EL METEORÓLOGO – Olivier Rolin
Alekséi Feodósievich Vangenheim fue un meteorólogo soviético, una de las muchísimas vidas devoradas por el régimen estalinista. Hijo de un terrateniente de ancestros presumiblemente holandeses, Vangengheim, nacido en Ucrania en 1881, propendió desde su juventud al radicalismo de izquierdas, con tanto entusiasmo que se hizo expulsar tempranamente de la Universidad de Moscú, en la que cursaba estudios de matemáticas. Formado como meteorólogo en un instituto politécnico de Kiev, sirvió en el ejército zarista durante la Gran Guerra y, una vez desatada la revolución, adhirió al bando de los rojos. Ya fundado el régimen bolchevique, a cuyo partido suscribió, Vangenheim se enfocó en una carrera profesional que lo llevaría a ocupar los puestos de director del Servicio Hidrometeorológico Unificado de la URSS y presidente del Comité Hidrometeorológico ante el Sóviet de los Comisarios del Pueblo. Aunque se puede suponer que la militancia partidista favoreció su trayectoria laboral, no parece que el hombre careciera de méritos propios. De manera por completo injustificada, fue acusado en 1934 de pertenecer a una organización contrarrevolucionaria y de cometer sabotaje en la lucha contra la sequía (que en aquellos días devastaba los campos de cultivo ucranianos), por lo que fue confinado en el campo de concentración de las islas Solovkí, en el Mar Blanco (un lugar de espeluznante presencia en libros como Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitzyn, y Gulag, de Anne Applebaum). Cerca de cuatro años después de su detención, fue ejecutado junto con otros mil reos en un bosque cercano al recinto penitenciario. Como en tantos otros casos, su esposa recibió la información de que la condena del meteorólogo había sido extendida a otros diez años de reclusión (sumados a los diez iniciales), sin derecho a correspondencia. Como tantos familiares de los zeks, recién en los años 50 supo ella que Vangengheim había perecido tiempo atrás, y que la fórmula de los “diez años sin derecho a correspondencia” era una clave que ocultaba la ejecución del recluso. Vangengheim fue rehabilitado a título póstumo en 1956.
El escritor francés Olivier Rolin, que frecuentaba la Unión Soviética cuando esta existía, y que frecuenta Rusia después de la desaparición de la URSS, dio en 2012 con un álbum compuesto por las cartas, un herbario y los dibujos que Vangengheim remitió desde el campo de Solovkí a su esposa, Irina, y a Eleonora, su pequeña hija. Fue este documento, enriquecido por tan sencillo pero hermoso material como el de las ilustraciones con las que el meteorólogo esperaba contribuir a la instrucción de su hija (parcialmente reproducidas en la edición de Libros del Asteroide), lo que motivó al escritor a reconstruir la vida de Vangengheim, esfuerzo que se apoyó además en las indagaciones de Memorial, la organización rusa abocada desde los años 80 a investigar los crímenes del régimen soviético. Naturalmente, la labor de Rolin tuvo por resultado un libro muy distinto de los fríos informes facsimilares que puede evacuar una ONG o cualquier organismo público, un libro que merced a su factura a medias literaria, en un registro que comparte características con el tipo de trabajo que llevan a cabo escritores como Javier Cercas, Patrick Deville y Emmanuel Carrère, nos aproxima a la humanidad más íntima y entrañable del protagonista. El meteorólogo, obra publicada originalmente en Francia en 2014, rinde homenaje a la dignidad de un hombre corriente, quizá no del todo impoluto puesto que adhería a un régimen totalitario, pero que no parece haber tomado parte activa en los crímenes que el mismo perpetró. Era ante todo un profesional competente, responsable y comprometido con su labor, convencido de la utilidad concreta de sus investigaciones e iniciativas científicas (coronadas por la red de observatorios polares que erigió a fines de los años 20), las que debían contribuir a la mejora del pueblo soviético. De ninguna manera un héroe ni un ejemplo de lucidez política, este Vangengheim: Rolin incluso se manifiesta un tanto contrariado por la ceguera e ingenua obstinación del personaje, que se mantuvo fiel al régimen aun después de su injusta condena y a pesar de conocer otras muestras de la iniquidad imperante (de las que el Gulag rebosaba; cabe añadir que el campo de las Solovkí era uno de los emplazamientos preferidos por la administración del sistema para recluir a científicos, artistas e intelectuales).
Un hombre no muy distinguible del promedio, «que tal vez no se hiciese bastantes preguntas», escribe Rolin, apuntando al tipo de preguntas que debía hacerse una persona en su desventurada situación, cuestionándose sus filiaciones y poniendo en tela de juicio el contexto, rebelándose de alguna forma: contra sí mismo, contra los tiempos, contra el régimen que tan ingratamente retribuía a su lealtad… En todo caso, una vida la de Vangengheim en absoluto prescindible, vida como muchas otras, que de ninguna manera debieron quedar supeditadas a la abstracción dogmática ni estar libradas a la construcción de una quimera en cuyo nombre déspotas e ideólogos justificaban el sacrificio de una o más generaciones (en palabras de Tony Judt, el recurrir a la historia futura para justificar los crímenes del presente). El destino de Vangengheim, rescatado de la oscuridad tanto tiempo después, es representativo de una época y una sociedad pero también una advertencia surgida desde las profundidades anónimas de la historia, y es por esto que valía la pena que un Rolin nos lo transmitiera en toda su ingénita dignidad.
«La historia de nuestro meteorólogo –apunta el autor-, la de todos los inocentes ejecutados en el fondo de una fosa, son una parte de nuestra historia en la medida en que lo destrozado con ellos fue una esperanza que nosotros (nuestros padres, quienes nos precedieron) hemos compartido, una utopía que creímos, al menos por un tiempo, que “estaba haciéndose realidad”. Y la ignominia es tan grande, que ya no tiene vuelta de hoja».
Está claro que el mismo Rolin fue alguna vez un creyente: siendo joven militó en una agrupación maoísta, de hecho. En su rescate del meteorólogo soviético reverbera una suerte de ajuste de cuentas consigo mismo, no por tardío menos necesario. Por demás muy bien escrito, su libro merece ser leído.
– Olivier Rolin, El meteorólogo. Libros del Asteroide, Barcelona, 2017. 226 pp.
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Qué buen apunte.
La verdadera dimensión de la tragedia provocada por los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX se percibe de forma más nítida con la narración de estas vidas ordinarias, personas que hubiésemos podido ser cualquiera de nosotros de haber nacido 50 años antes.
Tremendo.
Ese es, precisamente, el meollo del asunto. Es lo que otorga relevancia y pertinencia a libros como el del autor francés. Que hasta ahora me era del todo desconocido, debo admitir.
Saludos, Derfel.
La ciencia soviética tuvo ese carácter convulso y complicado derivado del régimen.
Por un lado la patrocinaron, se favoreció la enseñanza en ciencias, las universidades de ciencias y técnicas de la URSS tenían una reputación enorme en aquellos años, el acceso de la mujer a esas carreras no fue restringido.
Pero, por otro cayeron en las necesidades políticas, la busqueda de resultados rápidos, la colocación de personajes aupados por los políticos que hacían pseudociencia o charlatanería (véase Trofim Lysenko).
Lo de Lisenko es tan vergonzoso como característico.
En este sentido, otro signo decidor del estalinismo fue la institución de las «sharashkas», los centros penitenciarios cuyos zeks eran científicos y técnicos que el régimen ponía a trabajar en proyectos de interés gubernamental. Solzhenitzyn fue uno de sus reclusos, y dejó una excelente descipción del sistema en El primer círculo.