SIN NOVEDAD EN EL FRENTE – Erich Maria Remarque

SIN NOVEDAD EN EL FRENTE - Erich Maria RemarqueEn la portada del libro figura una ilustración y esa ilustración me apena, porque contiene el rostro de un joven, un muchacho, vestido con uniforme militar y me pregunto: ¿por qué? Porque a ese muchacho , al igual que a otros más que él le han partido la vida, le han partido sus ilusiones, le han partido su porvenir. Y cuando lo leo,  por momentos me llena de angustia, de ansiedad, de tensión, hasta de preocupación y tristeza porque no es justo que los acontecimientos que en él se narran tenga que vivirlos y sufrirlos este muchacho, y todos los que con él están,  en una trinchera donde viven el día a día y lo viven con la incertidumbre de si verán un nuevo amanecer.

Sin novedad en el frente (All quiet in the Western front), fue escrita por Erich Maria Remarque, pseudónimo de Erich Paul Remark (Osnabrück 1897 – Locarno 1970). El autor dice de su obra: «no pretende ser ni una acusación ni una confesión, solo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra, totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas». Publicada en Alemania en 1929, ya en ese mismo año se habían vendido un millón y medio de ejemplares, nada menos. También se había traducido a veintiséis idiomas. Hasta la fecha se han publicado ediciones en cincuenta idiomas y se llevan vendidos unos veinte millones de ejemplares.  En 1931 publicó la que sería continuación de este best-seller, El regreso, en la que escribe sobre la vivencias de los protagonistas supervivientes de la primera novela durante la posguerra. En 1933 ambas novelas fueron pasto de las llamas durante las quemas de libros que tuvieron lugar en varias ciudades alemanas, junto con obras de otros autores y artistas como Heinrich, Thomas Mann y otros, acusados de atentar contra el llamado «espíritu alemán», por los nazis, bien por ser judíos o por sus ideas contrarias al régimen.

Dice la leyenda negra que circuló durante algún tiempo sobre este autor que su verdadero apellido era  Kramer (Remark al revés), siendo esta un bulo nazi para asegurar que el escritor, censurado por Adolph Hitler, no constara que había estado en la guerra al mismo tiempo que lo tachaban de judío, hechos ambos falsos.

Se han filmado dos versiones de la novela de Remarque: una en 1930 (una joya del cine mudo), dirigida por Lewis Milestone y otra en 1979, esta por Albert Mann. La primera de ellas es la más real de las dos y se ha ganado la vitola de ser considerada una de las mejores películas antibelicistas de todos los tiempos.

Paul Baümer nos relata en primera persona, y como parte activa de la misma, ya que no sabe lo que va a ir sucediendo a lo largo de los doce capítulos de que consta esta obra, sus vivencias en el Frente Oeste abierto por los alemanes a donde es enviado a luchar contra el enemigo. Son realmente niños pero se dan cuenta de cómo va cambiando su personalidad a lo largo de todo el relato pues pasan de ser lo que realmente son a convertirse en verdaderos hombres. Paul Baümer, podría decirse que es su alter ego, (el autor participó en la contienda y resultó herido) llegará a decir: «Juventud de hierro. ¿Juventud? Ninguno de nosotros tiene más de veinte años, pero no somos jóvenes. Nuestra juventud… Estas cosas son ya agua pasada… Somos viejos muy viejos».

A mi modo de ver hay un momento espeluznante en el que Paul Baümer expresa su remordimiento ante lo que acaba de hacer, en el que acaba de matar a un soldado francés: «Tan sólo ahora comprendo que eres un hombre como yo. Pensé entonces en tus granadas de mano, en tu bayoneta, en tu fusil… Ahora veo a tu mujer, veo tu casa, lo que tenemos de común. Perdóname camarada. Siempre nos damos cuenta demasiado tarde de las cosas. ¿Por qué no nos dicen continuamente que vosotros sois unos infelices como nosotros, que vuestras madres viven en la misma angustia que las nuestras y que tenemos el mismo miedo a morir, el mismo agonizar, los mismos dolores?…» (p. 195).

El lenguaje de la novela es coloquial, el de los soldados, o sea, los incorporados a filas venidos de la vida civil, pues así con él puede expresar ideas claras además de los términos propios que se emplean habitualmente en el ejército. Esas ideas las expone mediante formas como el diálogo, la narración, descripción y hasta en algunas ocasiones el monólogo, usando también ciertas notas de ironía como cuando le preguntan los compañeros cómo está y les responde. «Bien, bastante bien, si no fuese por estos terribles dolores en el pie» (p. 16) o  metáforas «la venganza es como una longaniza» (p. 45).

Es una novela que impone, pues el autor denuncia en ella los estragos que ocasiona entre los soldados que van al frente enviados allí engañados para defender el patriotismo, pero lo que realmente les espera es el horror, el drama, la muerte. Los soldados, según Remarque, no luchan por su país, luchan por sobrevivir, sea como sea, deseando que esa locura se acabe para volver a casa, a su hogar, a seguir con la vida que habían planeado tener. Desean, en definitiva, la paz, porque la guerra en sí solo va a dejar marcados a una generación de jóvenes que son enviados a ellas por la autoridad que se lo obliga diciéndoles que es un deber suyo con la patria pero la triste realidad es que son enviados a una muerte de las que pocos se van a librar. Son enviados por la jerarquía, por el mando pero tanto ellos como los soldados enemigos son solo víctimas. Pero, a pesar de que impone, la recomiendo pues nos invita a la reflexión, a pensar que toda guerra que hubo, hay o habrá, son un sinsentido y el único fin de ellas es la destrucción del hombre por el hombre y, lo más triste, es que siempre habrá alguien que saque provecho de ellas. Recomendable por su fácil lectura.

Sin novedad en el frente,
de Erich Maria Remarque
Encuadernación en rústica
Ediciones íntegras ilustradas
Editorial Bruguera. Colección Club Joven, 52.
Año 1981.
Traducido del Alemán por Serrat Crespo, Manuel
Barcelona. 17×10 cm. 256 páginas.

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62 comentarios en “SIN NOVEDAD EN EL FRENTE – Erich Maria Remarque

  1. Farsalia dice:

    Precisamente hace unos días en el foro preguntaban por novelas sobre la Primera Guerra Mundial. Y, cómo no, ésta es de obligada referencia, y desde luego de obligada lectura sobre el tema. Una lectura que se puede complementar, como comentas, con la magnífica película de Lewis Milestone de 1930 (que no es muda, por cierto).

    Bien por la reseña, Galaico.

  2. Vorimir dice:

    A mi también me ha gustado la reseña Galaico, desconocía la novela. Si la recomendáis tanto Farsalia como tú, sin duda es una novela realmente buena.

  3. Hindenburg dice:

    Sin embargo, es curioso que el mismo acontecimiento provocase visiones tan contrapuestas. En la propia novela, algunos personajes entrevistos de pasada, como el del francotirador o algunos de los oficiales, no comparten la misma tendencia de mera lucha por obediencia, camaraderia o supervivencia propia, y entienden la guerra como tarea o misión.

    Por no mencionar la experiencia diametralmente opuesta a la de Remarque que expresaron otros excombatientes, como la obra casi autobiográfica de Junger en «Tempestades de acero» o la de militares profesionales como Rommel en la totalmente biográfica y técnica «La infantería al ataque».

  4. Koenig dice:

    Desde mi punto de vista, mi estimado Hindemburg, ni Junger ni Rommel son buenos ejemplos.

    El primero era un belicista convencido y además le gustaba la guerra. Existe gente así, ciertamente, pero son una minoría y su apreciación de la realidad bélica viene muy marcada por su forma de ser, insisto, minoritaria.

    Por otro lado Rommel fue un oficial, con los miramientos que aquello implicaba en el ejército del Kaiser, y, además, escribió su libro en un momento en que la glorificación de la guerra era la política oficial del Reich. Escribir un libro antibelicista tal vez hubiera sido más acorde a su punto de vista, aunque lo dudo, pero seguramente hubiera supuesto el fin de su carrera.

    Un saludo.

  5. Rodrigo dice:

    Estupenda novela, muy buena reseña. Y ciertamente que suscribo lo dicho por Koenig: Junger fue de aquellos recalcitrantes que no cambiaron un ápice su valoración de la guerra como “crisol de hombres nuevos” y “fuente de renovación de la sociedad”, ideas tan difundidas en 1914. En vez de desengañarse de esas y otras patrañas afines, cosa que sí hicieron muchos europeos de su generación, el hombre alimentó en varios de sus escritos la mitología de la “experiencia del frente” y la “camaradería de las trincheras” y celebró la guerra como experiencia redentora, ¡después de cuatro años de muerte y destrucción a niveles espantosos! Después de cuatro horrorosos años Junger todavía era capaz de sostener que la guerra no representaba la declinación de Occidente sino el medio por el que se liberaría de su aburguesamiento, sin importar demasiado hacia dónde se dirigiría la sociedad así supuestamente renovada; las disquisiciones sobre lo bueno y lo malo le parecían secundarias, todo se subordinaba a la primacía de la acción y al endurecimiento de las mentes y los cuerpos, y nada más propicio para esto que la guerra. El tipo era capaz de proclamar la acción como un fin en sí mismo, y a la acción violenta como un modo de genuina autorrealización. Precisamente esta forma de fomentar una visión nihilista del mundo era lo contrario de lo que se necesitaba para contrarrestar el ascenso del nazismo. Junger fue, claramente, uno de los intelectuales que contribuyeron al enrarecimiento de la atmósfera moral, política y cultural de la Alemania de entreguerras, y uno de los que cimentaron el camino a los nazis.

    Todos los honores para Remarque, incomparablemente superior en punto a lucidez.

