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El pequeño Pataxú, Tristan Derème

Antigua Vamurta
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Igor



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MensajePublicado: Lun Sep 17, 2012 10:08 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando



Capítulo 2
VIVIR EL SITIO




Sara miraba fijamente cómo su madre escogía los objetos más preciados de la casa, empaquetándolos en fardos cubiertos de tela y atados con cuerda. Nunca había visto a su madre moverse con tanto sosiego. Intuía que todo se estaba transformando en muy poco tiempo. Habían ido llegando más y más gentes de las marcas, a pie o arrastrando carros con sus cuatro pertenencias. Eran gentes asustadas, que se amontonaban en las plazas cercanas al puerto. Más tarde comenzaron a llegar hombres de armas. Ya no eran familias de labradores. Muchos guerreros alcanzaban la ciudad heridos, sin fuerzas, e iban a morir entre largas agonías a la Casa de las Curas. Los rostros sin expresión de los que volvían, las prisas y las carreras por las calles, las reuniones improvisadas en las plazas, llenas de gritos y rumores. Noticias, mentiras, medias verdades que se extendían deprisa...


Ya hacía unas cuantas lunas que no iba al taller de su maestro platero, donde pulía el metal y en alguna ocasión permitían que lo trabajara. Limas, punzones, polvo y el olor plomizo del taller habían quedado atrás. Vivía, a sus catorce primaveras, en la calle, con otros chicos y chicas, sin maestros, juntándose y separándose como lo hacen las gaviotas entre la cúpula del cielo y el mar, a voluntad. Toda aquella catástrofe de los mayores la favorecía. Hacía muchos días que podía hacer todo aquello que le viniera en gana. En casa solo aparecía para llenar la barriga. Hasta que los alimentos comenzaron a escasear y aquellas bestias se plantaron a las puertas de Vamurta. ¿Cómo que no hacían nada los mayores? ¿No eran ellos la mejor raza, no lo decían los maestros? Aquella mañana, además, la expresión extraña en los ojos de su madre le produjo una sensación opaca. Miedo. Miedo a algo que todavía no sabía definir.
—¿Nos matarán, los murrianos?
Su madre dejó de moverse, sus manos quedaron paralizadas unos instantes. Veía muy bonita a su madre. Los ojos muy negros y redondos, las largas pestañas oscuras, los cabellos cortos oscilando en una pieza sobre su nuca. Su madre la miró. El sol de la mañana llegaba nítido hasta el comedor, donde se encontraban.
—Nos marchamos en dos o tres días. Quizás tu padre se quede unos días más.
—¿A casa de los abuelos? ¿A dónde?
—¡No! —Rio. Hacía muchos días que no la veía reír. Aquel sonido resonó, libre, entre las paredes azulosas del comedor. De pronto, su expresión cambió.
—A las Colonias —dijo muy seria—. Una vida nueva, nuevos vecinos. Tendrás otros amigos, hay muchos jóvenes, he oído decir. Alquilaremos una casa pequeña cerca de algún puerto. Colgaremos cortinas verdes, nuevas, estas están ya raídas y, y... Tu padre encontrará otro puesto como oficial. ¡Tu padre es un soldado muy valiente!
Su madre calló y tomó asiento en una silla baja de madera, el cuerpo inclinado hacia delante, las manos formando un nudo. De repente parecía otra, perdida en medio de aquella marea de violencia y amenazas. Se quedó así sin decir palabra.
Sara salió corriendo a la calle. Casi no había nadie. El sol de mediodía caía, borrando las sombras en las calles de Vamurta. Desde hacía un buen rato no se oían las explosiones, allí, en el extremo oeste de la ciudad. El silencio parecía nuevo. Las avenidas deberían estar abarrotadas de vendedores de fruta y especies, de patronas, con su cesto bajo el brazo, llenas de comerciantes nerviosos llevando sus rollos de telas tintadas, de mercaderes de todas las razas buscando y regateando, atareados. Al poco volvió a escuchar el retumbar de las explosiones que paralizaban la ciudad, que la sumían en una tensión expectante, como si tras el trueno tuviera que suceder algo.
Sara siguió corriendo sobre el suelo pavimentado de las calles estrechas, que brillaban bajo la luz del día. La brisa barría el olor a orines y deshechos de los callejones, corría entre casas de piedra y argamasa, de dos y tres alturas, entre fachadas pintadas de colores claros, como el de aquella jornada de verano. No se oía el latir de la ciudad. Corrió ahuyentando sus temores, el corto vestido de lino suspendido en el aire, hasta la plaza de los Boneteros, donde se paró, llenando sus pulmones de aire.
En el otro extremo de la plaza había un pequeño grupo de tenderos que hablaban en voz baja, acompañado sus discursos de gestos secos. No los oía pero bien sabía de qué hablaban. Cerca, amontonados encima de un banco tallado en piedra, como náufragos en una balsa a la deriva, encontró a su cuadrilla. Sara se fijó en que ninguno iba demasiado limpio. La nueva vida en la calle, pensó.
—Nos vamos. Mi madre dice que nos vamos a las Colonias —les espetó, antes que nadie pudiera decir nada.
—¡Cobardes! —contestó Ordel con sorna—. Mi padre dice que nos quedamos. Dice que no entrarán, ¡es imposible!
—Te clavarán una lanza aquí —dijo Sara, enrabiada, señalando con un dedo su cuello—. Os matarán a todos, a todos, mientras yo me iré en un barco.
Ordel se lo tomó mal. Calló, cruzando los brazos encima de su pecho. Miraba el suelo. El grupo volvió a sus historias, las historias de terror, cuentos sobre el modo en que los murrianos iban a sembrar de cadáveres las calles de la ciudad.
Ordel dio un brinco y les gritó:
—¡Cobardes!
Se marchó dándoles la espalda. Nadie contestó. Sara pensaba en su amigo. Lo veía arrastrado y crucificado por aquella especie de bestias. Habían oído tantas historias, que el miedo, ahora cercano, iba calando con rapidez en sus pensamientos. Ellos, que no se preocupaban por las cosas de los mayores.
Un rato después se cansaron de estar ahí, en esa plazoleta casi vacía. Alguien propuso ir hasta las atarazanas, desde donde verían la gran flota.
El grupo se puso en marcha enseguida. Sin que nadie supiera el porqué, de repente, todos apuraban el paso. El puerto siempre era un buen lugar para pasear y más aún cuando casi toda la escuadra condal se encontraba atracada, a la espera. Bajaron por la Avenida que desembocaba en el Bajador del Mar, una de las calles anchas de Vamurta. En el tronco central del paseo crecían grandes tilos de tronco plateado alternados con los majestuosos limoneros de Vamurta que buscaban el sol por encima de las sombras que proyectaban las fachadas. Los laterales eran vías para carros que bajaban y subían del puerto, llevando la carga de los buques de transporte. Era la calle de mayor tráfico, pero aquella mañana encontraron pocos hombres, solo algunos que andaban con pasos rápidos y nerviosos subiendo y bajando del puerto. Parecía que todos se habían quedado en sus casas. Los chicos se sentían los amos de la calle, y aquella sensación los llenaba de un vértigo que los hacía reír por cualquier cosa. Oían sus voces resonando con fuerza, y aquello los hacía sentirse mayores, casi dueños del mundo.
Dejaron atrás las murallas del mar y llegaron hasta los altos edificios de las atarazanas. Se había levantado una niebla vaporosa que desdibujaba la luz del sol. El horizonte les parecía más próximo y el puerto, más cerrado, como si lo que la neblina encerrara fuera todo el universo existente. Las casas cercanas a los muelles se amontonaban aquí y allí entre los grandes almacenes de madera que sobresalían por encima de las barracas de los pescadores y las tabernas. Sobre las estáticas aguas de los embarcaderos, vieron decenas de naves que descansaban oscilando ligeramente. Un gran bosque de troncos acerados buscando el movimiento.

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Igor



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MensajePublicado: Jue Sep 20, 2012 8:39 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Sobre los largos muelles había una actividad frenética. Era como si toda la ciudad estuviera ahí, a punto de sobrepasar los límites que el mar marcaba. Cientos de estibadores y marineros cargaban en los barcos cajas y sacos hasta rebasar los límites de las bodegas, hasta abarrotar las cubiertas. Todo se hacía con mucha ansiedad. Los cargadores se gritaban unos a otros, los mayores de algunas familias que empezaban a embarcarse empujaban y se abrían camino a golpes, los marineros corrían sobre las cubiertas moviendo la carga entre las imprecaciones de los contramaestres. Otros se acercaban en pequeñas balandras y botes a remo hasta las naves fondeadas cerca de los espigones. Embarcaciones de dos y tres palos, muchas de dos usos, de guerra y transporte, en casi su totalidad propiedad de grandes mercaderes. En la punta norte del puerto se encontraba la flotilla que obedecía directamente al condado. Estos eran robustos navíos de tres palos y dos castillos, parapetados con escudos. La bandera blanca y negra de Vamurta ondeando, la tripulación dispuesta.

