EL SOMBRERO DE VERMEER – Timothy Brook

Los orígenes de la globalización, bien lo sabemos, se remontan a la era de las grandes exploraciones marítimas y la incorporación del continente americano a una red –por entonces embrionaria- de relaciones e intercambios a escala mundial. Desatada en el siglo XV la gestación de este proceso, la entrada de Inglaterra y Holanda en la competencia por la supremacía naval y comercial dio en el siglo XVII nuevos bríos a la progresiva interconexión planetaria. Detenerse en este intervalo del proceso –el siglo XVII-, dirigiendo el foco hacia uno de los actores involucrados –Holanda-, es una manera plausible de escudriñar algunas de las claves de la globalización. De tal suerte acotada la indagación, esta procederá conforme la metodología escogida por el observador. Timothy Brook, nuestro observador de turno, opta por un método ilustrativo a la vez que estimulante: sondear determinados aspectos de la escalada globalizadora a partir del escrutinio de un puñado de obras de arte o artesanía, procedimiento amparado por la idea de que la expresión estética obedece en grado considerable al contexto en que emerge, haciendo las veces –acentuadamente en el caso de la pintura figurativa- de representación del entorno y de las percepciones, creencias y contenidos simbólicos que imbuyen de sentido al mismo. La pintura neerlandesa del siglo XVII se presta de modo inmejorable para un ejercicio de esta índole, habida cuenta del que es uno de sus rasgos distintivos: la dignificación de la realidad cotidiana como suficiente motivo artístico, en tiempos en que la Biblia, el acervo legendario-mitológico y la épica histórica hegemonizaban el repertorio temático. En los términos planteados por Brook, los lienzos seleccionados –en número de siete, además de un plato de cerámica profusamente decorado- sirven como puerta de acceso a los caminos que, desde diferentes direcciones, convergían en la estructuración de un mundo cada vez más interconectado, en una época en que los Países Bajos disfrutaban de un efímero estatus de actor protagónico.

El canadiense Timothy Brook (Toronto, 1951) es historiador experto en sinología, área de trabajo que enmarca la mayor parte de sus publicaciones. El libro que nos convoca, publicado originalmente en 2008, parece a primera vista una desviación de su especialidad, pero no lo es tanto: en él, la China contemporánea al período de expansión holandesa ocupa un lugar destacado. Brook saca partido de su conocimiento de la historia y cultura china para esclarecer cuestiones atingentes al reverso del proceso globalizador, o, si se prefiere, al extremo opuesto de unos circuitos de interacción cuyas dinámicas fueron desde el inicio asimétricas y jerarquizantes. No es el único escenario del que extrae material relativo a este tema, que en esencia remite a la dicotomía de conquistadores y conquistados, potencias dominantes y pueblos subalternos: el autor también se aprovecha de episodios como las incursiones del explorador Samuel de Champlain, pionero de la penetración francesa en América del Norte; la extracción de plata en las minas de Potosí por los españoles, en América del Sur, o las violentas repercusiones de las cambiantes políticas comerciales en las Filipinas.

Por mayor precisión: las ciudades de Delft y –en menor medida- Shanghái fungen como los polos del territorio en que se desplaza la mayor parte del libro. Delft fue la cuna natal y lugar de residencia del célebre Johannes Vermeer, autor de cinco de los lienzos estudiados por Brook (a saber: Vista de Delft, Militar y muchacha sonriente, Lectora en la ventana, El geógrafo y Mujer con balanza). Brook trabaja además con otros dos cuadros, obra de artistas menos conocidos: Los jugadores de cartas, de Hendrik van der Burch, y El viaje de los Reyes Magos a Belén, de Leonaert Bramer. El conjunto es completado por un plato de cerámica vidriada fabricado en Delft, imitación de porcelana china y decorado con grafías y motivos mitológicos supuestamente orientales. El sombrero de Vermeer se sustenta en la premisa de que la observación atenta de estas obras revela detalles en los que, aunque no fuere intención de los respectivos artífices, se insinúan las fuerzas históricas que configuran el marco espacio-temporal que las vio nacer. En un nivel elemental, opera en el libro una lógica deductiva que da lugar, por ejemplo, a la constatación de que la representación ostentosa de una fuente de porcelana china en el primer plano de un lienzo sugiere varias cosas: a) lo muy apreciado que era este tipo de producto en Europa, b) lo afortunado que podía considerarse el propietario de una pieza tan exquisita como la exhibida en el cuadro, c) el lugar de privilegio alcanzado por una Holanda que se contaba a la sazón entre las mayores potencias navales y una de las economías más pujantes del continente, capaz de tender una red mercantil que conectaba directamente con la remota y casi mítica China. Lejos de contentarse con observaciones aparentemente triviales como estas, Brook expande el radio de su indagación a la manera de las ondas en la superficie de una gran masa acuática, enlazando la constatación inicial con incidentes o personalidades que a su vez son indicios de amplio rango de significación histórica. Lo que en definitiva hace Brook es urdir un entramado de atisbos y señales en que se vislumbran las dinámicas de un vasto proceso en curso.