  6. David L dice:

    ¡Qué recuerdos me trae la lectura de esta novela! Excelente reseña Galaico. Sin duda la obra de Remarque es una oda al desprecio a la guerra como respuesta a los problemas de los ciudadanos del mundo de principios del siglo XX, es un trabajo con un claro objetivo antibelicista y como tal demasiado jugoso como para no ser usado como arma política propagandística. Seguramente su lectura marcó la posterior vida de muchos de sus lectores, pero desgraciadamente no pudo evitar que pocos años después los hijos de esos combatientes de la Gran Guerra volviesen a empuñar las armas para morir de nuevo en los campos de batalla. No sólo fue catalogada de “judía” su obra en Alemania, también en otros países como Francia acabó siendo una obra demonizada por el colaboracionismo francés como un intento de “envenenamiento para la opinión pública francesa”.

    Un saludo.

  7. Hindenburg dice:

    Los cantores de la guerra como experiencia única y redentora son antiquisimos, basta repasar los clásicos grecorromanos u otras fuentes del mundo antiguo, medieval o moderno. Es cierto que tambien muchos dramas griegos y otras fuentes religiosas, filosóficas, etc, expresaban las aristas y tristes consecuencias derivadas de la violencia organizada, o se interrogaban sobre los preceptos para calificar una acción política como «guerra justa», «guerra criminal», «paz a cualquier precio » o «paz deshonrosa». El debate en torno a las posturas belicistas y pacifistas no es precisamente nuevo.

    En cualquier caso, mi valoración de Junger es mucho más benigna en un mundo donde la violencia institucional es camuflada de «guerra para acabar con todas las guerras» ( lema que usaron hipocritamente los Aliados en ambas guerras mundiales ) o las etiquetas actuales de «humanitaria» o de «guerra por la paz con bendición ONU» con un sabor a lo 1984.
    Tal vez sea que entre los halcones jungerianos y los halcones «pacifistas» los primeros me parecen al menos mas sinceros aunque igualmente letales.

  8. Rodrigo dice:

    Bastante dice en favor de Remarque el que su novela fuese objeto de público desprecio por los nazis.

    Es cierto que las circunstancias en que Alemania experimentó la guerra y su conclusión favorecieron el auge del belicismo y el revanchismo en ese país; entre otros factores, las ciudades alemanas no conocieron el poder destructivo de la guerra moderna con la intensidad que sufrieron muchas de las ciudades francesas y belgas. Pero Jünger estuvo ahí, en medio de la carnicería, y de esta carnicería no supo ver otra cosa que una promesa de redención espiritual… Qué pobreza ética la de este hombre.

  9. Galaico dice:

    Gracias a tod@s. La verdad que la novela impresiona y Remarque quiso poner su granito de arena para que otra barbaridad de tal calibre no volviese a producirse, . Es un mensaje claramente antibelicista pero no pudo evitar que pocos años después los hijos de esos combatientes de la Gran Guerra volviesen a empuñar las armas para morir de nuevo en los campos de batalla. Novelas sobre la 1GM habrá muchas pero, esta, desde luego, es de obligada lectura sobre el tema. Saludos.

  10. Koenig dice:

    No solo sus hijos.
    No debe olvidarse que el que terminó la guerra con 25 años en el 18 tenía 50 en el 44, un asunto sobre el que tanto los dirigentes alemanes como los soviéticos e incluso los de otros países solían pensar poco.

  11. Antígono el Tuerto dice:

    Genial reseña Galaico; como bien han mencionado más arriba los compañeros un alegato antibelicista y un documento terrorífico de la lucha de trincheras…uno más.
    Rodrigo: «Después de cuatro horrorosos años Junger todavía era capaz de sostener que la guerra no representaba la declinación de Occidente sino el medio por el que se liberaría de su aburguesamiento, sin importar demasiado hacia dónde se dirigiría la sociedad así supuestamente renovada; las disquisiciones sobre lo bueno y lo malo le parecían secundarias, todo se subordinaba a la primacía de la acción y al endurecimiento de las mentes y los cuerpos, y nada más propicio para esto que la guerra. El tipo era capaz de proclamar la acción como un fin en sí mismo, y a la acción violenta como un modo de genuina autorrealización. »
    Esta visión de las cosas estaba muy extendida en el mundo de principios del siglo XX y finales del XIX; recuerdese a D´Annunzio y sus versos…o a Lerroux, cuando proclamó en el Congreso a consecuencia de la guerra mundial y la participación de España: «y si hay una guerra civil (en España) bienvenida sea, así barrería este régimen de espectros políticos y regeneraría la nación». Todo esto venía fomentado por el darwinismo social y la filosofía de Nietszche y la teoría hegeliana y marxista de la lucha como avance en la Historia.

  12. Rodrigo dice:

    Ciertamente, Jünger no brotó de la nada ni creció como una planta solitaria… Saberlo no hace más que enaltecer la memoria de quienes supieron desmarcarse de ciertas modas intelectuales o bien desengañarse de las virtudes atribuidas a la guerra.

    Con lo que quiero remarcar que estoy consciente de lo que señalas, Antígono, como cualquiera que sepa un poco de historia de la época o de las raíces del fascismo y otro fenómenos decisivos del siglo XX.

  13. Koenig dice:

    De todos modos se me ocurre que existen diferentes tipos de posturas en torno a este asunto.

    Por un lado la del hombre de acción que ha vivido una guerra, en el bajo nivel del soldado, que la ha sufrido en toda su miseria y aún así piensa como Jünger. Creo que cierto nivel de psicopatía es innegable en este tipo de personajes.

    Por otro el del intelectual al que no dejan de caersele de la boca alabanzas a lo buena que es la guerra, sin embargo nunca ha sido soldado en ninguna. En algunos casos, incluso tratan de evitarlo a toda costa.

    Ninguno de los dos debería ser creíble.

  14. Lezo dice:

    Humildemente me gustaria participar, aunque no creo que aporte nada nuevo. Curiosamente me acabo de leer la novela de Junger (la acabé hace 4 o 5 días).
    Y la verdad es que me ha dejado absolutamente helado.
    No tengo muy claro que le pasa a este hombre por la cabeza. A ver si me explico:

    No me cuesta mucho trabajo imaginarme a un Cid Campeador, o alguien así, divirtiendose por batallar, que al fin y al cabo era su forma de vida, contra infieles o enemigos de su rey (A mas moros, mas ganancia). Pero es en un contexto diametralmente opuesto. Desde mi punto de vida, la vida del soldado anterior a la Gran Guerra, era muy distinta. Si es cierto que había batallas espantosas, marchas y retiradas horribles (Napoleón retirándose de Rusia, por ejemplo), pero se me antojan más livianas que el hecho de estar 4 años en una trinchera, sin poder prácticamente hacer nada ante la , valga la redundancia, tempestad de acero que se te viene encima. Quiero decir, que la valía del soldado se ve menoscabada, pues en cualquier momento un obús explotará encima de él y adios. Así veo casi más normal el que a un húsar de Napoleón le entretuviera su oficio que en el contexto que nos ocupa.
    ¿A qué se debe que a alguien en sus cabales le puedan parecer enriquecedoras este tipo de circunstancias?
    Sin embargo, no me parece censurable. Es su parecer personal, y es que de hecho en todo el libro no menciona nada así como: Luchamos por nuestro Kaiser, o por este u otro motivo. Simplemente está ahí en la trinchera «y las fuerzas de las potencias gravitan sobre él», signifique lo que signifique. En fin, que me parece rarísimo que no se plantease qué hacia en medio de ese matadero, pero a la vez, no deja de resultarme un poco… atrayente el que no le desagradara… «atrayente» por supuesto desde la distancia…
    Por cierto, que otra novela sobre la Gran Guerra (que tengo que reconocer que no he leido) se llama «El Miedo». El título lo dice todo. La he ojeado, y el autor dice algo así que si bien es cierto que pasó frio, hambre, miserias y un largo etcétera, lo peor fue el miedo atroz que sufrio durante años. Con esto si que me siento mucho más identificado.
    Un abrazo a todos!

  15. Rodrigo dice:

    Pues no, Hindenburg.

    Cantores de la guerra los ha habido siempre, desde luego, pero no es lo mismo celebrar la guerra librada con medios limitados como la lanza y la espada que celebrar la guerra moderna, con una capacidad destructiva que sólo en pesadillas apocalípticas podían llegar a vislumbrar los premodernos. Jünger, que compartió con los futuristas italianos el éxtasis frente a las posibilidades de la máquina pero que los superó a la hora de cantar sus aplicaciones en la guerra; que hizo la apología de la guerra a sabiendas –como testigo directo- de lo que ésta podía llegar a significar en el contexto de la modernidad; que volcó su talento literario e intelectual en la idealización de la guerra justo en una situación que requería de todo menos el desencadenamiento del potencial destructivo de una sociedad, es precisamente el tipo de individuo que lo lleva a uno a recelar de juicios impregnados de tan dudoso relativismo.

    Considerando los estragos de la guerra, de cualquier guerra pero muy especialmente los de la Segunda Guerra Mundial; considerando el terrible impacto del nazismo, cuyo camino fue allanado por sujetos como Jünger; considerando la responsabilidad que le cabe a un individuo que desde su privilegiada posición de artista e intelectual hizo lo posible por fomentar un clima favorable al belicismo y otros extremismos, mi valoración de Jünger apenas puede ser más negativa.

    La sinceridad del apologista de la guerra no atenúa en nada la reprobación que se merece, no señor. No ante los millones de vidas que se cobró la guerra soñada por él.

  16. Koenig dice:

    Buenos días.

    Bienvenido Lezo, y para que te sientas plenamente a tus anchas, voy a discrepar de lo que dices.

    Desde mi punto de vista tu comparación contiene un error. No se puede comparar al Cid con un soldado de infantería. Sería como comparar al general Foch con un infante de leva medieval.

    En lo que es la guerra, y sin pretender hablar de casta, hay que distinguir al jefe del soldado raso. El Cid, tras la batalla, disfrutaba de toda una serie de comodidades y lujos que el infante no tenía, y durante ella iba acompañado de una serie de nobles, como él, dedicados a defenderle y dedicados también, que duda cabe, a hacer piña entre ellos. Esto, independientemente de la diferencia en armamento, también muy importante. Y, por supuesto, independientemente de que el Cid valía un rescate y el infante no.

