AUTOBIOGRAFÍA – Bertrand Russell

autobiografia«Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación».

Bertrand Russell no fue un hombre centenario por poco: murió pocos meses antes de cumplir los 98. En esos casi 100 años se dedicó a llevar una vida plena: recorrió el mundo de parte a parte, escribió infinidad de libros, conoció a los personajes más relevantes de su tiempo (jefes de estado, economistas, pensadores, escritores), fue una de las mentes más brillantes, despiertas, alabadas y también criticadas del siglo XX, y fue testigo e incluso parte activa de acontecimientos que cambiaron el mundo: el fin de la época victoriana, la primera guerra mundial, la recesión económica, la segunda guerra mundial, la guerra fría… Si hay personajes que merecen ser conocidos no solo por la obra que han legado a la posteridad sino también por su vida, hay pocas dudas de que Russell es uno de ellos.

¿Cuál es la motivación que se necesita para escribir unas memorias? Querer dejar constancia en primera persona de lo que uno ha vivido, supongo. Sin duda es necesario un punto de vanidad: pensar que lo que a uno le ha pasado y por lo que uno ha pasado es tan interesante como para que otra persona lo lea y le llame la atención, requiere una cierta dosis de divismo. Pero diría que más destacable que esa cuestión lo es esta otra: ¿no es el escribir unas memorias, una autobiografía, algo así como echarse uno mismo el cierre a una vida interesante y admitir que de ahí en adelante lo que quede por vivir ya no tendrá interés alguno ni será digno de ser contado? ¿Qué queda por hacer cuando alguien pone el punto y final al libro de su vida? ¿Qué viene después? ¿Algo así como los “minutos de la basura”? ¿Dejarse morir? Es cierto que quien quiera contar su vida en algún momento ha de decidirse, pero sabiendo que la decisión la ha de tomar cabalgando en la paradoja: ha de ponerse a ello más pronto que tarde (no sea que la muerte se lo lleve antes de tiempo) pero también más tarde que pronto (parecería algo inmodesto escribir las memorias en plena juventud). Se dé cuando se dé ese paso, el caso es que el precio a pagar es el de rendirse a la gloria del pasado y renunciar a aspiración alguna en el futuro. Quién sabe si estas reflexiones son aplicables al caso de Bertrand Russell; lo cierto es que el filósofo galés realmente apuró casi hasta el límite antes de coger la pluma autobiográfica, y el caso es que la vida le concedió crédito: sus memorias, que no fueron escritas de una tacada sino a lo largo de los muchos años que vivió Russell (ya en 1931, con casi 60 años, dictó una breve autobiografía a su secretaria), se publicaron en tres volúmenes que fueron viendo la luz progresivamente en 1967 (correspondiendo a la narración de su vida entre 1872 y 1914), 1968 (entre 1914 y 1944) y 1969 (entre 1944 y 1967). Y Russell murió al cabo de menos de un año, en febrero de 1970, de modo que sus “minutos de la basura” fueron apenas unos meses. Es evidente, pues, que vivió la vida plenamente.

Nunca hasta ahora había leído yo las memorias de nadie; lo más parecido ha sido El mundo de ayer, de Stefan Zweig, que más que memorias del escritor lo son de la época que le tocó vivir (época que, por cierto, es la misma que vivió Bertrand Russell). Y me da la impresión de que es un “género” diferente a cualquier otro: para empezar, y como ya dije, supongo que requiere autoconvencerse de que lo que uno ha vivido es interesante; en segundo lugar, requiere, digo yo, de una pizca de egolatría: ser el protagonista absoluto de un libro, escribir en primera persona, no debe de resultar cómodo en absoluto si uno no se quiere a sí mismo aunque sea un poco. Y en tercer lugar, diría que requiere también de una cierta dosis de desvergüenza y/o valentía, puesto que uno ha de ser capaz de “desnudarse” ante los lectores, de hablar de su vida pública y también, y sobre todo, de la privada (si no, vaya memorias que serían), y ha de atreverse a decir la verdad (su verdad, claro) acerca de lo que le haya sucedido, su opinión, benevolente, crítica o indiferente, sobre hechos y personas que hayan formado parte de su andar por el mundo. Esta Autobiografía de Bertrand Russell tiene todos estos ingredientes; Russell no tiene reparo alguno en hablar de sus intimidades, lo cual puede sorprender a quien desconozca la trayectoria intelectual de Russell pero a quien sepa algo de su vida y obra, le parecerá normal.

