EL SIGLO DE LOS INTELECTUALES – Michel Winock

EL SIGLO DE LOS INTELECTUALES - Michel WinockLo que en el siglo XIX maduraba a pasos acelerados en el siglo siguiente adquiriría plena forma, para bien y para mal: el intelectual como figura pública; no sólo un individuo comprometido con las causas sociales y políticas del momento sino, con más fuerza que nunca, erigido en verdadera autoridad moral y fustigador de la conciencia nacional (también internacional, si cabe). En rigor, no basta con decir que fue en Francia donde el imperativo del compromiso del intelectual alcanzó su cúspide; la cosa va más lejos: fue en ese país, al calor del asunto Dreyfus, donde se gestó la categoría misma del intelectual, que en su origen designaba a hombres de letras, pensadores y académicos que saltaban a la palestra para expresar su punto de vista en torno al caso del oficial de raíces judías condenado por supuesta traición (pero también sobre Émile Zola, procesado en 1898 a raíz de su famosa denuncia).

La categoría no tenía en sí misma una acepción universal, en sentido de abarcar a todo un gremio o segmento ocupacional; tampoco tenía una irrestricta connotación positiva. Un reputado periodista antidreyfusiano se rebelaba contra el hecho de que por entonces se hubiese creado la palabra «intelectuales» para «designar, como una especie de casta nobiliaria, a la gente que vive en los laboratorios y bibliotecas»; una palabra que, según él, albergaba  la pretensión de elevar a esa gente «al rango de superhombres». «Intelectuales» eran los que dudaban de que en el caso Dreyfus se hubiese hecho justicia. «Intelectuales» eran los hombres de letras, catedráticos, abogados, médicos y estudiantes que firmaron la carta aparecida en el periódico Le Temps en enero de 1898, carta en que se demandaba la revisión del proceso judicial. El escritor Maurice Barrès, convertido en uno de los jefes del bando antidreyfusiano, replicó a dicha carta con un artículo en que vapuleaba la «protesta de los intelectuales», burlándose de aquellos «aristócratas del pensamiento» que pretendían ejercer un dudoso magisterio moral. Solo retrospectivamente, a tenor de la consolidada expansión del vocablo «intelectual», podemos afirmar que por aquellos días quedaban sentadas las bases del moderno antiintelectualismo de los intelectuales de derechas.

El historiador Michel Winock (n. 1937) nos proporciona en El siglo de los intelectuales una espléndida crónica del papel público del intelectual en la Francia del siglo XX; se trata, pues, del complemento de Las voces de la libertad. Publicado originalmente en 1997, el libro cubre el período que va desde la demanda de revisión del proceso Dreyfus, a fines del siglo XIX, hasta la muerte de Raymond Aron, ocurrida en 1983. Sus páginas trazan la historia del auge y decadencia del intelectual comprometido, muy especialmente del intelectual«profeta», del intelectual «legislador del universo» que protagonizó la escena pública francesa y que sedujo a tantos fuera de Francia. Como figura cargada de orgullo mesiánico y otros rasgos de desmesura, el intelectual comprometido tuvo su momento paroxístico en un escrito de Jean-Paul Sartre, ¿Para qué sirve la literatura? (1947), en que su autor llevaba  la exigencia del compromiso hasta el límite: no era simplemente cuestión de que el escritor firmase manifiestos o publicase artículos políticos; el escritor debía asumir que  toda escritura es una forma de actuar en el mundo y que su misión ineludible es contribuir a los cambios y dotar de sentido al mundo que lo rodea. Enfatizando el carácter utilitario y misional de toda prosa, ubicándose en las antípodas de todo esteticismo, Sartre formulaba el más extremo de los llamados a asumir la responsabilidad social de los escritores. Toda una constelación de intelectuales hizo suyo ese llamado, aunque no a todos cautivase por igual su manifiesto desdén del «arte por el arte», ni todos –por supuesto-  se comprometiesen  en la dirección que siguiera Sartre. Entre los que se le opusieron destaca Raymond Aron, a quien Winock enaltece  en la forma de contrapunto del autor de La náusea. Menos multifacético, menos rutilante y nada mediático, a diferencia de Sartre, Aron le sobrevive mucho mejor como  observador de la realidad y como hombre de ideas, y es lugar común en la actualidad alabar su lucidez y su coherencia en contraste con los muchos extravíos del pensamiento –y las sonadas declaraciones- de su contrincante. Sartre y Aron protagonizan justamente la tercera parte del libro, titulada «Los años de Sartre». Las dos partes anteriores se titulan «Los años de Barrès» y «Los años de Gide»: un siglo de trayectoria simbolizada por  tres de los más emblemáticos escritores franceses.

