EL MISTERIOSO CASO ALEMÁN – Rosa Sala Rose

9788484283409Nos abruma el nazismo no sólo por lo que fue y por lo que hizo sino, también, por el lugar y el tiempo en que ocurrió; nos abruma que el más espeluznante episodio de barbarie de la historia moderna se gestase en el mismísimo corazón de Europa, en uno de los escenarios privilegiados de la modernidad y la civilización occidentales. Lo desconcertante del caso, expresado en la pregunta tan frecuente de “¿cómo pudo suceder que el nazismo se encarnara en un pueblo como el alemán, portador de una cultura de las más exquisitas del mundo?”: tamaña incongruencia es lo que nos espanta. El que semejante nación, dotada de un pletórico acervo de músicos, filósofos y poetas, pudiera ligar su destino al de un fenómeno icónico en su monstruosidad: esto es lo que parece desbordar nuestra capacidad de comprensión. Una de nuestras más preciadas ilusiones se volatiliza en cuanto nos acordamos del nazismo; por su causa, ya no podemos ver en la cultura el antídoto perfecto para las pulsiones bestiales del ser humano. La idea misma del progreso civilizador aparece como un simple mito edificante; desde que el nazismo infligiera la más terrible de las heridas en la conciencia de la humanidad, no parece razonable creer que la civilización consiga realmente desbastar al hombre de su condición primitiva, inhibiendo o anulando su propensión a los actos más salvajes. No quita el aguijón al problema el saber que el nazismo prosperó en una Alemania devastada por la crisis económica e intoxicada por un sentimiento de humillación nacional. Tampoco el tener en cuenta su falta de tradición democrática, tal que una experiencia republicana como la de entreguerras –el “desdichado experimento de democracia sin demócratas que había sido la república de Weimar”, en palabras de Ian Kershaw- pudo ser tenida en su momento como una anomalía histórica, incapaz de representar la psique colectiva de los alemanes e impotente a la hora de concitar su apoyo. Aun así, nos decimos, seguía siendo el país de Goethe y de Schiller, de Bach y de Beethoven. 

La característica imagen del oficial alemán de un campo de concentración que por la mañana tortura y asesina y por la noche toca el violín -o recita versos- nos perturba en su capacidad de simbolizar la atroz incongruencia. Lo empeora todo el considerar que la gran aberración tuvo por agentes a individuos que en su mayoría no eran seres anormales; no es un paliativo el poder dar por sentado que “el autor alemán de los crímenes no era un alemán especial” (Raul Hilberg), sino que era uno más de “aquellos hombres grises” (los ‘ordinary men’ analizados por Christopher Browning). Ante una realidad histórica que desbarata la dicotomía de civilización o barbarie, cara a la mentalidad ilustrada, una corriente de investigación ha buscado en la especificidad de la idiosincracia alemana la acuciante explicación del nazismo. Que esta corriente padeciese el defecto de exonerar al resto de Occidente, excluyendo incluso a aquella Alemania de la matriz más genuina de la civilización occidental para así tranquilizar su conciencia y resguardar el prestigio del paradigma modernizador: no es esta una imputación carente de fundamento. Pero tampoco es que sus premisas sean del todo fallidas, ni que sus observaciones sean todas desechables. No parece que cometiese un desvarío Norbert Elias al afirmar que entre los alemanes el concepto de cultura tiene –o ha tenido- connotaciones no sólo apolíticas sino antipolíticas, ni que desbarrase Wolf Lepenies al denunciar la propensión típicamente alemana de querer sustituir la política por la cultura. No parece desautorizar la evidencia histórica a Joachim Fest cuando afirma que la llegada de Hitler al poder “restituyó a la gestión pública una forma familiar [a la psicología alemana]”, despolitizada y estetizada por medio de un fastuoso ceremonial, ni a Sebastian Haffner al asegurar que el coraje cívico era una virtud rara entre los alemanes, ni a Eugen Kogon en su afirmación de que la injusticia del nazismo no podía soliviantar a los alemanes porque para ellos “la libertad y el Derecho, como valores absolutos, no eran un problema capital”. Nunca hubo tanta simbiosis entre Thomas Mann y la generalidad de sus compatriotas como en 1918, cuando el escritor enalteció el apoliticismo como signo distintivo del pueblo alemán, asegurando además –y en sentido aprobatorio- que “a los alemanes les es completamente ajeno el espíritu democrático”. (Él mismo debió transitar una espinosa senda espiritual para convertirse en un defensor del ideal republicano… y no del todo entusiasta.)

