CÉSAR CONTRA CATÓN. LA RIVALIDAD QUE DESTRUYÓ LA REPÚBLICA ROMANA – Josiah Osgood

Gayo Julio César y Marco Porcio Catón el Joven apenas se llevaban cinco años de diferencia: el primero nació en 100 a.C., según un cierto consenso a partir de las fuentes, y el segundo se considera que debió de nacer en 95 (en adelante todas las fechas se considerarán a. C.).  Pero, aun viviendo ambos en la misma ciudad, es probable que no mantuvieran un contacto más o menos estrecho hasta finales de los años 70 o principios de los 60 César estuvo ausente de Roma durante gran parte de la década de los años 70 y Catón no alcanzó una cierta relevancia hasta mediados, más bien finales, de los años 60. Sabemos que César fue cuestor en Hispania en 69, no regresó hasta el año siguiente, y también sirvió allí como propretor en 61-60. Catón, por su parte, fue tribuno militar en Asia en torno en el año 67 y sirvió en Macedonia, regresando en 65 tras un año «sabático» durante el que viajó por Anatolia (hasta tuvo un encuentro con Pompeyo, generalissimo de la guerra contra Mitrídates del Ponto, quien, según Plutarco, lo recibió con una gran deferencia, algo que parece poco plausible: ¿quién era, entonces, Catón ante todo un procónsul?; en puridad, nadie. Como siempre, las fuentes prefiguran la fama que un personaje (Catón en este caso) se labraría en el futuro; fama que se sustentó en una cierta autoridad moral, pues, en cuanto a la carrera de los honores, y a diferencia de quien sería su archienemigo, Catón nunca alcanzó el consulado.

Para cuando Catón regresó a Roma, en 65, César ya era una figura que descollaba en la política romana. Ese año fue edil curul y, se dice, se cuenta, se rumorea, tuvo un papel en la llamada «Primera Conjuración» de Catilina, en la que, entre otras lindezas, se planteó designar dictador a Marco Licinio Craso y jefe de la caballería al propio César. Que la conjura existió parece cierto (dentro de lo que de manera escasa nos dicen las fuentes), pero no podemos poner la mano (ni siquiera el meñique) en el fuego por la participación de Craso y César. Tampoco sabemos qué pensaría Catón a su regreso, quien, ya en la treintena, estaba dispuesto a iniciar su cursus honorum. Ambos ya debían de conocerse y tratarse con regularidad en Roma: un edil, César, que dejaba el cargo a finales de año y un cuestor, Catón, que lo asumía para el siguiente (64). Además, es probable que se conocieran desde antaño en las esferas religiosas, pues César fue elegido pontífice en torno al 74, mientras estaba en Oriente, y Catón unos años antes había sido cooptado (y muy joven)  entre los quindecimviri sacris faciundis, el colegio de quince miembros que, entre otras cosas, cuidaba, consultaba e interpretaba los libros religiosos. No era cualquier cosa pertenecer a uno de estos colegios sacerdotales y más para un joven de buena pero plebeya familia como la de Catón.

Es de suponer que hicieran algo más que verse las caras en el Foro Romano en esa segunda mitad de la década de 60; años en los que César, hasta su propretura en Hispania, no se movió de Roma, lo mismo que Catón, que no saldría de Italia hasta la misión encargada por Clodio para anexionar la isla de Chipre en 58-57. De hecho, en 64 ambos pudiera colaborar: César como el celante cuestor en Roma, encargado de fiscalizar las cuentas del erario público establecido en el templo de Saturno; y César como iudex del tribunal criminal (quaestio de sicariis) en el que se encargó de procesar a algunos que se habían beneficiado durante las proscripciones de Sila (en concreto, habían sido recompensados por traer las cabeza de proscritos). Legalmente, esas personas estaban exentas de culpa según marcaba la ley silana sobre las proscripciones, pero es probable que Catón, que detestó siempre el régimen silano, pudiera unir sus fuerzas a la de quien entonces no era un enemigo. Las cosas se torcieron con bastante rapidez.