Por debajo de los grandes arcos de piedra de las atarazanas, entraban y salían marineros y calafateadores llevando cuerdas, tablones, herramientas. Se trabajaba sin descanso reparando los cascos de las naves, las maderas carcomidas por los meses y meses de navegación, cambiando cordajes castigados, dejando los transportes listos para volver a zarpar. Quizá por última vez. Parecía que todo el mundo lo percibiera y por esa razón cuanto envolvía el área marítima estaba dotado de un nerviosismo vigoroso. El retumbar del mar quedaba sepultado por las voces de los hombres.
—Aquí hay más gente que en las murallas —dijo Sara, recordando la tarde anterior, cuando con su pequeña mesnada, se habían acercado a escondidas hasta poder ver la brecha.
Aquella mañana no habían visto los pescadores de caña que sacaban los relucientes peces de roca. Tampoco habían visto los tenderetes de pescado ni los hombres discutiendo en las puertas de las tabernas del puerto. Aquello era el preludio de la huída. A Sara le pareció que a muchos solo les importaba hacer llegar a la seguridad de las naves los objetos que conformaban sus vidas. En Vamurta, no todos se preocupaban por defender a los suyos, el último bastión, el hogar de los hombres grises. Muchos habían dejado de creer y aquello hizo pensar a Sara. Quizás deberían huir, también. Dejar atrás aquella amenaza que los ahogaba. Subir a un barco y alejarse, sentirse aligerados. Su madre lo aprobaría. Su padre no.
Los chicos bajaron por el camino de los Trapos, siguiendo el trazado exterior de las defensas, hasta saltar a unas rocas donde se sentaron para contemplar, con calma, el espectáculo del puerto. Desde allí divisaban la puerta fortificada que vigilaba el mar. Detrás de la muralla asomaba la imponente mole de la ciudadela, sus altas paredes desnudas, la Torre de Homenaje y sus cuatro vértices rematados con robustas torres de defensa.


Los gatos que se escondían entre las rocas corrieron hasta otro rincón. Hablaban y lanzaban guijarros al mar. Martín siempre ganaba. Su muñeca conseguía que sus piedras dieran más saltos sobre las aguas calmas.
—Mi madre ha sido llamada a la Puerta. Ha salido de casa temprano, llevando su ballesta y la daga. La abuela aún lloraba cuando me he ido —dijo Martín.
—¿Y tu padre? —inquirió Ebasto.
—No lo sé. Se fue hace meses a hacer pieles de antílope, hacia el sur. Madre me ha dicho que no deje a la abuela, pero está todo el día sentada cerca del balcón, mirando la calle y... Me he escapado.
Los otros no dijeron nada, seguían mirando cómo rebotaban las piedras que lanzaban una y otra vez. Cada uno se preguntaba qué iba a pasar. ¿Qué iba a suceder si la ciudad caía? ¿Estarían en casa, encerrados? Sara pensó, por primera vez, en lo que haría. Tras descartar muchos pensamientos, creyó que lo mejor sería esperarlos tras la puerta de su casa con un cuchillo de cortar carne. Quizá escondida podría evitar los encantamientos que, según se decía, lanzaban aquellos animales antes de atacar. Se veía a sí misma enfurecida, llena de fuerza, lanzando cuchilladas y amontonando cadáveres a sus pies, sin pensar que ella, más bien delgada, a duras penas podía sostener una espada o desviar la acometida de una lanzada. Martín la despertó de su gran gesta.
—Sara, ¿tú qué harás si llegan?
—¿Yo? Pues... ¡No les dejaré pasar! No entrarán en mi casa.
Nadie se rio. Sara había vomitado aquellas palabras, impulsadas por un temor que ahora vivía cerca de ellos. Unos se miraban las sandalias polvorientas, otros, el lento latir del mar. El sol, alto ya en su mediodía, disipaba la niebla de la mañana.
—A mí me gustaría ir a las Colonias. Ahí dicen que también hay murrianos, pero muy pocos —dejó caer Elizabeth, la más pequeña de todos.
—Sí, y aquellos raros, duros como insectos. Y los hombres rojos —siguió Martín.
—¡Son fuertes como diez de los nuestros! —dijo Sara, cerrando los puños—. Llevan trenzas y colgantes, como las mujeres.
Todos se rieron, haciendo muecas. Sara bailaba entre ellos, dando brincos, despreocupada por unos momentos. Luego se quedaron callados. Cansados de tirar piedras al mar y de observar los trabajos del puerto, decidieron que irían a la Plaza de los Pájaros para ver si se cruzaban con la cuadrilla de los remesas, los hijos de los labradores de las cercanías de la ciudad. Andaban riendo otra vez, empujándose unos a otros. Cualquiera que los hubiera visto, habría pensado que aquellos mozos parecían indiferentes, felices.
Cuando subían por la calle de los Curtidores, una música que surgía de alguna parte, los clavó en el suelo. Era una música conocida. Las notas agudas de las flautas y el ritmo de los tambores hicieron enmudecer toda la ciudad, que escuchaba encogida, atenta, entre la esperanza y una desazón creciente.
—¡La Falange Roja, es la Falange Roja! —gritó Martín, señalando con un dedo la dirección de donde provenía aquella cadencia.
Echaron a correr por los callejones que conducían al este de la ciudad. Corrían como locos, esquivando a los vecinos que salían de sus casas. En todos los rincones la gente se asomaba a las ventanas o bajaban con prisas a la calle. Aquí y allí se formaban corillos. Les iban llegando murmullos, los fragmentos de conversaciones de muchos que, desalentados, empezaban a entender que aquello era el final.
—Dioses de las estrellas, han salido —oyeron decir a un viejo mercader.


La Falange Roja era una unidad distinta, un gran Batallón Sagrado. Un juramento solemne los ataba al condado, al que defenderían luchando hasta la muerte. La salida de aquella fuerza de la ciudadela indicaba que la situación era desesperada. Muchos supieron en aquel momento que los bandos que ofrecía el condado eran falsos. No existía ninguna duda. El Batallón Sagrado participaba en las luchas en casos excepcionales, siempre comandados por el Conde hasta que murió, y más tarde, por el Heredero. Era la última línea de defensa para los ciudadanos de Vamurta, formada por parejas de hombres, parejas atadas dentro y fuera de la jerarquía militar, los conductores y los más jóvenes, los compañeros. Esa doble atadura les otorgaba una ferocidad excepcional, absoluta. Luchaban por el honor y para salvaguardar a aquellos que amaban.
Los chicos, finalmente, desembocaron en la Rambla Este, que seguía en paralelo al trazado de la muralla, donde, antes de la guerra, se levantaba el tumultuoso barrio de pescadores. Giraron Rambla arriba y allí encontraron la cola de la Falange, que avanzaba marcial en columna de a cinco. Detrás, entre los chicos y la Falange, seguían dos brigadas de infantería ligera y dos más de arqueros. Eran las fuerzas destinadas a proteger la fortaleza de los condes. Las gentes de Vamurta los veían pasar como el peor de los presagios. Las madres llamaban a sus hijos para hacerlos entrar en casa.
—Vamos hasta la cabeza de la columna, quizás veamos al Heredero —chilló Sara, entre la confusión de la música y las gentes.
Corrieron siguiendo la serpiente que formaban los soldados, admirando el brillo opaco de las armaduras de un rojo oscuro, las altas lanzas, sus largas espadas colgando de sus cinturones. Aquellos hombretones altos de mirada fija, de fuertes espaldas, quizá sabían que se encaminaban hacia el último acto de su existencia. La cuadrilla continuó hasta la cabeza de la marcha, sorteando los transeúntes. Pero al alcanzar a los hombres que encabezaban la columna, solo vieron al capitán de la Falange y los portaestandartes, llevando en alto la golondrina del condado, la única de todas las unidades coloreada en rojo.


FIN DEL CAPÍTULO 2

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Igor



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MensajePublicado: Sab Sep 29, 2012 11:02 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Capítulo 3