Hacer de la ‘alemanidad’ una entidad unívoca e inmutable, una esencia idéntica sólo a sí misma e inmune al devenir histórico, estableciendo a renglón seguido una relación determinista de correspondencia o de estricta genética cultural entre lo alemán y el nazismo: esto es un modo sesgado de resolver el problema en cuestión. Negar de antemano que éste, en tanto fenómeno sociohistórico, contenga un componente idiosincrásico, es incurrir en un vicio de equivalente magnitud. Una explicación del nazismo que no contemple la variable identitaria y cultural será siempre incompleta. La crítica de la famosa tesis del “camino específico” (‘Sonderweg’) seguido por Alemania suele olvidar que la conciencia nacional alemana se forjó en una atmósfera mental y política dominada por una voluntad de diferenciación con el resto de Europa, y que el prurito de la diferenciación –no sólo el tomar nota de la diferencia sino hacer de ella la mayor de las virtudes- infestó durante dos siglos el discurso público sobre lo alemán.

Así pues, no le faltan razones a la estudiosa española Rosa Sala Rose para tener por válida la idea de un “misterioso caso alemán”, justo el de la referida incongruencia: “¿por qué Alemania, un país tan culto y tan avanzado…?” Conocida por su excelente estreno bibliográfico, el Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (2003), en su obra siguiente, la que nos ocupa ahora, la filóloga y germanista intenta descifrar el particular modo de ser de Alemania indagando en su patrimonio literario e intelectual. El misterioso caso alemán (2007) es un estudio que respira conocimiento experto, sin llegar jamás a atosigar con el aparato de la erudición; su lectura es en todo momento grata y fluida, además de estimulante. En el tuétano de la pesquisa emprendida por la autora está la cuestión de por qué el bagaje cultural-identitario de los alemanes no los inmunizó a la seducción del nazismo. De aquí que el enfoque esté puesto en las letras y el pensamiento del siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX, un período absolutamente crucial en la construcción de una identidad alemana. La formación de la ‘alemanidad’ en sentido moderno es un proceso tardío entre las naciones europeas, y en ella el contraste con el “otro” fue un factor absolutamente decisivo. Como dice nuestra autora, «nada como un enemigo común para desarrollar la autoestima y perfilar los sentimientos de identidad colectiva». En el caso alemán, la categoría del “enemigo” llegó a personificarse en una serie de entidades: Francia, la antigua Roma, la Roma papal (la Iglesia Católica) y el judaísmo.

Disgregada en una multitud de estados menores y supeditada a un estatus pasivo en los asuntos internacionales, lo que puede considerarse una proto-Alemania del siglo XVIII tuvo a raíz de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), con las hazañas de Federico II de Prusia, el despertar de una conciencia patriótica. El primer asidero concreto de la identidad colectiva en ciernes fue el único al que podían echar mano los alemanes de entonces, y éste no era otro que el legado de Lutero, es decir, la lengua y la religión. El protestantismo y el alemán consagrado por Lutero en su traducción de la Biblia fungieron como mecanismos centrípetos de identificación y cohesionado. La unidad alemana se prefiguró por lo tanto en el ámbito cultural, por lo que no es raro que el término ‘Kultur’ adquiriese una connotación tan significativa en la mentalidad alemana. Su importancia se vio incrementada por la oposición con el “otro” primordial, Francia, cuyas artes y letras ofrecían el modelo supremo de la época. La primera reacción contra la aplastante influencia francesa provino del pietismo, movimiento religioso nacido en el seno del luteranismo en el siglo XVII. Con su antiintectualismo, su xenofobia y su rechazo de los lujos materiales, el pietismo se ensañó en el repudio de lo francés, que permeaba el estilo de vida de la aristocracia y proveía el universo mental de los segmentos cultivados alemanes. El término ‘civilización’, equivalente al otro lado del Rhin a ‘cultura’, pasó en adelante a designar lo francés y concentró los odios de los emergentes patriotas alemanes: civilización no era más que un conjunto de maneras exteriores y artificiales y un rimero de bienes superfluos, ajenos a la espiritualidad y contrarias a la piedad religiosa; civilización venía a ser lo antialemán per se. El afrancesamiento fue desde entonces pecado mortal en la literatura, a la que, en tanto manifestación cimera de la lengua, se otorgó el lugar de preponderancia en la construcción de un sentido de pertenencia alemán. (Recordemos a Julien Benda, cuando decía que “los Lessing, los Schlegel parecen haber sido los primeros que enarbolaron a sus poetas como expresión del alma nacional –por exasperada reacción contra el universalismo de las letras francesas-”.) Al mismo tiempo, patriotismo y religiosidad se fundieron en uno solo, imbuidos siempre de una veneración agresiva y excluyente de la Kultur germana. En días del imperio (II Reich), la querella entre el gobierno y el catolicismo será conocida como “guerra” o “combate cultural” (Kulturkampf).

