EL INFIERNO DE LOS JEMERES ROJOS – Denise Affonço

EL INFIERNO DE LOS JEMERES ROJOS - Denise AffonçoCon posterioridad al Holocausto, el régimen de terror de los jemeres rojos en Camboya, vigente de abril de 1975 a enero de 1979, fue una de los más atroces manifestaciones de lo que Zygmunt Bauman denominó, en una gráfica caracterización del totalitarismo, el “estado jardinero”, que “toma a la sociedad que dirige como un objeto por diseñar y cultivar y del que hay que arrancar las malas hierbas” (v. Bauman, Modernidad y Holocausto). Es cierto que entre el Tercer Reich y la República Democrática de Kampuchea (el nombre dado a Camboya por el régimen de Pol Pot, líder de los jemeres rojos) hubo –entre muchas otras- una diferencia sustancial, surgida del lugar de la modernidad en las respectivas matrices ideológicas: mientras la cosmovisión hitleriana concedía un rol fundamental a la tecnología moderna y a la industrialización, los jemeres rojos estaban embebidos de un odio visceral al capitalismo, tal que aspiraban a la realización de una utopía agraria contrapuesta a los proyectos industrializadores que los regímenes comunistas solían implementar en sus respectivos países (desde la URSS en adelante). No obstante, el de Pol Pot fue en todas sus facetas un ejemplo de ingeniería social practicada a escala nacional, en que un régimen establecido a sangre y fuego hizo del país entero un vasto laboratorio de gestión integral de la población, orientada al cultivo de un “hombre nuevo”. El espeluznante resultado fue el exterminio de una porción ingente de la población camboyana, que según cálculos fiables se aproximaría a la tercera parte del total (que en 1975 ascendía a unos 7 millones y medio de habitantes). Esto significa que, en términos proporcionales, el régimen de Pol Pot, de inspiración maoísta, fue el más cruento de un siglo cuajado de gobiernos criminales. El abominable experimento sólo terminó cuando los vietnamitas invadieron el país, el 7 de enero de 1979. Mientras duró, millones de personas se vieron convertidas en reclusos de un enorme campo de concentración, cuyas dimensiones prácticamente coincidían con las fronteras nacionales. Una de esas personas fue Denise Affonço, nacida en 1944 en Phnom Penh y de nacionalidad francesa. Su marido fue ejecutado por los jemeres rojos y su hija de 8 años murió en sus brazos, consumida por el hambre. Ella y su hijo mayor (contaba 12 años en 1979) sobrevivieron apenas a las penurias del “campo de reeducación” en que la familia fue confinada desde la alborada del régimen. Poco después de la caída del régimen, Denise, quien durante casi cuatro años cargara con el estigma de “burguesa” –mujer corrompida e irrecuperable para la sociedad-, escribió su testimonio del calvario recién padecido.

Ella misma se describe en El infierno de los jemeres rojos como un producto puro del colonialismo. Su padre era un ciudadano francés de ancestros portugueses e indios, su madre era vietnamita. En 1975 trabajaba como secretaria en el servicio de cultura de la embajada francesa en Phnom Penh. A poco de consumarse la toma del poder por los jemeres rojos, la capital camboyana fue mayoritariamente desalojada y sus habitantes desplazados a campos de concentración, destino del que no escaparon Denise y su familia, compuesta por su compañero (un hombre de negocios chino y simpatizante de los comunistas) y los dos hijos de la pareja. Se suponía que el confinamiento tenía por objetivo la reeducación y el disciplinamiento, pero la verdad era mucho más cruda: los nuevos señores del país no tenían suficientes balas para ejecutar a todos sus enemigos de modo que los sometían a un sistema de muerte lenta. En poco más de tres años y miedo de gobierno polpotiano, la inanición, las enfermedades y la extenuación acabaron con la vida de cerca de dos millones de camboyanos.