La espera


El rumor de los combates se fundía con la tranquilizadora música de la cotidianidad. Las voces de la calle llegaban amortiguadas hasta la habitación donde Serlan de Enroc, Heredero de Vamurta, dormía desde hacía más de un día. Lo despertó una terrible sed, y al abrir los ojos dirigió sus manos temblorosas hacia la jarra de agua que le habían dejado en la mesa, al lado de la cama. La bebió a grandes tragos, sin importarle que buena parte del líquido cayera sobre su camisa blanca y las sábanas.
Cuando calmó su sed, miró su habitación como si nunca hubiera estado allí. Tardó en conseguir incorporarse, la espalda le pesaba mucho, sus piernas no le respondían bien. Se sentó en la cama, quieto, sintiendo cómo reaccionaba su cuerpo. De lejos, le llegó el seco retronar del bombardeo. Entonces comenzó a recordar. El despertar tras la batalla, aquella enorme confusión, la cuerda con la que fue izado, la herida. Las gentes de su condado, de su ciudad, sus vidas, estranguladas por el sitio.
Se sintió lo bastante seguro para levantarse y, muy despacio, comenzó a andar sobre el mármol frío de sus aposentos. Se dirigió hasta el balcón, apartó las pesadas cortinas de lana negra y salió. Los rayos del sol lo cegaron, toda la ciudad parecía blanca, golpeada por aquel baño de luz. Cuando sus ojos fueron adaptándose a la claridad, pudo distinguir las columnas de humo que se levantaban a poniente. Más allá vislumbró el ejército enemigo. Desde su habitación, parecían bolsas negras desparramadas sobre las doradas y sinuosas extensiones de los campos de cereales y las cuadrículas verdosas de los huertos. Su debilitamiento, los mareos que le sobrevenían desde que se levantó, le ofrecían una nueva perspectiva. Todo aquello parecía muy lejano, lejano a su persona. Se preguntó por qué hacía la guerra. En aquel momento no recordaba demasiado bien cómo empezó, quién inició las hostilidades. ¿Fue aquel ataque murriano a uno de los castillos de frontera? A los soldados de la guarnición les habían cortado el cuello. Hombres grises abandonados a la muerte. Habían llegado rumores de una matanza en algún asentamiento murriano, antes del ataque. Nadie estaba seguro. En las guerras nadie sabe la verdad, ni tan siquiera los verdugos, ni él, el Heredero… Le pareció que los acontecimientos se habían sucedido sin una razón, sin que los pudiera gobernar, incapaz de virar el rumbo de los mismos.
Paseó su mirada sobre las azoteas; le parecieron un inmenso tablero de ajedrez hecho de casillas irregulares, algunas más hundidas, otras elevadas. Siguió los cortes de las calles hasta que su atención se centró en el puerto, al este de la ciudadela. Figuras minúsculas y ajetreadas cargaban las naves, muchas ancladas al abrigo del espigón construido con grandes rocas. Debía de haber unas cincuenta o algo más, las banderas rojas y blancas ondeando. Era la escuadra que siempre había dominado el Golfo de Daler y el Mar de los Anónimos, capaces de ahuyentar a las flotas de corsarios que habían organizado los Pueblos del Mar y hacer valer su supremacía sobre las humildes escuadras de las Colonias.
Vamurta exportaba hierro de las minas de la Sierra de Andonin, armas forjadas por las decenas de herreros asentados en la ciudad, cereales y paños tintados con colores puros. Las mercancías llegaban a las Colonias y desde allí a otros muchos puntos. Algunos mercaderes también habían establecido rutas más al sur y al norte, con pueblos extraños a los que solo se les conocía por sus productos, que los comerciantes traían en sus viajes de vuelta. En tiempos de paz había habido un ir y venir de mercancías hacia el oeste, incluso algunos murrianos se habían establecido en la capital, pero eso ya parecía una leyenda remota.
Serlan sabía que muchos de los prohombres de la ciudad previeron que el sitio iba a llegar. Quizá por su cercanía a los centros de poder del condado. Recogían y se marchaban. Los artesanos y los campesinos, más ignorantes de todo lo que sucedía, seguían en la ciudad.
Un mareo intenso lo obligó a apoyarse sobre la baranda del balcón. Todo daba vueltas. Volvió a la cama, donde se tumbó. Se sentía abatido, incapaz de luchar. Oyó el rugir de las explosiones. Todo aquello que amaba, su mundo, sus gentes, se rompía sin que él pudiera hacer nada para invertir los acontecimientos. Quizás hubiera sido mejor atrincherarse desde un principio tras los muros de la capital o subir a las montañas, donde habrían resistido mucho tiempo, o incluso desplazarse hacia el norte, siguiendo la costa, donde solo había pequeñas tribus de hombres grises. Las altas sierras y los valles estrechos les hubieran dado cobijo. Estaba casi convencido de haber escogido la peor decisión: presentar combate a campo abierto, una y otra vez, hasta aniquilar a todos sus ejércitos grises. Se cubrió la cara con sus manos rugosas, nunca se había considerado tan responsable de aquella debacle. Otra vez su debilidad lo atrapaba y lo conducía a la antesala de sueños tenebrosos.
—¿Señor? ¿Me escucháis?
Una densa nube lo arrastraba entre fuertes corrientes de agua, alzándolo y hundiéndolo. Luego era llevado hasta unos bosques cubiertos de niebla y vapuleado entre esa masa de agua y ramas. Nada podía hacer, excepto seguir nadando en aquella especie de útero áspero y acuoso, intentando no ahogarse.
—Señor, la Condesa os reclama. ¡Señor! —levantó la voz—. Vuestra madre os reclama en el Salón de Gobierno.

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Igor



Registrado: 22 Oct 2009
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MensajePublicado: Dom Sep 30, 2012 3:53 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Esa voz disipó su pesadilla. Un hombre se encontraba inclinado sobre su cama, vestido con la túnica negra, reservada a los mayordomos de palacio. Unos haces de luz baja penetraban en la cámara a través del balcón abierto, donde se recortaban, sobre un cielo azul oscurecido, las manchas negras de muchas golondrinas, que chillaban alegres, trazando líneas imposibles en sus vuelos acrobáticos. La noche estaba próxima. Había dormido todo el día. Al incorporarse bajo la atenta mirada del mayordomo, el fondo de alegría de las aves se derrumbó de golpe, cuando volvió el eco desgarrador de los combates. Todo aquello parecía otra pesadilla. La herida en la pierna le seguía doliendo, pero pudo levantarse. Había que estar con los hombres, pensó, dirigirlos en aquella última hora. Un dolor sordo ascendía desde sus tobillos hasta la cintura. Puso los pies en el suelo, se levantó. Una sensación de fragilidad y rabia lo dominaba.
—Traedme las armas —ordenó con voz seca.
—Vuestra excelentísima madre me ha ordenado...
—¡Vestidme! ¡Vestidme como el guerrero que soy! —exclamó, contrariado por aquella desobediencia.
El mayordomo le ajustó la cota de malla, le ató, ceremonioso, las grebas de hierro ribeteadas en oro, le colocó la coraza pectoral. Haciendo una ligera reverencia, le entregó la espada y después una daga bien afilada. Serlan agarró uno de los cascos cilíndricos que colgaban de la pared, guardándolo bajo su brazo.
—Ahora llévame hasta el Salón de Gobierno.
Al salir de su cámara, el mayordomo observó una notable cojera en el Heredero. No se atrevió a decir nada. En el palacio y en la ciudad se escuchaban muchos rumores sobre su salud. Incluso se le daba por muerto.

Bajaron por la escalera de mármol blanco que comunicaba las estancias condales, en la parte alta de la Torre de Homenaje, con el Patio de Armas. Salieron al exterior, la luz del día se apagaba oscureciendo los muros que cerraban el patio. Serlan se dio cuenta, preocupado, que excepto los dos siervos que salían de las cocinas, no se veía a nadie más en la explanada. Un inusual silencio agarrotaba aquel espacio. Tampoco había guardias encaramados en la muralla de la ciudadela. ¿Dónde estaban?
—¿Por qué no están los guardias en su puesto?
—Señor, aquí quedamos los indispensables. Todos han marchado hacia la Puerta de Oriente. O lo que queda de ella.
—¿Y la Falange Roja?
—Ha salido, señor. También hacia las murallas.
Tras un momento, en el que solo se escuchaban sus propios pasos resonando en el patio, el Heredero volvió a preguntar.
—¿Quién ha dado la orden?
—La Condesa lo ha autorizado, señor.
Llegaron al otro extremo del patio. En aquel punto empezaba la ancha escalinata que subía hasta el pequeño claustro que conducía al Salón de Gobierno. Se fijó que ahí tampoco había sirvientes ni guardias. El jardín del claustro, prisionero de las columnas que lo encerraban, parecía algo más asilvestrado y oscuro. Al Heredero le pareció que aquel paraíso había perdido, en algo, la serenidad que proporcionaba la contemplación de sus flores y arbustos simétricos. Siguieron por el pasillo de aquel jardín, casi amenazante, que hacía de distribuidor. Pasaron por delante de la Sala Capitular. Serlan vio, a través de la puerta, las grandes sillas cinceladas en madera de acebo, vacías. Tras dejar atrás la Biblioteca accedieron a la puerta del salón, que estaba guardada por dos alabarderos que miraron al Heredero sin poder disimular en todo su sorpresa. Los guardas abrieron las pesadas puertas del salón y el mayordomo avanzó.
—Serlan de Enroc, heredero del Condado de Vamurta —anunció, levantando la voz.
El Salón de Gobierno era una de las mejores estancias del palacio fortificado de los condes. Una enorme sala de planta rectangular de unos doce cuerpos de altura, sostenida por poderosos arcos de medio punto que se sucedían hasta el final de la nave, donde desde los tiempos de la fundación del condado se reunía el Consejo de los Once, formado por los cinco vizcondes principales, los cinco sacerdotes mayores y presidido por el conde.
Bajo la alta cúpula que coronaba la sala, se reunía el Consejo. Para llegar hasta ella había que pasar entre los pilares de piedra blanca de los arcos laterales. De un extremo de la nave a otro, se abrían largas y estrechas ventanas de vidrios de colores que creaban una atmósfera casi sobrenatural cuando la luz del sol, al traspasar los vidrios, proyectaba tonalidades calidoscópicas sobre las paredes y el suelo del pasadizo central, de los rojos a los colores del mar hasta el verde de la esmeralda. Serlan siempre pensó que el salón más parecía un templo que no un lugar donde se decidían los incrementos de los diezmos, los cambios en la diplomacia o las normas que regían el uso de los molinos condales. Esa tarde, casi noche, era la luz de las decenas de candelabros los que otorgaban un ambiente fantasmagórico al lugar.