Época, apenas hay que decirlo, jalonada de acontecimientos dramáticos, de crisis terminales. Para comenzar, el caso Dreyfus revivió las pasiones desatadas por el gran quiebra que supuso la Revolución Francesa, aglutinando de uno y otro lado –aunque no en blanco y negro- a tradicionalistas y radicales. Ambos bandos jugaron sus cartas en un asunto que  mezcló entre sus explosivos ingredientes el antisemitismo y el nacionalismo, y que devino muy pronto en una confrontación entre los que propugnaban la razón de Estado y los que defendían los derechos del individuo. Para los antidreyfusianos, siempre renuentes a admitir la inocencia de Dreyfus, la verdad y la justicia a favor de un solo individuo (peor si era judío) eran meras abstracciones, factores desdeñables si se los contrastaba con el honor del Ejército (supuestamente amenazado por el Yo acuso de Zola) y lo que Barrès denominaba la «preservación social» -«seguridad nacional» según Charles Maurras, líder de Acción Francesa-. El editorialista de un periódico católico llegó a plantear la controversia en términos tan distorsionados como los siguientes: «La cuestión ya no es si Dreyfus es inocente o culpable. La  cuestión es quién vencerá: los enemigos o los amigos del Ejercito». Por su parte, los dreyfusianos (Zola, Charles Péguy, Anatole France, Émile Durkheim, Lucien Lévy-Bruhl, Claude Monet, Georges Sorel, Marcel Proust y muchos otros) se comprometieron en diverso grado y por distintas razones en la causa de la revisión del proceso, pero por lo general  suscribían la idea de que no hay cosa más concreta e irrenunciable que los derechos de la persona.

Luego sobrevino  la guerra de 1914, que propició una «Unión Sagrada» (en palabras del Presidente Poincaré) de todos los sectores del país, incluyendo aquellos de los antiguos dreyfusianos que menos proclives se habían mostrado a las efusiones del nacionalismo y el militarismo, excepto pacifistas irreductibles como Roman Rolland y Roger Martin du Gard. En los años 30 el pacifismo enfrentó el desafío mayor de la escalada de los fascismos, que amenazaba con destrozar la precaria estabilidad de la situación europea. Fácilmente embaucado por la propaganda de la Komintern, el pacifismo inspiró en 1935 el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, realizado en París. Uno de sus resultados fue la formación de una Asociación Internacional de Escritores entre cuyos máximos dirigentes se contaban escritores famosos como Rolland, Gide, Máximo Gorki, Ramón del Valle-Inclán, los hermanos Thomas y Heinrich Mann y otros. En tanto esta verdadera «internacional de la literatura» se solidarizó con la Unión Soviética, la operación fue un éxito rotundo de la propaganda comunista. A la larga, el pacifismo a ultranza demostraría ser incompatible con el antifascismo. Entre los intelectuales fueron pocos los que se opusieron al Pacto de Munich (1938); los más destacados: Raymond Aron, cuya estancia en Alemania lo convenció de la urgencia de no ceder ante la Alemania nazi; Emmanuel Mounier, pensador que, a contrapelo de su anterior pacifismo, escribió encendidos artículos antimuniqueses, y el escritor católico George Bernanos, para quien las aclamaciones francesas por el Pacto no eran sino «el tedéum de los cobardes».