En efecto, Russell fue siempre, durante sus casi 70 años de vida intelectual (empezó a publicar textos con veintitantos), un escritor polémico en la teoría y en la práctica. Se le podría definir, de hecho así se hace habitualmente, como filósofo; y sin embargo su vida no transcurre dentro del paradigma que cabría imaginar para un filósofo, es decir, para alguien que tiene la mente puesta en temas más “metafísicos” que terrenales, más pendiente de los placeres del alma que del cuerpo, más preocupado por la esencia de las cosas que por el destino de la Humanidad. Lo cierto es que la vida de Bertrand Russell dista bastante, o así lo parece, de ser «filosóficamente ejemplar», al menos a nivel personal, y casi podría decirse que, sencillamente, es una vida ligada a lo terrenal. En cuanto a su pensamiento, y puestos a empantanarnos con etiquetas, estuvo más en la línea de la lógica, la matemática y la filosofía analítica que de la metafísica y la epistemología. No fundó corriente filosófica alguna, no fue, o al menos así lo creo, un filósofo al estilo de Platón, Descartes, Kant o Heidegger. Su visión de la filosofía queda bastante bien plasmada en el párrafo con el que concluye Los problemas de la filosofía, escrito en 1912:

Para resumir nuestra discusión sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye su supremo bien.

De lo que no hay duda es de que Bertrand Russell fue un intelectual en el más amplio y profundo sentido de la palabra; su extensa obra así lo evidencia. Fue un pensador comprometido con sus ideas, lo cual le llevó a ser considerado persona non grata en bastantes ocasiones y bastantes lugares. En su Autobiografía Russell habla de todo ello sin ningún tipo de cortapisa, pero también sin resentimiento. De hecho, la naturalidad con la que está escrito el libro va acorde con la fluidez y agilidad de la que Russell hizo gala durante toda su vida en sus libros, en los que manifestó su opinión sobre los más variados temas. Si algo destaca en la prosa de Russell es la lógica y sencillez con la que describe y analiza cualquier cuestión, presentándola de manera que cualquiera puede hacerse cargo de ella y llegar, si acaso, a las mismas conclusiones que llega él. Basta leer Por qué no soy cristiano o el citado Los problemas de la filosofía, por mencionar algunas de sus obras, para cerciorarse de ello. En relación a esto, en 1951 escribió un decálogo que ha llegado a gozar de cierta fama:

Tal vez la esencia del pensamiento liberal pueda resumirse en un nuevo decálogo, que no pretende reemplazar al anterior sino únicamente complementarlo. Los Diez Mandamientos que, como enseñante, me gustaría promulgar se podrían formular de la siguiente manera:

  1. No estés absolutamente seguro de nada.

  2. No creas conveniente actuar ocultando pruebas, pues las pruebas terniman por salir a la luz.

  3. Nunca intentes oponerte al raciocinio, pues seguramente lo conseguirás.

  4. Cuando encuentres oposición, aunque provenga de tu esposo (SIC) o de tus hijos, trata de superarla por medio de la razón y no de la autoridad, pues una victoria que dependa de la autoridad es irreal e ilusoria.

  5. No respetes a la autoridad de los demás, pues siempre se encuentran autoridades enfrentadas.

  6. No utilices la fuerza para suprimir opiniones que crees perniciosas, pues si lo haces, ellas te suprimirán a ti.

  7. No temas ser extravagante en tus ideas, pues todas las ideas ahora aceptadas fueron en su día extravagantes.

  8. Disfruta más con la discrepancia inteligente que con la conformidad pasiva, pues si valoras la inteligencia como debieras, aquella significa un acuerdo más  profundo que esta.