Sería, pues, entre mediados de los años 60 y la partida de César a las Galias a principios de 58, cuando ambos personajes tendrían un encuentro habitual en Roma, que, como bien sabemos, estuvo marcada por el desencuentro, que, con el tiempo derivaría en odio personal. Un odio que se alimentó en esos apenas seis o siete años (con el intervalo de César en Hispania). Hubo momentos de oposición política, como en la sesión del 5 de diciembre de 63, que debía decidir el destino de los conjurados catilinarios arrestados: César preconizó una pena de encierro perpetuo, y casi consiguió convencer a la mayoría de senadores, mientras que Catón –senador de pleno derecho tras haber ejercido la cuestura un año antes y, aunque a priori un senador junior, de los que no deberían estar en primera línea, ya una figura lo suficiente destacada entre los así llamados optimates o boni como para ser respetado en su círculo–  insistió vehementemente en la pena de muerte, saliéndose con la suya. Algo que entraba en la habitual divergencia entre políticos de facciones enfrentadas.

Pero en esa misma sesión del Senado sucedió una algo más que anécdota en la que, mientras Catón peroraba, César recibió una misiva. Catón interrumpió su discurso, pues, según relata  Plutarco:

le pareció un hecho sospechoso y, acusando a César de que se trataba de una comunicación que le hacían algunos, le conminó a leer el escrito. César le entregó la nota a Catón, que estaba al lado, y lo que éste leyó fue una indecente cartita de su hermana Servilia dirigida a César, a quien amaba y por quien había sido seducida. Se la tiró a César diciéndole: «Ten, borracho», y reanudó el discurso del principio (Cat. Min., 24, 1-3; traducción de Carlos Alcalde Martín y Marta González González, Gredos, Madrid, 2010).

La escena muestra que ya la diferencia de pareceres políticos (César el popularis, Catón el adalid de la tradición que, como en el pasado, no llevaba túnica bajo la toga) había pasado a la animadversión personal: Servilia era hermanastra de Catón y el hecho de que este tachara de «borracho» a César (de quien era conocida su sobriedad con el vino) pasa al ataque personal indica, hasta donde podemos suponer, que se pasaba a una inquina personal; algo que también era común en la Roma tardorrepublicana, e incluso antes –véase el estudio de David J. Epstein, Personal Enmity in Roman Politics: 218-43 BC (Routledge, 1987)–, como sucedió con Publio Cornelio Escipión Emiliano y Apio Claudio Pulcro, Gayo Mario y Lucio Cornelio Sila o, más tarde, Marco Tulio Cicerón y Marco Antonio. La inquina entre César y Catón fue muy conocida en su época y muestra hasta qué punto algo tan concreto y, en cierto modo, «privado», pudo tener una  trascendencia en el devenir de los acontecimientos en los cagó veinte años siguientes.

Con posterioridad a 58 ya no hubo ocasión de que pudieran verse en persona, pues César estuvo en las Galias hasta finales del año 50 y durante la invasión de Italia del invierno del 49 Catón evacuó Roma, como ordenó Pompeyo. Ni siquiera se encontraron en la batalla de Farsalia, pues Catón se quedó en Dirraquio (actual Durazzo, Albania) con la retaguardia de las tropas republicanas; tras recibir noticias de la derrota de Pompeyo, se reunió con los comandantes supervivientes en Corcira (ahí tuvo que salvar al inoportuno Cicerón de ser agredido por el hijo mayor de Pompeyo) y de ahí pasó a África en torno al otoño de 48. Ni siquiera César vio su cadáver, en abril de 46, pues, para cuando llegó a Utica tras su victoria en Tapso ya había sido incinerado.

El odio que, de manera cada vez más visceral, sintieron ambos personajes ya fue evidente en su época y se mantuvo cuando ambos dejaron de verse en persona. Antes Catón se mostró irreductiblemente contrario a aprobar la ley agraria de César, de hecho, cualquier iniciativa que procediera de César; cuando trató de retrasar su tramitación en el Senado no dudaría en echar mano del filibusterismo, provocando incluso que fuera encarcelado (donde siguió hablando; César se vio obligado a liberarlo). Una vez aprobada la ley por el pueblo, Catón se empecinó en negarse a jurar mantener su cumplimiento hasta que Cicerón, apelando a la adulación (jura, hombre, que va a ser peor si no lo haces, te necesitamos para que sigas defendiendo la República de los ardides de los tiranos), consiguió que lo hiciera. En el año 55, ante el prácticamente exterminio de los germanos upsípetes y tenteritas por parte de César en las campañas gálicas,  y

mientras que los demás pedían que el pueblo ofreciera sacrificios por las buenas noticias, Catón recomendaba entregar a César a las víctimas de su iniquidad y no dirigir hacia ellos mismos ni dejar que cayera sobre la ciudad la mancha del crimen (Plutarco, Cat. Min., 51, 1).

