EL PRIMER HOMBRE DE ROMA – Colleen McCullough

Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis porque todos los tontos se unen contra él. (Jonathan Swift)

Conozco tres clases de aficionados a la novela histórica: los que casi veneran a Colleen McCullough, los que la detestan y los que aún no la conocen. Para los primeros, la lectura de “El Primer Hombre de Roma” constituyó posiblemente un auténtico hallazgo, un feliz encuentro que los impulsó a leer inexorablemente (como si algún escondido resorte hubiese saltado al iniciar su lectura), las nada menos que 5.000 páginas que integran una de las más famosas y comentadas series de “novelas de romanos”. Los segundos naufragaron probablemente entre docenas de personajes, vertiginosos cambios de escenario, constantes digresiones explicativas y un rosario de acontecimientos históricos que parece no tener fin. Y los terceros… han vivido, con toda seguridad, en algún planeta lejano durante los últimos años.

Porque la serie de McCullough no suele dejar indiferente a ningún aficionado al género. Y aunque sólo sea por la magnitud de la empresa y por el titánico esfuerzo de la autora, su obra debe ser adecuadamente ponderada y, al menos, respetada. La serie no constituye, desde luego, una obra de referencia para interpretar la Historia de Roma, pese a que el lector perciba con frecuencia la sensación de estar leyendo una versión novelada de la monumental obra de Mommsen y pese a que algunos, desde una perspectiva tan subjetiva como hiperbólica, lo pretendan . No. La serie es, al fin y al cabo, narrativa y ficción. Pero, al mismo tiempo, es producto no sólo de un profundo conocimiento de las fuentes y de la historiografía republicanas, sino del loable empeño de la autora en respetar absolutamente la verdad de los acontecimientos. En realidad, McCullough propone al lector un ejercicio de prosopopeya, en el que aquéllos que fueron los protagonistas reales de la República cobran vida ante sus ojos, ofreciendo su rostro más humano, y aproximándolo a lo que pudieron ser (subráyese el carácter probabilístico) sus pasiones, sus ambiciones, sus sentimientos, sus frustraciones…

Y es que todo en “El Primer Hombre de Roma” fue real… o pudo serlo. Por eso, la novela adolece del mismo defecto que el de sus secuelas: es tan compleja como lo fue la mismísima realidad histórica que le sirve de escenario. Lejos de ofrecer un argumento más o menos lineal, aun con sus correspondientes ramificaciones, la autora construye un puzzle de infinitas piezas que a duras penas encajan…, del mismo modo que la realidad suele ser confusa, enmarañada e inabarcable. Y así, más que ante una obra coral o polifónica, el lector se encuentra ante una auténtica sinfonía politonal donde conviven, yuxtapuestas, prolijas aclaraciones sobre el origen y funcionamiento de las instituciones republicanas; intensos y enconados debates senatoriales; descripciones pormenorizadas de escaramuzas, batallas y campañas militares; encuentros, acuerdos y discursos en el Foro; frecuentes aproximaciones a las costumbres y creencias de la Roma republicana y de sus pueblos limítrofes; y todo ello aderezado con un despliegue casi impúdico de relaciones humanas y sociales entre los protagonistas tan complejas como lo fueron realmente las redes clientelares romanas. Naturalmente, el conjunto acaba por asustar al inocente lector que busca una sencilla historia con la que entretenerse durante algunos ratos de ocio…

Pero, pese a la superposición de elementos, “El Primer Hombre de Roma” no es, en absoluto, una obra caótica ni una mera exposición de acontecimientos. Muy al contrario, McCullough logra envolver al lector capaz de vencer las inercias iniciales en una aventura emocionante que lo cautiva hasta el final de sus casi 900 páginas y casi lo hipnotiza para los volúmenes siguientes de la serie. Porque no hay asepsia, ambigüedad ni frialdad calculada en la obra de la australiana, maestra, por otra parte, en urdir tramas de corte romántico. Aun sin declararlo explícitamente la autora toma partido, casi desde la primera página, por el bando de los políticos “populares” durante la Crisis de la República. Y de hecho, el anómalo “cursus honorum” de Cayo Mario, uno de sus más insignes representantes en la generación anterior a la de César, y su creciente rivalidad con Lucio Cornelio Sila, su futuro encarnizado enemigo, es el eje vertebrador de la novela.

En la identificación emocional con uno de los bandos habita precisamente el alma de “El Primer Hombre de Roma” y de sus continuaciones. Si la novela merece tal nombre es exactamente por la capacidad que demuestra para embaucar sentimentalmente al lector, predisponiéndolo hacia la figura del insigne arpinata, de su causa política y de sus ambiciones personales. De la mano de McCullough el lector se involucra en el ascenso social y político de Mario, y acaba identificándose con su carrera hasta la consecución del glorioso destino anunciado por Marta (la pitonisa de origen sirio que predijo al general sus siete consulados), decantándose rápidamente a su favor e incrementando, a medida que avanza la lectura, la aversión hacia sus enemigos. Y una empatía similar hacia el mismo bando, pronto representado en la figura de César, embarga al lector a lo largo de toda la serie, que en este caso y muy apropiadamente cabría denominar “saga”.

Pero como suele ser habitual, en las virtudes residen agazapados los defectos. Y el riesgo –literario e histórico- de un planteamiento semejante es, sin duda, el maniqueísmo. De hecho, el carácter promariano y procesarista de la obra es, aunque disimulado, tan innegable como su latente animadversión hacia los “optimates”, especialmente hacia Sila, Catón, Pompeyo, el clan de los Metelo e incluso Cicerón. Sin embargo, tanto desde la perspectiva literaria como histórica, una interpretación parcial -¿partidista?- como la que McCullough propone es plenamente legítima, mucho más si nace desde el respeto a los hechos y a las fuentes, como es el caso.

La polarización de las opiniones tiñe de riesgo, al fin y al cabo, la tarea de valorar una obra como “El Primer Hombre de Roma” y la serie que inauguró, tanto por las discrepancias que puede suscitar una valoración concreta como por la dificultad de establecer un balance objetivo. Porque confieso encontrarme bastante más cerca de los admiradores que de los detractores. De hecho, no puedo sino recomendar encarecidamente la obra a los amantes de la Antigüedad, porque disfrutarán siguiendo la pista a Mario y, poco después, a su sobrino, el joven César, en una de las recreaciones más coloridas (¡y largas, desde luego!) que se hayan escrito jamás sobre uno de los periodos más fascinantes de la Historia.

[tags]Primer hombre Roma, Mario, Sila, Colleen McCullough[/tags]

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