  9. Muéstrate escrupuloso en la verdad, aunque la verdad sea incómoda, pues más incómoda es cuando tratas de ocultarla.

  10. No sientas envidia de la felicidad de los que viven en el paraíso de los necios, pues sólo un necio pensará que eso es la felicidad.

En su Autobiografía Russell habla bastante poco de filosofía (tampoco procede, de todos modos) y mucho de su vida personal; y lo hace sin pudor. Tan pronto menciona una lesión que tuvo en el pene como una afección de piorrea que sufrió durante un tiempo, o habla de las infidelidades matrimoniales que cometió o del mal carácter de su primera esposa. Y todo ello aparece en esas páginas con total naturalidad. Incluso confiesa haber causado, a medio y corto plazo, daños a personas próximas.

Sin embargo, conviene no equivocarse: Bertrand Russell fue un auténtico caballero inglés de modales exquisitos, así como un contertulio excelente. Huérfano desde muy pequeño, Russell tuvo una infancia solitaria. Fue criado por su abuela y recibió una selecta educación en Cambridge, se casó cuatro veces y tuvo tres hijos. Su posición social fue en general cómoda aunque a menudo dice haber pasado estrecheces económicas (en algún momento afirma tener el deseo de escribir de nuevo algún “gran libro” en lugar de simples libros para “ganar dinero”).

Russell fue siempre un defensor de causas impopulares. Militó a favor de la igualdad social de la mujer en una época, principios del siglo XX, en que tal cosa era casi una abominación. También fue durante toda su vida un firme defensor del pacifismo, lo cual, por extraño que pueda parecer, le acarreó no pocos problemas. Durante la Primera Guerra Mundial tuvo a toda la opinión pública inglesa en contra al oponerse a la intervención de su país en el conflicto (no por razones políticas sino por el simple deseo de evitar la muerte inútil de miles de vidas, la mayoría en plena juventud). Sufrió la incomprensión de los intelectuales ingleses, partidarios de la guerra la mayor parte de ellos, y amigos suyos algunos de los cuales; e incluso fue a la cárcel a causa de su postura pacifista. Ante la Segunda Guerra Mundial, en cambio, su postura cambió: aun manteniendo su repulsión hacia las muertes en combate, Russell confiesa sentir el deseo de que su nación resulte victoriosa y los nazis derrotados. Porque él nunca dejó de sentirse orgullosamente inglés, pese a vivir largas temporadas en Estados Unidos o hacer continuos viajes por todo el mundo, incluyendo lugares tan inhóspitos para la época como Rusia o China.

Otro de los asuntos de interés de Bertrand Russell fue el de la educación de los jóvenes. Partidario de un tipo de enseñanza más bien liberal, mantuvo contactos cordiales con A.S. Neill, fundador de la escuela Summerhill, escribió libros al respecto e incluso fundó una escuela junto a su esposa.

Pero uno de los temas que más centraron su actividad intelectual fue la religión. Desde los 18 años, edad en la que leyó a Stuart Mill, su postura ante el fenómeno religioso fue agnóstica, postura que defendió en numerosos escritos y que le generó no pocos problemas. Conocido es también su debate radiofónico con el filósofo Frederick Copleston en 1948 acerca de la existencia de Dios. A causa de sus creencias (o ausencia de ellas) sobre lo sagrado, y de sus opiniones acerca de la sexualidad, las relaciones prematrimoniales y la promiscuidad, fue considerado por un amplio sector del público algo así como un individuo pervertido y casi satánico, de modo que Russell tuvo que vivir casi toda su vida navegando entre la imagen de respetabilidad que sus trabajos como intelectual, filósofo y matemático le generaban, y la de hombre depravado, vicioso y degenerado que las mentes más puritanas se creaban a partir de sus opiniones sobre esos temas tan personales. Fue tal la presión social que en 1940 la Universidad de Nueva York se vio obligada a despedirlo cuando acababa de contratarlo para impartir clases de matemáticas, ante el temor de que pervirtiera la moral sexual de los estudiantes neoyorkinos.