Catón sería, además, en última instancia uno de los más (hola, Léntulo Crus) radicales enemigos de César que se negaría a permitir cualquier negociación con este a cuenta de permitirle pasar del mando gálico a un segundo consulado de manera instantánea, y fue uno de los que insistieron en la persecución del procónsul y su tratamiento como enemigo público, abriendo la puerta de par en par a una guerra civil que, para entonces, nadie podía imaginar hasta cuándo duraría y con qué resultado (teleologías las justas). César, por otro lado, tampoco se quedó manco en su odio a Catón, incluso más allá de la muerte de este, como demostró al publicar un libelo difamatorio (Anticato) que «obligó» a Cicerón a presentar una réplica. De hecho, hay que achacar al propio César que dificultara todo lo posible que Catón alcanzara la pretura en 54, o que nunca consiguiera alzarse con el consulado.

La República romana a mediados del siglo I a.C. Fuente: Wikimedia Commons.

En esta lucha personal, el encanto y la soltura de César en el Foro y la curia senatorial chocarían con la a menudo torpeza y el fuerte carácter de un Catón irredento a cualquier compromiso con sus rivales políticos, a menudo convertidos en enemigos personales (tampoco Pompeyo escapó a ello). El político con talento e ingenio frente al vocinglero defensor de uns códigos políticos y morales que, parafraseando a Cicerón, eran más propios de la República idealizada de Platón que de la hez de Rómulo en la que vivía la política romana del momento. Dos personajes, pues, muy atractivos y sobre las que la novela histórica ha incidido en detalle. A destacar, por ejemplo, el retrato de la enemistad de ambos personajes en algunos de los tomos de la serie “Señores de Roma” de Colleen McCullough: concretamente, en Las mujeres de César (1996), César (1997) y El caballo de César (2002). McCullough, junto a otros autores del género histórico como Steven Saylor, Rex Warner, Robert Harris y Thornton Wilder son mencionados en los agradecimientos finales del libro que, ya toca, reseñamos aquí, y añade: «Los novelistas van más allá del registro histórico, pero también te sumergen en el mundo de los romanos; discretamente ofrecen nuevas lecturas de las evidencias».

Relacionar ambos personajes, pues, en una monografía/doble biografía es un acierto por parte de Josiah Osgood, buen conocedor del período final de la República romana* en este volumen, concebido para un público amplio. Pues se puede contar de muchas maneras la historia de la República romana entre la dictadura silana y la muerte de César, como ya se ha hecho en múltiples biografías y monografías divulgativas y académicas sobre este período; pero hacerlo, con un ritmo ameno y al mismo tiempo riguroso con las fuentes y la bibliografía moderna (como puede comprobarse en las notas a pie de página), basándose en la enemistad de dos de los personajes principales de las décadas finales de la República es una fórmula que, argumental y hasta dramáticamente hablando, funciona bien. Y más aún si el lector tiene en la retina la caracterización en la serie Roma (HBO/BBC/RAI: 2005-2007) de ambos –César de la serie, interpretado por Ciarán Hinds, Catón por Karl Johnson; hay que decir que el Catón real era más joven que la versión cinematográfica, pues murió con apenas 48 años, mientras que el César histórico tenía (bastante) menos cabello que el personaje de la serie– y de otros personajes, o el recuerdo de las citadas novelas de McCullough, Harris –su trílogía novelesca sobre Cicerón, publicado por Grijalbo: Imperium (2009), Conspiración (2009) y Dictator (2010)–  y Warner –su díptico formado por El joven César (1958) y César imperial (1960), traducidos al castellano por Edhasa en 1987, y que posteriormene salió en formato de colección de quiosco por Salvat (1995) y en diversas ediciones de bolsillo en Edhasa y Booket; parece ser que habrá una próxima reedición–.