En la segunda mitad de la década las grandes facciones políticas se vieron conmocionadas por lo que parecían sendas apostasías. 1936 fue el año de publicación de Retorno a la URSS, libro en que el antiguo «compañero de ruta» André Gide criticaba al régimen soviético. En 1938 Bernanos, pilar del antirrepublicanismo, publicaba Los grandes cementerios bajo la luna, obra nacida de la desilusión que le provocaran las violentas represiones franquistas en España –al principio había saludado la insurrección-; el escrito era un sentido libelo contra la derecha francesa a la que pertenecía. En pocos países podían provocar, ambos libros, tanto ruido como el que provocaron en Francia. Pero tratándose de ruido, la debacle de 1940 y los hechos subsecuentes lo superaron todo. La ocupación, Vichy, el colaboracionismo, la Resistencia, la «depuración»… Fueron años que marcaron a fuego el prestigio de la mayoría de los escritores y pensadores franceses, algunos de los cuales en la posguerra alardearían de más «resistentes» de lo que en realidad fueron. Pocos llevaron su protesta al extremo de un Marc Bloch (el historiador que escribió uno de los mejores testimonios sobre el descalabro de 1940,  se unió a la Resistencia y fue  ejecutado en 1944), pero los hubo que manifestaron un temprano descontento o que renegaron de un primer entusiasmo petainista, plegándose a una resistencia intelectual que se plasmó en poemas, proclamas y artículos publicados de modo clandestino: Mounier, François Mauriac, Jacques Maritain, Paul Valéry, Paul Claudel, Albert Camus (quien dirigió el periódico Combat), Louis Aragon (el que, obediente a los dictados de Moscú, sólo se les unió después del ataque alemán contra la URSS), etc. André Malraux se «unió al frente» en 1944; le encantaba pavonearse en su uniforme militar ante sus colegas escritores. Algunos, ciertamente, estuvieron en prisión (Jean Paulhan, David Rousset) o murieron en los calabozos y campos de concentración alemanes (Max Jacob, Benjamin Crémieux, Robert Desnos, etc.). Otros sencillamente colaboraron con los alemanes (Robert Brasillach, Pierre Drieu la Rochelle, Louis-Ferdinand Céline…). Lejos de restañar la herida abierta por tan críticos años, la liberación conllevó el grave problema de la transferencia del poder y el saneamiento de la sociedad -léase «purgas»-; en todo caso, el suicidio de Drieu La Rochelle y la ejecución de Brasillach (1945) parecieron saciar la sed de sangre del más enconado revanchismo en lo que a intelectuales colaboracionistas se refiere… salvo entre los comunistas.  

Los «Años de Sartre» estuvieron preñados de dilemas y temas de interés. Perfilándose la Guerra Fría, el antiamericanismo y el apoyo a la URSS fue uno de ellos; apoyo que resultaría largamente inmune a las revelaciones  sobre los crímenes del estalinismo. Las denuncias formuladas por hombres como Arthur Koestler, Victor Serge, Victor Kravchenko o David Rousset eran eficazmente contrarrestadas por el prosovietismo de un Sartre, una Simone de Beauvoir o un Maurice Merleau-Ponty (quien al menos tuvo la decencia de desengañarse del espejismo soviético en el año clave de 1956, discurso de Jrushov e invasión de Hungría mediante). Julien Benda, otrora lúcido autor de La traición de los intelectuales (1927), se dejó engatusar por la propaganda comunista y aprobó los procesos amañados de Hungría y Checoslovaquia, de fines de los 40 (una réplica de los procesos moscovitas de 1937-1938). Entre los ilustres, Camus y Aron rechazaron el papel de proselitistas del totalitarismo. La crítica del marxismo contenida El hombre rebelde (1951), obra de Albert Camus, acabó de consumar la ruptura entre el autor y sus compañeros existencialistas. El ensayo El opio de los intelectuales (1955) dice mucho en favor de Aron y mucho en contra de sus coetáneos franceses, que en general lo recibieron con frialdad. Algunos optaron por una postura neutral, más expectante que crítica, distante tanto de la URSS como de los Estados Unidos: fue el caso de Emmanuel Mounier.

El declive del estatus internacional de Francia y la  crisis de Argelia, la descolonización y las revueltas tercermundistas, el conflicto arabe-israelí, el incremento de los arsenales nucleares, mayo del 68, la Primavera de Praga, el maoísmo, la prosecución de la Guerra Fría: hitos de los años que siguieron y que desataron la verborrea de los intelectuales franceses, quienes daban por descontado que el mundo bebía con avidez de sus palabras (en buena medida resultaba ser cierto). Como en los episodios anteriores, El siglo de los intelectuales sigue los pasos -y no pocos traspiés- dados por la intelectualidad francesa ante semejantes cuestiones, desembocando en una serie de consideraciones en torno a la declinación de la figura del intelectual comprometido. Constatamos con Winock que el filósofo Jean-Francois Lyotard fue una especie de adelantado al declarar el «fin de los intelectuales» en tanto individuos que ambicionaban pensar y encarnar lo universal; idea muy propia de uno de los primeros pensadores posmodernos (con su desengaño de las narrativas o ideologías totalizantes). Pero no es necesario ir tan lejos para pensar que el intelectual no está ya en posición de reivindicar para sí la función profética o cuasi sacerdotal ni el magisterio moral que pudo arrogarse hasta hace unas décadas atrás, especialmente en la sociedad francesa. Al respecto, no hay sino recordar lo mucho que flaquearon algunos de sus más reputados escritores y pensadores ante la seducción de las utopías y las causas gloriosas: fue con demasiada frecuencia que los intelectuales traicionaron el sentido crítico de su profesión y se convirtieron en apologistas de la violencia. Valga lo consignado en Los intelectuales y los poderes, manifiesto colectivo publicado en Le Monde el 4 de julio de 1973 (reproducido en los Anexos de la obra reseñada):

«Ningún país, ningún régimen, ningún grupo social es portador de la verdad y de la justicia absoluta, y sin duda ninguno lo será jamás. La terrorífica experiencia del estalinismo, la transformación de intelectuales revolucionarios en apologistas del crimen y de la mentira demuestra hasta donde pueden conducir las identificaciones utópicas y la atracción del poder, esas tentaciones características del intelectual contemporáneo. (…) Nosotros pensamos que los intelectuales tienen cosas mejores que hacer que ser los procuradores voluntarios u obligados de las instancias políticas o burocráticas en busca de ideología».