Las doncellas de palacio callaron al ver avanzar al Heredero, cojo, muy delgado, el color roto en el rostro de un hombre que ha perdido la fuerza, arrastrando su cuerpo y su gruesa cota sobre la que relucía la coraza bajo el resplandor de las velas, con ese aspecto horrible del convaleciente que ha decidido romper su reposo antes de tiempo.
La Condesa Ermesenda lo esperaba sentada en el trono de madera negra. Una madera trabajada hasta no dejar ninguna superficie lisa, el trono donde antes había descansado su padre. Llevaba puesto el vestido de cuello alto reservado para los actos ceremoniales del condado, tejido con los mejores paños del continente, de un color entre el lila y los colores del atardecer, indefinido, con el escote redondo cosido con hilo de plata. Sobre su reverenciada testa flotaba su diadema de Onar, donde se habían engastado doce rubíes hexagonales, tallados hacía muchas generaciones, sobre oro blanco de los antiguos murrianos.
Miraba fijamente a su hijo sin que su semblante transluciera emoción alguna. De pómulos altos y mejillas hundidas, su rostro parecía hecho con un pergamino ajado por los años. La frente estrecha, sobre los pequeños ojos, era un amasijo de líneas entrecruzadas. Ermesenda era la imagen del poder hecha carne. Capaz de hundir con un leve movimiento al más poderoso noble de Vamurta si ella creía que así favorecía el camino del Heredero o su propio destino. Sabía que aquellos eran los días de la desesperanza, y su glacial inteligencia ya había trazado los últimos movimientos de aquellos que le eran más cercanos.
—Señora —saludó el Heredero haciendo una ligera reverencia.
—Esperaba a un enfermo y me encuentro frente a un soldado cojo —dijo, con una imperceptible sonrisa en sus delgados labios—. Un soldado cojo es como un lobo herido. Sabes que te puede morder pero también sabes que ya no puede huir.
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Igor



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MensajePublicado: Jue Oct 04, 2012 6:35 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

El silencio fue absoluto. Las damas contemplaban la escena con la fascinación de quien intuye que el instante es irrepetible. Los dos mayordomos armados que protegían a la Condesa seguían mirando el alto techo de la cúpula y ninguno de los consejeros que aún no habían huido, se atrevieron a moverse.
—Sabes que, a pesar de no salir de los muros de palacio, soy la mujer mejor informada de esta tierra. Te podría decir cuáles son las razones de la sorprendente desaparición de la esposa de Vitilba, cuáles fueron las ganancias del último viaje de los mercaderes del hierro o cuándo y cuál será el fin de este terrible asedio. Como también sé, y lo sé apenas mirando tu rostro sin sangre, que si vas a luchar al pie de la muralla, con esta herida en tu pierna, eres hombre muerto. Sencillamente porque no dejarás a tus hombres a su suerte y eso, querido hijo, quiere decir que nunca llegarás a los muelles, para escapar —concluyó con su tono de voz invariable.
—Entonces, señora, ¿cuál es vuestro criterio respecto a lo que tendría que hacer?
—Embarcar esta misma noche con rumbo a las nuevas tierras.
Aquella sentencia dejó a los presentes con una expresión de incredulidad en el rostro. Los dos sacerdotes presentes hicieron un movimiento con las manos, como si quisieran exorcizar aquellas palabras. Nadie se había atrevido a predecir la derrota, y menos aún en voz alta. Uno de los vizcondes del Consejo se adelantó, a punto de hacer escuchar sus diplomáticas palabras. Con los murrianos en las puertas de la ciudad, casi todos los presentes habían trazado mentalmente sus rutas para desaparecer de Vamurta. El paso del tiempo los angustiaba, pues temían perder sus bienes, la vida, perderlo todo. Y al mismo tiempo todos temían embarcarse demasiado pronto y exponerse a las represalias de los supervivientes. Y en medio de esa contradicción, la Condesa pedía a su hijo que se embarcara inmediatamente.
—¿Queréis, señora, que vuestro único hijo sea recordado como aquel que faltó a su deber? ¿Justo cuando se le necesitaba? Tened por seguro que esta noche mi espada relucirá ante el enemigo.
De nuevo se hizo el silencio. Ermesenda miraba a su hijo. Sabía que nada le podía dejar, además del recuerdo de la grandeza. Todos sus esfuerzos por asegurar la continuidad de su linaje habían resultado infructuosos, barridos por las huestes murrianas. Era el fracaso absoluto para alguien que tenía como deber supremo la transmisión del poder condal. ¿Sobreviviría su hijo? ¿Si emigraba, cómo sería recibido en las Colonias, en las que gobernaban aquellos que ella había desterrado? Lo veía errante, como el que intuye que pertenece a otro mundo... Su único hijo, su querido hijo, aquel que por madre tuvo una juez intratable. Los ojos oscuros de Ermesenda relampaguearon un instante.
—Querría, hijo mío, que no buscaras la muerte, cuando esta es segura —dijo en un tono impropio de su persona, casi suplicante.
—Ningún hombre de honor abandonaría a los suyos en secreto —contestó Serlan con una firmeza que no admitía réplica—. Una traición amparada por la noche, abandonando a aquellos que le juraron fidelidad. ¡Y menos aún el hijo del conde! ¡Mi padre jamás lo habría aprobado!
—Tu padre colgaba a los murrianos en largas sogas hasta ver su carne podrida —dijo Ermesenda escupiendo su veneno—. ¡Los perseguía y los empalaba en los caminos en lugar de correr delante de sus lanzas como tú haces!
—¡Sí! Y es por eso que vuelven. Tanta crueldad, tanta sangre...
Serlan hizo una pausa para tomar aire, excitado. El Heredero recordó aquella tarde de principios de verano, cuando aún no era ni un muchacho. Con su padre viajaron hasta la Sierra Rocavera, a siete días de camino de la capital. Recordaba la fatiga del viaje y el calor. Al pie de la sierra, los hombres grises habían empalado un murriano cada quince pasos hasta cerca de la cima, en una línea macabra de cuerpos que miraban a tierra, torcidos, como si quisieran abrazar o recoger algo. Caminaban senda arriba, siguiendo los restos de los vencidos. «Es el símbolo de la victoria sobre las bestias», había dicho su padre. Ahora volvían. Recordando a sus muertos y aquella humillación, llamando a la puerta a golpes, con puños de acero y voces teñidas de sangre.
Serlan dio media vuelta y, sin decir nada más, se dirigió hacia el Patio de Armas.
—¡Detenedlo! —bramó su madre, desconcertada—. Puedo perder esta noche mi ciudad, pero no a mi hijo.
Y diciendo esto, hizo una señal con la mano. Con gran celeridad, los dos mayordomos alcanzaron al Heredero y lo apresaron por la espalda. Serlan echó mano a la espada, pero ya lo habían inmovilizado.
—¡Vieja Loca! ¡El honor! Moriremos sin... —Su voz se disolvía, los mayordomos lo ahogaban con un pañuelo impregnado con narcóticos.
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MensajePublicado: Lun Oct 08, 2012 4:11 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

