EL SIGLO SOVIÉTICO – Moshe Lewin

EL SIGLO SOVIÉTICO - Moshe Lewin¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética? Espinosa cuestión, sin duda, a la que el historiador Moshe Lewin ha intentado responder en El siglo soviético: un ambicioso balance de la URSS, fruto de un análisis temático en que confluyen elementos de la ciencia política, la economía, la sociología y la administración. Se trata, pues, de un análisis multifocal, el que tiene entre sus premisas fundamentales la idea de que el estudio –por demás justificado- del terror y la represión estalinistas ha ensombrecido temas tan importantes como los cambios sociales y la construcción y funcionamiento del estado soviético, y su relación con el partido. Es precisamente en torno a estas dinámicas que se estructura el libro, en el entendido de que un análisis articulado por el factor político-social revela una complejidad que los estudios puramente políticos o ideológicos suelen pasar por alto.

Moshe Lewin, reputado sovietólogo, nació en 1921 en Wilno (Polonia) y falleció recientemente en París, en agosto de 2010. Tras graduarse en la Universidad de Tel Aviv y en la Sorbona, se desempeñó por largos años como profesor de Historia en la Universidad de Pensilvania, EE.UU. The Soviet Century (Londres, 2005) fue la última de sus publicaciones. El libro consta de tres grandes partes. La primera de ellas aborda el período de Stalin, la segunda la época postestalinista, de Jrushov a Andropov, y la tercera es una recapitulación general de la era soviética.

De modo consecuente con su antedicho interés por la complejidad del fenómeno soviético, Lewin critica lo que denomina la «sobreestalinización» de la historia de la Unión Soviética: la práctica de considerarla como si siempre hubiese sido una dictadura de tipo estalinista, con sus niveles monstruosos de opresión y terror. El postestalinismo presenció, en cambio, el desmantelamiento del GULAG, el cese de la represión a gran escala, el reconocimiento de derechos individuales y la restricción de las potestades de la policía secreta. En general, el de Lewin es un libro guiado por el ánimo de refutar lo que tiene por lugares comunes acerca de la Unión Soviética.

Lewin desestima la idea de la URSS como régimen unipartidista: según él, más bien se trató de un régimen sin partido dada la despolitización del órgano «partido» –el único existente- y su transformación en una red administrativa, ya en los años 30. Asumiendo la perspectiva del autor, la ausencia de un sistema pluripartidista en la URSS sería menos relevante que el hecho de que el partido vio mermada su importancia por la creciente expansión del estado, en un proceso iniciado por voluntad de Stalin y que, pese a los intentos posteriores de Jrushov por revertirlo, desembocó en la absorción del partido por la burocracia estatal. Los verdaderos señores del país fueron los directorios burocráticos en los ministerios y en las empresas, mientras que las estructuras partidarias se vieron reducidas a una total inoperancia y el partido en su conjunto perdió autonomía y capacidad de liderazgo político. Nada de esto podía ser inocuo, puesto que es el liderazgo político el que define las metas nacionales y los medios para llevarlas a cabo, y en la URSS este liderazgo acabó diluyéndose en la medida que el poder fue engullido por la clase administrativa, un cúmulo de feudos burocráticos preocupados ante todo de mantener unas confortables rutinas y de velar por sus propios intereses, anulando toda creatividad, provocando estancamiento tecnológico y económico. Para Lewin resulta evidente que el anquilosamiento del sistema de planificación, perjudicado entre otras cosas por la hiperburocratización, fue una de las causas mayores del desmoronamiento del régimen; bien podría haber apuntado a la existencia misma de un sistema de planificación hipertrofiado como una de las causas de ese desmoronamiento (lo hace a medias al referirse a la «economía en la sombra»).

