otra: la que enfrentó al genio incomprendido de Wittgenstein y a la aguda mente crítica de Popper, recién regresado de Nueva Zelanda. La discusión duró 10 minutos, el tiempo que tardó Wittgenstein en levantarse y dar un portazo hecho una furia.

El sueño del Círculo de Viena es un libro fascinante, que sin embargo no elude abordar cuestiones de lógica, matemática y filosofía del lenguaje. La conjetura de Goldbach tiene cabida en sus páginas (gracias a ella todo hijo de vecino sabe que cualquier número par mayor que dos resulta de la suma de dos números primos; esto es cierto al menos hasta donde se ha podido demostrar, esto es: hasta el número 3×1017), las máquinas de Alan Turing (prolegómenos de los ordenadores, que se han adueñado de nuestra vida y nuestro conocimiento en pocas décadas, y últimamente también de nuestra inteligencia), como también las paradojas espaciotemporales de la teoría de la relatividad o el funcionamiento de los sudokus.

Y así concluye el libro, volviendo al punto inicial del círculo que se inició con un prólogo en el que el editor de la versión inglesa, Douglas Hofstadter, relataba emocionado cómo tuvo conocimiento de la magnífica obra que había escrito Karl Sigmund. En el epílogo, el propio Sigmund cuenta desde el otro lado del espejo la misma historia que más de cuatrocientas páginas atrás Douglas Hofstadter  ha contado. La historia del libro formando parte del propio libro. El círculo se cierra. Todo encaja. Solo resta entonces volver a empezar, volver a leerlo, volver a disfrutar, volver a dar vueltas y vueltas en torno a nosotros mismos a ritmo de vals vienés, llevados de la mano del pensamiento abismal de Nietzsche y su eterno retorno de lo mismo. Y eso que Nietzsche no era vienés.

 

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Karl Sigmund, El sueño del Círculo de Viena (traducción de David León Gómez). Barcelona, Shackleton Books, 2023, 480 páginas.

     

6 comentarios en “EL SUEÑO DEL CÍRCULO DE VIENA – Karl Sigmund

  1. Farsalia dice:

    Pinta (muy) bien este libro…

  2. cavilius dice:

    Parecerá que me pagan por ello (ojalá lo hicieran; es broma), pero tengo que decirlo: no sé cómo se las ingenia Shackleton Books para sacar de tanto en tanto libros tan entretenidos como este de Karl Sigmund. Sobre un tema a priori plomizo como el de la historia de un puñado de científicos metidos a filósofos (o a la inversa) llamado «el Círculo de Viena», que solo interesaría a cuatro o cinco personas de cada 100, Sigmund se saca de la manga esta combinación de humor y seriedad, de liviandad y profundidad, de filosofía y física. Bueno de verdad.

  3. Iñigo dice:

    Estupenda reseña, de un tema que, la verdad, no me atrae en exceso. Gracias majete.

  4. Rodrigaz dice:

    Gran reseña de un libro que, a priori, no habría despertado mi interés. Gracias.

  5. hahael dice:

    Un tema apasionante, y una magnífica reseña, Cavilius. ¡Gracias, tomo nota!

  6. cavilius dice:

    Seguro que lo disfrutáis.

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