*A destacar entre sus obras su estudio sobre el período triunviral, Caesar’s Legacy: Civil War and the Emergence of the Roman Empire (Cambridge University Press, 2006), que por fin llegó traducido de la mano de Desperta Ferro Ediciones: El legado de César. La guerra civil y el surgimiento del Imperio Romano, editorial que en 2019 nos trajo la obra de conjunto sobre el último siglo republicano, Roma. La creación del Estado mundo (Rome and the Making of a World State, 150 BCE–20 CE, Cambridge University Press, 2018); su breve libro sobre una mujer de la que apenas se sabe nada pero con un cierto papel durante las guerras civiles de las décadas de los años 40 y 30, Turia: a Roman Woman’s Civil War (Oxford University Press, 2014); su recentísima edición de La conjuración de Catilina de Salustio, How to Stop a Conspiracy: An Ancient Guide to Saving a Republic (Princeton University Press, 2022), y el volumen colectivo coordinado con Christopher Baron Dio Cassius and the Late Roman Republic (Brill, 2019). A destacar también su excelente biografía Claudius Caesar: image and Power in the Early Roman Empire (Cambridge University Press, 2010) o la edición de la biografía suetoniana de Calígula, How to Be a Bad Emperor: An Ancient Guide to Truly Terrible Leaders (Princeton University Press, 2021). Como se suele decir coloquialmente, de este autor hasta los andares.

El volumen ofrece una lúcida panorámica de la última generación de la República romana, parafraseando el título del clásico libro de Eric Gruen: de la dictadura silana a la dictadura cesariana y sus inmediatas consecuencias, entre finales de los años 80 y el asesinato de César en 44. Una dictadura, la silana, que dejó huella en ambos personajes, César y Catón, aunque con diferentes resultados. César, en la invasión de Italia del año 49 y a lo largo de la guerra civil (al menos hasta Farsalia), enfatizó las diferencias con Sila y su crudelitas, haciendo gala de una clementia muy propagandística y contra la que precisamente luchó Catón, negándose a buscar un perdón de César y evitando a toda costa rendirse ante él. Catón, por su parte, aprendió del ejemplo silano que no podía repetirse una figura con tanto poder, de ahí que se mostrara irresolutamente opuesto a quien veía que seguía un mismo camino en la ambición por alcanzar el poder supremo, César. Esta es una de las tesis que se remarcan en el volumen y que jalonan la feroz oposición de Catón a César desde su primer consulado y también antes contra Pompeyo. Con todo, Catón no le hará ascos a otorgarle un poder cuasi supremo a Pompeyo con el consulado sin colega durante varios meses en 52 o, aunque con matices, a reconocerlo como líder militar de los republicanos en la guerra civil contra César.

El volumen, por supuesto, rastrea la vida de ambos personajes en las décadas de los años 70, 60 y 50, sus alianzas políticas y matrimoniales, y sus ambiciones en cuanto a acceder a cargos políticos. Frente a la insaciable sed de poder de César, se muestra a un Catón que, fracasando en su primera candidatura a la pretura (que finalmente lograría en 54), o en la fallida candidatura al consulado en 51, no se mostró contrariado, yendo incluso a ejercitarse al Campo de Marte como si nada hubiera pasado. Pero también está el Catón que, frente a esa aurea de incorruptibilidad (y de perseguidor de los corruptos), no dudará en permitir sobornos en las elecciones consulares para el año 59, para evitar un triunfo incontestable de César; o incluso antes, de cara a las elecciones consulares para el año 62, cuando permitió sobornos a favor del marido de su hermanastra Servilia, Décimo Junio Silano, o más adelante, de cara al 54, para el marido de su hermana Porcia, Lucio Domicio Ahenobarbo.

A cuenta de todos esto, uno de los alicientes principales del libro reside en la capacidad para tratar con detalle los principales hechos de estas décadas, el camino a la guerra civil y la propia contienda de una manera clara y rigurosa (las notas al pie), y en apenas doscientas cincuenta páginas (un centenar en la versión publicada). Se ofrece así una buena panorámica de los problemas del régimen republicano, ya desde la dictadura silana, si no antes. La enemistad de César y Catón agudizó los males de un sistema en el que unos pocos acabarían por conducir la República a una devastadora guerra civil de la que no se saldría indemne: la libera res publica desaparecería en Farsalia, Tapso y Munda, y todo quedaría desde entonces en manos de un solo hombre, César, como Catón había temido y denunciado en los años previos. A la postre, Catón sería en cierto modo el autor intelectual post mortem de la conjura que su sobrino Bruto encabezaría y su figura se mantendría en la memoria colectiva como defensor de la libertad frente a la autocracia, como en época de Nerón, un siglo después de su muerte, se percibiría. Para entonces seguramente se olvidaría la imagen que también presenta Osgood del personaje a lo largo del volumen: un tenaz, a menudo cayendo en la tozudez, opositor a todo cambio –como se demostró en su oposición a que una columna que obstaculizaba las labores de los tribunales en la basílica Porcia, construida por su bisabuelo, Catón el Censor–, precursor del filibusterismo parlamentario e incapaz de llegar a acuerdos que hubieran podido evitar llegar al recurso último de la guerra civil.