Era, pues, un régimen sobrecentralizado y una genuina estadocracia, características que -podemos sostener, ya que no lo hace Lewin- representan indicios de continuidad entre los períodos estalinista y postestalinista. Una de las estrategias de Stalin fue la construcción de una burocracia de dimensiones descomunales por cuyo intermedio controlar a la población, particularmente en los días de los planes desarrollistas de los años 30. Hubo voces disidentes al interior del partido que ya en la década anterior cuestionaron el creciente centralismo estatal, el que no parecía sino una lacra del régimen zarista rediviva y que mucho habría alarmado a un Lenin que apreciaba por sobre todo la soberanía del partido; tales críticas reforzaron en Stalin la convicción de que debía doblegar al partido, subordinándolo a una obsecuente maquinaria administrativa que favorecería la consolidación de la autocracia, o la concentración del poder en sus propias manos. El centralismo así propiciado no hizo sino acentuarse después de la muerte de Stalin, con la particularidad de que el control del sistema se trasladó al propio aparato burocrático al tiempo que disminuía el poder de la figura gobernante; el consabido resultado fue la hipertrofia administrativa y la esclerosis del sistema entero. A propósito de esto, cabe sostener que una debilidad del análisis de Lewin estriba en que, a pesar de derramar bastante tinta en torno al tema, en ningún momento repara en que la estadocracia es una de las variables fundamentales del paradigma totalitario; hacer como si el monopartidismo fuera casi la única o la más decisiva de dichas variables no es acertado.

Estudiando los mecanismos que propiciaron la autocracia estalinista, Lewin postula el concepto de «paranoia sistémica». Explica el autor que la cúpula gobernante, en sus orígenes una instancia decisoria de índole colectiva, ejercía sobre sus subalternos una presión asfixiante en orden a exigir el cumplimiento de las tareas asignadas. Mientras más poder ejercían los miembros de la cúpula, tanto más sentían que las cosas se les iban de las manos, constatando en multiplicidad de informes y por medio de inspecciones in situ que las órdenes no se cumplían y que la marcha en fábricas, granjas y urbes no se verificaba al ritmo deseado. Los dirigentes llegaron a pensar que su poder era más frágil de lo que esperaban, incubando serias dudas sobre su capacidad y sobre la validez del sistema. En un clima de inseguridad y desorientación generalizadas, la idea de una personalidad fuerte y decidida, capaz de hacerse cargo del control de la situación, resultaba de lo más sugerente. Esta impresión se combinó, según Lewin, con el apogeo de una personalidad de tendencias paranoicas, rencorosa y vengativa como fue la de Stalin. Ni qué decir que la concentración de poder en manos de éste, aplicado como estuvo en fragmentar y vaciar de contenido las principales instituciones políticas, asoma como factor fundamental en el desencadenamiento de las grandes purgas de 1937-1938.

Un episodio irracional y espeluznante, el del Gran Terror, que Lewin interpreta como uno de los momentos clave en la búsqueda, por Stalin, de coartadas históricas que legitimasen su poder personal: por medio de las purgas masivas, Stalin se deshizo de los miembros históricos del partido y dio un salto hacia la reescritura de la historia de la revolución y el régimen bolcheviques. Ya antes se había proporcionado una coartada por medio de la eliminación del leninismo y la domesticación del partido, y la guerra contra el III Reich fue la tercera y última fase en el proceso de legitimación (a la larga, la agresión alemana fue para Stalin una suerte de don providencial en la medida que le permitió superar una crisis de gobernabilidad mediante la aglutinación patriótica de las voluntades en la lucha contra el invasor, y la victoria de 1945 surtió el efecto de rehabilitar su régimen incluso a ojos de observadores extranjeros). El segundo de los momentos señalados, primero en términos cronológicos, supone un distanciamiento respecto de autores que conciben  a Stalin -en general- como un continuador de Lenin, a la vista de factores como el terror y el sistema unipartidista. Lewin, por su parte, enfatiza lo que de rupturista hubo en el georgiano.

El problema de las nacionalidades al interior de las fronteras heredadas del imperio de los zares –o lo que quedó de él- fue una de las líneas de discrepancia entre Lenin y Stalin: el primero terminó decantándose por un federalismo al menos formal, mientras que el segundo fue partidario de un centralismo maquillado de autonomismo, o un unitarismo con base en la supremacía rusa (no por nada Lenin denunció su propensión al chovinismo granruso). Por otra parte, Lenin no aspiró a ser un déspota del partido como llegó a ser Stalin (quien redujo a éste a total impotencia, suprimiendo entre otras cosas la posibilidad de reestructurar democráticamente su cúpula); en vez de esto, asegura nuestro autor, Lenin propiciaba el debate partidista y una amplia participación en la formulación de las políticas del partido (es cierto que en sus últimos tiempos propuso democratizar la dirección de este órgano, pero también lo es que el Lenin de toda la vida no toleraba el disenso intrapartidario: no fue un dirigente conciliador, pluralista o favorable al debate el que propició la ruptura entre bolcheviques y mencheviques, ni el que instó la lucha contra el faccionalismo en 1921, con su severa depuración de las filas bolcheviques). A Lenin le disgustaba el burocratismo así como cualquier amenaza al poder y la autonomía del partido (ya se ha señalado algo a este respecto). El culto a la personalidad sí que es una particularidad esencial del estalinismo, más bien extraña al pensamiento y las tácticas de Lenin.