    La situación me parece perfectamente trasladable a cualquiera de las dos guerra mundiales. Los altos jefes siempre mucho más a resguardo, y en gran medida mucho mejor tratados, y siempre valiosos como prisioneros, que los soldados rasos.

    De ahí que el pensamiento de Jünger sea aún más llamativo, porque vivió el verdadero horror de la guerra y no fue capaz de verlo.

    La guerra, tanto en tiempos de los egipcios, como del Cid, como en la época napoleónica o en la actual, es la cosa más espantosa que existe. Es cansancio, es dolor, es miedo, es miseria, suciedad, hambre, violencia, egoísmo y una perversión de los valores que nos hacen humanos. Y es todo esto, sobre todo, para el soldado raso.

    Opino.

  17. Galaico dice:

    ¡Y qué me decís de las llamadas guerras de religión?. Las Cruzadas fueron un ejemplo de ello, una serie de guerras libradas entre los siglos XI hasta el XIII entre los ejércitos reunidos por los reinos cristianos de Europa y la mayor parte los ejércitos musulmanes del Asia menor y Mediterráneo oriental. Estas cruzadas de reconquista de Tierra Santa fueron bendecidas y, a menudo invocadas por el papado romano y motivados por una sensación de que era eminentemente religioso desalojar de la tierra donde nació, predicó y murió Jesucristo a la ocupación musulmana, se denominan «guerras de religión» a las Cruzadas.

    Aunque en realidad las Cruzadas tenian motivos eminentemente políticos y económicos dentro del mundo feudal de la Edad Media europea y bizantina, y como un fin práctico, la defensa de los cristianos en Tierra Santa contra los musulmanes. También son considerados por muchos historiadores como la respuesta del Cristianismo al yihad Islámico del siglo VII.

    ¿Y el papel de los llamados Reyes Católicos, que llamaron a la cristianización de los indígenas de América a base de cruz y espada?.

    No hay peor instigación a las guerras que las motivadas por supuestas causas religiosas. Y habría para escribir una enciclopedia a cerca del papel de la llamada Inquisición. ¿Cuántos siglos tendría que estar pidiendo perdón la Iglesia Catolica por las barbaridades cometidas a lo largo de los tiempos?.

    Y no digamos del fundamentalismo islámico, que esa ya es otra historia.

  18. Vorimir dice:

    La religión era siempre una parte importante en la ideología de esas guerras pero no la única (sobre-población, ambición de los nobles, ambición de los hijos segundones, pobreza de las masas….).

  19. Antígono el Tuerto dice:

    Varias cosas; Galaico, las guerras de religión han existido desde los tiempos de los faraones, las sociedades siempre han justificado las guerras a base de criterios religiosos o morales (incluso actualmente creemos en guerras justificadas en nombre de la democracia, la paz, la justicia internacional, etc…) y la imposoción de religiones (o ideologías) a lafuerza es muy antigua…y muy moderna.
    Lo de pedir perdón, hasta los budistas tendrían que hacerlo por las guerras santas iniciadas por ellos…de todas formas, como reconoce Tyermann, las Cruzadas no fueron ni de lejos las guerras más sangrientas de la Historia, ni de la Edad Media, la Guerra de los Cien Años, la de las Dos Rosas, o las invasiones mongolas conllevaron la masacre de más seres humanos que todas las cruzadas juntas. La violencia cruzada siempre se ha exagerado mucho.
    Rodrigo, la guerra es igual de horrenda con métodos industriales que con métodos primitivos, quizá más, al fin y al cabo, un piloto actual puede bombardear una ciudad con sólo apretar un botón y no ve la consecuencia de lo que ha hecho, en las guerras antiguas, con la espada tenías que matar al enemigo de cerca, mancharte con su sangre, oír sus alaridos mientras agonizaba, violar mujeres y niños, etc…
    Era más traumático que sólo apretar un botón.
    Koenig; lo que dices es cierto, pero también los soldados de infantería tenían sus camaradas y también hacían piña entre ellos; es el caso de los legionarios romanos, que comían juntos, bebían juntos, mataban juntos, saqueaban juntos y violaban juntos.

  20. Josep dice:

    Me sumo a las albanzas por la novela (que leí por primera vez en la infancia y que he visto en tres o cuatro versiones cinematográficas) y por el autor.
    Añadir a las recomendaciones:
    -De la misma guerra y distinto autor, «Adiós a las armas» de Hemingway (varias veces llevada a la pantalla).
    -Del mismo autor y distinta guerra, «Tiempo de amar, tiempo de morir» (con magnífica versión cinematográfica de Douglas Sirk en la que, curioso guiño, el propio autor sale en un pequeño papel secundario).
    Por no hablar de otras películas sobre la IªGM, con «La gran ilusión» o «Senderos de gloria» y la más reciente «Largo domingo de noviazgo».

  21. Josep dice:

    Por cierto, estimado y acertado reseñador: ¿sabrías decirme dónde y cómo se puede encontrar «el regreso»?

  22. Farsalia dice:

    Me uno a tus recomendaciones cnematográficas.

  23. Koenig dice:

    Ciertamente me revelas, Antígono, un error en el que no había caído. Tal vez confundo guerra y batalla, incluso profesión militar y batalla. Cuando hablaba antes me refería, por supuesto, al momento clave de toda guerra, la batalla. Otra cosa muy distinta es la vida militar fuera de la batalla, ya sea en tiempos de paz o en tiempos de guerra.

    Dicho esto, de tu lista me permitiré eliminar la comida, la bebida, la marcha (a pie o nocturna, que duda cabe) y otros elementos de la vida diaria militar, pero que no son elementos fundamentales de la batalla.

    El elemento consustancial a la batalla es la lucha. Ya sea contra uno mismo, aguantando, muerto de miedo o totalmente embrutecido, un diluvio de acero; ya sea disparando a seres anónimos (o al menos eso nos dice nuestra consciencia, nuestro inconsciente seguramente sea mucho más cruel); o luchando cuerpo a cuerpo con el enemigo. (Sobre la lucha cuerpo a cuerpo hay varios estudios que indican que es el momento más duro, y el más raro, en toda batalla).

    Mataban juntos al enemigo. Es cierto. También se morían juntos de miedo al verlo llegar, se preguntaban si alguno de los dos moriría o sería herido (en tiempos preantibióticos pódía ser mucho más aterrador) o si, simplemente, serían capaces de echar a correr. ¿Eran capaces de cubrir al compañero con su escudo antes que a si mismos? ¿Elegirían matar a quien va a matar al compañero, descubiréndose a si mismos y abocándose a una muerte cierta, en vez de matar a su propio contrincante y dejar al compañero que se las arregle? ¿Subirían primero la escala o cederían el puesto a su compañero? Creo que hasta el compañerismo tiene un límite. El caso contrario es tan raro que se llama heroísmo, y se premia, precisamente por su escasez. Y aún así hay cierto transtorno en quien arriesga conscientemente su vida saltándose el instinto de autoconservación, no me cabe duda.

    Saquear y violar son también elementos lamentables de la guerra. ¿Más superables, moralmente, por el soldado? Eso depende de la gravedad social del crimen cometido y del concepto que tiene el soldado del contrario. El legionario romano tenía un concepto realmente infrahumano de sus enemigos, y de sus mujeres. Y en cuanto al robo… deja un carro aparcado en el Vicus Magnus un par de horas y verás.

    En todo caso y para terminar este rollo, hablaba antes de la perversión de los valores humanos que es la guerra, y me pones el ejemplo en bandeja. La gran mayoría de las sociedades, y todas las que consideramos o hemos considerado civilizadas, repudiaban el homicidio, salvo en la guerra. Igual que el robo, salvo en la guerra, o la violación, salvo en la guerra. Eso si, siempre que se hiciera contra el enemigo. ¿Pero acaso no son humanos los enemigos? En fin, como no quiero ponerme shakespeariano…

    Opino.

  24. Antígono el Tuerto dice:

    «¿Pero acaso no son humanos los enemigos?»
    Depende, para nuestro civilizado punto de vista occidental del siglo XXI, sí lo son.
    Para los romanos no, eran escoria, seres inferiores y se merecían lo peor de lo peor: muerte, tortura, agonía, esclavitud, violación, etc…
    De hecho una de las claves de las guerras, sobre todo las contemporáneas es el uso de la propaganda para deshumanizar al enemigo; el enemigo tiene la culpa de todo (de que yo este en el frente, de que mi familia pase hambre, de la injusticia del mundo…en fin lo que se nos ocurra) y merece la muerte más ignominiosa posible. Por ejemplo, en el caso de la Segunda Guerra Mundial tenemos la demonización que hacían los japoneses de sus enemigos…y los norteamericanos de los japoneses.

  25. Libertad dice:

    Se siguen empleando ciertos argumentos para destacar las bondades de los sistemas democráticos que las propias circunstancias actuales invitan a dejar de ser empleados. Se llevan años repitiendo la abominación que resulta la destrucción de libros por los nazis, por ser contrarios a su sistema politico o de autores judios, circulando millones de fotos con la famosa hoguera en la que arrojaban los «libros degenerados». Pero tambien, en España, en Barcelona, tenemos a un librero cumpliendo 3 años de prisión por vender libros, y por orden judicial, varios miles de libros han sido condenados a ser incinerados, esta vez, con absoluta ausencia de «ceremonia movilizadora». Son libros, todos, legales, que se pueden adquirir en el mercado con absoluta tranquilidad; y en cuanto a su vendedor, D. Pedro Varela, ha quedado suficientemente acreditada que su unico delito es «negar», no «creerse», el holocausto, cuestión esta muy discutida y en la que muchisimos historiadores, incluso personalidades judías, tambien coinciden. Asi que conviene aprovechar cualquier oportunidad donde se hagan figurar determinados ejemplos para reclamar libertad de expresión incluso en sistemas que se arrogan de la libertad y de la democracia, «dentro de un orden» y exterminan a todos aquellos, repito, que en uso de la libertad de expresión, cuestionan la exactitud o veracidad de cuestiones históricas elevadas a la categoria de «sagradas».