En un país de extensos arrozales, los reclusos disponían sólo de raciones exiguas de arroz; en un país de árboles frutales, los reclusos casi olvidaron el sabor y el aroma de las frutas. Un mísero potaje de arroz o una aguachirle en que nadaba algún minúsculo trozo de verdura o de pescado: esto era la dieta más frecuente de los confinados en los campos. Aplacar el hambre se transformó en la obsesión excluyente de estas gentes, cuyas declinantes fuerzas debían emplearse en arduas labores agrícolas o de construcción (de primitivas represas sobre todo), a las que en su mayoría no estaban habituadas. Por descontado que las condiciones de higiene eran paupérrimas, y que los enfermos no podían ilusionarse con recibir un tratamiento médico adecuado. Denise Affonço, que tenía el francés por idioma cotidiano y que no trabajaba con las manos, no podía ser sino una burguesa y una intelectual: catalogada como elemento inservible e irredimible, debía empero asistir a sesiones diarias de adoctrinamiento en que unos fanáticos raramente alfabetizados y ebrios de ideología machacaban el cerebro de personas desnutridas, exhaustas y moralmente quebrantadas. Los opresivos reglamentos, los eslóganes -demenciales y repetidos hasta la saciedad- y los actos de autoinculpación minaban toda voluntad de resistencia y ahogaban cualquier asomo de dignidad en las muy denigradas víctimas. Nimiedades como portar gafas y cruzarse de piernas estaban terminantemente prohibidas: había que suprimir esos indicios de intelectualidad y esos aires de arrogancia capitalista. Antes de un año, adultos y niños perdían todo remilgo en materia de alimentación, y nada que tuviese aspecto comestible se libraba de ser ansiosamente devorado. De modo inevitable, el dramático relato de la autora adquiere ribetes escabrosos cuando se enfoca en las premuras de la supervivencia. Por estremecedora que resulte la lectura, no hay sino asumirla y cobrar conciencia de un episodio histórico tan horrendo como vergonzoso.

La banda de criminales que se enseñoreó de Camboya no tuvo piedad alguna con los hijos de los “podridos burgueses”: improductivos como eran, su magra alimentación los condenaba a extinguirse hasta la muerte en cuestión de meses; ocasionalmente convertidos en merodeadores de las cocinas ajenas –las de los celadores y los jefes-, el robo de alguna banana o de un trozo de mandioca les acarreaba una pronta ejecución. Frecuentemente eran sustraídos de la custodia de sus padres y obligados a realizar un extenuante trabajo de adultos. Ya reducidos a macilentas figuras andantes, los niños eran vaciados de su educación anterior y se les indoctrinaba en la veneración y el temor del régimen. (En paralelo, sus padres eran forzados a deshacerse de cuanto les recordase su vida pasada, incluidas las fotografías familiares.) Se les enseñaba que los modales y señales de cortesía eran inútiles, tanto como el respeto por sus padres y parientes. Los valores y los afectos familiares fueron casi completamente borrados en aquellas frágiles criaturas. La paternidad y la devoción filial perdieron todo sentido: de los niños sólo importaba la entrega en alma y cuerpo a Angkar (camboyano por “la Organización”).

Angkar era el nombre clave del Partido Comunista de Kampuchea, el de los jemeres rojos. En la narración de Denise Affonço adquiere por momentos proporciones míticas, asomando como un ente revestido de atributos sobrenaturales. Angkar es un terrible espantajo o el demonio de las pesadillas, un ser omnisciente y todopoderoso que desde las sombras lo controla todo y en cuyo nombre se hace todo. Es la versión espectral del Hermano Mayor (o Gran Hermano) de Orwell, mucho peor que él en verdad, puesto que carece de todo cuanto asemeje una corporeidad humana. Es un ente abstracto al que se adora o se teme. Aquellos que se hacen llamar los libertadores de Camboya, los jemeres rojos, tienen siempre en sus labios el nombre del que guía sus pasos, y lo invocan en voz alta cada vez que infligen un castigo a los enemigos de clase. Mienten también los rojos, a espuertas y sin rebozo, siempre en nombre de Angkar; al principio, cuando se trata de aplicar medidas drásticas como la de despoblar Phnom Penh, embaucar a los enemigos con referencias a la buena voluntad y la sabiduría infalible del misterioso ser puede resultar más provechoso que valerse de una violencia franca e inmediata. Angkar, deben entender los burgueses y antiguos explotadores, vela incesantemente por el bienestar del pueblo… Faltó poco para que los victimarios exigiesen de sus víctimas que agradecieran a Angkar su severidad; ¿a quién si no debían la oportunidad de expiar en los campos sus faltas, o, más bien, la falta de ser lo que eran (en vez de lo que hubieren hecho)?