Lewin destaca lo que considera como el ultranacionalismo ruso que caracterizó al estalinismo en su última fase; una deriva ideológica estimulada por la guerra contra Alemania pero que no cabe reducir a las necesidades de la movilización sino que responde a un interés más amplio: proporcionarse una base de legitimación política e histórica, incluso a costa de las raíces ideológicas del régimen. Un rasgo de protofascismo, declara el autor, que tuvo su peor rostro en la ulterior lucha contra el así llamado «cosmopolitismo» –una campaña antisemita-.

En el ámbito económico se verificaron dos procesos marginales o anómalos por ser contrarios a la ortodoxia doctrinal e institucional. Uno de ellos fue la denominada «economía en la sombra», también conocida como «segunda economía» o «economía sumergida»: la planificación burocrática de la economía provocó una escasez crónica de bienes y capitales, con lo que gran parte de la población se vio obligada a buscar una fuente de ingresos adicional a fin de compensar la merma del poder adquisitivo de sus salarios; los rubros de la agricultura, la industria y los servicios se vieron gradualmente invadidos por prestaciones informales. El otro proceso fue el de la «cristalización de un protocapitalismo en el seno de una economía planificada»: la privatización de facto de empresas por unos directores que conformaban los poderosos feudos burocráticos arriba aludidos, cada vez más emancipados de la tutela ideológica de la jerarquía política; esto constituía una progresiva erosión del principio de la propiedad estatal de los activos y los medios de producción. Ambos procesos aparecen como verdaderas aporías sistémicas que dan cuenta del quiebre gradual del régimen.

Lewin afirma que si la Rusia postestalinista hubiese sido un régimen totalitario como suele creerse, habría durado para siempre. Aparte la necesidad de precaverse de cualquier simplificación a cuenta del concepto de totalitarismo, me parece que el de Lewin es un postulado un tanto tosco para alguien que ha podido constatar que el régimen cayó no por la acción de fuerzas opositoras sino por su propio peso, una que vez que se le agotaron las energías (v. 406).

– Moshe Lewin, El siglo soviético. Crítica, Barcelona, 2006. 510 pp.

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10 comentarios en “EL SIGLO SOVIÉTICO – Moshe Lewin

  1. Germánico dice:

    Lo leí hace unos años, y recuerdo que me cansó bastante y que aportaba poco. Me pareció, si no recuerdo mal, excesivamente «personalista», explicando en demasía determinados hechos como consecuencia de la personalidad dominante en el periodo (ya sabes, Rodrigo, que castigamos severamente tanto el personalismo como el cosmopolitismo). Pero tendría que retomar el volumen para aportar algo más. Creo que dejé algunas notas en él; a ver si lo encuentro…

    Saludos.

  2. Rodrigo dice:

    Tiene por momentos un sesgo personalista pero no me pareció cosa demasiado grave, Germánico. Creo que lo compensa bastante con la parte de análisis sociológico, bastante plomiza por cierto. En general diría que en el estudio de la estructura o aparato político-administrativo (estado, partido, burocracia) no abusa de ese sesgo.

    La parte referida al estalinismo es, seguro, lo menos novedoso del libro.

    Hace un tiempo aludías a cierta crítica que Lewin dirige a Solyenitzin y su denuncia del GULAG, la que no me convence demasiado (y no es que sea un incondicional de este autor).

    Un saludo.

  3. Germánico dice:

    Joder, vaya memoria tienes. Es en ese libro, ¿no?

  4. Rodrigo dice:

    Je, je… Sí, el mismo libro. Es que me compré “Archipiélago Gulag” para releerlo y me acordé de tu comentario.

  5. Germánico dice:

    Pues que el Padrecito Stalin te la conserve. La mía es cada vez más corta.

  6. Rodrigo dice:

    Ups.