Michel Winock, El siglo de los intelectuales. Edhasa, Barcelona, 2010. 1046 pp.

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10 comentarios en “EL SIGLO DE LOS INTELECTUALES – Michel Winock

  1. Lopekan dice:

    Uuuf… No se si porque ya es viernes tarde y acumulo el cansancio de toda la semana, o porque barrunto el finde, pero vaya dolor de tiesto que me ha dado leer esta nueva reseña, mi sin embargo apreciado Rodrigo ;)
    Después de Escohotado creía que no volvería a masticar nada tan correoso. La realidad próxima es tan compleja y caleidoscópica que creo que me voy a seguir refugiando en la cómoda (por lejana) realidad antigua: Digo yo que desde Confucio, como mínimo, a la revolución francesa, ya encontramos la figura del intelectual -del pensador- que no sólo discurre, sino que también procura intervenir en su entorno político. Y no digamos nada de nuestro inefable Punset, que dejaría aturdido al mejor Sartre :)

  2. Rosalia de Bringas dice:

    ¡Me ha encantado la reseña!
    Creo que el tema es realmente interesante para una reflexión sobre el lugar del intelectual en la sociedad moderna y, por lo que comenta Rodrigo, plantearse si ese papel se ha transformado.
    Es una pena que esta obra se circunscriba a Francia (¿me equivoco?, ¿hay alguna referencia a la situación en otros países?).
    En España, que yo sepa, este tema lo ha tocado Santos Juliá (es un experto en las figuras de Ortega y Azaña como paralelos intelectuales), pero desconozco si hay alguna monografía sobre la cuestión.
    Gracias, Rodrigo. Por lo que veo eres un experto en los temas sociales del siglo XX
    (¡Qué suerte, así siempre podremos consultarte dudas!)

  3. Rodrigo dice:

    Nada de experto, Rosalía, sólo soy un aficionado. En efecto, la obra se circunscribe estrictamente a Francia, lo mismo que Las voces de la libertad.

    Tengo entendido que en el contexto francés el papel de los intelectuales se ha transformado. Lo afirma rotundamente Winock, pero también autores como Tony Judt y Tzvetan Todorov, quienes enfatizan que los intelectuales franceses ya no gozan del crédito de antes, al menos en cuestiones que exceden de la academia. En todo caso, los que hay que postulan un retorno de los intelectuales a la escena cívica en la segunda mitad de los 90: es el caso de Pascal Ory y Jean-Francois Sirinelli en su libro Los intelectuales en Francia (un referente en la materia, publicado en castellano en 2007 por PUV).

  4. Rodrigo dice:

    Lamento decir que ignoro quiénes son Escohotado y Punset, Lopekan.

    1. Javi_LR dice:

      Eso es, Rodrigo, porque no te has leído entero «el fin de la crisis» ;o)

  5. Rodrigo dice:

    Glup. Me has pillado, Javi.

  6. Lopekan dice:

    Sí, hombre: Eduard Punset es ese señor con cabeza de escarola que lleva el programa de Tv» Redes», donde aturde a científicos muy sesudos. Yo me lo paso muy bien con él. Fue consejero de economía en Cataluña y ministro con la UCD y euro parlamentario. O sea, uno de esos intelectuales activos en política y comprometidos con su comunidad. Ya hubiera querido Sartre hacer tanto siendo tan «adorable» como mi Eduard :)
    Y a Antonio Escohotado seguro que también lo conoces: jurista y ensayista espesisisísimo que, aunque sólo sea por su «historia» de las drogas merecería un sitio entre estos hilos históricos de HisLibris. Y tan libertario como Sartre, o más.

  7. Rodrigo dice:

    Gracias por la información, Lopekan, y es que de verdad no me sonaban de nada. No son personajes muy conocidos en Chile.

  8. Lopekan dice:

    Ups ··· Me leeré la Araucana de Ercilla (si me la recomiendas) para que no se me olvide que escribes al otro lado del charco ;))

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