  26. Lezo dice:

    Buenas, en primer lugar, ¡gracias Koenig por contestar!
    Se ve que no me expresé del todo bien, pues en síntesis estamos de acuerdo. Que para un noble no es lo mismo que para la simple carne de cañón. Que duda cabe. Pero a lo que me refería es a que la Gran Guerra me parece especialmente… rara.

    A ver: no es lo mismo luchar por una causa, la que sea, ya sea la soldada, el honor, el derecho a pillaje, el huir de la miseria de la ciudad o de una vida sin ningún horizonte (como hacían muchos soldados de los tercios, por poner un ejemplo)… … que lo que nos relata Junger. Por eso es totalmente inquietante.
    Un chico que con 18 años se alista voluntario (vaaaaale, muchos mas lo hicieron), y se traga 4 años de puro infierno, y no sólo no piensa que le han engañado, que vaya ruina, que los camaradas mueren por cientos, que son una generación perdida sin ningún motivo… Sino que va a lo suyo, con una introspección total. Bien, no es que no se entristezca por las muertes de sus amigos… pero tampoco es que le traumaticen, precisamente…
    Y lo más raro, no parece luchar por ningún ideal, ni por camarería, ni por amor a su patria, ni por odio al enemigo, ni por la soldada, ni por el pillaje, ni nada de nada. Eso es lo que me resulta inquietante del libro (y a la misma vez, increiblemente atrayente). Porque es un testigo de primera mano, y en vez de decir lo que todos esperamos que diga, ¡sale por la tangente y casi glorifica la guerra! Así cuando está de permiso, el tio se lo pasa genial, dice varias veces: “viviamos como lansquenetes” Madre mía, yo estaría absolutamente traumatizado, no creo que disfrutara mucho de las fiestas, la verdad…
    Y fijaos bien, que cuando al final no hay una conclusión estilo: Y al final perdimos la guerra, tantas muertes y horas en el barro para nada. Que va! Lo hieren hasta casi matarlo, y al final, mientras está convaleciente, repasa sus heridas y le dan una medalla. ¡Y ni una sola mención a que han perdido la guerra!
    Por ejemplo, en el libro “Ataudes de Acero”, el autor sigue combatiendo con su submarino incluso hasta el último día, aún sabiendo que no tiene ninguna posibilidad casi de salir vivo. Pero si que se despacha a gusto con el alto mando al principio del relato, diciendo que si bien ellos se sacrificaron por su país, fue de una forma estúpida, por una estrategia completamente errónea, y en los últimos meses directamente suicida. Algo es algo…

    Por último , comentar que es que a mi Junger me parece que está o estaba ido de la chaveta. Por ejemplo, cuando al final está convaleciente de sus heridas, le sube la fiebre y se pone a delirar. Y el tío coge y suelta que esos delirios febriles le parecían hasta divertidos. Jesús, no conozco nadie al que le haya resultado “divertido” delirar de fiebre…

    Por cierto Antígono, ¿en qué consistia exactamente ese
    “ darwinismo social y la filosofía de Nietszche y la teoría hegeliana y marxista de la lucha como avance en la Historia”?
    De Nietzsche algo he leido, pero como hijo de la Logse que soy, no tengo mucha idea acerca de Hegel ni de Marx (más allá de un par de tópicos)

    Por último Rodrigo, también estoy de acuerdo contigo, ni en sus peores pesadillas los premodernos podrían imaginar algo tan espantoso como a lo que llegamos en la Gran Guerra… Por cierto, ¿crees que Junger tuvo tanta influencia, si no directamente sobre el nazismo, si sobre el ambiente belicista de su época? Es él el máximo exponente de esa corriente, o sólo uno de los intelectuales que pensaban así? ¿crees que escribio el libro para glorificar la guerra, o sólo son sus extrañisimas experiencias y que luego fueron usadas por otros? ( ¿ o piensas que uno es “esclavo” de lo que dice y que por ello debería de haber medido más sus palabras?) Ojo que no son preguntas retóricas , es que de verdad me interesa el tema y soy un ignorante.

    Muchas gracias a todos los hislibreños, ¡lo que se aprende!

  27. Koenig dice:

    Bueno Antígono. No soy experto en epigrafía pero creo que los relieves de Qadesh son bastante claros con respecto a los horribles Hititas. Lo que los griegos pensaban de los persas no era demasiado amable y César tampoco es que ensalzara a menudo a los galos. Algo similar pasaba con el sarraceno infiel, o el husita, los Güelfos o los Gibelinos, los hijos de la Gran Bretaña, los salvajes eslavos…
    En fin, lo de poner a caer de un burro al enemigo mientras uno mismo se ensalza no es algo tan moderno como humano. Es más, hasta mi vecino se cree que es el centro del mundo. ¡Pobre iluso! No sabe que el centro del mundo soy yo.

    Saludos.

  28. Galaico dice:

    Josep, navegando en Internet, he encontrado Lecturalia y pone: Erich Mª Remarque, Editorial Plaza & Janés, año de publicación 1976, y te remite a Casa del Libro. No sé si esta orientación te valdrá de algo. Saludos.

  29. Galaico dice:

    Me gustó mucho «Largo domingo de noviazgo», con Jodie Foster.

  30. Josep dice:

    Por Júpiter, si Jodie sólo era una secundaria y por un ratito…

  31. Galaico dice:

    Ya sé por dónde vasssss….. Josep…… pero seguro que está mejor en El silencio de los corderos. Seguro. Je, Je. ¿Te ha servido de algo la orientación que te escribí sobre El regreso?. En la Casa del Libro aparecen todos sus libros. Saludos.

  32. Galaico dice:

    Jünger no creo que influyera en el belicismo de la Alemania nazi en la 2GM. Leyendo su biografía, hay un cambio radical en él y rompe con el nazismo meses antes de iniciar la contienda. En el verano de 1939, Jünger es llamado a filas. Lo envían como capitán al frente de Francia pero él va ya a su bola. En su obra Radiaciones ya no hay ese belicismo de la 1GM, ya ha cambiado. Defiende una concepción de una Europa unida y en buena armonía. Ya a roto con Hitler y todo lo que él significaba. Incluso en París llega a proteger a amigos de la Gestapo, que ya es decir. La peor guerra la tendría después con el LSD. Creo que más influyó Goebbels, sin lugar a dudas. Y, desde luego, el iluminado de Hitler.

  33. Antígono el Tuerto dice:

    Lezo: «no es lo mismo luchar por una causa, la que sea, ya sea la soldada, el honor, el derecho a pillaje, el huir de la miseria de la ciudad o de una vida sin ningún horizonte (como hacían muchos soldados de los tercios, por poner un ejemplo)… … que lo que nos relata Junger. Por eso es totalmente inquietante.»
    La mayoría de los ejércitos premodernos, o anteriores al siglo XVIII se nutrían de gente que huía de la miseria y del hambre (los tercios, las legiones, las tropas persas, etc…); a partir del siglo XIX es cuando se monta el sistema de reclutamiento basado en mentalizar a los varones desde niños (mediante la educación pública) que forman parte de la nación y deben luchar y morir por ella (concepto que a un mercenario al servicio de Cartago no captaría), por eso es en naciones donde el sistema educativo público es inoperante e insuficiente donde más oposición hay al reclutamiento (España y Rusia a principios del siglo XX) y es en las naciones donde hay mejor sistema educativo donde los jóvenes acuden en masa a alistarse y contemplan la guerra como algo maravilloso al servicio de la patria (como Francia o Alemania en esa época)…la razón es que ya se les ha comido el cerebro; por tanto para Junguer y otros como él, la guerra era algo que se hacía por honor y deber a la patria, se lo habían inculcado desde pequeños.
    Lezo:»Por cierto Antígono, ¿en qué consistia exactamente ese
    “ darwinismo social y la filosofía de Nietszche y la teoría hegeliana y marxista de la lucha como avance en la Historia”?
    De Nietzsche algo he leido, pero como hijo de la Logse que soy, no tengo mucha idea acerca de Hegel ni de Marx (más allá de un par de tópicos)»
    Básicamente tanto Hegel como Marx (discípulo de Hegel) sostenían que los avances en la Historia se producían por los conflictos en la sociedad (la fórmula famosa de tesis y antitesis crean la sintesis, que deviene en una nueva tesis); el darwinismo social estaba muy desarrollado en el último tercio del siglo XIX, venía a sostener que las sociedades como los animales competían entre sí, y las naciones (o civilizaciones) más débiles eran fagocitadas por las más fuertes (los ejemplos que ponían eran China, Turquía, España, etc…) por lo tanto no había que volverse débil y decadente, ya que sólo los fuertes triunfaban…posteriormente esto se aplicaría a las razas y etnias humanas. Nietzsche abunda en esto, exaltando al superhombre (aquél que se desprende de la ética moral) y diciendo que los débiles debían ser abandonados a su suerte, ya que debilitaban a los fuertes. Todo este cóctel filosófico (que ya estaba presente a finales del siglo XIX) produciría la espeluznante eclosión del nazismo y el fascismo.
    Koenig: » Es más, hasta mi vecino se cree que es el centro del mundo. ¡Pobre iluso! No sabe que el centro del mundo soy yo. »
    Eso te crees tú, no sabes que yo soy el auténtico elegido de los dioses para ser el próximo paso en la evolución humana :-))
    PD: Perdón por el rollazo, pretendía aclarar mi comentario anterior ;-)

  34. Koenig dice:

    Disculpe, pero nosotros no le hemos elegido a usted para nada…

  35. Rodrigo dice:

    Lezo: al contrario que Galaico, creo que sí influyó. No es que haya que sobrevalorar esta influencia poniéndola por encima de factores tan concretos como la crisis económica y la disgregación social. Hitler y sus secuaces apenas necesitaban de teorías o fantasías aparentemente sofisticadas como las elaboradas por los intelectuales reaccionarios para levantar un discurso tan paupérrimo como el suyo; pero si lograron hacer carrera fue entre otras cosas porque individuos como Oswald Spengler, Carl Schmitt, Werner Sombart, Hans Freyer y el mismo Jünger sumaron esfuerzos en la tarea de minar las bases culturales y valóricas de la precaria democracia alemana, por la que ninguno de ellos sentía el más mínimo aprecio ni a la que atribuían la menor base de legitimidad (histórica, ética y conceptual). Estos y otros intelectuales contribuyeron a forjar un “ambiente” propicio para el extremismo.