La arremetida contra la influencia extranjera en las letras y las artes escénicas tuvo como víctima inicial al humor. A mediados del siglo XVIII, el popular Arlequín fue erradicado de las tablas. La ironía se volvió cada vez más extraña a las mentes alemanas, provocando malentendidos cuando éstas recibían obras extranjeras elaboradas en clave irónica (la novela inglesa, por ejemplo). Se sentaron las bases de una dramaturgia y una narrativa nacionales impregnadas de gravedad y de recogimiento espiritual. Surgió entonces la típica novela alemana, en que los acontecimientos son casi completamente sustituidos por una obsesiva preferencia por la introspección; el desprecio de la exterioridad se manifiesta en una deliberada intemporalidad e indeterminación espacial: en la narrativa germana casi no se mencionan fechas ni lugares (sobre todo reales). Falta toda referencia al trasfondo social. Según una observación del crítico Erich Auerbach, la sociedad es el gran ausente de la tradición literaria alemana; de aquí que ésta carezca de un ingrediente fundamental en la mayoría de las literaturas europeas: el análisis crítico de la realidad. El realismo fue condenado por obtuso y vulgar, un estorbo degradante de las artes literarias, cuyo deber era aproximar al lector a las altas esferas de lo ideal. Para los alemanes, durante tanto tiempo un “pueblo sin Estado”, la verdadera realidad se hallaba en el mundo de lo bello y lo sublime; el presente sólo podía parecerles el reino de la bajeza y de las necesidades insatisfechas. Cuando los escritores se plantearon la posibilidad de ser realistas, su disposición a congraciarse con la realidad se agotó al momento de aceptar que la literatura ejerciese como mediadora entre lo real y lo ideal. La preocupación por el “espíritu supratemporal de la historia” (Auerbach) tiranizó la inspiración de los literatos alemanes. Su método predilecto fue la idealización y la construcción de abstracciones, con total menoscabo de la observación empírica. El idealismo, hegemónico en la Kultur, vive de los arquetipos, cuya singularidad acentúa por medio de la antítesis; esto redobló la tendencia a resaltar la alemanidad contrastándola con arquetipos negativos. A mediados del siglo XIX el estereotipo del judío tomó el lugar del francés como “contraideal”, esto es, como elemento de oposición y exaltación de lo alemán. El contraideal judío en la literatura, ciega casi siempre al judío real, medró en consonancia con el auge del antisemitismo germano, constituyéndose en el mayor arquetipo negativo de las letras nacionales.

El pietismo, que tan a fondo caló el alma alemana, es un movimiento de origen burgués. La revolución cultural alemana impulsada por el pietismo instaló el ethos de la burguesía en el centro mismo del proceso de construcción de la identidad nacional. Pero la burguesía se vio históricamente restringida a un lugar subalterno en la arena pública alemana, lugar de ninguna manera comparable al estatus ascendente de sus pares francés y británico. El fracaso del movimiento revolucionario de 1848 confirmó su exclusión de la política. Reducida a impotencia en esta área, la burguesía alemana volcó sus energías vitales en la cultura, en una búsqueda de compensación que llegó en la forma de idealización: como por arte de encantamiento, su nulidad política se convirtió en un bien moral, en requisito indispensable para una vida orientada a lo espiritual. La política quedó asociada a lo vulgar, mezquino e inmoral. La actividad política fue entendida como incompatible con una vida virtuosa, pero también incompatible con la cultura, que tenía por sentido la búsqueda de lo bello y el perfeccionamiento moral del individuo. El concepto de ‘Bildung’, que deficientemente se puede traducir como “formación personal”, galvanizó la idealización de la atrofia política de la burguesía alemana. La Bildung apunta al cultivo de las facultades personales por medio de la adquisición de conocimientos de alto valor humanístico, tan alto que la funcionalidad social es la menos importante de sus cualidades. Su norte es el ennoblecimiento interior del hombre, no la prosperidad material ni la conquista de poder. La Bildung, contracara de la claudicación política de la burguesía, se erigió en la piedra angular del idealismo y en la quintaesencia del imaginario de lo alemán. No es casualidad que un gran intérprete del alma alemana como Thomas Mann vinculara el apoliticismo y el antirradicalismo alemanes con la preeminencia social de la Bildung.

El arte, desdeñado cuando no detestado por el austero pietismo, que veía en él un lujo aristocrático o la reivindicación de lo mundanal, pudo encontrar su lugar en la Kultur y la Bildung como un medio de propiciar la valoración de lo bello y lo ideal. La educación estética asumió entonces un papel preponderante en la mentalidad burguesa, al extremo de que la “religión del arte” alcanzó en Alemania sus cotas más elevadas. El problema radicaba en los artistas, con su tendencia a violentar los valores burgueses tradicionales. La muy alemana apoteosis del arte debió convivir con una tensión nunca resuelta entre la sociedad burguesa, que idealizaba lo estético, y los artistas, que despreciaban la aptitud para la sumisión y la estrechez de miras del burgués -el tan denostado “filisteo” de las letras germanas-. Una vez más, el resultado fue la disociación entre el arte y la realidad social.