El capitán Álvaro mordisqueaba un trozo de queso mientras observaba la gran brecha abierta en la muralla, sin entender muy bien la razón por la que los murrianos no se habían decidido a lanzar el asalto. De más de ochos cuerpos de ancho, por esa abertura de piedras humeantes podría pasar una compañía desfilando. Aquella mañana había cesado el bombardeo y por primera vez en muchos días podía pensar con una cierta claridad. Vivir unos instantes de sosiego. Había ordenado que dos ballesteros se encaramaran al viejo minarete de Tervas, erigido detrás de los muros, para vigilar los movimientos del enemigo. Calculaba que aquella misma tarde o antes, se produciría el ataque. Hasta el más joven de sus soldados lo podría predecir, se dijo a sí mismo.
Miró a sus hombres como si no los conociera, como los miraría un viajero que está de paso. Un sentimiento de lástima brotó de su interior, sabiendo que muchos de ellos dejarían este mundo, quizá inútilmente. Entre sus filas, había valientes guerreros de los valles del condado, de espaldas anchas y bella piel gris, de cabellos rizados que surgían violentos debajo del casco, como si buscaran la luz del sol. Hombres y mujeres de las lejanas llanuras, tiempo atrás perdidas, que miraban la brecha con determinación, seguros de su fuerza. También había otros, más jóvenes, asustados bajo el peso del hierro de sus armaduras. Las falanges del condado, armadas de lanza larga y espada, protegidas por grandes escudos y coraza, seguían siendo una fuerza temible en un campo de batalla estrecho. Tendrían su oportunidad.
Reinaba un silencio cortante entre las filas de las siete falanges dispuestas detrás de las almenas, frente a la brecha, por donde el enemigo intentaría el asalto. El capitán Álvaro decidió arengar a los hombres; al menos sus palabras servirían para romper el tedio, la espera. Avanzó hasta situarse delante de las falanges, de espaldas a la brecha.
—Soldados, la mala hora está ya cercana —dijo, alzando la voz—. Es probable que hoy o mañana dé comienzo el ataque. La suerte de nuestra ciudad y de los nuestros está decidida. ¡Onar nos protege!
Nadie contestó. No se escuchó ningún grito de aprobación. La tropa solo escuchaba. Todos se habían girado para mirarlo, haciendo tintinear cientos de armas. La figura alta del capitán se mantenía erguida, expectante.
—Sabéis que al enemigo le agrada luchar en campo abierto. Pronto tendrá que atravesar esta brecha — señaló el boquete en la muralla—, si quieren pisar las calles de Vamurta. Será una lucha cuerpo a cuerpo, no habrá sorpresas. Sus espadas contra las nuestras. Y es sobre estos muros derruidos donde podremos tomar venganza por todos los nuestros que han caído. ¡Venganza por los que han muerto!
Nadie respondió. El capitán se sintió momentáneamente tocado, casi ridículo. Avanzó hacia el muro compacto de escudos que tenía delante, rompiéndolo. Vio que algunos soldados lo miraban con aprobación silenciosa. Se sintió algo más reconfortado. Empezó a comprobar los cordajes de un hombre, de otro, la espada de una guerrera, a centrar el casco ladeado de un soldado que sonreía. Los hombres hacían sitio a su oficial a medida que pasaba de fila en fila.
—Recordad: en primer lugar nos lanzarán dardos, jabalinas, todo lo que tengan —decía a los que estaban más cerca—. Tened los escudos bien agarrados y levantadlos bien alto. —Alguien le ofreció un pellejo con vino para refrescarse. Álvaro pensó que, quizás, aún podrían resistir—. Cuando lleguen, cerrad bien las filas, hacedlas impenetrables. ¡Hombro con hombro! No retrocedáis hasta escuchar el aviso de las trompetas. —La tropa empezaba a murmurar, más animada.
El veguer de la Marca Sur, rodeado de su guardia y alguno de los pequeños nobles que habían sobrevivido a los primeros meses de guerra, escrutaba el estado del cielo, a la derecha de las falanges, donde había sido asignado. Con una línea de edificios detrás, la alta muralla de Vamurta enfrente y una estrecha calle para escapar a su izquierda, los hombres del veguer estaban demasiado apelotonados. Perdido en sus amargos pensamientos, la arenga del capitán de la plaza le parecía cansina.
Poco a poco, una masa de nubes deshilachadas devoraba el tejido azul del cielo, entristeciendo en algo la mañana. El verguer miró a los hombres de su guardia, encajonados entre las fachadas. Algunos eran tan jóvenes que sus barbas eran de pelo corto y desordenado. Se fijó en uno de ellos. De piel de un gris intenso, su larga nariz aguileña dejaba levantado el protector nasal del casco. Bajo las pupilas negras de los ojos, las bolsas moradas de las ojeras delataban falta de sueño y un miedo que se transmitía a la rigidez de las facciones.
—Soldado, ¿qué harás cuándo hayamos enviado a estas bestias al otro lado de la Gran Puerta? —preguntó el veguer, forzando una sonrisa.
—¡Oh! No lo había pensado, señor. Querría, quizás, volver al sur... Donde está el hogar de mis padres. Pero esto parece difícil —contestó, dudando que sus palabras fueran acertadas—, esta invasión...
—¿Qué más?
—Bien señor, dejar la labranza... Podría encontrar oficio en los talleres, y entonces tener lo que se dice una casa, señor, una casa y una mujer.
Mientras decía esas palabras, el miedo se había esfumado de su rostro. Casi parecía un hombre corriente hablando entre los tenderetes de un mercado. El veguer se arrepintió de haber preguntado. Tomó conciencia, como si alguien lo hubiera zarandeado con brusquedad, de cuál era su deber.
La expresión de su rostro cobró firmeza. Ya no podría morir como quería, y así acabar con todo aquello que representaba. Un punto final. Aún quedaba el deber, pensó. Quizá valdría la pena morir por los suyos, retrasando aquella derrota escrita, cortar el bombeo que atormentaba su corazón. Hundir la espada en las carnes del enemigo y dar tiempo a otros. Tiempo. Y borrar así las sombras que retorcían y punzaban su soledad.
—Escuchad —dijo a su guardia y a los señores que lo rodeaban—, escuchadme y recordad. Cuando la lanza del enemigo me llegue, seguid luchando, pero no esperéis mucho en girar vuestras miradas hacia el puerto. Los barcos no esperarán hasta ver los estandartes de los murrianos cerca de sus velas. Yo tampoco lo haría. Luchad, cuando llegue el momento, deberéis desaparecer del campo de batalla y llegar a los muelles.
Sus hombres lo miraron como quien mira a un difunto, entre la lástima y la reverencia. No dijeron nada. Pasada la sorpresa, el castellano de Alcorás se dirigió a su señor.
—¿Creéis, entonces, que seremos derrotados?
—Así es —contestó mirándolo a los ojos.
Dicho esto, les dio la espalda, alejándose de sus guerreros, que se miraban entre ellos como esperando que alguien cambiara aquella predicción funesta. Volvía a sentirse extraño entre todos aquellos hombres cargados de hierro, cubiertos de placas. Hubiera querido estar en el salón de su fortaleza, oteando los campos desde las ventanas alargadas, recordando en paz a sus muertos.

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MensajePublicado: Vie Oct 12, 2012 9:02 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando




Buenas. En lugar de acabar de subir el tercer capítulo de Antigua Vamurta - I, voy a subir tres fragmentos más de la novela.
La novela está disponible en Amazon y en la página de la editorial, en FiccionBook, en PDF y ePUB. En papel, en librerías y grandes superfícies.


Del capítulo 16...


Subieron por la escalinata hasta el último nivel de la cúpula, luminoso. El suelo estaba cubierto por una enorme alfombra circular de esparto entretejido, tintada con ocres y tonos rojizos. De algún modo, aquello resultaba acogedor. Parte de la cúpula tenía funciones de comedor, a la vez que biblioteca y, seguramente, punto de reunión de los oficiales de la fortaleza, a juzgar por la cantidad de planos y pergaminos desparramados sobre la gran mesa redonda que ocupaba buena parte de la sala. A la derecha, se encontraban los aposentos de los oficiales, mucho más amplios que el resto. Abrieron una de las puertas, Dasteo entró en una de las grandes cámaras, bajo la bóveda. Los soldados esperaron fuera.
Un murriano levantó la vista de los pergaminos extendidos sobre una mesa de líneas rectas y limpias. Su espada y una pesada copa de bronce servían para mantener los documentos desplegados. A su espalda, libros, tinteros, punzones, lápices de plomo y plumas de ganso, se amontonaban junto a pequeñas esculturas y vasos pintados, sobre una recia estantería.
—Dasteo —dijo, mirándolo—. Como sabes, soy el comandante de Orcómeno. Aquí, ya no somos capaces de trabajar más rápido y mejor. Debemos acabar la obra pronto y, para eso, necesitamos a los esclavos. Es una palabra fea, ¿verdad?, esclavos.
El alférez calculó que tenía serias posibilidades de lanzarse sobre aquella espada y cortarle el cuello a aquel que los sometía, antes de que los guardias tuvieran tiempo de reducirlo. ¿Había dejado el arma ahí expresamente? Intuyó que era una prueba de confianza.
—Es un vocablo humillante —contestó, derecho, a poca distancia de la mesa.
Los ojos negros, astutos, del comandante, lo observaban. Parecía divertido con ese encuentro.
—Hay entre los reos hombres y mujeres con oficio. Me han llegado noticias de que entre ellos, hay maestros arquitectos, médicos que podrían ocuparse de los suyos, escribas. No sé quiénes son, está todo sin organizar, necesitamos orden. Debe de haber recompensa, claro, conozco a los hombres grises, ¡he visto su alma!, y puedo prometeros que habrá nuevas. Desde este pequeño aposento en el que estamos, verás nacer una nueva ciudad.
Se levantó y se dirigió hacia el armario situado en la pared inclinada de su izquierda. Extrajo una copa cincelada con motivos geométricos y un ánfora de barro de la que rompió el tapón de yeso. Junto al vino, dejó sobre la mesa una cajita de mimbre. En aquel momento, Dasteo estuvo casi seguro de que en el interior de la vaina no había una espada, que era un subterfugio o que ese comandante había perdido el juicio por completo.
—Necesito un líder, alguien que parlamente con los esclavos, que los organice, que los catalogue por oficios y que distribuya trabajos y descansos. Alguien en quien confiar. ¿Eres hombre de palabra, Dasteo?
Nada dijo. Entendió que tras el horrible encarcelamiento, al poco se le pedía que faltara a su deber, ayudando a engrandecer el poder murriano. La estancia era agradable, sobria y a la vez confortable. Alrededor del castillo, encima de sus almenas, pegados a sus muros, miles de grises ponían sus vidas en peligro cada mañana, cada tarde. Sus vidas valían lo que sus fuerzas, y en esa relación pocas razones podían argüirse. Eso bien lo sabía. Como sabía que podría salvar a muchos, o al menos hacer su existencia más llevadera, si aceptaba el cargo que se le ofrecía.
Con sus manos, de dedos finos, el comandante llenó las dos copas. Dasteo percibió las frutas y la fragancia de las maderas que desprendía aquel caldo rojo hecho con uvas muy maduras, luego olió el rancio aroma del queso. Queso, ¡cuánto hacía que no probaba un bocado! Empezó, sin querer, a salivar, y sus ojos se clavaron en el trozo que había quedado a la vista, tras destapar la caja. El queso sudaba, cremoso.
—Nada te compromete. Puedes probar estas delicias y volver a tu celda, ser un esclavo más. Otro ocupará tu cargo… Puede ser que tu conciencia te lo agradezca, pero no las mujeres y los hombres aquí condenados.
—¿Dónde aprendisteis la lengua de los grises?
—Y su escritura —contestó, sonriendo, el comandante—. En el oeste, en las Colonias. Teníamos muchos asentamientos, de los que apenas quedan unos pocos, hoy. Pequeñas aldeas entre los dominios de las razas, a veces pagando tributo a uno u otro pueblo, o en zonas despobladas, por conquistar. Bajábamos en caravanas de renos hasta las ciudades libres o a las urbes de vuestros, por aquellos tiempos, nuevos asentamientos. Y allí aprendí, en las casas de comercio, vuestra lengua y vuestras costumbres, vuestro modo de entender la guerra. Allí conocí a muchos hombres.
—Esas vasijas, esos libros y esculturas, ¿son vuestros o de la colmena?
—¡No eres tú el que pregunta! —gritó—. ¡Fuera de aquí! ¿Crees que aún mandas el Batallón Sagrado? Antes de que anochezca quiero una respuesta.
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MensajePublicado: Mie Oct 17, 2012 10:38 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Subo el penúltimo avance y aprovecho para nformar que en el blog de Vamurta acabo de publicar un artículo sobre Amazon que incluye una pequeña guía para publicar en dicho portal. Saludos...



