DE ADOLF A HITLER – Thomas Weber

Este libro es la continuación lógica de La primera guerra de Hitler, trabajo en que el historiador Thomas Weber emprendía una búsqueda de las raíces de la politización y radicalización de quien se convertiría en el siniestro dictador de Alemania. Weber concluía en la primera parte de su pesquisa que la experiencia de Hitler en la Primera Guerra Mundial y en la inmediata posguerra no bastó como semillero del jefe supremo del Tercer Reich; dicho de modo sucinto: la guerra no engendró a Hitler. Haría falta una sucesión de nuevas experiencias y un período de maduración ideológica para que acabara gestándose el Hitler que trascendió del anonimato a la historia. Esto, la fase verdaderamente decisiva en la génesis del supremacista ario y antisemita furibundo, del propugnador de un conflicto de escala global y de la fundación de un imperio alemán milenario, es objeto de escrutinio en la segunda parte, titulada De Adolf a Hitler: la construcción de un nazi (la edición original en alemán data de 2016). Fue en la etapa comprendida entre mediados de 1919 y fines de 1924 (cuando Hitler fue liberado de la prisión de Landsberg), que el artista fracasado y veterano de guerra se transformó en figura política, pero sobre todo fue en ese período que floreció la específica visión hitleriana del mundo, desarrollándose a la par el estilo característico del futuro Führer (su estrategia y sus tácticas predilectas, o el modo hitleriano de desenvolverse en la arena política). Esta tesis refuta la imagen que de sí mismo presenta el personaje en Mi lucha, en especial el pasaje en que asegura haber sufrido la mutación esencial de su vida -su camino de Damasco- en noviembre de 1918, cuando terminaba la guerra y estallaba la revolución que derribó la monarquía alemana. De acuerdo a nuestro autor, la afirmación -tenida por válida por muchos biógrafos e historiadores- no es más que una de tantas falsedades convenientes que un examen minucioso puede descubrir en el referido manifiesto. El Hitler que salió de la guerra no había absorbido aún el batiburrillo de ideas que animarían la quintaesencia programática del nazismo, y ni siquiera el Hitler que encabezó el fallido «Putsch de la cervecería» en 1923 es plenamente identificable con el que empujaría a Alemania a una nueva conflagración mundial, desencadenando de paso el Holocausto. 

En su estudio, Weber entrelaza dos temas principales: la hechura de Hitler tal cual lo conocemos, y la forma en que él mismo urdió una versión falsa de su evolución personal, expuesta para consumo público en Mi lucha. Respecto del primero, hace hincapié en la singularidad del movimiento revolucionario bávaro, relevante puesto que la capital del estado de Baviera, Múnich, fue el lugar de residencia de Hitler en los primeros años de posguerra, haciendo las veces de cuna del movimiento nazi. En vez de acogerse al llamado a la desmovilización, el nacido en Austria optó por permanecer en el ejército (ciertamente, no tenía un hogar al que regresar ni una fuente de ingresos alternativa). La cuestión es que las unidades militares bávaras adhirieron masivamente a la agitación revolucionaria. De las tumultuosas jornadas emergió un gobierno estadual de corte socialista moderado, más afecto a la instauración de un régimen reformista que a una ruptura total con el pasado. En la práctica, pertenecer en ese contexto al ejército equivalía a comprometerse en la defensa del nuevo orden democrático, encabezado por izquierdistas republicanos que se esforzaban por mantener a raya a los radicales de izquierda. (Recordemos que, en su obra anterior, Weber demostró que la experiencia bélica no incidió demasiado en las afinidades políticas de los veteranos, renuentes en su mayoría a secundar a los partidos extremistas, tanto antes como después de la guerra.) Según Weber, no existen indicios incontrovertibles de que a Hitler le repugnase ese orden, no en 1919. Poco había por entonces de las fobias y las tendencias radicales que luego sazonarían la retórica hitleriana (su nacionalismo y su antisemitismo eran aún difusos), poco del azote implacable del republicanismo parlamentarista cuyo origen fecharía en noviembre de 1918. Esto no encaja con la imagen que más tarde se construyó de cara al público: la de un temprano inconformista de derechas, hostil desde siempre a la democracia liberal; resulta esta una imagen incoherente con la de alguien que de hecho ofició como una especie de servidor de la incipiente república bávara.