    No se construye una sociedad civil digna del nombre –base de toda democracia operativa- esgrimiendo un discurso belicista, militarista y antiliberal, un discurso que proclama el desprecio de la democracia y el odio a lo burgués y que hace de un sector de la sociedad un enemigo encubierto dispuesto en todo momento a asestar una “puñalada por la espalda”. No se inmuniza a la población contra llamamientos extremistas si se incentivan el victimismo, el revanchismo y el racismo, elementos aptos para hacer de los “otros” (externos o internos) unos enemigos irreconciliables. No, si en vez de cultivar el aprecio de valores como la tolerancia, el pragmatismo y la reciprocidad, se fomenta una visión agónica y nihilista del mundo, como si todo consistiese en luchar y no dar cuartel sin apenas importar por qué se lucha. Tampoco si se erigen ideologías que hacen de la identidad propia -identidad colectiva, se entiende- una especie de fortaleza asediada por todos lados, o que hacen de la nación o la raza una entidad destinada a dominar el mundo en razón de su propia e incontestable superioridad; ideologías que, por otra parte, desvirtúan el sentido de la actividad política hasta hacer de ella una cosa en sí misma indigna y despreciable, sustrayendo todo potencial de adhesión a las libertades civiles y los derechos del individuo (suprimidas las cuales la población queda reducida a una condición de masa informe propensa a la total sumisión). En fin. Los libros y artículos de Jünger fueron muy leídos y celebrados por el sector ilustrado de la sociedad alemana a lo largo de los años 20 y 30, lo que quiere decir por un lado que el sujeto –lo mismo que sus congéneres ideológicos- dispuso de un largo par de décadas para contribuir a moldear un clima de opinión altamente receptivo de propuestas extremistas, y, por el otro, que ni el sector ilustrado de la sociedad alemana ni la opinión publica en general estaban preparados para contrarrestar el atractivo de esas propuestas. Si a los condicionamientos culturales se suman factores como las adversidades económicas y sociales y las continuas crisis políticas, pienso que resulta bastante claro que la sociedad alemana era terreno abonado para el éxito de los nazis.

  36. Lezo dice:

    Buá, unas contestaciones para enmarcar. Muchísimas gracias a todos, ahora creo tener un poco más claro todo este cacao de filosofias y tensiones sociales que mezcladas en la coctelera de principios del siglo pasado dio lugar a lo que dio lugar.
    Muchísimas gracias por vuestra atención, un abrazo!
    pd: ¿pero aún así no creeis que Junger estaba un poco mal de la chaveta…?

  37. Antígono el Tuerto dice:

    Junguer era producto del pensamiento de la posguerra; la Primera Guerra Mundial marcó el fin de la época burguesa y el liberalismo decimonónico, y de su pensamiento (éste ya venía siendo contestado desde el siglo XIX), es la época del surrealismo, de la posmodernidad y de la decadencia de Europa y sus bases de pensamiento. Las cosas que decía Junguer o Spengler eran compartidas por intelectuales de toda Europa…por ejemplo nuestro Ortega y Gasset.
    El ascenso del nazismo (o el fascismo o el comunismo) es consecuencia del fracaso del liberalismo burgués a la hora de incorporar a nuevos sectores de la sociedad que al no poder encauzar sus reivindicaciones en las sociedades liberales de cuño decimonónico se entregaron a la locura del totalitarismo.

  38. ARIODANTE dice:

    Lo primero, felicitarte, Galaico. Esta reseña te ha salido redonda, en serio. Enhorabuena. Y el tema es interesantísimo, pero no sé cuando le podré dedicar una tarde. Por ahora me es imposible leerme con detalle todas las intervenciones en esta reseña.
    Lo que no quería es dejar pasar mi felicitación. Últimamente estás lanzado, Galaico. Aqui, en Melibro, en El Placer de la Lectura, en Novilis…me sigues los pasos muy de cerca, ¡jajaja! Lo cual me parece fenomenal. ¡Saludos veraniegos!

  39. Galaico dice:

    Gracias, Ariodante. Esta tertulia que se está manteniendo, bueno, más bien ya pasa a debete, me recuerda a los tiempos de Balbín. Alucino con el intelecto de los colegas. En fin, un buen rato se está pasando. Saludos.

  40. Farsalia dice:

    Antígono dixit:

    «Para los romanos no, eran escoria, seres inferiores y se merecían lo peor de lo peor: muerte, tortura, agonía, esclavitud, violación, etc…»

    Me encantan tus generalizaciones, jejeje… El romano no tenía esa mentalidad que remite más a comportamientos modernos que a la propia época. Ni siquiera consideraba inferiores a los esclavos (más que nada porque no se le pasaba tal idea por la cabeza), a los que, una vez libres, añadía al cuerpo cívico (otra cosa es que socialmente se les aceptara como un romano más con el que compartir una cena o realizar un sacrificio). La mentalidad romana tampoco era tan belicista ni tan (por utilizar un término «moderno»)… inhumana. Roma asimilaba (con cierto tiempo, claro, aunque no siglos), no buscaba la liquidación física per se y en casos (muy) puntuales impuso un exterminio. Las fuentes romanas –y hay notables diferencias entre unas y otras, de Livio a César, de Tácito a Amiano Marcelino– no permiten que veamos a los romanos en esa sucesión tuya de «muerte, tortura, agonía, esclavitud, violación, etc…». Ni César en Uxellodunum era la norma ni Numancia un ejemplo que se repitiera a menudo. Por tanto, la generalización hay que rechazarla, cuando no matizarla a fondo: ni siquiera en nuestros tiempos actuales nos dejamos de escandalizar ante aberraciones de todo tipo realizadas por gente «moderna».

  41. Antígono el Tuerto dice:

    Hombre Farsalia, yo me refería a casos como Numancia o Massada; ya se que los romanos muchas veces preferían pactar con los nativos (con acuerdos, sobornos, prebendas, etc…) que liarse a palos con ellos. Pero una vez puestos eran implacables. El concepto de esclavitud no creo que variase mucho de unas sociedades a otras, si mal no recuerdo la palabra egipcia para esclavo vendría a traducirse como «vivos para matar»…pero eso no significa que los egipcios asesinasen a sus esclavos, simplemente los consideraban inferiores a ellos, como animales domésticos. No pretendía poner a los romanos como unos paleonazis de la Antigüedad. Simplemente hacer ver que las atrocidades de la guerra no empezaron en el siglo XX, ya venían de muy atrás. De ahí mi generalización, necesaria como ejemplo, ya que la cajita de los comentarios no da para mucho ;-)

  42. Farsalia dice:

    Pues del ejemplo me sacas la conclusión general…

  43. Farsalia dice:

    Y sí, la esclavitud romana era bastante, por no decir muy diferente de la griega o del sur de los USA, por poner un ejemplo. Sí, había miles de esclavos en minas, pero había muchos miles más formando parte de la sociedad romana de pleno derecho…

  44. Hindenburg dice:

    Todo poder «imperial» ( y en el adjetivo incluiría a todos los tipos de regímenes monarquicos, oligarquicos, seudodemocraticos y democráticos con proyección internacional que han sido y son ) recurren a las matanzas y el terror cuando han sido desafiados o amenazados de un modo convincente por adeversarios potentes y aun mas cuando lo han sido por otros aspirantes al poder «imperial». Es un acto consustancial a la demostración de poderio. Otra cosa, en efecto, es que sean la norma. Pero a los habitantes de Melos, Epiro, Cartago o Corinto por poner ejemplos muy documentados les toco saborear la parte amarga de una mentalidad que no es ni antigua ni moderna, sino consustancial al hombre como ente movido por el ansia de posesión.

  45. Rodrigo dice:

    Lezo, puede que Jünger padeciese un cierto nivel de psicopatía –para decirlo con Koenig-, pero en general sus escritos no son los de un individuo completamente deschavetado. Desde luego, Jünger no estaba más fuera de sus cabales que los escritores e intelectuales de su generación -o los de la generación precedente- que compartieron y difundieron ideas como las que sabemos. Lo mismo puede decirse de los intelectuales comprometidos con el extremo opuesto del espectro político, revolucionarios o compañeros de viaje de la revolución y afines al totalitarismo de signo izquierdista, y es que la suya (desde antes y por un buen tiempo después) fue una época de transformaciones tan profundas que muchos intelectuales no podían digerirlas –me refiero a interpretar y juzgar esas transformaciones- si no era recurriendo a categorías de pensamiento equivalentes en profundidad y radicalismo; en gran medida porque las ideas “convencionales” no daban abasto, no tenían suficiente poder explicativo o no casaban con el ansia de ser partícipes, incluso impulsores de las transformaciones. Los fracasos del liberalismo político, los traspiés del capitalismo, la misma modestia de los conceptos liberales (¿a quien podía seducir la exhortación liberal al pragmatismo y la política de compromisos cuando otros prometían transformar el mundo de pies a cabeza?), las inconsecuencias de las democracias parlamentarias o “burguesas” (que podían alabar las excelencias de su ordenamiento interno al mismo tiempo que explotaban a sus colonias y practicaban la segregación étnica o “racial”) eran algunos de los factores que invitaban a “pensar e imaginar en grande y sin restricciones”; cuanto menos pragmáticamente, mejor. No es raro que aquella fuese una época de utopías y de religiones políticas en acción.

    Por matizar un poco (enfatizo lo de matizar). La cosa es que si nos contentamos con aceptar que Jünger estaba “mal de la chaveta”, tanto como si afirmamos sin más que era un “producto de su tiempo”, podemos dar pie a una dudosa exención de responsabilidades… y no creo que sea cuestión de propasarnos en lo de juzgar con benignidad. Thomas Mann, por ejemplo, también flirteó con ideas desbocadas muy en boga en su tiempo, incluso fue uno de sus más connotados representantes (véase su Consideraciones de un apolítico, modelo de pensamiento reaccionario); pero tuvo suficiente lucidez como para rectificar y atreverse a pensar “con los pies en la tierra”. ¿No fue el mismo Remarque de la reseña, contrario a los delirios del militarismo y el belicismo? Eso pues.