Del capítulo 21...

Toda la ciudad-fortaleza se había levantado pronto para despedir a la comitiva. Las Reinas abandonaban Orcómeno, a la vez que los esclavos recibían la primera comida del día. El sonido de las trompetas y clarines se fue apagando y, pronto, se reemprendieron las rutinas. Dasteo, a media mañana, recibió la visita del jefe de la plaza.
El comandante entró en la casa sin llamar. No lo acompañaba ningún guardia. Entró y se sirvió vino. Arisas dejó de hacer correr su pluma por las montañas de pergaminos dispuestos sobre la mesa, y Dasteo levantó la cabeza, dejando los planos de los futuros templos en el suelo.
El murriano dio una vuelta por la estancia, como si allí no hubiera nadie, dando tragos. Se dejó caer sobre una de las sillas, apoyando su espalda contra la pared. Sus mechones caían hacia delante, emboscando su mirada. Lanzó el ánfora contra el suelo, rompiéndola con estruendo, y se desabrochó el cinturón, dejando caer la espada.
—¿Habéis oído hablar de nuestro hogar? ¿De nuestra capital? Es el lugar más bello del mundo. No es como vuestras ciudades, abigarradas, en las que todo se amontona, sucias y mal ventiladas, donde hasta la piedra de las paredes huele mal. No, es un valle elevado, cerrado por picos de nieve perpetua. Un valle ancho, esplendoroso cuando el sol vuela por encima, siempre verde porque en mi país llueve, no como aquí, allí llueve y la hierba crece alta y hermosa, es un lugar en el que, si el día es despejado, parece que hasta las rocas tengan brillo. En ese gran valle no hay murallas, tan solo un alcázar. Tres son los pasos de montaña para penetrar en el corazón de mi patria, y en cada paso encontraréis fortalezas que los cierran, castillos construidos para que nadie los pueda tomar, muros que, frente a ellos, cualquier enemigo sentiría una inmenso desasosiego. Jamás nadie ha cruzado los pasos entonado cánticos de guerra. Por ese valle, Dasteo, se distribuyen aquí y allí templos y enjambres en los que vivimos, academias como grandes óvalos de piedra, jardines, plazas de muchos tamaños y formas en las que los músicos tañen laúdes hasta hacer sangrar sus dedos, paseos flanqueados por árboles milenarios, las grutas de las Reinas… Aquello es el paraíso. Y es hacia donde parto esta tarde.
—Y es donde no queréis ir, pues queréis permanecer aquí —apuntó Arisas.
El comandante se sobresaltó por un instante. Luego miró el suelo y pasó la mano sobre las astas de su cabeza, como si las tocara por primera vez y algo le preocupara.
—Exacto. Quiero quedarme en Orcómeno, ¡ser Orcómeno!
—Y acabar lo que aquí comenzasteis —añadió Dasteo.
—Acabar. Construir para perdurar. Durante muchas primaveras mi cometido fue destruir, arrasar, contener. Casi perdí la vida en esa empresa, y vi muchas desaparecer sin tan siquiera saber muy bien cuál era su propósito en este mundo, sin tan siquiera paladear la edad de las preguntas. Orcómeno me recordará, los hijos de los hijos de mi tierra rememorarán mi nombre, Durtica, y vosotros, grises, también. Construir para perdurar, Dasteo. Y ese no es mi único sueño.
—La fortaleza ha sido bastida en un tiempo inimaginable, verla desde el norte o desde mediodía produce una mezcla de pavor y asombro, comandante Durtica. Lo aquí conseguido no tiene igual, y eso lo saben las dos Reinas que ayer estuvieron aquí. ¿No es cierto?
Bajo las franjas de cabello que cubrían el rostro del comandante, Dasteo vio asomar una sonrisa amarga.
—Pareces un bruto formidable, Dasteo, pero te delatan tus preguntas. Ruego a los arcanos que nos volvamos a encontrar otra vez, en otro tiempo, no el nuestro. Tú, como yo, sueñas con un mundo justo. Las Reinas son más que vuestros nobles o aquellos magísteres de las Colonias. Son casi diosas, y lo que emana de ellas, lo que esculpen en tablas de piedra tras sus consejos, es indiscutible. Alguien como yo, casi una leyenda entre los soldados, debe agachar la cabeza y obedecer. Tras tantos esfuerzos… Sobre esta mole, en el corazón meridional de Vamurta, nada hay que decir, es una obra sin parangón, de una clase nueva. Pasamos muchos inviernos dibujándola, discutiendo con los maestros, probando la perforación de las armas de fuego sobre la piedra. Las Reinas están inquietas por lo que aquí ha pasado y por lo que pasó en el oeste, antes de la invasión. Saben que aquí, en unas pocas lunas, algunos esclavos llegaron a dar órdenes a nuestros soldados y albañiles, que algunos, como vosotros dos, podían ir y venir a donde les pareciera, dentro de la fortaleza. Que habíamos repartido privilegios. Los templos, yo di el permiso, fueron motivo de intervención. Se acabó.
Arisas atendía, sorprendido, ante la franqueza del oficial. Intuía su drama, su lucha no reconocida, el sudor derramado para convertir aquel rincón de mundo en un ejemplo, en un lugar donde la concordia fuera posible.
—No se trata únicamente de los templos de Onar y Sira, y de los privilegios —dijo el joven.
Los ojos rasgados del murriano se posaron sobre él. Arisas sintió que su alma quedaba a la intemperie.
—¿Sigues teniendo sueños premonitorios, Arisas? ¿Qué te dicen?
—Hay un gran desorden, lo percibo. Aunque poco puedo entender de aquello que aparece para desvanecerse. Veo hombres entre las hojas y un gran manto manchado con los colores del atardecer.
—Los colores de nuestras huestes.
—O los colores de un león —repuso Arisas.
—Casi no quedan leones. Los hombres grises los cazasteis a cientos. Tras el mediodía, partiré —continuó el comandante—. Me despido de vosotros. Mi raza no está preparada para lo que pensé que podría ser. No somos tan diferentes, pero nos esforzamos mucho en parecerlo, ¿verdad?
Se levantó, se ajustó el cinto con la espada y peinó su pelo hacia atrás. Dasteo lo observaba pensando que se escapaba una de las pocas razones que le habían hecho creer que las cosas podrían ser diferentes. Se acercó hacia Durtica, quizás para abrazarlo, para despedirse de algún modo, pero el murriano respondió dando un paso atrás. El oficial levantó la mano y les sonrió, girándose para salir por la puerta.
—¿Qué pasó en el oeste que tanto inquietó a tu pueblo?

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MensajePublicado: Sab Oct 20, 2012 5:47 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Antes de subir el último pedazo-adelanto del primer libro, agradecer al foro la oportunidad de presentarme. Es una suerte poder hacerlo.
Seguiré subiendo cosas sobre los personajes, razas, etc. Igual alguno de los relatos de Vamurta. Depende de la vida real y las obligaciones, que no dejan de presionar.




En el capítulo 23 (fragmento) ...