Weber lleva su tesis al punto de sostener que Hitler, lejos de aborrecer desde un principio la transición a un régimen democrático, en 1919 todavía dudaba de qué lado inclinarse, y que sus simpatías y sus cálculos lo acercaron por un momento a la izquierda moderada. Sería sintomático el que fuera elegido por los integrantes de su compañía para un puesto de responsabilidad (Vertrauensmann, representante de los soldados) que implicaba participar en actividades prorepublicanas; el grueso de los soldados simpatizaban con la socialdemocracia: no habrían votado por alguien que pregonase ideas de extrema derecha. Y votaron nuevamente por él después de que se estableciera en la capital bávara un régimen soviético (abril de 1919), de efímera existencia. El giro de Hitler hacia la derecha radical habría empezado recién a mediados de aquel año, por los días en que fue reclutado para asistir al curso de propaganda que lo iniciaría en la oratoria política. ¿El detonante de la conversión? La ratificación del Tratado de Versalles por el gobierno alemán, el 9 de julio. Como tantos de sus compatriotas de adopción, el propagandista en ciernes comprendió tardíamente que Alemania había sido derrotada, pero esta toma de consciencia estuvo tamizada por la versión amañada de lo sucedido, conforme la cual la derrota se había materializado no en los campos de batalla sino por obra de quienes propinaron al país una puñalada por la espalda; además, las condiciones punitivas del tratado, alejadas de las promesas benignas de Woodrow Wilson, eran consideradas un abuso de las potencias occidentales y una traición por parte del presidente estadounidense. La frustración y el despecho causados por el tratado serían el germen de las fobias primigenias de Hitler, enfocadas en el capitalismo y las finanzas internacionales; de hecho, las diatribas contra el materialismo de la economía moderna, la «esclavitud de los intereses» y la erosión del tejido social por la rapacería capitalista eran algunos de los motivos prevalecientes en el aludido curso de propaganda.

Weber realiza un puntual examen de la constelación de personalidades e ideas que terciaron en la formación ideológica de Hitler, precisamente cuando empezaba la andadura que lo puso en contacto con los círculos nacionalistas, en particular con el Partido Obrero Alemán de Anton Drexler, antecesor directo del partido nazi. Rastrea también sus primeros pasos como agitador y como miembro de esta agrupación, en la que conquistó tempranamente una posición de privilegio merced a sus virtudes oratorias, indispensables para la captación de adeptos. Hitler consolidó su estatus dentro del partido a medida que reforzaba las líneas directrices de su pensamiento -harto más flexibles de lo que admitiría después- y maniobraba entre diversos camaradas y mentores prominentes. Varios de ellos desertaron del partido y pasaron a ser detractores de Hitler; otros rivalizaron con él por la supremacía partidista, terminando desbancados con habilidad (entre ellos estuvo Drexler, relegado a una posición meramente simbólica). Vemos, pues, a un líder ascendente que se exponía a un surtido de influencias ideológicas, seleccionando los temas, dogmas y objetivos que movilizarían al nazismo. Se trata de una faceta significativa, puesto que no dejaba de haber matices y fluctuaciones en los conceptos que articulaban el discurso alemán de derechas. El antisemitismo, por ejemplo. Ni siquiera uno de los ideólogos más reputados de la época, Houston Stewart Chamberlain, cuyo pensamiento cabe calificar de protofascista, profesaba un antisemitismo biologicista como el que adoptó Hitler. Para el publicista anglo-germano, el judaísmo -al que rechazaba- era una cuestión cultural en vez de racial, y había que combatirlo en el plano de las ideas y las actitudes. De ninguna manera habría propendido a juzgarlo insoluble si no era por la vía del exterminio. En cuanto al antisemitismo de Hitler, el que se agudizara a partir de 1919 estuvo más relacionado con el repudio del capitalismo internacionalista angloestadounidense, supuestamente controlado por los judíos y presunto responsable de las cadenas impuestas a Alemania por Versalles, que con los trastornos sufridos por Rusia a manos de la «caterva de revolucionarios judeobolcheviques».

