EL BAILE DE NATACHA – Orlando Figes

EL BAILE DE NATACHA – Orlando Figes«Seguramente nunca haya existido una sociedad más profunda y exclusivamente preocupada por sí misma, por su propia naturaleza y por su destino». Isaiah Berlin

Puestos a indagar en las estructuras de la identidad nacional rusa, qué mejor que sumergirse en las manifestaciones artísticas surgidas en Rusia en un contexto temporal significativo. Parece una perogrullada, nada demasiado diferente de lo que sustenta el proceder de parte importante de los estudios culturales enfocados en el problema de las identidades nacionales. Sin embargo, semejante planteamiento resulta, en el caso presente, tanto más oportuno cuanto más se considera la íntima vinculación que se ha dado en ese país entre creación artística, conciencia colectiva y activismo, o el alto grado de compromiso social por parte de artistas e intelectuales. Por lo menos desde que Pushkin hiciera méritos para ser considerado como el padre de la literatura rusa moderna, el principio de la responsabilidad pública del arte y las letras se asumió en Rusia de modo consciente, diríase incluso programático. Esta actitud es en gran medida un fruto inesperado y de larga gestación de la obra del zar Pedro I, cuya política occidentalizante sembró el problema de la ambivalencia cultural y la indefinición del “alma y el destino de Rusia”. Fruto inesperado, cabe remarcar, porque no estaba en los planes del Grande dejar servido un problema tan explosivo al quehacer de artistas y hombres de letras; a largo plazo, pocas cosas podían ser más disfuncionales a la tradición autocrática. Inesperado fue, también, el detonante mediato de la actitud militante  del estamento artístico e intelectual: la invasión de Rusia por Napoleón, que en el contragolpe ruso sobre territorio europeo expuso a oficiales del ejército zarista espiritualmente inquietos a la influencia de las ideas occidentales.

La producción cultural rusa es, pues, un verdadero filón para un historiador como Orlando Figes, quien después de escribir importantes obras sobre la revolución rusa se abocó -en el libro que reseño- al tema de la identidad de ese país. En El baile de Natacha (2002), Figes aborda no sólo la denominada alta cultura sino también elementos de la cultura popular, el folclor del que se han nutrido grandes obras de arte rusas, en el período comprendido entre la fundación de San Petersburgo en 1703 y el viaje de Igor Stravinsky a Rusia en 1962. El título proviene de un pasaje de la novela Guerra y paz, de Tolstói, en que Natacha Rostov, una condesita educada con todos los refinamientos de la aristocracia y cuyo contacto con el pueblo era mínimo, se deja arrebatar por la emoción que desprende una tonada popular y baila al mejor estilo autóctono. “¿Dónde había aprendido aquellos gestos –pregunta el novelista-, que hubieran tenido que sucumbir hacía ya años ante el pas de châle?”. Tolstói se responde, con todo candor: el espíritu y los gestos de Natacha eran auténticamente rusos, inimitables; no se estudian sino que germinan en secreto y florecen espontáneamente en Natacha o en cualquiera que nazca ruso, más allá de las diferencias de clase. Discutible y todo, es una postura emblemática, y como tal la plantea Figes.

El libro se enfoca en las obras culturales no como manifestaciones de lo ruso, en rigor, sino como plasmaciones de ideas y creencias en torno a lo ruso; sucede que el arte no es un registro objetivo de experiencias reales o de una manera colectiva de ser y de posicionarse en el mundo, sino una visión de la realidad mediada por la subjetividad del artista. Por otro lado, es de lo más relevante el que prácticamente todas las corrientes culturales del siglo XIX en Rusia estuvieran articuladas por –en palabras del autor- “imágenes ficticias del carácter nacional de Rusia”. Figes elude en su estudio la visión estereotipada y la exaltación de lo pintoresco (Rusia como un país exótico y distante), pero también es contrario a todo esencialismo identitario: no existe un núcleo cultural esencial, puro u orgánico que deba ser rescatado de la degradación o el olvido, afirma; la idea de una autenticidad cultural no pasa de ser una quimera. El supuesto fundamental en este respecto es que “no existe ninguna cultura nacional quintaesenciada, sólo imágenes míticas de ella” (cursivas en el original).