Los cortes de cielo que se distinguían por encima de la niebla iban manchándose de tonalidades rojizas, la luz del día se desvanecía y de los sircads no se sabía nada. El sonido rítmico y monótono de los remos cortando el agua era la música predominante desde que habían almorzado. Los pájaros debían estar en sus nidos, refugiados del viento helado. Con la lenta caída del sol, la vegetación que los rodeaba adquiría tonos oscuros y los ramajes de los árboles aparecían y desaparecían entre la niebla al igual que brazos descarnados.
Serlan miraba hacia atrás. Ahora las barcas avanzaban una detrás de otra. Aquel murriano, apoyado sobre la ballesta de proa, parecía casi tranquilo, en paz. Envuelto en un jubón largo de lana, rematado con una gruesa capucha, miraba a su alrededor sin ansiedad. Parecía disfrutar de aquel silencio sepulcral, como quien tras un día de arduo trabajo se sumerge en la calma de la noche.
Serlan se sentía cada vez más inquieto. Se dirigió a su viejo timonel para conocer su opinión sobre la ausencia de piezas de caza, pero aquel hombre le respondió que todo consistía en remar y remar hasta tener un poco de suerte. La tripulación miraba a su capitán con cierto reproche. Fue decir aquello y oír un retumbar grave que parecía mover el aire.
—¡Sircads! ¡Os lo dije! —exclamó el timonel.
Los remeros, sin esperar órdenes, redoblaron el ritmo, haciendo que las naves se deslizaran rápidas, entre el agua y la niebla.
Todos estaban pendientes de lo que podían oír o ver cerca de las embarcaciones. El murriano parecía haber despertado, y empuñaba la gran ballesta con garra, atento como el gato que ha percibido el murmullo de un pájaro.
—Serlan, a la derecha —indicó Sara, con voz tensa.
A corta distancia, medio escondido entre los troncos de una pequeña isla, una especie de dragón de piel roja y mojada, los miró unos instantes. Las patas cortas y muy fuertes, el lomo arqueado, la magnífica cola de la longitud de un hombre se tensó. Los había detectado. Parecía una hembra. La cabeza triangular, rodeada por un collarín levantado por poderosas espinas como lanzas. Sus ojos relampaguearon y abrió las mandíbulas, mostrando una temible doble hilera de dientes.
—¡Nos atacará! He visto crías —avisó el murriano desde la barca de atrás.
—Capitán, atento, nos embestirá —gimió el timonel de la segunda barca.
La sircad se lanzó al agua realizando un salto majestuoso, muy elástico, impropio de un animal del peso de diez hombres. El agua se levantó y salpicó con violencia a todos los que iba en el frontal del bote. Cuando abrieron los ojos, la sircad se abalanzaba hacia ellos levantándose por encima del agua, mostrando todo su poder. La tripulación tembló y algunos gritaron, asiendo sus armas. Serlan disparó a bocajarro, atravesando de punta a punta el cuello del animal. Tan rápido como se había alzado cayó sobre la oscuridad del agua, desplomándose.
—La cuerda, capitán, ¡fijad la cuerda! —bramó el timonel.
Serlan se precipitó hacia delante para atar la cuerda al casco, de manera que la pieza no se perdiera muy abajo. En aguas profundas era imposible recuperar los sircads si se hundían mucho, pero pronto se dieron cuenta que se encontraban en una zona de poca profundidad. Por eso la bestia los había acometido con tanta fuerza.
La tripulación, repuesta de aquel ataque repentino, empezaba a reaccionar. Se formó una hilera de hombres detrás de su capitán, tirando de la cuerda vigorosamente. Alzaron al animal muerto con cuidado y consiguieron moverlo hasta estribor, para poder depositarlo en el espacio libre que quedaba entre las banquetas de los remeros. Los hombres y vesclanos estaban eufóricos, y empezaron a celebrarlo dando hurras.
Era una buena pieza, y les parecía que la caza había resultado más corta y menos penosa. A todos les esperaban unas buenas monedas al llegar a la ciudad. Unos ya hablaban de mujeres y cuernos de cerveza. Serlan respondía a las bromas y a las felicitaciones. Miró a Sara, que le sonreía. Alzó la vista por encima de las cabezas de sus hombres y vio que en la otra barca el murriano no celebraba nada. Aquel seguía atento a la creciente oscuridad que los rodeaba y a los reflejos de la sangre de la sircad sobre las aguas calmadas del lago. El día tocaba a su fin. Serlan primero se extrañó, pero al momento su cuerpo volvió a tensarse. El murriano, no había duda, era un cazador experimentado.
—Volved a vuestros sitios, venga, a vuestros sitios, y abrid bien los ojos —ordenó a los remeros usando un tono neutro.
El silencio volvió a apoderarse de aquel rincón del universo e hizo que la tripulación recuperara su instinto. Sara sostenía su ballesta cargada, atenta. Serlan volvió a escrutar el infinito de la aguas. Al poco, aprovechando que volvían a navegar por aguas abiertas, las dos embarcaciones se acercaron la una a la otra, hasta avanzar en paralelo.
—¿Qué es lo que hueles? —pregunto Serlan al murriano.
—El gemido que hemos oído primero —contestó el murriano sin levantar la vista del agua—. No parecía una hembra. Quizás tengamos a un macho rondándonos.
—O justo bajo nuestros remos, ¡por Onar! —contestaron con menosprecio y entre risas desde la barca de Serlan.
Antes de que el murriano tuviera tiempo de responder a la provocación, una violenta colisión sacudió la nave que capitaneaba Serlan. El choque hizo que la proa de la barcaza se levantara cuatro palmos. El conde, situado en la punta, y tres remeros, cayeron al agua. Le pareció que todo se había parado, que el mundo había desaparecido en la oscuridad. Negro, mucho frío. Un frío como una cuchilla que corta rápido, negro.
Serlan sacó la cabeza del agua y se agarró con los dedos a la barca. Había un enorme barullo. Los chillidos, los movimientos convulsos de los que estaban con él en el agua, confundían al conde. Gritos, pidiendo ayuda.
—¿Qué ha pasado? —preguntaban desde la otra embarcación.
—¡Una roca! ¿Hemos chocado?
El agua estaba casi helada. Hielo que rasca y hiere la piel. Frío que contrae y convulsiona.
—¿Quién ha caído? Han de subir a la barca, como sea. ¡Ahora, ahora!
—¡Aquí, auxilio! —gritó el conde.
Unas manos tiraron de él hacia arriba. Lo subieron de golpe, como si fuera un fardo. Un corpulento hombre rojo y Sara lo habían alzado. Castañeaba, no podía controlar los temblores. Le costaba moverse.
—¡Hay un gran sircad! —exclamó alguien, aterrorizado—. Llega por estribor.
—Busca a la hembra —avisó el murriano.
Serlan tiritando sobre las maderas de la barca, contempló, paralizado, a sus hombres lanzándose hacia aquel costado. Algunos agarraron sus lanzas, otros, hachas y espadas. Uno tensó un gran arco vesclano, que dejó ir su saeta. Arrojaron lanzas y cuchillos a las aguas removidas, a una masa opaca en la que nada se distinguía.
Estaba helado. Sara le abrió la boca, no entendió qué hacía la niña. Vertió en su garganta un líquido abrasador. Sara tumbó el pequeño barril y le hizo beber más aguardiente, sin miramientos. Serlan volvió a sentir su cuerpo, su estómago.
Los hombres situados en estribor se echaron hacia atrás. Entre las luces opacas que precedían a la noche absoluta, apareció la cabeza de un enorme sircad encaramándose sobre la cubierta. Con gesto rápido, arrancó de un mordisco el brazo del hombre que sostenía el arco, y escupió la extremidad. Giró su imperial cabeza con violencia y lanzó una dentellada a uno de los hombres grises. Entre espasmos, la sangre del gris los salpicó a todos.
El hombre nada dijo, miraba con ojos exorbitados el cielo, luego reaccionó e intentó clavar su lanza en la cabeza de aquel animal. Consiguió levantarla con ambas manos, pero ya no tenía fuerzas para ensartar al sircad. Veloz como una comadreja, el animal desapareció llevándose a su presa.
Una voz rota se hizo oír por encima de las otras.
—Nos matará a todos.
Por un momento todos escucharon.
—¡La hembra, busca a la hembra!


(FIN DEL AVANCE DE ANTIGUA VAMURTA) [align=center]
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MensajePublicado: Sab Nov 10, 2012 9:33 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Cuenta una leyenda de los Pueblos del Mar que Effa, diosa de los abismos marinos, creó al hombre con la loza de una de sus simas más profundas. Una mañana, lo hizo emerger y lo situó sobre una playa. Desde la costa, el hombre emprendió el camino del interior, llegando al corazón del bosque, a los picos donde la nieve nunca se retira, y a los valles lejanos, en los que la uva crece llena y dulce.
Dice la leyenda que algunos de estos hombres jamás olvidaron las palabras de Effa, y decidieron quedarse en la orilla para poder venerarla, generación tras generación, sin olvidarla. Estos son los hombres y mujeres de los Pueblos del Mar. Lejos de querer un hogar, una frontera o una empalizada que defender, desean por encima de todo cabalgar con sus piraguas, partiendo en dos los latidos de las olas.

Y es que este Pueblo se desplaza de un punto a otro del Mar de los Anónimos cada cierto tiempo, disgregándose en una diáspora que les asegura su propia supervivencia, al igual que no es posible aplastar las golondrinas que emigran a los rincones dispares y lejanos.
Las primeras referencias de estas gentes se hallan en los Anales del Tecer Ciclo de la Antigua Vamurta, cuando los muros de ciudades y villas aún estaban hechos de bloques de barro cocido y argamasa. Se habla de una rara invasión a considerable distancia del sur de la capital, de todo un pueblo llegado en un sinfín de naves pequeñas, huyendo, posiblemente de algún cataclismo. De esos hechos queda, en el templo de Arismet, un bajorrelieve desgastado por el tiempo, que narra como el Conde De Sibila los rechaza, cerca del Cerros Blancos. Nada más se sabe de ese choque, aunque algunos historiadores apuntan a que parte de los invasores emigraron al interior de las junglas del sur.

Extracto de la novela "Antigua Vamurta":

Cita:
El Conde observó a aquel hombre un rato más. Parecía joven y al tiempo muy viejo. Los brazos y la espalda de un gigante, la expresión de un moribundo. Su piel oscura, sus ojos estirados recordaban a los de un murriano. El hombre llevaba una hilera de pendientes en la oreja derecha y el cabello largo y sucio, atado con una cola. Los otros eran de su clan: la misma piel tostada, facciones parecidas, los colgantes idénticos.
—¿De dónde sois? —inquirió el conde.
—¿De dónde somos? —Hizo el hombre un pausa como si nunca antes se le hubiera ocurrida esa pregunta—. Somos de una tierra que se liga, que se mezcla con la costa, una tierra que juega con las olas, que entra y sale de su madre, la mar... ¿No sabéis quién somos, aún, señor? Fuimos un pueblo libre, aunque éramos pocos, antes que los hombres grises nos rompieran y enmudecieran nuestros cantos. Somos algunos de los que quedan del Pueblo del Mar —dijo el esclavo, sin esperar respuesta por parte de aquel extraño.”

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Insurrecto



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MensajePublicado: Dom Nov 11, 2012 1:05 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

What means "de algun cataclismo"? Es algo como "I dislike", o eso? Lo demas entiendo, jo,jo,jo. Mola.
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Igor



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MensajePublicado: Vie Nov 16, 2012 9:42 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Hola Insurrecto, de Texas. Madre mía, eso de ser leído desde tan lejos me hace mucha gracia. Acabo de leer Meridiano de Sangre, que en algún capítulo pasan por Texas. Gran libro de Cormac McCharthy.