Para Denise, y para nosotros sus lectores, casi tan estremecedora como la relación de sus padecimientos camboyanos es la constatación de que en Francia, a la que consideraba su verdadera patria y a la que arribó meses después de su liberación –en compañía de su hijo-, cundía una muy escasa disposición a atender su testimonio. No se trataba de simple indiferencia, sino de la hegemonía de la gran quimera de izquierdas. Estaba en la fisonomía de la época aquello que denunciara François Furet en emblemático libro finisecular: la ilusión comunista contagiaba incluso a quienes, especialmente en el gremio de los intelectuales, no profesaban el ideario marxista, y la realidad de los países comunistas, aunque abundasen señales de lo mal que ellos iban, era encubierta por la coartada del gran ideal, de la mayor ilusión del siglo. No abundaban en la Francia de 1980 los que quisieran enfrentar la cruda realidad de Camboya, aquel remoto rincón de su extinto imperio.

Sin más pretensiones estilísticas que la llaneza y la claridad, ni otro horizonte moral que una indeclinable honestidad, el de Denise Affonço es un libro de denuncia que merece figurar entre los más necesarios e impactantes del siglo XX.

– Denise Affonço, El infierno de los jemeres rojos. Libros del Asteroide, Barcelona, 2010. 256 pp.

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17 comentarios en “EL INFIERNO DE LOS JEMERES ROJOS – Denise Affonço

  1. Clodoveo11 dice:

    Buena reseña de un libro necesario, que debería ser de lectura obligatoria en las escuelas. Libro de testimonios, pero que creo en este caso aún va más allá, porque plasma el rostro de la maldad pura y dura que sí, existe. Nada de psicopatías o contumacia en la estupidez: maldad y ya está. Camboya cayó en manos de unos delincuentes crueles y sádicos, sin mayor dimensión moral que esa.

    Creo que en este caso ni siquiera existía la excusa de una ideología que, como el nazismo o el comunismo soviético si me apuras, aspirase a crear una sociedad y un hombre nuevos. Aquí ni eso: era sólo odio, odio y más odio.

    Horroroso pero imprescindible.

  2. APV dice:

    Clodoveo, y mucha ignorancia. Todo lo que no entendían debían destruirlo, todo lo diferente a su idea de un mundo rural (que no era el rural real) exacerbando el odio de los campesinos hacia loa urbanitas.

    Y también estupidez, generaron tanto miedo y destruyeron tanto sus medios que cuando los vietnamitas entraron nadie se atrevió a avisar durante horas.

  3. Rodrigo dice:

    Comparto tu apreciación. En lo que hicieron los jemeres rojos no cuenta ninguna coartada ideológica, de ningún tipo.

    Imprescindible, muy cierto.

  4. Rodrigo dice:

    Sí, la más absoluta ignorancia y la más absoluta cerrazón mental, Antígono. La mayoría de los jemeres rojos eran jóvenes analfabetos, desconocedores del mundo y sin otra visión de la realidad que la de las consignas que les embutieron sus jefes.

  5. León dice:

    Amplia y muy descriptiva reseña sobre la praxis más primitiva y sanguinaria del comunismo hasta hoy día.
    Cabería añadir, si me lo permite y no (le) resulta inadecuado que, ha sido revelador y abominable saber que el gobierno de los EEUU omitió y apoyó implícitamente esta barbarie genocida al inclinarse del lado chino en la puja por la hegemonía entre los dos titanes del comunismo expansivo, la URSS y China.

  6. José Sebastián dice:

    Enhorabuena, y van tantas, apreciado Rodrigo por tan gran reseña de una obra, que, como comenta Clodoveo, debería de ser de lectura obligatoria.

    «Con esta obra, quiero hacerme testigo de cargo del monstruoso régimen de los jemeres rojos y rendir homenaje a quienes me liberaron, los soldados del ejército regular vietnamita que estaba en guerra contra la ideología más sanguinaria de la época, el comunismo maoísta que inspiró a Pol Pot» (Denise Alfonço).

    Leí de «un tirón» este libro – testimonio en octubre de 2015. Realmente estremecedor.

    Como tú, Rodrigo, asocié a Angkar con el Gran Hermano de los jemeres rojos pero hasta proporciones inimaginables para cualquier mente humana «sana» (aunque la Humanidad estuviera ya advertida por el Holocausto. Una muestra más de la vergüenza que las grandes potencias y la ONU han demostrado con su inacción en tantos genocidios: Balcanes, Ruanda, Siria…)

    De lectura imprescindible.

    Saludos

  7. Clodoveo11 dice:

    La ignorancia no exime de la maldad, en cualquier caso. Cuando le saltas las uñas al vecino sin la menor empatia humana entra en juego la maldad absoluta y elegida por uno mismo. Eran malos y quisieron ser malos, en el sentido mas lato de la palabra.