Ya está dicho: dinámicas asimétricas y jerarquizantes, las de la globalización; con demasiada frecuencia, convulsas y traumáticas también. Resulta obvio que el proceso estuvo lejos de fundarse en un simple encuentro entre civilizaciones, pacífico y proclive a la concordia, y que las relaciones entre ellas no se materializaron en un plano de genuina paridad. Una de las partes llevó la iniciativa, ejerciendo desde entonces un rol activo y no falto de agresividad, la otra se vio reducida a un papel por lo general pasivo, soportando lo que en determinadas circunstancias llegaba a ser el desplome de un estado, cuando no el exterminio o la esclavitud (por no hablar de la depredación sistemática de sus recursos). En una de sus vertientes más dramáticas, la asimetría se expresó como incomprensión de un “otro” cuyos códigos socioculturales resultaban tergiversados, desembocando en los casos extremos en la negación no solo de su especificidad cultural (caso de los pueblos llamados “bárbaros” o “primitivos”, en que los europeos apenas reconocían unos rudimentos de desarrollo cultural, dificultando el que los tuvieran por interlocutores válidos) sino de su misma pertenencia al género humano (sabido es que los pioneros de la antropología y la taxonomía científica tuvieron grandes dificultades para encasillar a los miembros de la raza negra y los aborígenes americanos: ¿humanos a cabalidad, congéneres por ende de los europeos?, ¿simios, primates o una categoría intermedia? Por largo tiempo, Occidente prefirió confinar a los pueblos considerados inferiores en una alteridad infrahumana que justificaba el paternalismo y la rapacidad imperiales). En otro plano, la incomprensión suponía una intelección divergente de objetos y bienes simbólicos o de la realidad en bloque, lo que en resumidas cuentas constituye la raíz del problema de las mentalidades y el choque cultural. No por casualidad, este es uno de los motivos recurrentes del estudio de Brook, que abunda en imágenes y circunstancias a modo de metáforas que grafican diversas aristas de la brecha comunicacional entre civilizaciones.

Un ejemplo sencillo, no precisamente violento. Coincidiendo con la época en que la porcelana china comenzaba a causar furor en Europa (donde pronto fue conocida con el apelativo de “oro blanco”), el esteta y escritor chino Wen Zhenheng (1585-1645) desempeñaba en su país el rol de árbitro del decoro y el buen gusto, estableciendo entre otras cosas los cánones que regulaban la valoración, el correcto uso y la disposición de obras de porcelana. Si este hombre hubiera visto la clase de piezas importadas que los holandeses -y europeos en general- juzgaban el colmo de la exquisitez, o el uso cotidiano y la ubicación que les daban en el espacio doméstico, habría sido presa de una total pesadumbre. Lo cierto es que, por entonces, los europeos no tenían cómo conocer los pormenores del estilo de vida chino y sus normas de sociabilidad, ni los vericuetos de lo que en el extremo opuesto del mundo se consideraba el buen gusto. Al adquirir piezas de porcelana y disponerlas en determinados lugares (en grandes aparadores, no en las mesitas japonesas o alacenas prescritas por Wen), se guiaban por sus propios criterios estéticos, sus hábitos y sus particulares estándares de consumo suntuario, eligiéndolas no por su valor simbólico –el que les adjudicaba la cultura china- sino por lo singulares, llamativas y ostentosas que a sus ojos parecían. Por otro lado, la intensificación del tráfico comercial puso en marcha un proceso de retroalimentación que da cuenta de la doble vía de los términos de intercambio -comercial pero también cultural- y de los riesgos que estos entrañaban. Los ceramistas chinos se dieron a fabricar piezas de un tipo que a su entender satisfacía mejor el peculiar gusto y costumbres de los europeos, adaptando congruentemente la línea de producción a la nueva demanda; en Europa, ávida de artículos exóticos, estas mismas piezas pasaban por típicamente chinas. La cosa no quedaba ahí. Entre los consumidores chinos se difundió la práctica de adquirir piezas de “estilo europeo” –que no era tal-, y lo hacían por su rareza, no por su calidad estética ni por su funcionalidad: las veían como objetos pintorescos, representativos de la usanza europea, tan extraña y distinta de la propia. Poco importaba que no encajaran en las intrincadas pautas de la sociabilidad y cultura patria, los compradores chinos valoraban esas estrafalarias piezas –salidas sin embargo de las manufacturas nacionales- como muestra característica de una enigmática civilización ultramarina. Quizá inevitablemente, la incipiente interacción entre civilizaciones, cada una de ellas portando un bagaje específico de normas y creencias, de usos y prejuicios, estaba preñada de malentendidos de diversa envergadura.