Cataclismo es una gran destrucción, como por ejemplo un terremoto gigantesco o un tsunami. Tiene o podría tener conotaciones míticas. Dicen que los minoicos desaparecieron tras un cataclismo.

Celebro que te guste, saludos.
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Igor



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MensajePublicado: Lun Dic 03, 2012 3:30 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando



De los hombres rojos y sus dioses.


Los clanes de los hombres rojos entendieron que debían postrarse ante la naturaleza. Cuando la tierra no tenía horizontes, vagaron disgregados sobres sus distintos colores. El verde noche y el verde resplandeciente del norte. El ocre mediodía y la pausa del olivo en el sur. Fue durante estos largos días cuando hallaron a los distintos dioses que crearon y gobiernan el mundo.

Entre ellos es Zintala el más poderoso, pues emergió de entre las aguas del Alma Blanca y al hacerlo el lago se desbordó, transformando la piel del mundo, haciéndola fértil, ya que hasta aquel momento había sido roca y fuego. Las aguas corrieron por canales de lava que más tarde fueron ríos, se estancaron en las planicies hasta evaporarse y formar nubes que tiznaron un cielo antes vacío, se deslizaron hasta alcanzar grandes depresiones que se hundían hasta tocar los principios, creando los primeros mares.
Pero no es Zintala el dios más querido, aunque se invoque a su poder en cada nuevo cambio de estación. Él requiere de sacrificios y su temperamento es cambiante como el brillo de un cristal. Ha espoleado a valientes guerreros para, luego, abandonarlos en el siguiente combate, destronándolos en su sitial de honor.
Osapa, la diosa de la fertilidad y las buenas cosechas, que muchas veces se muestra cerca de los manantiales, es más querida. Hija de Zintala, nació tras aparearse el dios con una cierva azul, la guardiana de los bosques, a los que prohibía el paso a cualquier ser vivo. Todas las mujeres rojas, antes de su noche nupcial, le ofrecen un pequeño cáliz con gotas de su propia sangre como ofrenda.

La mayoría de dioses rojos son pequeñas divinidades cuyo poder se limita a un único elemento: el viento, los metales, la lluvia, el relámpago, los pájaros, la caza... Y aunque frecuentemente los hombres de los clanes identifican un milano o un jabalí con las encarnaciones en la tierra de sus dioses, que viven bajo las cavernas del Alma Blanca, y lloran por sus favores, el ser superior más querido e invocado entre las tribus es Tamboras, el dios de la guerra, el fuego y también de la suerte y las palabras.

Tamboras, el único capaz de aparecer ante los hombres con la forma de otro hombre. Se dice de él que toma la apariencia de los ermitaños que han renunciado a su grupo y acuden a las profundidades de la fronda en busca de sosiego, señales, razones. Tamboras, el único capaz de mirar al temeroso y alzar su espada, encolerizando el hierro. Cuando un hombre o mujer roja se enfrentan, más tarde o temprano, a un abismo, su llamada se dirige a él. Las palabras más sentidas tienen eco en su receptáculo, el de la misericordia.

Tamboras, hijo de Zintala y hermano de Osapa, nació del vientre de la primera mujer, Osana, dejada sobre la playa por una ola. Tamboras, no siendo todavía hombre, arrancó la pierna izquierda de su padre, pues este quería arrojar a la boca del volcán Ondiarriatzala a su lobezno, que había sido recogido en la primera incursión del dios en los profundos bosques, hermosos y oscuros. Con la tibia de su padre, fabricó una espada de hueso capaz de perforar las almas de roca, que guardaban con celo el fuego de un relámpago. Tras esa hazaña, recorrió valles y llanuras, acompañado por aquel lobo que poseía el don de la invisibilidad, al ser capaz de transformarse en un enjambre de abejas. Y en su odisea, cortó montañas creando los valles primigenios y sembró el mundo, poblándolo de distintos seres que a su vez se multiplicaron hasta cambiar la tierra, los mares y el firmamento.

La escritura de los hombres rojos está compuesta por palabras y sílabas mágicas otorgadas por Tamboras. Símbolos usados más para encantamientos de enamoramientos, maldiciones o buena suerte que para dejar testimonio de los acontecimientos que labran los surcos que definen a un pueblo. Los cabezas de los grandes clanes, como los Álfatas, los Bálkidas o los Phaletons, guardan el privilegio de las invocaciones de sangre. Antes de iniciar una guerra o una gran migración gravan con la escarpa de lluvia las palabras del rezo sobre un monolito de piedra negra. Para que el ruego llegue a Tamboras se realizan sacrificios humanos. La sangre de los esclavos corre sobre los canales de las palabras, colmándolos de manera que son oídas por el dios, al ser cinceladas en rojo.

Una remota leyenda, que cambia según que clan la cuenta, habla de cómo Tamboras logró obtener el don de las primeras palabras, pues antes nada se oía excepto el susurro del viento. Esa historia perdura, aunque ya nadie está seguro de qué fue lo que ocurrió en realidad, ni cómo el dios robó el don a uno de los guardianes del Alma Blanca.

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Igor



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MensajePublicado: Dom Feb 03, 2013 6:41 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando



El sueño de la editorial Ajec se desvanece. La niebla se levanta y queda una tierra baldía. Los sueños de otros autores de libros fantasía y el mío también. No sé qué sucederá, depende del editor. Aprovechando este vacío, he autopublicado en Amazon Antigua Vamurta Volumen 1 por mi cuenta. Este libro de literatura fantástica no está en ningún otro lugar en formato de libro electrónico. Más de trescientas páginas trepidantes. Aquí os dejo el enlace, en Amazon España y Amazon.com

- Amazon España: Vamurta Vol. 1
- Amazon.com: Vamurta Vol. 1

El final de Vamurta, el Volumen 2, saldrá publicado en Amazon exclusivamente, la próxima primavera. Tiempos de nuevas esperanzas. Mientras, del primer libro, contar que por amabilidad de Marisa Alonso, ha vuelto a ser corregido. No solo eso, también he reescrito el primer capítulo para darle mayor orden y cohesión a la lectura. Pequeños cambios necesarios que no tocan la trama. Aprovecho para recordar que en cuanto a gramática y ortografía, este libro recoge las nuevas disposiciones de la RAE de 2010. Por ejemplo: el “solo” no lleva acento diacrítico. Muchos pronombres demostrativos tampoco. Adiós al “éste”, “quiénes”, “aquél”, etc. Yo los hubiera mantenido, pero envié mi currículum a la Academia y no me aceptaron. En mi lugar, se sienta Pérez Reverte.
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Igor



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MensajePublicado: Sab Feb 16, 2013 9:53 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando



Cuenta una leyenda de los Pueblos del Mar que Effa, diosa de los abismos marinos, creó al hombre con la loza de una de sus simas más profundas. Una mañana, lo hizo emerger y lo situó sobre una playa. Desde la costa, el hombre emprendió el camino del interior, llegando al corazón del bosque, a los picos donde la nieve nunca se retira, y a los valles lejanos, en los que la uva crece llena y dulce.
Dice la leyenda que algunos de estos hombres jamás olvidaron las palabras de Effa, y decidieron quedarse en la orilla para poder venerarla, generación tras generación, sin olvidarla. Estos son los hombres y mujeres de los Pueblos del Mar. Lejos de querer un hogar, una frontera o una empalizada que defender, desean por encima de todo cabalgar con sus piraguas, partiendo en dos los latidos de las olas.

Y es que este Pueblo se desplaza de un punto a otro del Mar de los Anónimos cada cierto tiempo, disgregándose en una diáspora que les asegura su propia supervivencia, al igual que no es posible aplastar las golondrinas que emigran a los rincones dispares y lejanos.
Las primeras referencias de estas gentes se hallan en los Anales del Tecer Ciclo de la Antigua Vamurta, cuando los muros de ciudades y villas aún estaban hechos de bloques de barro cocido y argamasa. Se habla de una rara invasión a considerable distancia del sur de la capital, de todo un pueblo llegado en un sinfín de naves pequeñas, huyendo, posiblemente de algún cataclismo. De esos hechos queda, en el templo de Arismet, un bajorrelieve desgastado por el tiempo, que narra como el Conde De Sibila los rechaza, cerca del Cerros Blancos. Nada más se sabe de ese choque, aunque algunos historiadores apuntan a que parte de los invasores emigraron al interior de las junglas del sur.

Extracto de la novela "Antigua Vamurta". En abril de 2013 sale publicada la saga completa, Antigua Vamurta I y II.

Código:
“El Conde observó a aquel hombre un rato más. Parecía joven y al tiempo muy viejo. Los brazos y la espalda de un gigante, la expresión de un moribundo. Su piel oscura, sus ojos estirados recordaban a los de un murriano. El hombre llevaba una hilera de pendientes en la oreja derecha y el cabello largo y sucio, atado con una cola. Los otros eran de su clan: la misma piel tostada, facciones parecidas, los colgantes idénticos.
—¿De dónde sois? —inquirió el conde.
—¿De dónde somos? —Hizo el hombre un pausa como si nunca antes se le hubiera ocurrida esa pregunta—. Somos de una tierra que se liga, que se mezcla con la costa, una tierra que juega con las olas, que entra y sale de su madre, la mar... ¿No sabéis quién somos, aún, señor? Fuimos un pueblo libre, aunque éramos pocos, antes que los hombres grises nos rompieran y enmudecieran nuestros cantos. Somos algunos de los que quedan del Pueblo del Mar —dijo el esclavo, sin esperar respuesta por parte de aquel extraño.”

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