En el meollo del proceso estuvo la idealización de lo griego, fenómeno cultural cuyo origen puede, como pocas veces, fijarse con precisión. En el principio de todo estuvo Johann Winckelmann con su breve ensayo titulado Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura (1755). Pocas veces – también- ha logrado un escrito tanta resonancia en la forja de una conciencia nacional. Winckelmann postuló la imitación de los antiguos griegos como camino a la grandeza de los alemanes. Este llamado fue suscrito por los más celebrados artistas e intelectuales de la nación, y no fue desacreditado ni siquiera cuando unos pocos entre éstos vislumbraron la circunstancia de que lo griego –tal cual era concebido por los alemanes- era poco más que un artificio ideal, una fantasía. La Grecia clásica tomada como modelo fue una fantasmagoría estética que prescindía de los aspectos materiales de la Grecia histórica: las guerras, la economía, la esclavitud, la contundente realidad política. Como no podía dejar de suceder, también en este campo operó el prurito de la oposición, y en este caso el arquetipo negativo fue lo romano, que en el imaginario de lo antialemán se mezclaba con lo francés y sus raíces latinas (y que, por supuesto, arraigaba en la celebración de la victoria de Teutoburgo, elevada a la categoría de símbolo del espíritu libertario alemán). Si había pocas razones para enorgullecerse de la barbarie de los ancestros germanos, en cambio podía proyectarse el espíritu helénico en la moderna alemanidad, la que, debidamente cultivada, haría al mundo el don de una nueva Grecia. A los antiguos griegos se les hizo el honor de considerarlos un pueblo ario, creador eximio de cultura –precisamente como los alemanes modernos. Así como los romanos reconocían la superioridad de la cultura griega y se dejaron absorber por ella, Francia y Europa entera se rendirían a la superioridad cultural alemana. (Durante la Primera Guerra Mundial, Alemania esgrimiría el argumento de que su lucha era la de la Kultur, espiritual y auténtica, contra la Zivilisation, artificial y corrompida. Pocos años después, Hitler apelaría en Mi lucha a la defensa de una cultura aria que unía a través de los siglos a la helenidad y la germanidad.)

Salta a la vista el carácter selectivo del ideal helénico, en cuya construcción se omitió –entre otras cosas- el principio aristotélico del ‘zoon politikon’, lo mismo que la realidad y las premisas fundacionales de la polis ateniense. La idealización de lo griego es otro indicio sintomático de la lamentable escisión de realidad e ideal que tanto incidió en el desarrollo de la identidad alemana. Premunidos de un acervo cultural empapado hasta la médula de un idealismo que daba la espalda a la política; un acervo que, como postula Wolf Lepenies, ha sido afecto a enaltecer la cultura como un «noble sustituto de la política»: los alemanes no estaban ni podían estar prevenidos contra la barbarie nazi. En palabras de Rosa Sala, «los ideales gemelos de Bildung y Kultur no habían servido para detener el avance de lo éticamente atroz».

– Rosa Sala Rose, El misterioso caso alemán. Un intento de comprender Alemania a través de sus letras. Alba Editorial, Barcelona, 2007. 392 pp.

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5 comentarios en “EL MISTERIOSO CASO ALEMÁN – Rosa Sala Rose

  1. Valeria dice:

    Interesantísima, Rodrigo, como siempre, tu reseña. El tema de la idealización de lo griego me ha llamado poderosísimamente la atención. Tendré que echarle un vistazo a este libro.
    Un abrazo.

  2. Chuikov dice:

    Bravo, Rodrigo. Reseña maravillosa. No conocía el libro. Este será el primer título que compre en la Feria.

    Saludos.

  3. Derfel dice:

    Muy muy interesante.

    Rodrigo, siempre abriendo el abanico de lecturas apetecibles…

  4. Rodrigo dice:

    Muchas gracias, estimados. El libro me ha encantado, respira erudición y en ningún momento resulta espeso. Y, sobre todo, me parece una excelente contribución para un tema tan espinoso.

    En lo que está siendo un año de excelentes lecturas, ésta es una de mis favoritas.

  5. Rodrigo dice:

    A todo esto, en la pila espera otro de Rosa Sala (y P. García-Planas): El marqués y la esvástica, el libro sobre César González-Ruano editado en 2014 por Anagrama.

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