El baile de Natacha da cuenta de algunos de los ejes y tensiones ideológicas que han articulado el trabajo artístico e intelectual en Rusia. De la mano del autor, vemos a los occidentalistas criticando la inmovilidad asiática de Rusia, atribuyendo a su faceta oriental la propensión al autoritarismo y la pasividad obsecuente de las masas; querellándose contra ellos, los eslavófilos, quienes defienden la singularidad nacional y proclaman la urgencia de contrarrestar la imitación servil de Occidente. En primerísimo plano, tenemos a las “dos Rusias” representadas por sus capitales históricas: San Petersburgo, esa “ventana a Europa” tan estratégicamente emplazada (el relato de su fundación proporciona una magnifica apertura al libro); y Moscú, la de las campanas y las cúpulas en forma de cebolla, todo un epítome de la Rusia ortodoxa, patriarcal y tradicional. Sabemos del romanticismo nacionalista que inspiró el trabajo de compositores como Modest Mussorgski, Alexander Borodín y Nikolái Rimski-Kórsakov, enfrentados a un Chaikovsky que representaba la cúspide del arte musical occidentalizado. Vemos en acción a los hombres del movimiento Mundo del Arte, nacido a fines del siglo XIX y con el célebre Sergei Diaghilev entre ellos, reaccionando contra la instrumentalización política y social del arte. Tenemos, en la pintura decimonónica, el paso de la representación bucólica del mundo rural, con unos campesinos idealizados y relaciones idílicas entre éstos y los hacendados (el caso de pintores como Alexei Venetsianov y Vassily Perov), a la cruda descripción de un campesinado en situación de miseria (Ilya Repin, Iván Kramskoi). (El culto a la vida campesina es, por cierto, una de las constantes de esta historia: la idealización del campesinado como reservorio de las virtudes autóctonas que la civilización urbana y occidentalizada amenaza con destruir. Tan importante ha podido ser este culto que un relato escrito por Chejov, Los campesinos (1897), que desmontaba el mito del buen mujik, provocó un escándalo mayúsculo y la indignación de Tolstói, que acusó a Chejov de haber pecado contra el pueblo.) Tenemos, como no podía dejar de suceder, a los artistas rusos lidiando con el cataclismo que supuso la Revolución de Octubre, con sendos capítulos concentrados en quienes se quedaron en la  Unión Soviética y en aquellos que optaron por emigrar.

Rusia asoma como un país que no parece conocer medida al aprecio y el temor profesados -en partes iguales- a sus artistas, profundamente convencidos del poder transformador del arte. “En ningún otro lugar del mundo -afirma Figes- el artista ha sufrido tanto la carga de liderazgo moral y de ser profeta nacional, ni tampoco ha sido más temido y perseguido por el Estado”. Se trata de un estamento que se ha volcado obsesivamente a la búsqueda del “alma rusa” y a la atribución a Rusia de una misión de alcance universal. Esta obsesión de cariz mesiánico, que es la expresión de un afán casi morboso de absolutos, se ve constantemente complicada por la ambigüedad de sentimientos ante Occidente: admiración, recelo y una suerte de complejo de inferioridad que frecuentemente ha estallado en manifestaciones de rabioso nacionalismo. En tiempos de la Rusia soviética, los acontecimientos y las veleidades ideológicas avivarán –no sin contradicciones- el fogón del particularismo y la xenofobia.

El mismo Pushkin, prototipo del peterburgués, esto es, del ruso europeo, escribió un poema nacionalista que proclamaba el “asiatismo” ruso, después de que Rusia fuese criticada en Europa a causa de la represión de la insurrección polaca de 1831. Había un fondo de resentimiento en el acto de dar la espalda a un Occidente que no comprendía a Rusia y que no se avenía a integrarla en la “comunidad de naciones civilizadas”, y que de hecho la traicionaría al aliarse con Turquía en la guerra de Crimea. Conforme las tropas rusas avanzaban en Asia Central a lo largo del siglo XIX, los círculos intelectuales promovieron la idea de que Rusia tenía un derecho cultural e histórico sobre Asia.  Dostoievski fue una de tantas personalidades que se sumaron a la tradicional crítica del servilismo ruso en relación con Europa, poniendo la mirada en Oriente. Según el escritor, la pretensión de creerse unos europeos le había costado a Rusia su independencia espiritual. Pero no era cuestión de renegar sin más de Europa, que ya era parte del alma rusa, sino de volcarse a Asia y de iluminar a los pueblos asiáticos con la misma autoridad y prestigio que se arrogaban las potencias occidentales. No de otro modo se fortalecería Rusia. “En Europa éramos tártaros –afirmaba Dostoievski en 1881-, mientras que en Europa podemos ser europeos. Nuestra misión, nuestra civilizadora misión en Asia alentará nuestro ánimo y nos impulsará”. A la vuelta del siglo, el movimiento de los “poetas escitas” (Blok, Biely y otros) rizará el rizo del asiatismo, mezcla de arrogancia y despecho. El grupo tuvo su manifiesto en el poema de Alexander Blok Los escitas (1918), que proclama el orgullo ruso de ser unos asiáticos, “una codiciosa tribu de ojos rasgados” que, sin embargo, había sido “el escudo entre las razas/de Europa y la rugiente horda mongola”; un servicio que Europa no se había dignado agradecer. También entre los emigrados brotó el desafío a los valores occidentales: fue el caso de los llamados “eurasianistas”, un grupo de intelectuales que argüían que Rusia era una cultura en esencia esteparia, destinada a fundar una Eurasia orientada más a lo asiático que a lo occidental.