Así pues, la interacción desbordaba el ámbito de lo estrictamente comercial y antes de mucho surtía efectos tan profundos como impredecibles, que solo podían ser contenidos o minimizados –y no por siempre- si una de las partes optaba por dar la espalda al mundo exterior y cerrar sus fronteras lo más herméticamente posible (el caso archisabido del Japón). En la etapa de consolidación de las relaciones, sostiene Brook, el impacto variaba entre dos extremos: resistencia y violencia, de un lado; transculturación, del otro. Emisarios de civilizaciones exógenas impulsados por motivaciones entre agresivas y benignas –exploradores, agentes comerciales, conquistadores, colonos, misioneros y otros- transmitían aun sin pretenderlo indicios de formas de comprender y posicionarse en el mundo extrañas para los nativos, y a su vez contactaban con las cosmovisiones que conferían orden y sentido a la vida de estos últimos (bien que, en ocasiones, las aborrecieran y prefirieran arrasar con sus portadores). La recepción de elementos culturales venidos de fuera procedía por vía de selección y adaptación, perceptible también en el polo opuesto, el del recién llegado: la actitud de los europeos ante lo relacionado con el lejano Oriente entremezclaba el prejuicio despectivo, el temor a lo desconocido y una disposición a dejarse llevar por el sortilegio de lo novedoso y exótico, con su aura de sensual refinamiento. (En un plano más pedestre, los ceramistas europeos no podían sino envidiar la excepcional maestría de sus pares orientales, manifiesta en la espléndida porcelana china; para el público, la propiedad de un jarrón o una escudilla de procedencia oriental era señal de distinción.) Se trata de cuestiones que suelen operar en el largo plazo. La imitación –por burda que fuese- de la textura vidriada y el estilo ornamental chino en un plato fabricado en Delft habla no solo del afán de competir y lucrar de los productores locales, habla también de la admiración y sentido de maravilla que imbuía al público consumidor, presto a la seducción de un mundo recóndito que, desde la divulgación de las hazañas de Marco Polo, cautivaba la imaginación de Occidente. Cierto es que Brook quiere, con el ejemplo del plato, ilustrar otro asunto: la introducción del tabaco en Europa (en la mentada pieza figuran personajes que fuman), pero bien puede el lector arriesgar una interpretación alternativa o complementaria (¿no incita el autor a practicar lo que cabe denominar la “imaginación histórica”, en evocación de la “imaginación sociológica” a que apelaba el eminente C. Wright Mills?). No parece un desatino percibir en lo que rodeaba la fabricación del plato de marras un precedente mediato de algo como la influencia ejercida por el arte japonés en los pintores impresionistas, que de los nipones tomaron en préstamo técnicas como la composición en diagonal y el desplazamiento del motivo principal desde el centro hacia los laterales (por ejemplo, una barca o un tren que, en lugar de ser representados en el centro del cuadro, “entran” en escena desde un costado, propiciando en el espectador la sensación de movimiento). Incluso en una etapa de avasallador imperialismo occidental, la política exterior no clausuraba los sutiles flujos de reciprocidad o de mutua impregnación cultural.