También se mostró muy interesado por la física, el estudio del universo y las leyes que lo rigen. Pese a carecer de creencias en el más allá, su profunda fe en el ser humano le llevaba a defender la constante búsqueda de la  felicidad y el progreso de la raza humana. Sus escritos van siempre encaminados en esta dirección: situar al hombre en el cosmos, comprender las leyes que lo rigen y, dentro de ese marco, tratar de vivir de manera sana y feliz . Sin embargo, también tuvo momentos de pesimismo, como revela este texto escrito en 1931:

Es medianoche. Solo aquí en mi torre, rememoro los bosques y las colinas, el cielo y el mar, que el día iluminó. Ahora, al mirar por cada una de las cuatro ventanas, norte, sur, este y oeste, sólo veo mi reflejo desdibujado, o sus monstruosas sombras sobre la niebla impenetrable. ¿Qué importa? Cuando despierte de mi sueño, el amanecer me devolverá la belleza del mundo.

Pero la noche mental que me cubre es menos breve, y no trae consigo la promesa del despertar. Anteriormente, la crueldad, la maldad, el difuso malestar de las pasiones humanas me parecía algo nimio, algo anidado, como una nota discordante no resuelta en una partitura, entre el esplendor de las estrellas y la firme procesión de los tiempos geológicos. ¿Y qué si el universo se extinguiese en una muerte universal? No por ello sería menos sereno y magnífico. Pero ahora, todo esto se ha reducido apenas a mi reflejo en las ventanas del alma, por las que observo la noche de la nada. El movimiento de las nebulosas, el nacimiento y la muerte de las estrellas, no son más que una cómoda ficción dentro de la insignificante tarea de vincular entre sí mis sensaciones personales y tal vez las de otras personas no mucho mejores que yo. La sombría física de nuestro tiempo nos encierra en el calabozo más oscuro y estrecho que jamás haya existido, pues todo prisionero ha creído siempre que del otro lado del muro le espera un mundo en libertad; pero ahora la prisión se ha vuelto el universo entero. Fuera de él hay oscuridad, y cuando yo muera, también la habrá dentro. En ningún lado hay esplendor, ni vastedad; sólo un instante de trivialidad, y luego la nada.

¿Para qué vivir en un mundo así? ¿Y para qué morir?

Su militancia en pro de la paz mundial se hizo más evidente en el periodo de guerra fría que sucedió a la Segunda Guerra Mundial. Russell dedica todo el tercer volumen de sus memorias a sus actividades en favor del desarme nuclear y los peligros de una guerra que pondría fin a la civilización. En las décadas de los 50 y 60 se dedicó a dar discursos por todo el mundo, organizar movilizaciones, entrevistarse con dirigentes del bloque del este y del oeste… Logró finalmente, en 1951, promover la redacción de una declaración que firmarían numerosos científicos del bloque comunista y del capitalista (Albert Einstein fue el primero que firmó, días antes de morir), para trabajar en beneficio de la paz y en contra de la beligerancia mundial. En algún momento escribió:

No puedo creer que éste deba ser el fin. Quisiera que los hombres olvidasen sus querellas durante algunos momentos, y reflexionasen en que, si se conceden a sí mismos la supervivencia, hay toda clase de razones para esperar que los triunfos del futuro superen inconmensurablemente a los triunfos del pasado. Ante nosotros existe la posibilidad, si la elegimos, del progreso continuo en felicidad, en conocimientos y en sabiduría. ¿Elegiremos, en lugar de ella, la muerte, porque no seamos capaces de olvidar nuestras querellas? Llamo, como ser humano, a los seres humanos: recordad vuestra humanidad y olvidad el resto. Si podéis hacerlo, se abre el camino hacia un nuevo paraíso; si no, ante nosotros sólo queda la muerte universal.

