BERLÍN, 1936 – Oliver Hilmes

BERLÍN, 1936 - Oliver HilmesLa realización de los Juegos Olímpicos de Berlín, entre el 1 y el 16 de agosto de 1936, deparó al Tercer Reich la oportunidad perfecta para exhibir al mundo un rostro afable, pero también para hacer progresos en el frente doméstico, afianzando en la opinión pública alemana la imagen de un régimen dinámico y eficiente, encaminado a posicionar al país en lo más selecto del escenario internacional (restaurando con ello el orgullo patrio). El montaje de eventos multitudinarios provistos de un ceremonial cuasi litúrgico y de una estética apabullante era una especialidad probada del régimen, que se servía regularmente de ellos para fines propagandísticos; unos fines en que la nacionalización de las masas -expuestas de manera sistemática a un sugestivo arsenal retórico y simbólico- constituía el motivo cardinal: conquistadas en cuerpo y alma, convertidas en material dúctil y disciplinado, el régimen podría arrojarlas en todas direcciones en la forma de maquinaria de guerra imparable, una colosal apisonadora de países. La índole a medias recreativa y a medias competitiva de la magna ocasión redundaba en favor del Reich: ¿qué mejor modo de impresionar al orbe benévolamente, suspendiendo por un instante el afilamiento de la espada, que seducirlo con el espectáculo de un pueblo sano y vigoroso, capaz de hazañas deportivas que demostraban una puesta a punto completa, tanto en lo corporal como en lo espiritual?; ¿qué prueba más fehaciente del resurgimiento de la nación germana, hace tan poco menesterosa y postrada, que la organización impecable de un certamen de rango planetario? Claro que no todo en aquellos dieciséis días fueron fastos y pompas, obviamente, ni podían los planes estratégicos o los clamorosos actos asfixiar el rumor de la humilde cotidianeidad; siempre fluye, en paralelo al gran drama de la historia, la caudalosa corriente de vicisitudes menores que acompasan el ritmo del diario vivir. Transitando entre los dos planos -que no pocas veces llegan a intersectarse-, el historiador alemán Oliver Hilmes (n. 1971) configura en Berlín, 1936 un peculiar cuadro de las jornadas enmarcadas por lo que cabe llamar «los Juegos Olímpicos de Hitler». Ciñéndose al doble esquema de la secuencia cronológica lineal y la estructura de un mosaico narrativo -compuesto de teselas extraídas de fuentes diversas-, el libro nos sitúa en la trama de una coyuntura en la que se gestaban los más terribles acontecimientos.

Personalidades de alcurnia se dan cita en esta panorámica, figuras de la política y la diplomacia lo mismo que representantes del campo de la cultura, pero también concurren gentes de a pie, en las antípodas de la celebridad o las instancias del poder. El tenue hilo de sus existencias pasa inadvertido en la urdimbre de la historia, mas el ojo avizor de Hilmes detecta en la suerte de estas personas -marginal, deslucida o derechamente aciaga- algún indicio de lo que se cuece en el momento. Lo cierto es que el autor pone énfasis en lo menudo de la mentada trama, en las pequeñas historias o anécdotas que, no obstante su modesto jaez, permiten tomarle el pulso a una sociedad y a un compás histórico que en apenas unos años harán explosión. El instante no era el de las tremebundas decisiones geopolíticas o militares, ni el de las rupturas sin vuelta atrás. Representaba en verdad una pausa en la carrera hacia la locura destructiva, incluso desde el punto de vista de la gestión gubernamental. El mismísimo Goebbels, ministro de propaganda, instruía a la prensa nacional para que se adaptase a la especial circunstancia, que atraía sobre el país las miradas del exterior. Ni el tono ni los contenidos de los medios debían reflejar los aspectos conflictivos de la realidad interna; a los extranjeros había que convencerlos de que en Alemania imperaba un clima de armonía y prosperidad, y que el gobierno sólo estaba armado de buena voluntad para con el mundo entero. Son precisamente las intantáneas fugaces que Hilmes inserta en la vista general lo que desmonta la farsa orquestada desde arriba, en aquella urbe que el régimen maquilla para la percepción del exterior. Similar propósito cumplen los breves pero decidores extractos de las instrucciones gubernamentales a la prensa (de periodicidad diaria) y de los informes de la policía de Berlín, reproducidos cada tanto por el autor. En esta línea están también los lúcidos testimonios registrados por observadores de la época, entre los que destacan Victor Klemperer y Peter Fröhlich (mejor conocido por su futuro nombre adoptivo, Peter Gay).

Uno de los casos más decisivos en el plan general del libro es el de Thomas Wolfe, el escritor estadounidense de trayectoria meteórica y temprano fallecimiento (ocurrido en 1938). El viaje que realiza a Berlín en los días de los JJ.OO. es el segundo, aunque desde 1926 es un visitante asiduo de Alemania, país que ha hecho una acogida entusiasta de su obra literaria. En este viaje combina el placer con los negocios, alternando la promoción de su más reciente novela con el turismo y unas juergas de campeonato. Wolfe está encantado con lo que ve -y degusta- en la capital, vitorea los triunfos de su compatriota Jesse Owens en el Estadio Olímpico (aunque no le agracia del todo que el protagonismo indiscutido recaiga en un atleta de raza negra), no desperdicia ocasión alguna de flirtear con beldades germanas; empapado del ambiente festivo y poco dado a fijarse en cuestiones políticas, parece que se dejará embaucar por la meticulosa escenificación oficial. Sin embargo, Wolfe abre súbitamente los ojos, y es gracias a Mildred Harnack que lo hace. En conversación de sobremesa, la intelectual germano-estadounidense -que durante la guerra integrará la denominada «Orquesta Roja», la red comunista de espionaje- le habla de los campos de concentración nazis, lo que pone en alerta al atolondrado escritor. El que traspone las fronteras días después es ya otro hombre, no en punto a temperamento sino a convicciones, y con innato ímpetu -acorde con su imponente envergadura física- abordará la tarea de formular una advertencia sobre lo que ha terminado por vislumbrar, superado al fin el deslumbramiento: lo que en Alemania rige es una tiranía, y el mundo no debe dejarse ofuscar por los oropeles que el régimen de la esvástica disemina por doquier.