Con todo, reciprocidad y retroalimentación no eran factores que permeasen todos los niveles ni todas las instancias de interacción. El cuadro El geógrafo, de Vermeer, inspira en Timothy Brook una serie de consideraciones en torno al expansionismo occidental y las dispares actitudes de los polos civilizacionales ante la realidad de ultramar y el orbe en su totalidad. El mencionado lienzo conduce, en la narrativa del autor, al incidente provocado por el naufragio de un buque mercante portugués en la costa meridional china en febrero de 1625. Ente los supervivientes –doscientos de ellos- había europeos, negros, japoneses y filipinos, pronto apresados por los milicianos de una aldea cercana. La reacción de los lugareños evidenciaba que nunca habían visto gentes tan extrañas como los europeos (más que los portugueses y españoles de cabellos negros, eran los holandeses de cabellos claros los que capturaban su interés) y los africanos. La acusación de piratería recayó sobre los extranjeros, y no fue sino tras un arduo proceso judicial que estos lograron demostrar su inocencia y salvar la piel. Con gran destreza, Brook encadena el episodio con la adaptación por el ejército chino de piezas de artillería europeas y los servicios prestados por artilleros portugueses, luego con el tema del arribo a China de misioneros católicos (portugueses, españoles e italianos) y, por fin, con el de los geógrafos de una y otra parte y la disposición –mental, intelectual, política- frente al exterior. (Prueba del talento del canadiense es que, pese a la amplitud y variedad de asuntos imbricados, nunca suscita su libro una impresión de incoherencia o dispersión, ni la de abarcar más de lo que puede apretar.) A este respecto, el autor observa que la empresa europea de expansión comercial era prácticamente indisociable de la sed de conocimiento, de un saber que generaba información de la mayor utilidad para navegantes, exploradores y comerciantes –en la forma de mapas y otros-. Mientras los geógrafos chinos no tenían demasiados motivos para acrecentar o modificar el conocimiento que ya manejaban, imposibilitados además de beneficiarse de algún mecanismo de retroalimentación (hacía tiempo que China había abandonado cualquier aspiración de arrojarse al mundo), sus pares occidentales actuaban como activísimos agentes de la ciencia y de la prosperidad material. Con casi toda seguridad, el geógrafo retratado por Vermeer es el empresario, topógrafo y erudito Antonie van Leeuwenhoek, quien, al decir de nuestro autor, «posa como hombre de ciencia, no como hombre de negocios. Con todo, sin eruditos como él, que dedicaban toda su energía a la acumulación de conocimientos útiles, los comerciantes no habrían tenido sus mapas. Los dos impulsos —conocimiento y adquisición— iban de la mano».

Qué duda cabe: un trabajo fascinante, por contenidos y por la forma de abordarlos. Obra pletórica de actualidad en vista del avanzado estado de la globalización en el mundo de hoy, provista además de una profunda inspiración ética e intelectual. Esto queda patente en líneas como las que siguen (tomadas del cierre del libro): «Si somos capaces de ver que la historia de cualquier lugar nos vincula a todos los lugares y, en última instancia, a la historia de todo el mundo, no habrá ninguna parte del pasado —ningún holocausto, y tampoco ningún logro— que no pertenezca a nuestro patrimonio colectivo».

– Timothy Brook, El sombrero de Vermeer. Los albores del mundo globalizado en el siglo XVII. Tusquets, Barcelona, 2019. 344 pp.

     

4 comentarios en “EL SOMBRERO DE VERMEER – Timothy Brook

  1. Farsalia dice:

    Un espléndido libro, que con una serie de productos como ejemplos (la porcelana, el fieltro para el sombrero del título, la cartografía reproducida en los lienzos de Vermeer, etc.) y las experiencias de viajeros y misioneros, traza una panorámica, de lo particular a lo general, del «mundo» de mediados del siglo XVII. Recomendable es poco.

  2. Casandro dice:

    La reseña es espectacular y el libro parece una perspectiva interesante y complementaria a las habituales a los análisis del Siglo XVII y la globalización. Gracias.

  3. Antígono el Tuerto dice:

    Impresionante reseña Rodrigo. Efectivamente, el efímero imperio comercial holandés (que pronto sería sustituido por el más agresivo británico) convirtió a las Provincias Unidas del siglo XVII en uno de los mercados más importantes de Europa. Respecto a China, tras las expediciones de Zeng He en el siglo XV, los sucesivos gobiernos chinos tomaron la decisión de no seguir la política el almirante eunuco…al fin y al cabo, su Celeste Imperio ya tenía todos los recursos que necesitaban, sin irse a las tierras bárbaras (desde su punto de vista) para obtenerlos. Caso muy diferente de Europa, una tierra pobre que necesitaba recursos como un desierto necesita agua…y que explicará la expansión europea por el mundo durante las Edades Moderna y Contemporánea.

  4. Casandro dice:

    Yo creo que tan agresivo fue el holandés, mientras duró, como el británico, después.

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