Un individuo de mente inquieta y espíritu comprometido como Russell no podía menos que probar también en el terreno de la política, sin mucho éxito sin embargo. A principios de los años 20 se alistó en las filas del partido laborista inglés, al cual había pertenecido desde siempre su familia, pero los resultados fueron discretos. En su Autobiografía no tiene ningún reparo en reproducir una carta que un ciudadano le remitió en 1922, cuando tenía 50 años de edad, al respecto de su campaña:

Estimado señor:

Adjunto le devuelvo parte de los folletos que me envió para que los examine.

En uno de ellos dice: “Por qué la gente que piensa vota laborista”. La gente que piensa no vota laborista, sólo lo hacen quienes no ven más allá de sus narices.

A juzgar por su foto, no tiene usted aspecto de haber dejado los pañales hace mucho tiempo, así que creo que lo más sensato es que vuelva a casa a chupar del biberón. Los electores de Chelsea desean que los represente un hombre de experiencia. Siga mi consejo y deje la política en manos de hombres más maduros. Si no puede recordar la guerra franco-prusiana de 1870, o la ruso-turca de 1876-1877, no es lo bastante viejo como para ser político.

Yo recuerdo esas dos guerras y también la guerra del 66, cuando se libró la batalla de Sadowa.

En ese entonces Inglaterra tenía hombres de experiencia para representarlos

Me temo que nunca más tendremos alguien como lord Derby (El Rupert del debate) o Dizzy para conducirnos.

Cordialmente.

Wm. F. Philpott

El peso de la literatura epistolar en esta obra de Russell es enorme: la mitad de ella consiste en una selección realizada por el propio autor, de la correspondencia mantenida con innumerables personas: seres anónimos, familiares (su abuela, sus esposas, su hermano), amantes, amigos, admiradores, escritores, filósofos, matemáticos… Y es que hasta no hace tantos años la literatura epistolar, en la actualidad prácticamente desaparecida, era un género vivo y efervescente, además de ser un medio de conocer al autor más profundamente que a través de sus obras. Así, Russell se cartea e intercambia elogios y opiniones con personajes como H. G. Wells, John Maynard Keynes, Bernard Shaw, T. S. Elliot, Albert Einstein… En Cambridge, donde estudió y donde también dio clases, se carteó con pensadores como George Santayana o Gilbert Murray. Su gran amigo de la infancia, el también filósofo Alfred Whitehead, ocupa un alto porcentaje de su correspondencia. Además de con Whitehead, vale la pena destacar su profunda relación de admiración/amistad con algunos personajes, como Joseph Conrad, cuya personalidad y obra impresionaron a Russell, especialmente su novela El corazón de las tinieblas, donde Russell dice captar toda su filosofía de la vida (por tanto no cabe atribuir el mérito a Coppola). T. H. Lawrence no era precisamente admirado por Russell, ya que lo consideraba un ser de carácter despótico, arrogante y presuntuoso, belicista y despiadado. Especial mención merece su relación con el filósofo Ludwig Wittgenstein. Nacido en Viena en el seno de una rica familia judía, Wittgenstein era 17 años más joven que Russell (y 6 días mayor que Hitler, con quien a los 12 años coincidió un par de años en una escuela de Linz, en Austria). Fue lo más parecido a un genio loco y excéntrico, que renunció a la enorme fortuna que heredó de su padre y decidió abandonar su carrera en el campo de la ingeniería aeronáutica para dedicarse a la filosofía, disciplina en la que únicamente publicó dos libros, uno de ellos póstumamente. Su relación con Russell fue turbulenta: por momentos lo consideraba la única persona capaz de entender sus escritos, y por momentos lo privaba de ese privilegio, que ni tan solo concedía al matemático Gottlob Frege, figura que algunos colocan, en el campo de la lógica, solo por debajo de Aristóteles. Wittgenstein envió a Russell un libro manuscrito que escribió en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, dos meses antes de caer prisionero (dice Wittgenstein en una de sus cartas a Russell: “también he enviado mi manuscrito a Frege, quien me ha escrito hace una semana y deduzco que no ha entendido una sola palabra”). Russell hizo lo posible para que se publicara el libro de Wittgenstein, incluso le escribió una introducción que lo acompañaría ya en todas las ediciones, y finalmente el libro vio la luz en 1922 bajo el título de Tractatus logico-philosophicus. Fue también alumno suyo en Cambridge, donde incluso llegó a impartir clases tiempo después, hasta su muerte en 1951.