A tenor de esto, nos encontramos también con un libro que trata la figura de Catón en detalle, algo inédito en castellano: tampoco abundan los estudios en inglés, habiendo apenas dos biografías recientes sobre el personaje –la excelente de Fred K. Drogula, Cato the Younger: life and death of the Roman Republic (Oxford University Press, 2019) y el estudio (que no he leído aún) de Rob Goodman y Jimmy Soni, Rome’s Last Citizen: The Life and Legacy of Cato, Mortal Enemy of Caesar (Thomas Dunne Books, 2012)–, una más sobre el rol que desempeñaron Pompeyo y Catón en las provincias –Kit Morrell, Pompey, Cato, and the Governance of the Roman Empire (Oxford University Press, 2017), basado en su tesis doctoral– y una magistral monografía sobre su hermanastra Servilia –Susan Treggiari, Servilia and her family (Oxford University Press, 2019), un extraordinario estudio sobre el personaje, su familia y las relaciones con la élite romana de la época, todo un quién es quién de la época–; tres de estos libros, junto a una biografía en alemán del personaje (Rudolf Fehrle, Cato Uticensis, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1983), son para Osgood obras imprescindibles sobre el personaje y sin las que no habría podido escribir su libro, como menciona en el apéndice bibliográfico: no tenemos nada de eso en castellano. Frente a la apabullante masa bibliográfica sobre César, a la que recientemente se añadió el “revisionista” (en positivo) volumen de Robert Morstein-Marx, Julius Caesar and the Roman people (Cambridge University Press, 2021) –y con cuya tesis de que Catón fue más “responsable” de la guerra civil que César el propio Osgood difiere–, lo que encontramos sobre Catón palidece en cuanto a número, aunque no en relevancia historiográfica. Quizá por ello este libro de Osgood sea también valioso.

Con el hincapié que hacemos sobre Catón, no obstante, no hay que dejar de lado el cuidado trabajo de Osgood sobre César, de quien acaba por escribir una biografía en paralelo a la de Catón y a partir de una crítica textual de las fuentes y de la bibliografía moderna (especialmente aquella más relevante en los últimos años, aunque se echa en falta algún título, como la biografía de Luciano Canfora, Julio César: el dictador democrático, publicada por Ariel en 1999, reeditada en 2014). Y ese es otro aliciente más del volumen, por si no quedaba claro: la figura de César, de la que últimamente hay un cierto boom (y empacho) en la novela histórica –con sendas sagas por parte de Andrea Frediani y Santiago Posteguillo (de este último reseñamos con cierto estoicismo Roma soy yo, Ediciones B, 2022; por ahora no nos apetece ponernos con su continuación, Maldita Roma, misma editorial, 2023)– y también excelentes biografías, como la de Patricia Southern, Julio César (Desperta Ferro, 2022). Este volumen, un dos por uno, puede refrescar el panorama historiográfico en castellano.

En conclusión, un libro de lectura apasionante y amena, y sin descuidar el rigor y el buen hacer historiográficos a los que Osgood nos tiene acostumbrados. Una obra más «ligera» que otras anteriores, pero de lectura obligada para todos aquellos interesados en las últimas décadas republicanas. Personalmente no secundo del todo la tesis del autor de que la enemistad personal de ambos personajes condujo inevitablemente a la caída del régimen republicano, pues en todo caso sería uno de muchos factores más, pero sí resulta atractiva la idea de que las divergencias personales, y más en un cara a cara, ayudan a entender muchas cosas en un largo proceso en el que las cosas pudieron ser diferentes con dos personas más dispuestas al diálogo y el entendimiento.

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Josiah Osgood, César contra Catón. La rivalidad que destruyó la República romana; traducción de David Paradela López. Barcelona, Editorial Crítica, 2024, 400 páginas.

     

7 comentarios en “CÉSAR CONTRA CATÓN. LA RIVALIDAD QUE DESTRUYÓ LA REPÚBLICA ROMANA – Josiah Osgood

  1. Valeria dice:

    Madre mía, que lista de compras me está quedando…

  2. Rodrigaz dice:

    Otro más a la lista. Y este se coloca arriba del todo. Por cierto, magnífica reseña Farsalia.