El día de la inauguración de los Juegos, Richard Strauss, que no tiene interés alguno por el deporte, soporta con escasa paciencia la espera antes de acometer la ejecución de su himno oficial, dirigiendo la orquesta en el propio Estadio Olímpico. En el mismo recinto, la cineasta Leni Riefenstahl se prodiga por todos lados en procura incluso de los detalles más específicos, esmerándose por documentar el acontecimiento como no se ha hecho hasta entonces; sostiene incluso agrias discusiones con Goebbels, que ve en la profusión de aparejo fílmico un estorbo (como fuere, ella se impone). Tras ciertas quejas vertidas por deportistas judíos sobre la discriminación que sufren en Alemania, diplomáticos estadounidenses enviados ex profeso certifican que la denuncia no merece mayor consideración (al fin y al cabo, el veto a los judíos es lo corriente en su entorno social, allá en casa). Como era de prever, Goering se siente a sus anchas en el papel de magnífico anfitrión, encabezando la suntuosa velada que reúne al cuerpo diplomático, miembros de gobiernos extranjeros, dirigentes del Comité Olímpico Internacional y artistas de relumbrón en los jardines del Ministerio del Aire (por supuesto, su proverbial vanidad no ha resistido la oportunidad de lucir uno de sus ostentosos trajes)… Multitud de escenas de este calibre tienen su contraparte en las que capturan el lado B de la realidad, como aquellas que retratan el mundillo del trasnoche y la vida bohemia.

De esta faceta del libro, relevante en toda su extensión, emergen personajes a su manera significativos como Hubert von Meyerinck y Leon Henri Dajou, dos noctámbulos empedernidos. El primero es un popularísimo actor de cine y teatro, muy requerido además como artista de cabaret; una personalidad exuberante que hace tiempo está en la mira de los celadores del régimen por su homosexualidad. El otro es un empresario de oscuro origen, dueño del Quartier Latin, que pasa por el club más exclusivo de la capital; en sus elegantes estancias los concurrentes pueden codearse con acaudalados banqueros e industriales, poderosas autoridades de gobierno o estrellas del espectáculo como Meyerinck, Pola Neri y Rosita Serrano, la cantante y actriz sudamericana que multiplica adeptos en el público berlinés (la prensa la apodará «die chilenische Nachtigall«, el ‘ruiseñor chileno’). Lo interesante del caso es que Dajou, como su amigo Meyerinck, también es objeto de seguimiento: se sospecha que es judío, proveniente al parecer de Rumania. Sobre él y sobre la generalidad de sus correligionarios se estrecha un cerco de hierro que ya ha trastocado cantidad de vidas. La mayoría de ellos, desde luego, no se oculta bajo una falsa identidad como Dajou, ni tiene la posibilidad de hacerse con una pequeña fortuna como la que supondría la venta del Quartier Latin (no tan difícil de concertar, en vista de su éxito). Muy pocos están fogueados en el fingimiento y en una existencia legalmente precaria, presta siempre a la huida o la clandestinidad, como Dajou. Sobre estos judíos se cierne, pues, un lóbrego destino.

En conjunto, Oliver Hilmes compone una vívida y multifacética vista del tras bastidores de un capítulo histórico relevante. Sobre él apunta el autor: «Con los Juegos Olímpicos de Berlín finaliza la fase de consolidación de la toma de poder de los nacionalsocialistas. Las Olimpiadas de 1936 en Berlín no son sólo un gigantesco éxito propagandístico, resume André François-Poncet (a la sazón el embajador de Francia): «En la historia del régimen nazi los festejos de los Juegos Olímpicos constituyen el punto culminante, el cenit, por no decir la apoteosis para Hitler y el Tercer Reich»».

– Oliver Hilmes, Berlín, 1936. Dieciséis días de agosto. Tusquets, Barcelona, 2017. 320 pp.

     

3 comentarios en “BERLÍN, 1936 – Oliver Hilmes

  1. Derfel dice:

    Leí este libro cuando se publicó y tengo un recuerdo de más a menos: si bien el planteamiento resulta atractivo en un primer momento, a medida que avanza la narración va perdiendo fuerza, por reiterativa. O, al menos, es esa la impresión que me dejó.

    En cualquier caso, es una lectura grata y amable, pese al tema que trata.

    La reseña, excelente, pero eso ya no es noticia.

  2. Rodrigo dice:

    Bueno… En todo caso, creo que la cuota de dramatismo que el autor imprime al libro es en general acorde con el asunto, sobre todo cuando aborda el reverso de la realidad pública, festiva y glamorosa como requería la ocasión.

    Gracias mil Derfel, una vez más.

  3. Rodrigo dice:

    Se me escapaba un detalle. La portada aquí reproducida es de la edición británica. La de Tusquets es muy diferente.

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