Gracias a todas las cartas recopiladas por Russell en su Autobiografía, por tanto, pueden descubrirse facetas y matices desconocidos de todas estas mentes brillantes del siglo XX, pues en esos textos ellos escriben como ellos mismos, no a través de sus ideas o sus personajes. Sin embargo, no hay que pensar que Russell se dedique a ensalzarlos (o a lo contrario), sino que se limita a hablar de ellos cuando le conviene a su relato, sin describirlos ni biografiarlos. No es esta obra, por poner un ejemplo y puesto que lo he mencionado antes, del estilo de la de Zweig, biógrafo consumado que canta las más altas alabanzas de los personajes que menciona; Russell hace un relato sencillo, exento de florituras, y esto vale tanto cuando se refiere a personas como a sucesos. De hecho a lo largo de toda su Autobiografía  mantiene un tono bastante plano, sin cargar las tintas en ningún momento en ningún sentido; casi parece, al leer la obra, que la vida de Russell ha carecido de emociones fuertes (y alguna ha habido: ir a la cárcel, sufrir un naufragio, conocer a Lenin…), pues habla de ellas con tal naturalidad y asepsia que apenas lo parecen. Se reconoce en el estilo (o eso creo) alguien acostumbrado a escribir tal y como piensa, y sin duda su pensamiento fluía con una lógica arrolladora. De otro modo es difícil explicar la gran cantidad de libros y variedad de temas que abordó. Y estos, sus libros, tuvieron un éxito aceptable en líneas generales, siendo su principal fuente de ingresos durante bastantes años su Historia de la Filosofía occidental (History of Western Philosophy, 1945), obra escrita casi por compromiso (en cuyo prólogo el filósofo tuvo que pedir excusas al no dominar a fondo la materia -salvo acerca del pensamiento de Leibniz, del que Russell era una autoridad), y que incluso llegó a ser un bestseller en tierras americanas. Acerca de su modo de escribir, Russell escribió en un ensayo titulado precisamente Mi modo de escribir:

A propósito de esto, se me ocurre un consejo a todos los profesores que se cuenten entre mis lectores. A mí se me permite emplear un inglés sencillo porque todo el mundo sabe que, si lo prefiriese, podría emplear la lógica matemática. Tomemos el siguiente juicio: «Algunas personas se casan con las hermanas de sus mujeres muertas.» Yo podría expresarlo en forma que únicamente llegara a ser inteligible después de años de estudio. Esto me concede cierta libertad. Aconsejo a los profesores jóvenes que escriban su primera obra en una jerga que sólo puedan entender unos pocos eruditos. Con esto a sus espaldas, podrán después, siempre, decir lo que tengan que decir en un idioma «comprensible para el pueblo.» Hoy, cuando nuestras mismas vidas están a merced de los científicos, no tengo más remedio que pensar que éstos merecerían nuestra gratitud si adoptasen mi consejo.

Tal éxito y tal volumen de libros sin duda propició que se le concediera el premio Nobel a los 78 años, en 1950; Russell confesó sentir sorpresa al enterarse de que se lo concedían en la disciplina de Literatura (“en reconocimiento de sus variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios y libertad de pensamiento”). Lo cierto es que los libros de Russell llevaban ya muchos años gozando de fama y prestigio en los círculos intelectuales y también entre el gran público. Su defensa del pacifismo especialmente en periodos de guerra fue criticada por muchos pero también alabada incluso por integrantes del ejército: Russell reproduce la carta de un teniente inglés de 25 años que le escribió desde el frente en 1916 en tono extremadamente elogioso (“Esta noche, aquí en el Somme, acabo de terminar su Principios de la reconstrucción social, que me esperaba al volver del frente (…) sólo por ideas como las suyas, solo por la existencia de hombres y mujeres como usted, vale la pena sobrevivir a la guerra, si por ventura se sobrevive  (…) por usted, nos gustaría seguir con vida.”). El soldado murió 3 meses después en batalla.