  46. Koenig dice:

    Totalmente de acuerdo con la mayoría de lo dicho y discrepancias aclaradas Lezo, efectivamente coincidimos bastante.

    Añadir que cuando hablo de psicopatía no me refieron especialmente a los escritos de Jünger, tal y como los ha explicado muy bien Rodrigo, ni a sus ideas radicales.

    Incluso me atrevería a soñar que su valoración positiva de la guerra en las trincheras como soldado fue una simple pose del tipo «de la burra no me bajo y menos ahora que ya pasó todo».

    Es en la posibilidad de que de verdad le gustara la experiencia, en que de verdad viera en ella algo positivo y en que la recomendara sinceramente para otros o incluso estuviera dispuesto a repetirla él mismo donde veo un importante desarreglo mental. Barro, sangre, privaciones, mugre, dolor, muerte, pérdida, barbarie, vejaciones… frente a un buen libro y una copita de Schnapps junto a la chimenea en un salón confortable. Mi elección es clara.

    Opino.

  47. Rodrigo dice:

    … O un pisco sour bien cabezón. ;-)

    Aclarado, Koenig.

  48. Antonio dice:

    Buenas noches:

    La crítica al pasado de la Iglesia Católica se parece mucho a la acémila de la noria, que vuelve siempre al mismo sitio. Desde luego que decir que la Iglesia Católica debe pedir perdón por su pasado es como decir que el PSOE debe pedir perdón por los más de 100 millones de muertos que en el siglo pasado ha generado su ideología (y se siguen contando los muertos): que un partido político como el PSOE tenga de base una ideología totalitaria, homicida y criminal no es suficiente para pedir actualmente, por ejemplo a Zapatero, que pida perdón por las atrocidades que dirigentes socialistas del pasado cometieron por un pensamiento de ese cariz.

    No obstante lo anterior le felicito por la reseña; sólo una cuestión: habla Vd. y los otros hislibreños de una «novela» pero ¿no se trata de sus vivencias personales?. Muchas gracias.

  49. Galaico dice:

    Buenos días, Antonio. Ante todo, gracias. En algún momento de la reseña escribo que Paul Bäumer es el alter ego de Remarque. Cuenta sus vivencias personales, porque él mismo participó en la Gran Guerra y no por eso deja de ser una novela. Sabrá bien que muchos autores escriben novelas basándose en vivencias suyas y hay algún protagonista o personaje de la misma en la que suele ser su alter ego, o, por lo menos, expresar a través de este personaje los acontecimientos vividos por el autor. Por ejemplo, de Robert Jordan, personaje de Por quien doblan las campanas, de Hemingway, se dice que es su alter ego.
    ¿Aprueba usted, entonces, las actuaciones del Tribunal de la Inquisición o también llamado Santo Oficio?. Fueron especialmente cruentos los pogromos de junio de 1391: en Sevilla fueron asesinados cientos de judíos, y se destruyó por completo la aljama,y en otras ciudades, como Córdoba, Valencia o Barcelona, las víctimas fueron igualmente muy elevadas. Las actuaciones contraa los judeo conversos, los luteranos, incluso contra cristianos de los que recelaban o las barbaridades cometidas durante la conquista de América contra los indígenas que no querían convertirse a la fe católica y se tomaban represalias contra ellos. La cruz y la espada iban a la par y así se exterminaron pueblos indígenas como los taínos de la isla de La Española (hoy Haití y la República Dominicana).
    En cuanto a lo que dice sobre la acuación del PSOE ahí ya me guardo mi opinión. Ya pasaríamos a hablar de la llamada Memoria Histórica. ¿Justifica, entonces, el levantamiento de los militares comandados por Franco contra un gobierno legalmente establecido?. ¿Justifica, por lo tanto, la guerra entre hermanos que provocó ese levantamiento?. ¿Justifica los cuarenta años de dictadura como consecuencia de ese levantamiento y las represiones contra los vencidos?. Dejemos en paz ese hecho luctuoso que aún sigue dando qué hablar hoy día y las heridas aún no han cicatrizado. Y, sobre todo, dejemos en paz a los fallecidos por ese conflicto y a los familiares que aún lloran por sus víctimas. Tienen derecho a descansar en paz. Saludos.

  50. Koenig dice:

    Personalmente me parece que entrar en discusiones de este tipo de forma acalorada no lleva a ningún sitio. Y la técnica del «y tu más» tampoco.

    Así que dejémoslo estar, y para dar ejemplo, voy a guardarme mi opinión para mi.

    Un gran tipo Jünger, por cierto.

  51. Galaico dice:

    Te comprendo, Koening, y tienes toda la razón. Mejor no entrar al trapo. El acaloramiento no lleva a ningún sitio, desde luego, pero hay personas que así no lo entienden. Tienes toda la razón. Saludos. El debate es buena armonía y nada más. De eso es de lo que estamos tratando de hacer aquí.

  52. Elena dice:

    Galaico, estupenda reseña de este maravilloso libro de mi escritor favorito.
    Todos sus libros son una joya. Aparte de los ya citados, son sobresalientes: «Arco de Triunfo», «El obelisco negro» y «Una noche larga».
    Cualquiera de sus libros, tienen frases filosóficas entre sus párrafos que son memorables. No sé cómo serán en alemán, pero en las traducciones sus letras me fascinan, por todos los plantamientos que hace, entre las pre-guerras, las guerras y las post-guerras, de lo vivido por un simple alemán (un ser humano cualquiera) víctima de esas situaciones.
    Tal vez sea mi escritor favorito por su sencillez al escribir, con una profundidad asombrosa, sobre los verdaderos valores de la vida y el sufrimiento humano causado por las guerras.
    En «El Obelisco negro» deja salir parte de su sentido del humor, también genial.
    No hay libro de él que no te atrape. Todos te dejan pensando mientras los lees y después de leídos, puesto que cada uno de ellos es pura filosofía sobre la vida desde diferentes tramas.
    Recuerdo, y creo que es en «Una noche larga»(no estoy segura), una frase que dice: «¿Qué es una larga vida? Una larga vida no es más que tener un largo pasado». Me pareció la mejor explicación que puede existir de lo que es vivir mucho.
    Me ha alegrado mucho leer tu excelente reseña.

  53. Galaico dice:

    Gracias, Elena. Desde luego, Remarque es un genio. Sin novedad en el frente es una gran novela. Te metes de pleno en la obra y te vas dando cuenta de cómo van evolucionando esos jóvenes a los que les han partido la vida. Veo que eres una fiel seguidora de sus obras. No es para menos. Y las frases que utiliza son para enmarcar, como la que tú recuerdas. Casi nada. Saludos.

  54. Elena dice:

    La verdad, Galaico, es que uno se mete de lleno en sus obras. Ni sobran ni faltan detalles para que el lector viva esas situaciones. Todas sus tramas contienen planteamientos muy profundos en donde los protagonistas están en ángulos diferentes de las situaciones. Sucesos que se siguen viviendo y que hacen al lector pensar y analizar muchas cosas.
    Posiblemente «Sin novedad en el frente» sea su obra más conocida, mas también abarca una serie de conflictos humanos en las otras. Cuando puedas, lee esas que cité, te gustarán.

  55. Antonio dice:

    Buenas tardes:

    Creo que no debo dar pábulo a continuar con esta conversación por este camino, así es que le ruego retire mi último comentario, sin más.

    Atte.

    1. Javi_LR dice:

      Lo siento, Antonio, de veras. Agradezco la comprensión.

      Un saludo y gracias.

  56. Antonio dice:

    Muchas veces termino mis mensajes con la palabra «humildemente» y no lo hago sin sentido, sino para mostrar mi respeto a los demás y para dar a entender que yo mismo puedo ser amonestado como todo el mundo, faltaría más: sólo que le agradezco la oportunidad de autocorrección que me ha dado.

    No lo lamente hombre.

    1. Javi_LR dice:

      Pues esto le da más lustre aun al hilo, Antonio. Ahora lo que agradezco es tu generosidad. Esto es Hislibris en estado puro.

  57. APV dice:

    Del estilo habría que mencionar Un año en el altiplano de Emilio Lussu de la década de los 30 y que por razones obvías se publicó fuera de Italia.
    Precisamente hace un año lo editaron en castellano.

  58. cavilius dice:

    Imprimid esto. Y leedlo. Es el capítulo sexto de esta obra. Vale la pena.