  8. Rodrigo dice:

    Qué lejos estuvo aquello de la matanza industrializada del Holocausto, ¿no, José Sebastián? Lo de los jemeres rojos fue de un primitivismo espantoso, tan crudo como sus elementalísimas y perversas motivaciones. Y tan mortífero.

  9. José Sebastián dice:

    Coincido plenamente Rodrigo. Los Nazis optaron por un sistema más «refinado» (campos de exterminio «industrializados») tras las «aberraciones» de los Einsatzgruppen en matanzas como la del barranco de Babi Yar; y los Jemeres Rojos optaron por un sistema más rudo y primitivo (aunque tampoco debemos olvidar que Camboya no era Alemania).

    En ambos casos, eso sí, consiguieron que la inmensa mayoría de sus víctimas fuera incapaz de rebelarse ante un final – la muerte, más o menos espantosa y cruel – que tenían ante sus propios ojos pero que se negaban a creer. ¿Recuerdas como el marido de Denise Alfonço la tranquiliza ante la llegada de las tropas jemer a Phnom Pehn y ordenan a la población abandonar la capital? ¿Recuerdas cómo los desplazados se aferran a la esperanza de un futuro mejor en el nuevo campo al que son trasladados, cuándo siempre van a peor?

    Y sí, Clodoveo, la MALDAD absoluta anidaba en los ¿corazones? de los jemeres rojos. Y eso nos lleva a la eterna pregunta: ¿Qué hubiéramos hecho nosotros en ese lugar y esa época? ¿hubiéramos sido víctimas o verdugos? Esas preguntas que nos asaltan al leer las obras de Hannah Arendt y Gitta Sereny.

  10. Rodrigo dice:

    Acordarme, cómo no. El marido de Denise, empresario adinerado y amante de los lujos, recuerda a los aristócratas franceses y rusos que en 1789 y 1917 -respectivamente- festejaron el triunfo de los revolucionarios, para acabar guillotinados o tiroteados, o desaparecidos en un campo de concentración…

  11. Rodrigo dice:

    En este asunto, León, las grandes potencias no tienen las manos limpias.

  12. Clodoveo11 dice:

    Pues José Sebastián, no sé qué decirte. No voy a asegurar ni una cosa ni otra. No sé si sería un héroe, porque ante las torturas sería un cobardica y ante el temor a que dañasen a mi familia. Pero no sé si soportaría cargarme porque sí a un ser humano inocente. Debe tenerse en cuenta que en esas situaciones de coacción inmensa la escala de valores y preferencias se trastoca dramáticamente, y se vive en una verdadera realidad paralela, como explicaban muchas víctimas del Holocausto. Situaciones de este tipo las hemos visto en los experimentos de Milgram o Zimbardo, en donde el peso de un poder coactivo lleva a hacer monstruosidades. Ahora bien, me pregunto si ese fue el caso de todos los involucrados en la locura jemer, o los que macheteaban a saco en Ruanda, o los vecinos violadores y torturadores en la anteayer pacífica ex-Yugoslavia.

    Pero aunque con honradez te digo que igual hubiera tenido que asesinar personas para salvar mi pellejo o mi familia, igualmente te digo que en estos casos no veo cargos de conciencia, angustias o mínima resistencia ante lo que pasa. Veo, al contrario, disfrutar y pasándoselo bomba a muchos de estos jemeres y otros colectivos genocidas en el desempeño de su función. Conque la cosa coactiva, pura y dura, tampoco la veo tan clara. Veo que la situación más bien dispara en muchos casos un sadismo interno previo, una criminalidad reprimida o «reptiliana» que aflora con gusto y sin autolimitación. Digámoslo crudamente: se puede tener que asesinar sin remedio y coaccionado, pero no regocijarse o entregarse alegremente a la tarea. En este punto me acuerdo del trabajo de Álvaro Lozano sobre el funcionamiento de la estructura de poder nazi, extensible al desarrollo de los KL y a otros casos similares: los epígonos y mandos inferiores se lanzan a superar las barbaridades teóricas del jefe supremo para agradarle y congraciarse aún más. Puede que por ahí vayan los tiros, pero sigo insistiendo, con una maldad previa anidada en el cerebro.