Las más de mil páginas de esta Autobiografía (en letra pequeña) proporcionan un acercamiento de primera mano a la personalidad de Bertrand Russell, y casi más que el propio relato de su vida es la copiosa correspondencia incluida (la mitad del libro, como dije antes) lo que produce la sensación de estar conociendo de verdad al auténtico Russell. Es también el auténtico Russell el que encontramos en Retratos de memoria y otros ensayos, texto mucho más breve pero igual de interesante, pues es una especie de resumen de su magna Autobiografía. Es difícil entender el mundo intelectual del siglo XX sin hacer mención a las contribuciones de Bertrand Russell, y echar un vistazo a su vida parece un tributo casi obligado.

«Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad».

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17 comentarios en “AUTOBIOGRAFÍA – Bertrand Russell

  1. ARIODANTE dice:

    Magnífico, excelente artículo-reseña. Cavi, te has ganado no una colleja, pero sí un abrazo. La figura de Russell siempre me fue amable y afín. Leí los tres tomos de sus memorias con verdadero placer y coincido contigo en lo que comentas, de modo tan explicito y claro.
    Estudié en la Facultad de Filosofía a Bertrand Russell, ligado sobre todo a la llamada filosofía del lenguaje y a Wittgenstein (fueron amigos y colaboradores en la universidad) pero ciertamente, Russell centra sus memorias en su vida, lo cual las hace amenas e interesatntes, puesto que él fue no solo un filósofo, sino como bien dices, un intelectual en el más correcto sentido de la palabra: un pensador, investigador, profesor..que a la vez tomaba partido por la vida, la sociedad y los conflictos sociales. Tu artículo no puede ser más clarificador acerca de lo que representan estas memorias. Me vuelvo a quitar el sombrero.

  2. ARIODANTE dice:

    Y mis felicitaciones por ocuparte de un tema que se sale de Grecia.
    Retiro ya mismo lo que dije en el hilo de Carmona. Ojo, me encantará que te sigas ocupando de los griegos…lo haces muy bien.
    Pero de vez en cuando, demuéstranos tu buen hacer con otros temas, como en este caso.

  3. cavilius dice:

    Gracias, Ariodante. En realidad el 13’43283582% de mis reseñas son sobre temas no griegos, y de ellas el 33’33333% (periódico puro) lo son sobre temas filosóficos. Yo estudié muy poco a Russell y un poco más (pero poquísimo también) a Wittgenstein, Frege y algún otro. Es un autor que se lee con mucha comodidad, al margen de sus libros sobre filosofía del lenguaje, en los que se requiere estar un poco puesto en el tema. Y muchos de sus libros son de libre acceso en la world wide web.

  4. cavilius dice:

    Y no puedo evitar comentar que la cita final de Russell sobre su deseo de volver a vivir su vida, me recuerda mucho algo que dice Nietzsche en Así habló Zaratustra: «¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!»

  5. cavilius dice:

    El eterno retorno y esas cosas…

    1. Javi_LR dice:

      El poso que siempre deja Nietzsche tras la primera y casi siempre superada primera impresión…

      Excelente reseña, Cavi. Mil gracias. Filosofía del lenguaje, ñam, ñam.

  6. ARIODANTE dice:

    Sí, recuerdo que tú habías estudiado también Filosofía. Yo creo que el amor a los griegos nos viene a ambos de la filosofía. Para mí era la parte que más me gustaba, la de los comienzos…los presocráticos y tal. Claro que Wittgenstein siempre me sedujo. Por cierto, tengo por ahi una biografía de Wittgenstein que a lo mejor…en fin. Tengo demasiadas cosas pendientes.
    Pues sí, el eterno retorno…yo volvería a vivirla, pero con unos pequeños cambios, ¿sabes? Si se pudiera volver a vivir pero manteniendo la experiencia ganada en los años anteriores…pero me temo que no solo no es así, sino que, además, nuestras prologaciones vitales (o sea, nuestros hijos) tampoco se sirven de nuestra experiencia, sino que necesitan explorar la vida ellos, darse coscorrones ellos mismos, y de nada le sirven nuestros consejos y advertencias. Tienen que pegársela para aprender. Con lo que apenas avanzamos como humanidad. Es pasmoso…