    CAPÍTULO SEXTO
    De boca en boca va corriendo la voz de que se prepara una ofensiva. Partimos hacia el frente dos días antes de lo previsto. Por el camino pasamos delante de una escuela devastada por los obuses.
    Arrimados a ella, a lo largo de la pared frontal, se levanta un doble muro, muy alto, de ataúdes en madera clara, nuevos y sin pulir.
    Huelen todavía a resina, a pino, a bosque. Como mínimo hay cien.
    —Está bien preparada la ofensiva —dice Müller, maravillado.
    —Son para nosotros —murmura Detering.
    —No digas tonterías —le interrumpe Kat.
    —Ya puedes estar contento si a ti también te toca uno —dice Tjaden, riendo irónicamente—. No vaya a ser que para cubrir tu facha de muñeco de pim-pam-pum, se contenten con envolverla en una lona.
    Los demás también dicen tonterías y gastan bromas pesadas, pero, ¿cómo podríamos privarnos de ello? Los ataúdes son, efectivamente, para nosotros. En estas cosas, la organización funciona a las mil maravillas.
    Por todas partes, delante de nosotros, se oyen rumores. La primera noche intentamos orientarnos. Como que el sector está bastante tranquilo, podemos escuchar el rodar de los transportes, detrás del frente enemigo, interrumpido hasta la madrugada. Kat dice que no es que evacuen sino que traen tropas; tropas, municiones, cañones.
    La artillería inglesa ha sido reforzada, nos damos cuenta en seguida. A la derecha de la alquería hay, como mínimo, cuatro baterías más del 20,5 y detrás del tronco del chopo han emplazado lanzaminas. Además, han traído gran cantidad de estos pequeños monstruos franceses con espoleta de percusión.
    Estamos deprimidos. Dos horas después de haber entrado en los refugios subterráneos, nuestra propia artillería nos bombardeaba las trincheras. Es la tercera vez en cuatro semanas. Si fuera un error de puntería nadie se quejaría, pero esto sucede porque los tubos de los cañones están desgastados; los obuses se pierden por nuestro sector de tan imprecisos como son, a veces, los disparos. Esta noche, dos hombres caen heridos por esta causa.
    El frente es una jaula en la que se ha de aguardar, nervioso, lo que sucederá. Estamos detrás de las rejas que forman la trayectoria de las granadas y vivimos en la tensión de la incertidumbre.
    El azar planea sobre nuestras cabezas. Cuando llega un obús puedo agacharme, pero nada más; el lugar en que caerá no puedo ni conocerlo ni cambiarlo.
    Este azar es el que nos hace indiferentes. Hace unos meses estaba en un refugio subterráneo, jugando a las cartas; al cabo de un rato me levanté y fui a visitar a unos amigos, en otro refugio. Cuando volví, del primero no quedaba nada; lo había destrozado un obús de gran calibre. Regresé de nuevo al segundo refugio y llegué tan sólo a tiempo de ayudar a desenterrarlo. En el intervalo lo había hundido una explosión.
    Tanto puedo ser herido por azar como por azar conservar la vida. En un refugio hecho a prueba de bombas puedo quedar destrozado y, en campo raso, puedo permanecer diez horas seguidas bajo el fuego graneado sin que me produzca ni un simple arañazo. No es sino por simple azar que el soldado conserva la vida. Y cada soldado cree y confía en el azar.
    Debemos vigilar nuestro pan. Las ratas se han multiplicado mucho en estos últimos tiempos, desde que las trincheras no están ya tan bien ordenadas. Detering pretende que esto es una señal inequívoca de que habrá serenata.
    Las ratas aquí resultan singularmente repugnantes porque son muy grandes. Son de las llamadas «ratas de cadáver». Tienen una cara abominable, maligna, completamente pelada, puede cogeros náusea sólo con ver sus largas colas desnudas.
    Parecen tener mucho hambre. Han roído el pan a casi todos, Kropp ha envuelto el suyo con una lona y se lo ha puesto como almohada, pero no puede dormir porque las ratas le corren por el rostro para llegar hasta él. Detering quiso hacer el pillo; ató un alambre al techo y colgó de él su paquete de pan. Cuando por la noche encendió su lámpara de bolsillo pudo darse cuenta de que el paquete oscilaba. Una rata enorme cabalgaba encima.
    Tomamos finalmente una decisión. Recortamos con cuidado los trozos de pan que han sido roídos por las ratas; tirarlo todo no podemos hacerlo de ninguna manera porque sino no tendríamos nada que comer mañana.
    Las rebanadas que hemos cortado se amontonan en el centro del refugio. Cada uno coge su pala dispuesto a pegar. Detering, Kropp y Kat preparan sus linternas.
    A los pocos instantes oímos ya mordiscos y tirones. Van en aumento, delatan un sinfín de minúsculas patitas. Entonces brillan repentinamente las lámparas y todos golpeamos a un tiempo sobre el negro montón movedizo que se deshace chillando. La cosa ha funcionado. Con la pala tiramos los pedazos de rata por encima del parapeto y nos preparamos de nuevo.
    El truco tiene éxito algunas veces más. Después las ratas ya no vuelven, sin duda, porque han sospechado algo o porque huelen la sangre. Sin embargo, a la mañana siguiente nos damos cuenta de que ha desaparecido el pan que había quedado en el suelo.
    En el sector vecino, las ratas han atacado a dos grandes gatos y a un perro. Los han matado a mordiscos y se los han comido.
    A la mañana siguiente nos dan queso holandés. Reparten casi un cuarto de bola a cada uno. Por una parte, esto va bien porque el queso es gustoso y alimenticio, pero por la otra, no nos acaba de gustar, pues hasta ahora, estas bolas rojas han sido siempre el indicio de que habrá mucho jaleo. Nuestro presentimiento se acentúa cuando reparten aguardiente. De momento nos lo bebemos, pero no estamos de buen humor.
    Pasamos el día organizando concursos de tiro a las ratas y paseando de un lado a otro. Nos aumentan las provisiones de cartuchos y de granadas de mano. Nosotros mismos revisamos las bayonetas. Algunas de estas armas tienen, además del filo, el anverso trabajado en forma de sierra. Cuando los de aquí enfrente cogen a alguien que la lleva, le zumban sin compasión. En el otro sector encontraron a algunos de los nuestros con la nariz cortada y los ojos pinchados con sus propias bayonetas. Después les habían llenado la boca de serrín y así les ahogaron.
    Algunos reclutas todavía llevan este tipo de machetes, los tiramos y los remplazamos por otros. De todas maneras, la bayoneta ha perdido importancia. En los ataques se suele preferir una pala y las granadas de mano. La pala, bien afilada, es un arma más ligera y con más aplicaciones. Sirve no sólo para clavarla bajo la barbilla del adversario, sino también para dar grandes tajos; tiene un buen golpe, especialmente si pegáis en diagonal y le acertáis entre el cuello y la espalda, podéis abrirlo con facilidad hasta medio pecho. La bayoneta cuando se clava suele encallarse; entonces es preciso poner el pie sobre el vientre del caído y apretándole con fuerza dar un buen tirón hacia arriba para poder sacarla. Mientras, es posible que ya os hayan arreado. Además, la bayoneta suele romperse con facilidad.
    Por la noche resuenan los avisos de: ¡Gas! Estamos aguardando el ataque y nos tendemos con las máscaras colocadas, dispuestos a sacárnoslas tan pronto como se presente la primera sombra.
    Amanece sin que haya sucedido nada. Tan sólo aquel rodar ininterrumpido de aquí enfrente, que llega a atacarnos los nervios.
    Trenes, trenes, camiones, camiones. ¿Qué diablos deben estar concentrando? Nuestra artillería los cañonea sin cesar, pero siguen, siguen sin detenerse.
    Tenemos los rostros cansados y no nos atrevemos ni a mirarnos mutuamente.
    —Será como en Somme. Después tuvimos siete días y siete noches de bombardeo continuo —dice Kat, sombrío.
    No gasta bromas desde que estamos aquí, y esto es una mala señal, porque Kat es un gato viejo y huele las cosas. Sólo Tjaden está contento con las buenas raciones y con el ron; incluso opina que regresaremos tranquilamente, igual como hemos venido, sin que suceda absolutamente nada.
    Casi puede parecerlo. Pasa un día y después otro… Por la noche estoy de centinela sentado en un pozo de observación. Por encima de mí suben y caen cohetes y paracaídas luminosos. Estoy atento, excitado, mi corazón late con fuerza. A cada momento miro la esfera luminosa de mi reloj, la aguja parece inmóvil. El sueño se cuelga de mis párpados, muevo los dedos del pie, dentro de las botas, para mantenerme despierto. Hasta la hora del relevo no sucede nada; tan sólo continuamente el rumor sordo del otro lado. Poco a poco nos tranquilizamos y nos ponemos a jugar a las cartas… Quizá tendremos suerte.
    El cielo está poblado de globos cautivos. Se dice que los de enfrente han traído incluso tanques y que la aviación de combate cooperará también en el ataque… Sin embargo, esto nos interesa menos que lo que cuentan de los nuevos lanzallamas.
    Nos despertamos en plena noche. La tierra resuena sordamente. Sobre nuestras cabezas hay un terrible bombardeo. Nos apiñamos, unos sobre otros, en los rincones. Pueden distinguirse obuses de todos los calibres.
    Cada uno palpa sus cosas y se asegura, a cada momento, de que lo tiene todo. El refugio tiembla. La noche es sólo un trueno y un relámpago. Nos miramos al fulgor de las explosiones, y con la cara pálida y los labios prietos, movemos tristemente las cabezas.
    Sentimos en nuestra propia carne los pesados proyectiles que se llevan, trozo a trozo, el parapeto, remueven furiosamente la tierra de las rampas y destrozan los bloques superiores, de cemento armado. Escuchamos el choque sordo y rabioso, parecido al zarpazo de una fiera, que se produce cuando el obús cae en la trinchera. Por la mañana algunos reclutas tienen la cara verde y vomitan. Son demasiado inexpertos todavía.
    Lentamente, una asquerosa luz gris que hace empalidecer el fulgor de los estallidos va filtrándose por las galerías. Ha amanecido.
    Se mezclan ahora, con el fuego de la artillería, las explosiones de las minas. Producen una conmoción de locura. Donde caen se abre una fosa común.
    Salen los que van a hacer el relevo; los observadores entran tambaleándose, llenos de barro; tiemblan. Uno de ellos se tiende en silencio, en un rincón, y se pone a comer; el otro, un reservista, solloza; la presión del aire lo ha lanzado dos veces por encima del parapeto sin ocasionarle nada más que un ataque de nervios.