Ya a comienzos de los años veinte se prefiguraba el caudillo nazi que causaría perplejidad entre los analistas futuros de su trayectoria y personalidad, divididos por lo general entre quienes ven en él a un oportunista inescrupuloso y táctico consumado y quienes lo conciben como un dogmático irrestricto, ceñido a un exclusivo e invariable patrón de comportamiento (ideológicamente motivado). Mejor opción es la de atribuirle una alternancia de ambos factores, esto es, la combinación de pragmatismo y de fanatismo doctrinario. Una muestra de la destreza táctica de Hitler está en el haber camuflado todavía en 1923 su convicción de encarnar la figura providencial que tantos ansiaban para Alemania. Si se presentaba como el escudero de un salvador en vez del salvador mismo (en su fuero interno ya por entonces se arrogaba ese papel), lo hacía únicamente por cálculo. Estaba consciente de que el diminuto partido nazi era insuficiente como plataforma de apoyo (por no hablar de su propia falta de figuración nacional), y que nada podría lograr sin el concurso de los conservadores, cuya aprobación se habría enajenado en caso de exhibirles abiertamente su ambición. Frente a la clase dirigente, lo rentable era hacerse pasar solo por el portavoz de una causa, o por un agitador al servicio de quien tuviese las credenciales adecuadas para personificar el liderazgo mesiánico. (Por de pronto, ese alguien parecía ser Ludendorff.) Con todo, la capacidad maniobrera de Hitler no era infalible: el frustrado golpe de noviembre de 1923 (el «putsch de la cervecería») fue una movida chapucera, irremediablemente condenada al fracaso por su absoluta carencia del sentido de la oportunidad y por su pésima planificación. El grotesco incidente debió provocar el final abrupto de la carrera política de Hitler. Sin embargo…

Lo que siguió es historia conocida: Hitler fue juzgado y condenado a prisión en Landsberg. Pero el juicio le suministró una palestra en que exponer sus ideas y una caja de resonancia de alcance nacional. Lo convirtió, al fin, en una celebridad. Gracias a la condena, además, tuvo ocasión no solo de escribir el libro que devendría la bibia del nazismo sino de reflexionar sobre la improcedencia de la vía insurreccional al poder: la acomodación oportunista a la legalidad le brindaría mejores resultados. Por si fuera poco, la reclusión carcelaria le abrió las puertas de la alta sociedad muniquesa, cautivada por su aura de misteriosa energía y su imagen de genio salvífico, de redentor dispuesto al sacrificio por la patria. A la larga, el fracaso del putsch resultó una bendición, para él y para su partido.

En lo concerniente a su ideario político, fue en Landsberg que Hitler terminó de darle forma, perfilando las que en adelante serían sus obsesiones definitivas. Allí se apropió del tema del «espacio vital» (Lebensraum), base del expansionismo germano orientado hacia el Este (Hitler había coqueteado previamente con la idea de una alianza entre Alemania y una Rusia monárquica); radicalizó sus convicciones racistas, en particular su antisemitismo, provisto de una vez por todas del sustrato biologicista que precedería a la voluntad de exterminio; reconfiguró el mapa del destino geopolítico de Alemania, fijándose en Francia y Rusia como enemigos primordiales de la nación germana (antes concentraba sus odios en la esfera angloestadounidense, desde la que el capitalismo judío extendía supuestamente sus tentáculos hacia el orbe). Tal cual apunta Weber: «Con la conclusión de Mi lucha, la metamorfosis de Hitler —de ser un don nadie con ideas políticas indefinidas y mudables a convertirse en un líder nacionalsocialista— quedó completa. En la segunda mitad de la década de los veinte, el Adolf Hitler que, una vez en el poder, casi puso al mundo de rodillas se hizo visible».

– Thomas Weber, De Adolf a Hitler. La construcción de un nazi. Taurus, Madrid, 2018. 592 pp.

     

7 comentarios en “DE ADOLF A HITLER – Thomas Weber

  1. APV dice:

    Es interesante ver cómo se crean estos personajes, su ascenso dentro del partido. ¿Una conversión rápida o una evolución desde lo que ya era?

  2. Rodrigo dice:

    Muy interesante, ciertamente.

    Yo no creo que sea plausible concebir estas cuestiones en términos de saltos, quiebres o vuelcos repentinos. La idea de evolución es más adecuada, a pesar de la connotación positiva que carga el término (mayor aun si se lo contrapone con el de ‘involución’). Y dentro de la evolución, o desarrollo, ciertos giros ocasionales gatillados por determinadas circunstancias puntuales, en el entendido de que estas circunstancias detonan o impulsan elementos preexistentes (en estado latente o larvario). Diría que es el esquema seguido por Weber.

    1. Vorimir dice:

      Y siempre nos podremos preguntar si no hubiera existido Hitler habría habido un Hotlor o un Hutler. Confluyen muchas cosas: La sociedad, crisis, demagogos…

  3. Rodrigo dice:

    Sip.