La ambigüedad geográfica de Rusia y su vecindad inmediata con pueblos orientales hizo que el discurso nacionalista concediera gran protagonismo a la religión, consagrando a la ortodoxia como categoría cultural que distinguía a lo ruso de su “otro yo asiático”. La lucha contra el invasor mongol fue canonizada como mito fundacional ineludible, y la historia oficial dio por sentado que el Estado y la conciencia nacional rusa se forjaron en la guerra contra “la estepa hereje”. Pese a todo, era cuestión de constatar el origen oriental de palabras de uso común en la lengua rusa o de elementos centrales del folclor para desmentir cualquier pretensión de pureza cultural. Es por demás un hecho que el sentimiento de superioridad de Rusia respecto de Oriente se ha visto matizado por una recurrente fascinación e incluso un sentimiento de afinidad con lo asiático. El colono ruso, a diferencia de su homólogo europeo, solía adoptar la lengua y las costumbres de sus vecinos asiáticos sin mayores complejos; no veía en la asimilación por los dominados un menoscabo de su dignidad personal. No obstante sus rachas de soberbia nacionalista, el mestizaje y el sincretismo cultural han dejado una fuerte impronta en el enorme país. “Ortodoxo y pagano; pero a la vez racionalista. Un ruso podía ser todas esas cosas”, afirma nuestro autor.

Mucho se ha dicho sobre el misticismo y el mesianismo rusos, elementos que tienen su espacio en el libro de Figes. Como colofón de la presente reseña, valga la acerba crítica que en su día formulara Vasili Grossman en su obra Todo fluye:

“Ha llegado el momento de que los adivinos que predijeron el futuro de Rusia comprendan que sólo la esclavitud milenaria ha creado la mística del alma rusa. En la admiración de la ascética pureza bizantina y de la docilidad cristiana del alma rusa vive el reconocimiento involuntario del carácter inquebrantable de la esclavitud rusa. Esa docilidad cristiana, esa ascética pureza bizantina –al igual que la pasión, la intolerancia, la fanática fe de Lenin- tienen un mismo origen: la milenaria ausencia de libertad del pueblo ruso. […] ¿Acaso pensaban los profetas de Rusia que combinando el rechinamiento de las alambradas de las taigas siberianas y del campo de Auschwitz se cumplirían sus profecías sobre el futuro y el triunfo sagrado del alma rusa?”

– Orlando Figes, El baile de Natacha. Una historia cultural rusa. Edhasa, Barcelona, 2006. 828 pp.

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7 comentarios en “EL BAILE DE NATACHA – Orlando Figes

  1. Farsalia dice:

    Gran libro, magnífico, delicioso. Una de esas historias culturales que cada vez me gustan más. El capítulo sobre las consecuencias del movimiento decembrista tomando como eje la vida de uno de sus líderes en el exilio. La pugna entre Moscú y San Petersburgo, entre la tradición y la mirada hacia Occidente, como Rodrigo comenta en su reseña. El alma rusa, en todas sus vertientes, desde el cariño que desprenden las ayas (Diaghilev, por ejemplo), la religión/la religiosidad, el viaje de Kandinsky en busca de las raices asiáticas,… Ajmátova, Stravinsky, Tolstoi,,.. Un maravilloso viaje. Un gran libro.

    1. Javi_LR dice:

      Voy a considerar a Rodri el mejor especialista hislibreño en todo lo tocante a la cultura rusa. Madre del verbo… No sé la cantidad de libros que ha reseñado ya (de manera tan afortunada) y los que le quedan. Y con esa mirada suya tan analítica y crítica. Chapó.

  2. Rodrigo dice:

    Jaaavi… Que no es para tanto, jefe.

  3. Galaico dice:

    Muy buena y completa reseña sobre la cultura rusa, aclarándonos el por qué del carácter híbrido de la misma. Difícil sería mejorar esta aclaración de la influencia bizantina, por un lado, y el acercamiento a Europa, por otro, debido sobre todo al empeño puesto por el Zar Pedro I. Y nada menos que me nombras a mis rusos preferidos: por un lado los occidentalizados Dostoievski (literatura- Crimen y Castigo) y Tchaikovsky (música: El Cascanueces o El lago de los Cisnes) y por otro Tolstoi (ruso hasta la médula, con su magnífica Guerra y Paz).

  4. Rodrigo dice:

    Gracias, Galaico, aunque no ha sido mi intención explicar un problema tan arduo como el que refieres.

    La verdad es que no estoy seguro de poder distinguir tajantemente entre uno y otro escritor de acuerdo a esos parámetros. Por el contrario, si algo tenían en común Dostoievski y Tolstói era su profundo recelo ante Occidente, además de su afán moralizador.

  5. Akawi dice:

    Me asombras Rodrigo, puedes con todo. Lo mismo te da una novela de la II Guerra Mundial, que una de romanos o esta misma sobre el alma de Rusia.

    La empecé a leer el verano pasado y la tuve que dejar cuando me fui de vacaciones, demasiado tocho para pasearlo, pero quiero retomarlo en cuanto pueda.

    Enhorabuena chico.

  6. Rodrigo dice:

    Mil gracias, Akawi, pero lo de los romanos me sobra. :-)

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