    Bueeeno… No es que no me hagan falta los ayudamemoria.

  7. David L dice:

    Estoy de acuerdo con algunas de las afirmaciones de Lewin sobre el régimen soviético y, en concreto, sobre la figura de Stalin y el estalinismo como régimen político en la URSS. Los comunistas llegaron al poder tras una revolución y posterior guerra civil, es decir, alcanzaron la cima mediante hechos violentos, se tomó la dirección del país por la fuerza. Puede que este hecho disminuya, aunque parezca mentira cuando se habla del Partido Comunista, de contenido y fuerza a este último. Sin querer hacer comparaciones, el régimen franquista también llegó al poder mediante el uso de la fuerza ayudándose en cierta manera de corrientes políticas como fueron el falangismo o el tradicionalismo, pero ambas sucumbieron ante la personalidad omnipresente del general Franco. Es decir, en la URSS, así lo entiendo yo, el Partido no fue más que un medio, importante en su momento, para llenar de legitimidad una revolución. Más tarde, con Stalin como jefe máximo, el partido acabó bajo el dominio de la persona-dictador. El nacionalismo ruso, impulsado por Stalin, acabó por imponerse al resto de nacionalidades existentes en la denominada Unión Soviética, aplicando más nacionalismo y menos comunismo.

    Un saludo

  8. Rodrigo dice:

    Intereresante comentario, David. Nada más puntualizar que en la concepción de Lenin (suscrita según entiendo por el Stalin de los primeros días) el partido era efectivamente un medio para un fin superior, y que la legitimad de la revolución provenía en realidad de lo que el credo marxista-leninista tenía por leyes históricas inexorables: en calidad de vanguardia del proletariado y de agente de la revolución, el partido era en sí mismo el artífice providencial de la historia, el encargado de impulsar la consumación de sus leyes; la propia Historia, pues, sancionaba la actuación del partido. Y sí, tan cierto es que Stalin redujo al partido a una situación de impotencia que la desestalinización impulsada por Jrushov contemplaba justamente la restauración de la autoridad y el protagonismo del partido para, de este modo, recuperar el legado de Lenin. La cosa es que fue el propio Lenin el fundador del estado soviético con su núcleo de partido único, ideología excluyente y un sistema de represión afecto al terror; un régimen que aspiraba a absorber la sociedad en su totalidad. Es por esta razón que se puede hablar de Stalin como un continuador de Lenin y es por ahí que flaquean los intentos de rehabilitar a un Lenin más o menos –o derechamente- idealizado. Creo que a Lewin se le pasa la mano cuando afirma que Lenin era en realidad un líder y no un déspota. Es cierto que Lenin no llegó a manejar tanto poder como Stalin pero también lo es que nunca fue un dirigente moderado como lo pinta este autor, y que su ideología (con su correspondiente plan de acción) tenía todos los vicios de un sistema de pensamiento determinista, materialista y utópico.

    Por otra parte, parece que el nacionalismo de los últimos años de Stalin debería ser matizado. No fue un nacionalismo puro y duro puesto que Stalin nunca perdió de vista –no del todo- el componente internacionalista de la revolución mundial.

    Saludos.

  9. juanrio dice:

    Da la impresión de que la Unión Soviética no llego a evolucionar, que por eso que comentas de la excesiva estatalización y burocratización, todos perseguían que nada cambiara para mantener su status. Así esa imagen gris que tenemos en mente cuando se habla de la URSS y de la guerra fría no obedece a que hallamos fabricado un estereotipo, posiblemente sea el retrato realista de una sociedad que se empantanó tras la II Guerra Mundial y sólo se movió un poco con la muerte de Stalin y hasta la llegada de Gorbachov. Recuerdo, aunque no con especial viveza, la muerte de Bresnev, y la esperanza en una apertura que no se produjo, y la sucesiva presidencia de Andropov o Cherschenko….posiblemente con GOrbachov no se esperara nada y con el surgió la chispa.

  10. Rodrigo dice:

    Con semejante nivel de estatismo, burocratización y represión (factor que no hay que olvidar), el sistema estaba condenado al estancamiento.

    Yo creo que Gorbachov sí generaba expectativas, Juanrio. Un tipo relativamente joven en medio de una gerontocracia… Se esperaba al menos que el nuevo premier no se les muriese tan pronto.

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