    Lo de ‘Alemania años 30’ fue una inusual y desgraciada concurrencia de contingencias + personalidad + un contexto específico. Otros países podían sufrir crisis similares a las de Alemania pero no aupaban al poder un movimiento como el nazi, ni se dejaban embaucar por una personalidad como Hitler. Y justo Alemania: si el nazismo hubiera prosperado en un país con menor potencial y expectativas limitadas… El propio Hitler es un caso de personalidad extraordinaria, literalmente: el individuo fuera de lo común que hace de punto de inflexión de la historia, para bien o para mal. Las conclusiones saltan a la vista.

    Justo Alemania, decía recién. Más allá de la personalidad, las peculiaridades del contexto, un contexto de índole tal que hace posible la emergencia de la figura providencial o bien demoníaca… Precisamente por lo problemático del asunto es que la literatura sobre los antecedentes del nazismo -o del «hitlerismo», por enfatizar la incidencia de la personalidad- no tiene visos de agotarse.

  4. Rodrigo dice:

    … Con la mira puesta en el contexto o, por así decir, en lo macro, me parece que la primera parte del díptico de Weber depara un material más sustancioso a la peliaguda cuestión de «Por qué Alemania, por qué el nazismo». Quede claro que la segunda parte, el libro aquí reseñado, es de todos modos necesaria, habida cuenta del objetivo central perseguido por el autor: detectar el crucial momento en que Hitler experimentó la radicalización que lo impulsaría en la carrera hacia la jefatura del país. La incidencia de la personalidad está fuera de duda, pero su impacto estará siempre condicionado por lo propicio o desfavorable del contexto. Es sobre todo en el libro anterior, La primera guerra de Hitler, donde el lector hallará indicios más potentes sobre lo que concierne al ascenso del nazismo y el camino a la SGM. En este sentido, el estudio del regimiento en que sirvió Hitler durante la PGM ofrece material fecundo y muy variado, funcional a cuestiones tan relevantes como el imaginario de la «fraternidad de las trincheras» o la tesis de la brutalización de los soldados. Libro fundamental.

  5. David L dice:

    Gran libro el de Thomas Weber, me parece muy acertada la manera en la que se está investigando unos años en la vida de Hitler que han estado rodeados de mitos muchos de ellos todavía hoy en día en boga. Su anterior trabajo sobre el papel del dictador alemán durante su vida como soldado en la Primera Guerra Mundial ya me pareció magnífico también. Weber se vanagloria de haber participado en un pequeño cometido en la confección de una de las mejores biografías de Hitler, la escrita por el británico Ian Kershaw, así que podemos afirmar que aprendió con uno de los grandes.

    El libro, como muy bien menciona Rodrigo en la reseña, no sólo pretende descubrir los años cruciales de aquellos años de posguerra de Hitler, también quiere ofrecernos una excelente pincelada de lo que representó el éxito del nacionalsocialismo y la trasformación política de la República de Baviera y de Múnich su capital. Siempre que se habla de Hitler, y a la vista del terrible resultado de su mandato, se intenta buscar las raíces ideológicas que pudo haber asimilado a lo largo de su vida para encontrar una respuesta a sus posteriores acciones. Unos piensan, hay libros que así lo afirman, que su paso por Viena fue crucial, el cosmopolitismo de la ciudad le desagradó y le convirtió en un nacionalista furibundo, pero Thomas Weber va un paso más allá y afirma que Hitler construyó su vida durante aquellos años en base a motivos muy diferentes de los que él mismo propagó en su famoso panfleto “Mi Lucha”. A nadie a estas alturas podría sorprendernos que Hitler usara la mentira como instrumento de manipulación, él fue un exponente claro de lo que puede conseguir un dirigente mediante la falsedad. De entrada, sirvió sin ningún problema al régimen revolucionario…¡quién lo diría!…el oportunismo asociado a la necesidad fue una constante que le acompañó sin duda durante aquel periodo de tiempo. Por otra parte, la rebeldía de Hitler no se vio, al menos no manifiestamente, durante los primeros años de posguerra, es más, Weber afirma que la obediencia fue una de sus cualidades más destacadas en esos momentos…al régimen revolucionario.