    1. Farsalia dice:

      Gracias. Es un libro pensado para un público amplio (palidece, por ejemplo, ante su magnífico El legado de César), y es un libro muy interesante.

  3. APV dice:

    Tremenda reseña, una recomendación de un libro interesante.

    Catón no querría ver repetir la dictadura pero no entendía que César era un militar, y en cambio él no. Por lo que, si no le dejaban más que una salida la tomaría y los métodos curiales no valdrían ante quien ceñía espada.

    1. Farsalia dice:

      No solo Catón veía que César tenía legiones a su mando y que, dada la situación, las utilizaría, pero a los más irreductibles contra aquel les daba igual: confiaban en que la amenaza de condenarlo públicamente como enemigo público, el temor de otra guerra civil o la invencible imagen que tenían de Pompeyo someterían a César, pero no llegaron a entender a éste (o se negaron a hacerlo); de hecho, el cónsul Léntulo Crus era plenamente consciente de todo el asunto y había hecho semanas antes el numerito de llevarle una espada a Pompeyo.

      Al respecto, Drogula, en su magnífica biografía del personaje, carga en Catón (y consecuentemente en su estrecho círculo de allegados) la responsabilidad de llevar a César al punto de no retorno con su obstinada cerrazón. De todos modos, Catón no era lego tampoco en temas militares y de alguna manera era consciente de que César podía repetir el ejemplo silano; pero su problema es que se negaba a aceptar (más que entender) la realidad más allá de su odio personal. Luego, cuando César invadió Italia y Pompeyo ordenó la evacuación de Roma, el propio Catón parece que comprendió cuán lejos ha ido la situación y, Cicerón lo menciona en una carta (Ad Att., VII, 15), hasta parecía aceptar «la servidumbre a la guerra; con todo, dice que quiere estar presente en el senado cuando se delibere sobre las condiciones, si César llega a ser convencido de que retire sus guarniciones».

      Gracias, es una obra «menor» de Osgood, pero muy sugerente. Al leerla, me hizo pensar en el tiempo que ambos personajes tuvieron en Roma para tratarse personalmente y cómo esa inquina personal mutua se mantuvo cuando ya no pudieron verse en los trece años posteriores.

      1. APV dice:

        Es que Roma en realidad era una pequeña aldea donde todos los miembros de la elite se conocían o estaban emparentados, por lo que se produjeron extrañas combinaciones de alianzas y enemistades.

        Catón no supo medir la situación y adoptar una perspectiva más pragmática, olvidando un poco su enemistad, pese a tener la experiencia de como habían neutralizado políticamente a Pompeyo a su regreso de Oriente (y antes de Hispania). Pompeyo por su parte olvidó precisamente la experiencia silana y se dejó llevar por su interés de encajar entre la nobilitas cuando una reunión personal al estilo Lucca hubiera permitido una posición de salida muy ventajosa para ambos.

      2. Farsalia dice:

        En la élite en general se conocían todos, pero el trato personal que tuvieran, eso es más complicado saberlo. Mientras leía este libro pensaba en hasta qué punto se trataban personalmente César y Catón, y durante cuánto tiempo. Los años 65-59, con el intervalo de César en Hispania, es la época en la que ambos tuvieron un trato más o menos estrecho, y cuando surge de manera paulatina esa inquina que, alimentada por ambos, ya no tendría fin y que en muchos aspectos era casi única en la época. Craso y Pompeyo se detestaban, pero fueron capaces de dejar eso a un lado cuando se trataba de conseguir provincias y mandos.

        Lo más parecido a esta enemistad fue el odio que se tuvieron Cicerón y Clodio, y del que tenemos muchas referencias por parte (y, de primera mano, exclusivamente) del primero (ya se encargó el Arpinate de proclamarla y alimentarla en sus discursos y cartas… como luego lo haría con las Filípìcas en relación a Antonio); en el caso de Cicerón y Clodio se las tuvieron durante más tiempo que Catón y César en Roma.

        Catón y pragmatismo… menudo oxímoron; si ya lo decía Cicerón, mencionado en la reseña, que Catón se pensaba que sus códigos políticos y morales eran más propios de la República idealizada de Platón que de la hez de Rómulo en la que vivía la política romana de entonces.

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