EL INVENTOR – Miguel Bonnefoy

“Octave aspiraba todos los rayos, concentraba todas las fuerzas ocultas, y nada, ni una mota de polvo en el viento, ni una nube fugaz, ni la sombra de un insecto, venía a perturbar aquella obra maestra de fuego. Aquella estatua de espejos, erguida como una mina de carbón, aquel monumento de sol domeñaba el calor tórrido, lo subyugaba, lo amaestraba. Era, en la playa, la avalancha blanca de un incendio”.

He aquí una novela breve, de prosa sencilla y que sin grandes alharacas cuenta una historia bella y cruel a un tiempo, la historia de un hombre que a finales del siglo XIX se adelantó a su tiempo con un invento cuya gestación bordeó la casualidad. Se trata de la historia de Augustin Mouchot, un inventor francés relegado al olvido cuya genialidad y cuyas peripecias bien merecen ser recordadas.

Mouchot, personaje real, parisino de constitución enfermiza, enclenque y aquejado de mil males, vivió entre 1825 y 1911. Tuvo una vida con enormes altibajos, marcados por el éxito y el fracaso, la ilusión y la desesperanza, la fama y la falta de reconocimiento, la riqueza y la indigencia. Su gran mérito, aquello por lo cual la posteridad lo ha recordado, fue inventar un aparato de aparente complejidad pero basado en un principio elemental de la física, y empleando como recurso natural la inagotable energía calorífica del sol. Su máquina recogía los rayos solares mediante unos espejos dispuestos en forma de cono, que proyectaban el calor hacia un largo tubo lleno de agua situado en el centro del mismo. El tubo alcanzaba con rapidez la temperatura de ebullición y el agua del interior se evaporaba. Este vapor constituía la fuerza motriz, objetivo final del invento de Mouchot, el cual bautizó con el nombre de Octave en honor al primer emperador romano, ante quien incluso el sol bajaba la vista. Era la primera vez que una máquina empleaba la energía solar, transformándola y convirtiéndola en potencia para mover pistones, ruedas o cualquier otro ingenio mecánico. Octave permitía cocinar, fabricar hielo e incluso imprimir diarios.

El inventor cuenta, y nunca mejor dicho porque la forma en que está escrito evoca la lectura de un cuento, la vida de este hombre frágil pero de voluntad tenaz. Miguel Bonnefoy, autor francés con raíces en Latinoamérica, apenas utiliza diálogos, le basta con ir relatando lo que va le sucediendo a su personaje. Y con este simple hilo conductor traslada al lector a la Francia del último cuarto del siglo XIX, a los tiempos de la guerra franco-prusiana, de triste recuerdo para el país galo, y al ambiente de la llamada Segunda Revolución Industrial, una época en la que toda Europa (en especial Gran Bretaña, Francia y Alemania) se halla inmersa en la vorágine de los inventos, los adelantos técnicos y el avance de la ciencia, todo en aras del progreso y el afán por aumentar la producción de las fábricas, facilitarle el trabajo, y en general la vida, al ser humano. La Tercera Exposición Universal de París de 1878 ocupa una parcela destacada en las páginas de El inventor; una exposición en la que, además de Octave, destacaron ingenios tan novedosos como un aparato para hablar y comunicarse a distancia llamado teléfono, una máquina capaz de fabricar grandes bloques de hielo, o una colosal cabeza coronada que personificaba la Libertad, cuyo interior podía ser recorrido a modo de mirador, y que pocos años después acabaría colocada sobre los hombros de una estatua gigantesca que Francia regaló a Estados Unidos con motivo del centenario de su declaración de independencia.

Bonnefoy retrata esta época de vértigo y frenesí con sencillez y sin amaneramientos ni florituras, simplemente mostrando los avatares de la vida de Mouchot. Se hace eco también la novela, como no podía ser de otro modo, del gran enemigo con que se encontró la invención de Mouchot. La inacabable energía solar venía a reemplazar, de la mano del inventor francés, a la fuente de energía dominante en todo el mundo en aquella época: el carbón, que algún día se agotaría. Sin embargo, el gran rival con el que hubo de lidiar Octave no fue este sino otro tan imprevisible como imbatible: las azarosas condiciones climatológicas. Un simple nublado bastaba para echar al traste el invento de Mouchot.

Pero no hay que engañarse: el protagonismo de la novela no lo tiene este conflicto, ni la vorágine de los inventos, ni el ambiente y la época en que se sitúa la historia, sino la simple trayectoria vital de Mouchot, su ánimo y su voluntad, sus estados de euforia y de desesperanza. Se trata de la vida de un hombre que subió a lo más alto y también cayó a lo más bajo, que tuvo audiencias con emperadores pero también vivió en la indigencia. Tan amplio espectro vital es plasmado por Bonnefoy con una sencillez pasmosa, con fluidez y  asombrosa delicadeza. Esta delicadeza, elegancia y sencillez, recuerdan un poco, salvando las distancias, al estilo rico e inagotable de Stephan Zweig, autor cuyas biografías brillan por sí mismas. La biografía de Mouchot, por su parte, tiene la cualidad de hacer que lo difícil parezca fácil, tal es la principal virtud de la obra.

Miguel Bonnefoy es un autor francés que, pese a su juventud (nació en 1986), ya ha recibido numerosos reconocimientos. En El inventor ha gestado una pequeña gran obra. Vale la pena acercarse a ella y comprobarlo.

 

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Miguel Bonnefoy, El inventor (traducción de Regina López Muñoz). Barcelona, Libros del Asteroide, 2023, 166 páginas.

     

2 comentarios en “EL INVENTOR – Miguel Bonnefoy

  1. cavilius dice:

    Apunta, apunta. Es una novela sencilla pero exquisita. En la sencillez está el buen gusto.

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