    Weber afirma también que el propio Hitler seis meses después de la revolución, el 3 de mayo de 1919, se declaró partidario de la socialdemocracia, un hecho que puede sorprender, pero que puede darnos alguna pista sobre los pensamientos internos de Hitler, parece evidente que no participaba en su fuero interno de un apoyo a la izquierda radical. Otro aspecto que me ha parecido muy interesante de la teoría de Weber es en la que afirma que Hitler realmente se percibe de la pérdida de la guerra en el Múnich post-revolucionario en julio de 1919. Aquella fecha es clave en su conversión política, su particular camino de Damasco, ni Viena ni durante la guerra, ni durante el periodo revolucionario fueron momentos suficientemente decisivos como para afianzar una ideología en su mente. Es a partir de esta fecha cuando el dictador alemán comienza a pasar de Adolf a Hitler, a construir unas ideas a base de sus experiencias vividas que acabarían en el político triunfador de masas. Su antisemitismo, clave en su política genocida, también es analizado durante aquel periodo, parece confirmarse que el antisemitismo de Hitler estaba más orientado hacia el anticapitalismo financiero internacional, siendo los bolcheviques una pieza más en ese conglomerado judeo-capitalista. Más tarde sería Rosenberg, los alemanes bálticos y los “rusos blancos” los que aportarían su granito de arena en la cosmovisión conspirativa del mundo judío.

    Partidario también de una Alemania unida y fuerte donde las repúblicas estuviesen supeditadas al poder central de Berlín, parece que las aventuras secesionistas no eran de su agrado.

    Me ha llamado la atención también la táctica de Hitler para reusar el debate, su planteamiento era realizar discursos largos de tal manera que el tiempo para debatir fuese mínimo, de esa manera siempre quedaría sus mensajes sin posibilidad de discusión. Weber comenta también que es muy simplista poder afirmar que Hitler solamente buscaba una reafirmación de sus propias convicciones cuando leía, lo que se producía entre él y las ideas era algo así como un diálogo socrático, bloqueando las refutaciones que no le convenían y sacando de nuevo a la luz, según sus intereses, conceptos que había guardado en su mente en otras ocasiones. También su papel en el juicio por el golpe de Múnich en 1923 ha sido muy magnificado, realmente no fue una estrella desde el principio, pero sí que acabó haciéndole famoso a pesar de la derrota.

    El autor también quiere dejar claro que la evolución política que Hitler experimentó entre el final de la Primera Guerra Mundial y mediados de los años veinte, así como su flexibilidad ideológica y su disposición a modificar ciertos dogmas, no deben confundirse con el oportunismo. El oportunismo fue fundamental para él, pero nadie puede dudar de que lograra hacerse con la dirección del NSDAP fundamentándose en una causa en la que creía firmemente, el hecho de que sus pensamientos entre 1919 y 1926 evolucionasen no entra en contradicción con su intención de crear su propia cosmovisión del mundo. Su flexibilidad ideológica, aunque parezca un contrasentido en Hitler, fue determinante en este aspecto.

    Para Hitler su paso por el Múnich post-revolucionario le hizo alumbrar una ideología en la que basaría todos los pilares básicos del Tercer Reich. Alemania debía cambiar, hacerse un estado fuerte, homogéneo en lo racial y, en definitiva, establecer una verdadera revolución que abarcase desde los aspectos político-sociales hasta los culturales. Para ello cumpliría sus dos grandes objetivos: la aniquilación de la influencia judía y la creación de un Estado lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a los otros estados poderosos del planeta.

    El exterminio de los judíos según la teoría de Weber entraría ya, aunque el término pueda haber sido ciertamente ya rebatido, en una orientación intencionalista, es decir, el Holocausto no empezó desde Barbarroja, fue la consecuencia de sus ideas a mediados de los años veinte para afrontar la “cuestión judía”. Puede ser este hecho algo polémico y debatible, pero Weber lo tiene meridianamente claro.

    En definitiva, un libro muy trabajado, con afirmaciones que ayudaran al debate y a continuar en la senda del conocimiento del Hitler de posguerra, tema que todavía da para mucha investigación.

  6. Rodrigo dice:

    Bueno, tanto como diálogo socrático… Sí, el propio Weber emplea el símil, aunque con reservas (“salvando las distancias”, escribe). De todos modos, creo que es ir demasiado lejos.

    Por demás, agradecido de tu comentario, David. Un gustazo coincidir contigo en la valoración del libro. El díptico de Weber se merece un lugar en la literatura de referencia sobre Hitler y el nazismo.

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