  7. ARIODANTE dice:

    Yo al menos, Javi, hube de «padecer» (digo padecer porque padecí) a tooodos mis profesores adeptos a la filosofía del lenguaje,muy de moda entonces, como a otros les dio por el estructuralismo y Saussure…el caso es que, salvo lo que disfruté en los primeros años con los griegos, (a los griegos no los podían cambiar) lo demás fue todo Wittgenstein, Frege, Russell, Whitehead, y otros por el estilo que mejor no nombro. A Nietzsche había que leerlo fuera de la Facultad. Y la verdad es que a mí nunca me llegó al alma, quizá porque percibí su misoginia…como Schopenhauer, ¡menuda pieza!

  8. ARIODANTE dice:

    Lo cierto es que Russell es tooodo un personaje y me ha encantado volver a recordar tan detalladamente esos tres tomos de memorias que tanto disfruté. Si tuviera tiempo, debería de reseñar los cuatro de memorias de Simone de Beauvoir, que no tienen desperdicio…pero no tengo tiempo, Al menos, por ahora. Cuando sea mayor.

  9. ARIODANTE dice:

    Eeeeeh, genial, la cabeceraaaa!!!

  10. Arturo dice:

    Impresionante reseña, Cavi, enhorabuena. Siempre me ha fascinado Russell, me parece una de esas personas realmente ejemplares que nos dio su época. «El credo del hombre libre» me maravilló.

  11. cavilius dice:

    Gracias por los comentarios. La verdad es que Russell nunca me llamó especialmente la atención (demasiado actual, supongo; ah, estos prejuicios…) pero algún que otro libro que leí de él sí que me resultó curioso. Y estas memorias suyas en líneas generales son de lo más interesantes.

  12. Derfel dice:

    Este libro lo he tenido muchas veces en el punto de mira y si no lo he comprado ha sido por dos motivos: el primero, pecuniario; el segundo, por el exceso de correspondencia, que a simple vista se puede apreciar.

    Aunque si el reseñador dice que en las cartas está la chicha del libro, me queda únicamente el primero de los motivos (que sigue siendo dificilmente subsanable).

    No obstante, sigue en el punto de mira.

  13. cavilius dice:

    Bueno, hay muchas, muchísimas cartas (acaba uno hasta el gorro de tanto «Querido Bertie»); algunas de ellas de poca trascendencia, o trascendencia relativa, pero otras en cambio son muy destacables, quizá no tanto por lo que dicen sino por quién lo dice (pues eso, los citados en la reseña: Wells, Shaw, Wittgenstein, Conrad, Eliot…) y por permitir imaginar cómo hablaban o pensaban esos señores en los círculos íntimos. Confieso que hay momentos en que se hace pesado tanto epistolario, pero al ser casi todas cartas muy breves, se leen con agilidad.

    El libro es caro, sí. Yo lo conseguí en el ya famoso Saqueo de Catalonia por 5 pavos. Es cuestión de esperar alguna ganga, o atreverse con esto:

    http://www.iberlibro.com/servlet/BookDetailsPL?bi=7576364024&searchurl=kn%3Dautobiograf%25EDa%2Bbertrand%2Brussell%26sortby%3D17%26x%3D-587%26y%3D-657

    http://www.iberlibro.com/servlet/BookDetailsPL?bi=8883551036&searchurl=kn%3Dautobiograf%25EDa%2Bbertrand%2Brussell%26sortby%3D17%26x%3D-587%26y%3D-657

  14. lantaquet dice:

    Te odio cav. Profundamente…

  15. cavilius dice:

    Es lo que tiene…

  16. Lucila dice:

    Excelente reseña y muy generoso de tu parte el compartirla.

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