  13. Clodoveo11 dice:

    Otro aspecto interesante a comentar en estos dramas es lo que decíais acerca de la «sumisa» conducción de las víctimas al matadero. Siempre me he preguntado en momentos de crisis inminente extrema, previos a una guerra civil, revolución, apocalipsis de otros tipos, etc, cómo distinguir las «señales» que marcan el punto de «no retorno», es decir, el momento en que debes huir con los tuyos aún dejando atrás todo lo material o que decides quedarte pensando que la cosa no va a ser para tanto, con el riesgo de equivocarte fatalmente. Es un aspecto en el que no sé si la psicología de conflictos ha profundizado, o sólo se halla en testimonios, pero que considero muy digno de estudio.

  14. Toni dice:

    Como siempre se te lee con placer, Rodrigo.
    Un libro que me impactó y siempre recomiendo al tratar el tema de los Jemeres Rojos. Estoy abierto a más sugerencias de lectura sobre este tema.

  15. Rodrigo dice:

    Debo decir que una referencia tuya me puso tras la pista de este libro, Toni. Tu recomendación no cayó en saco roto.

  16. Rodrigo dice:

    Una maldad previa, Clodoveo, o una propensión instintiva a la maldad que estalla en cuanto se desmoronan las inhibiciones culturales. No es difícil representarse las crisis de ese tipo (quiero decir, las que encajan en categorías como las de “genocidio” y “asesinato en masa”) como una inmersión profunda en el mismísimo corazón de las tinieblas, tanto peores cuanto que son masivas y los perpetradores no parecen mostrar indicios de arrepentimiento. La solidaridad en el mal, sobre todo si ha estado respaldada e incluso legitimada por una institucionalidad entera (gobierno, legislación, organizaciones, uniformes, etc.), les proporciona, a esos perpetradores, un buen pretexto y una útil coartada. Se me ocurre que sólo cabe esperar lo peor de la naturaleza humana cuando las mayores aberraciones son cometidas de modo colectivo y al amparo de un contexto de normalidad institucional (lo anómalo y arbitrario vuelto normal por obra de un orden establecido). El caso alemán es quizá el más alarmante y el más decidor por el grado en que pone de manifiesto la fragilidad de las inhibiciones culturales: ya se sabe, el conocido tema de una sociedad cuya refinada cultura no le impidió cometer el mayor de los crímenes. Ninguno como este expone el proceso civilizador como un simple mito edificante, una simple ilusión.

    Un elemento importante viene a ser el de la deshumanización de las víctimas, que, por desgracia, no requiere mucho más esfuerzo que el de un mediano trabajo propagandístico, como el de unas cuantas consignas inseminadas aquí y allá, o la simple movilización de los prejuicios ancestrales, activando las patrañas que de antiguo circulan sobre los que, vecinos nuestros, visten de manera diferente o tienen otro color de piel, o la nariz de forma equivocada. Un toque de ideología y retrocedemos al estadio tribal –cuando se trata de sociedades de las que llamaríamos evolucionadas, claro está; la camboyana y la ruandesa no lo eran-. Considerado este factor, resulta menos inaprensible la conocida imagen del torturador que, en la comodidad de su hogar, se deleita tocando el violín o se comporta como un padre y marido cariñoso; no eran propiamente humanos aquellos que sufrían bajo sus manos, un rato atrás.

    Al contrario de lo que piensa el ingenuo de Daniel Goldhagen, no es un requisito indispensable de las matanzas multitudinarias el odio y su correlato lógico, el ansia de eliminación. La deshumanización de las víctimas surte más bien un efecto de indiferencia, y la indiferencia es ya un muy corrosivo disolvente de las objeciones morales que la conciencia pudiera oponer. Zygmunt Bauman pone el ejemplo del operativo nazi que arrojaba cristales venenosos por una rendija y se veía a sí mismo como un oficial de sanidad que acababa con una plaga (mientras que los que se apretujaban desnudos en la cámara de abajo eran tan humanos como él). Es, en diferentes niveles de intensidad, la misma deshumanización que interviene en el caso del artillero de una aeronave de combate o del operador de un dron de ataque, que detectan sus objetivos a mucha distancia y similares a los de un videojuego. Puesto en semejantes condiciones, el individuo no empatiza con la condición humana de aquellos que están en la mira.

    Indiferencia en vez de odio, esto es lo que evidencian investigaciones como las de Milgram y Zimbardo y lo que argumentan estudiosos como Ian Kershaw y el mentado Bauman.

  17. Rodrigo dice:

    (Perdón por la redacción, he usado el “como” unas treinta veces…)

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