LA CABAÑA DEL TÍO TOM – Harriet Beecher Stowe

Iba yo por esas calles, absorto en melancólicos y vagos pensamientos, de tropezón en tropezón- cosa que me recordaba que no es la mejor circunstancia la de ser filósofo ni pensador para andar por las calles de… El Médano… – entreviendo más que viendo, de vez en vez, alguno de esos cacharros rugientes a mi vera y elevando como un autómata mi diestra o mi sinistra (bien poco importa cuál) cuando me apercibía de que algún viandante hacía otro tanto. Entrambos, cierto sentimiento de insoportable y extremo ridículo se colaba en mi estado de ánimo, haciendo aparecer cierto rubor en mis pálidas mejillas. Empero, nada dello lograba distraerme del todo y proseguía yo con mis ridículas ínfulas de aspirar a Larra. Para orientar al lector, introduciré aquí la trascripción de los susodichos pensamientos que me ocupaban en aquellos momentos.

“Con frecuencia, lo más triste de una novela histórica es que sea histórica, es decir, si nos remitimos a la RAE y delegamos en ella la responsabilidad de definirlo, diríamos lo siguiente:
Novela histórica: 1. f. La que desarrolla su acción en épocas pasadas, con personajes reales o ficticios.

Así, sean sus personajes reales o ficticios, el lector tiene la certeza de que el marco espacio- temporal de las novelas genuinamente históricas es y fue real, tangible, esto es, que en algún momento dichas circunstancias se dieron realmente para una serie de personas que hubieron de padecerlas. Terrible. Esta única palabra llana, con sus tres cortas sílabas, sus ocho letras, sus tres vocales y sus cinco consonantes es tan rotunda que expresa realmente las ideas que la lectura de una obra como La cabaña del tío Tom suscita en la mente del desdichado lector. Desdichado porque literatura semejante le confiere una amplitud de miras y un conocimiento del pasado tales que echan por tierra toda opinión idealizada respecto del género humano. Tras su lectura uno comienza a vivir y a ser protagonista mismo de una paranoia que está destinada a acabar con la injusticia social de este mundo. A la vuelta de cada esquina y en cada bocacalle, la fértil imaginación del lector está dispuesta a ver dramas sociales como los que en esta novela se retratan. Y lo cierto es que no tarda en descubrir que es esta disposición del alma para soportar cosas realmente insoportables la que suprime el velo que habitualmente nos ciega…”

Dióme el tiempo justo, en el momento en que terminaba de formular la última palabra, la última idea, la última motita de luz (¿cómo demonios puede uno cuantificar – y cualificar- el pensamiento?) para hacerme a un lado; mi sistema nervioso había realizado uno de esos característicos movimientos reflejos que en la persona del absorto viandante suelen ser más acusados, cuanto que sus facultades están dirigidas hacia otro lugar y distinto fin que el de evitar encontronazos y chichones que, por ende, son la natural consecuencia de aquéllos. No obstante de mi total ausencia de mí mismo, una corriente eléctrica me sacudió como por ensalmo cuando pasó junto a mí Tom redivivo. Igual de beato, su rostro transmitía algo de aquella benignidad de espíritu con que Stowe decidió trazar a su personaje principal. Era un hombre grande y fornido, de complexión fuerte, de un negro negrísimo y brillante y un rostro cuyas facciones genuinamente africanas se caracterizaban por una expresión de sensatez seria y constante, junto con una gran cantidad de bondad y benevolencia. Tenía una aire de pundonor y dignidad en su porte, unido a una sencillez confiada y humilde.

Me pareció divisar en la lejanía, incluso, a la tía Chloe y a los niños y al señorito George, que tan cariñosamente regañaba a Tom porque no había hecho los deberes- y es que George era un magnífico y desinteresado profesor de lengua inglesa para un pobre analfabeto como Tom-. Aún logré atisbar entre dos sujetos que empuñaban sendas cachiporras y que se empeñaban en dar caza al negro extraviado a los señores Shelby que, con sus hipócritas carantoñas prometían a Tom un feliz y pronto regreso. Sin embargo, como digo, Sambo y Quimbo (que iban seguidos muy de cerca por el benemérito de Legree – un sujeto que había que reconocer que carecía totalmente de atractivo con su cabeza redonda como una bala, sus ojos grandes y grisáceos, tan turbios que era imposible distinguir su color a simple vista, y cuya boca estaba inflada con tabaco que de vez en cuando escupía con gran energía y una fuerza explosiva– que les aleccionaba con continuas blasfemias y juramentos, a cual más prometedor de su benignidad) se cruzaron en mi campo de visión, empuñando sendas cachiporras, sin los sabuesos feroces que solían llevar consigo en las habituales cazas de negros pero pareciendo ellos mismos no más compasivos.

Boquiabierto, anonadado, patidifuso, no pude evitar adelantarme y grabar en mi memoria de nuevo las facciones de Tom. Porque -¡por todas las Providencias!- se trataba de un Tom de cuya tranquilidad de espíritu no se atisbaba ni rastro en su rostro, de un hombre al que los ojos parecían salírsele de las órbitas, de modo que me parecía que los concentraba en un solo punto, fijo, inmóvil, de modo que me parecía que tenía una percepción sobrenatural de lo que le rodeaba. Parecía pretender absorber algo con la rapidez con la que un niño sorbe un refresco que le gusta y atragantándose en el intento, como ese mismo niño. Angustia. Ésa es la palabra.

Sin saber por qué ni cómo, mientras el pobre Tom huía despavorido por las calles no menos pantanosas de la población, pensé que quizás me había equivocado al suponer que Stowe había vivido hacía más de dos siglos y que, por ende, lo que había escrito y lo que yo había leído era una novela histórica. Quizás, me dije, Stowe sea alguna pobre oficinista amargada del XXI que se haya decidido a inmortalizar una de las típicas cazas de negros que parecen aquejar a nuestra sociedad actual.

En cualquier caso, sea quien sea Harriet B. Stowe, es indudable- o al menos a mí me lo parece- que su obra más conocida (La cabaña del tío Tom, por si el lector no se ha enterado) es una obra maestra de la literatura universal y una de las más brillantes de género histórico que el lector en sus manos tener pueda. Se debe esto a la aguda percepción crítica de esta gran pero, al mismo tiempo, pequeña mujer de la que Lincoln diría en 1862 que aquélla era la mujercita que escribiera el libro que otrora desencadenara una gran guerra, con un tono de admiración y sorpresa, como si no se acabara de creer que de algo tan frágil y delicado pudiera surgir algo tan tempestuoso como es una de las más grandes denuncias sociales que en los últimos siglos se hayan escrito.

Atilio desde Kentucky.

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