El líder preciso, en la hora del mayor de los apremios: cuando en la primavera de 1940 arreciaba la tormenta hitleriana sobre Europa occidental. Como bien señala John Lukacs, «Churchill comprendió ya entonces algo que muchos ni siquiera comprenden ahora. La mayor amenaza para la civilización de Occidente no era el comunismo. Era el nacionalsocialismo. El mayor y más dinámico poder en el mundo no era el de la Unión Soviética. Era el del Tercer Reich alemán» (v. Lukacs, Cinco días en Londres, mayo de 1940). Justamente porque midió la magnitud de la amenaza y actuó en consecuencia, perturbando el arrollador avance de Hitler hacia el señorío incontestado de Europa, es que el premier británico merece el lugar que la historia la reserva entre los grandes estadistas de todos los tiempos. Churchill convirtió aquellas sombrías jornadas en su mejor hora personal, arrastrando consigo a todo un país, que bajo otra conducción hubiese quizá vacilado y claudicado. Del patriotismo y de la probidad de Neville Chamberlain y lord Halifax no cabe dudar, pero no reunían ellos los atributos que requerían las arduas circunstancias, no estaban a la altura del reto existencial que suponía para la civilización occidental la embestida alemana. Churchill, en cambio, tenía entre sus variadas virtudes y no pocos defectos la visión, el ímpetu, la audacia y la tenacidad, en tan altas dosis como las que demandaba el crucial momento; pero también la ambición, la teatralidad y el divismo, que tantos de sus compatriotas le reprochaban y que lo habían impulsado –y lo seguirían impulsando en el marco de la Segunda Guerra Mundial- a acometer empresas temerarias y a implementar medidas desacertadas: también estas señas de su exuberante personalidad, que hasta entonces lo hacían un candidato poco fiable para el mando, acudieron en auxilio del país. En vez de arredrar, como por el contrario hizo su gran y exclusivo rival en la disputa por la primera magistratura, lord Halifax, Churchill persiguió y asumió el puesto con vehemencia, perfectamente consciente de lo que estaba en juego. Y en semejante coyuntura echó mano de una de sus probadas cualidades: la oratoria, que él mismo ponderaba como uno de los recursos capitales en la consecución de grandes objetivos. Una vez ascendido al cargo de Primer Ministro, en un lapso de pocas semanas pronunció los que la posteridad tiene por sus discursos más importantes, despertando en sus conciudadanos el temple, el denuedo y el coraje que habrían de sostener la determinación de no ceder ante la barbarie nazi. » seguir leyendo