    Los reclutas se lo miran. Eso se contagia con rapidez; hemos de tener cuidado. Algunos labios ya empiezan a temblar. Es bueno que se haga de día; quizás el ataque se efectúe esta misma mañana. El fuego no disminuye. Se extiende también a nuestras espaldas. Por todas partes brotan surtidores de barro y metralla. La artillería cubre una zona muy vasta.
    El ataque no empieza, pero el fuego sigue siendo intenso. Poco a poco vamos ensordeciendo. Apenas habla nadie. Tampoco le oiríamos.
    Nuestra trinchera ha sido casi destruida. En muchos lugares sólo alcanza medio metro de altura. Está llena de agujeros, de embudos, de montones de tierra. Estalla una granada delante mismo de nuestra galería. Quedamos a oscuras. Hemos quedado sepultados y debemos desenterrarnos. Al cabo de una hora, la entrada queda de nuevo expedita y nosotros estamos algo más calmados porque hemos tenido en qué ocuparnos.
    El comandante de nuestra compañía entra a gatas y nos comunica que dos refugios han sido totalmente destruidos. Los reclutas se tranquilizan al verle. Dice que hoy por la noche intentarán traernos víveres.
    Esas palabras tienen un sonido consolador. Nadie había pensado en ello, si exceptuamos a Tjaden. Así, pues, recibiremos algo del exterior; si pueden llegar con los víveres es que la cosa todavía no anda tan mal, piensan los reclutas. No queremos desengañarlos; nosotros sabemos que la comida es tan importante como las municiones y que es únicamente por esto por lo que intentarán traérnosla.
    Sin embargo, no lo consiguen. Sale una segunda expedición.
    Regresa también sin nada. Lo intenta, finalmente Kat, y ha de volver sin haberlo logrado. Nadie puede pasar; no existe una cola de perro tan delgada como para escapar a un fuego semejante.
    Nos apretamos algo más el cinturón y cada mordisco al pedacito que nos queda lo masticamos tres veces. Pero no es suficiente; tenemos una formidable gazuza. Ya voy reservándome un cuscurro; me como la miga y guardo la corteza en el morral. De vez en cuando la roo un poco.
    La noche es insoportable. No podemos dormir; miramos fijamente hacia adelante y dormitamos.
    Tjaden lamenta que malgastáramos para matar ratas aquellos pedazos de pan roídos. Hubiéramos debido guardarlos cuidadosamente. Ahora se los comerían todos. También nos falta agua, pero no es aún tan urgente.
    Al amanecer, cuando todavía está oscuro, se produce un momento de emoción. Por la entrada se precipitan unas cuantas ratas que saltan y empiezan a trepar por las paredes. Las lámparas de bolsillo iluminan la confusión. Todo se llena de gritos, maldiciones y golpes. Es una descarga de la rabia y la desesperación acumuladas durante tantas horas, la que ahora estalla. Las caras están crispadas, los brazos golpean, los animales chillan; nos cuesta trabajo detenernos, casi nos hubiéramos agredido los unos a los otros.
    Esta excitación nos ha agotado. Nos tumbamos nuevamente y aguardamos. Es un milagro que en nuestro refugio no se haya producido todavía ninguna baja. Es uno de los pocos que todavía se mantienen en pie.
    Entra un cabo. Trae pan. Tres soldados han conseguido atravesar, por la noche, la línea de fuego y han vuelto con algunas provisiones. Han contado que el fuego, sin decrecer, ni un momento, llega hasta las posiciones de la artillería. Es un enigma de dónde han podido sacar tantos cañones los de aquí delante.
    Hemos de aguardar, aguardar. A mediodía ocurre lo que me temía. Uno de los reclutas sufre un ataque. Ya hacía rato que observaba cómo le crujían los dientes, inquieto, y cómo abría y cerraba los puños. Conocemos en exceso estos ojos asustados que parecen querer saltar de la cabeza. Hace poco rato estaba aparentemente tranquilo. Se hundía por dentro como un árbol podrido.
    Ahora se levanta, se desliza, arrastrándose a escondidas, a través de la galería, se para unos momentos y luego corre hacia la salida. Le pregunto: — ¿Dónde vas? —Vuelvo en seguida —responde intentando pasarme delante.
    —Espera todavía un poco que el fuego disminuirá. Escucha con atención y su mirada brilla, un momento, con lucidez. Después, de nuevo, tiene el turbio estallido de un perro rabioso; calla y me empuja hacia un lado.
    —Aguarda un minuto, camarada —grito. Kat se da cuenta, y en el momento en que el otro me empuja, él lo coge por detrás y lo sostenemos fuertemente entre los dos.
    Empieza a gritar enseguida: — ¡Dejadme! ¡Dejadme! ¡Quiero salir de aquí! No escucha a nadie y golpea a diestro y siniestro. Tiene la boca babeante y se atraganta con palabras sin sentido que suelta a borbotones, comiéndose la mitad. Es un ataque de terror de la trinchera. Tiene la impresión de que aquí se está ahogando y sólo siente un ansia: huir.
    Si lo dejáramos correría hacia cualquier parte sin cubrirse. No sería el primero.
    Como sigue furioso y los ojos empiezan a darle vueltas en las órbitas, no tenemos más remedio que atizarle un poco para que se ponga en razón. Lo hacemos de prisa y sin piedad; conseguimos así que, por el momento, vuelva a sentarse tranquilo. Los otros han palidecido al verlo; supongo que les servirá de lección. Un fuego tan intenso es demasiado para estos pobres muchachos; han pasado directamente del campo de instrucción a un infierno que haría encanecer a un veterano.
    El aire es irrespirable y esto nos ataca más todavía los nervios.
    Estamos sentados como en nuestra tumba y tan sólo aguardamos una cosa: quedar enterrados.
    De pronto, un aullido y un relámpago extraordinarios lo llenan todo; el refugio cruje por todas sus junturas bajo la explosión de un obús. Afortunadamente, era ligero; los bloques de cemento han resistido. Se oye un espantoso tintineo metálico, las paredes tiemblan, vuelan fusiles y cascos, barro y polvo. Entra una humareda sulfurosa. Si en vez de estar en este refugio tan recio hubiéramos estado en otro más débil, como los que construyen ahora, nadie de nosotros habría sobrevivido.
    Sin embargo, el efecto producido es lamentable. El recluta de antes vuelve a gritar como un loco y se le añaden otros dos. Uno de ellos se escapa y huye corriendo. Tenemos demasiado trabajo con los que quedan. Yo me lanzo detrás del fugitivo y pienso si debo dispararle a las piernas; pero algo silba, me echo al suelo, y cuando me levanto, la pared de la trinchera está llena de pedazos de metralla caliente, trozos de carne y restos de uniforme adheridos. Regreso.
    El primero parece haberse vuelto loco realmente. Si lo soltamos se lanza de cabeza contra el muro, con la furia de un macho cabrío.
    Por la noche tendremos que intentar llevarle a retaguardia. De momento lo atamos de manera que podamos soltar rápidamente sus ligaduras en caso de ataque.
    Kat propone jugar a las cartas. ¡Qué hacer, si no! Quizás así el tiempo transcurra más de prisa. ¡Pero, no! Atendemos a cada obús que cae cerca y nos equivocamos al contar las bases o no jugamos al palo que corresponde. Tenemos que dejarlo. Parece que estemos sentados en el interior de una caldera de gran sonoridad encima de la que están dando furiosos golpes por todos lados.
    Todavía otra noche. La extrema tensión nerviosa nos sume en una obtusa impasibilidad. Es una tensión mortal, como si con un cuchillo mellado os rascasen, de arriba abajo, toda la medula espinal.
    Las piernas ya no nos sostienen, las manos tiemblan, el cuerpo no es ya más que una delgada piel sobre un delirio apenas contenido, sobre un aullido sin fin que sube por nuestra garganta a punto de estallar.
    No tenemos ya ni carne ni músculos; no nos atrevemos ni a mirarnos por temor a algo desconocido. Apretamos los labios e intentamos pensar: «Esto pasará… Esto pasará… Tal vez salgamos de ésta todavía.» De repente, dejan de caer obuses a nuestro alrededor. El fuego continúa, pero ha avanzado un poco; nuestra trinchera está libre.
    Tomamos las granadas de mano, las tiramos delante del refugio y saltamos fuera. Aquel terrible bombardeo ha cesado, pero ahora efectúan, a nuestras espaldas, un intenso fuego de bloqueo. Ya está aquí el ataque.
    Nadie podría creer que en este desierto removido quedaran hombres; pero ahora emergen de todas las trincheras los cascos de acero y a cincuenta metros de nosotros han emplazado ya una ametralladora que empieza a crepitar en seguida.
    Las defensas de alambre están destruidas, pero todavía pueden contener un poco. Vemos acercarse a los atacantes. Nuestra artillería relampaguea. Matraquean las ametralladoras y crepitan los fusiles.
    Los del otro bando se esfuerzan por avanzar. Haie y Kropp comienzan a lanzar granadas de mano. Haie alcanza hasta sesenta metros y Kropp hasta cincuenta; eso está comprobado y es muy importante.
    Los de enfrente no podrán hacernos demasiado daño hasta que no estén a menos de treinta metros. Reconocemos las caras contraídas, los cascos planos: son franceses. Llegan a los restos de las defensas de alambre y tienen ya bajas visibles. La ametralladora que está cerca de nosotros ha segado toda una fila; después tenemos muchas dificultades para disparar y pueden acercarse más. Veo a uno que cae en la trampa de un pozo con el rostro hacia arriba. El cuerpo se hunde como un saco, pero las manos quedan colgadas del alambre como si quisiera orar. Después el cuerpo se le separa totalmente y cae dentro, sólo quedan las manos seccionadas por las balas, colgadas del alambre con colgajos de carne de los brazos.
    Cuando nos disponemos a retroceder emergen, delante de nosotros, tres rostros. Bajo uno de los cascos aparece una barbita negra, puntiaguda y dos ojos que me miran fijamente. Levanto la mano, pero me es imposible lanzar la granada en dirección a estos ojos singulares. Durante un instante de locura, la batalla gira como un torbellino alrededor de mí y de los ojos, únicos puntos inmóviles; después, delante de mí, la cabeza se levanta, veo una mano, un movimiento y en seguida mi granada vuela hacia allí.
    Retrocedemos corriendo mientras lanzamos alambre de púas dentro de las trincheras y disponemos granadas a punto de estallar que nos guardan las espaldas con sus explosiones. Desde la cercana posición, las ametralladoras siguen disparando.
    Nos hemos convertido en animales peligrosos. No combatimos, nos defendemos de la destrucción. No lanzamos las granadas contra los hombres — ¡qué sabemos nosotros en estos momentos de todo esto!—, es la muerte la que nos acorrala agitando aquellas manos y aquellos cascos. Por primera vez, después de tres días, podemos mirarla a la cara; por primera vez, después de tres días, podemos defendernos. Nos posee una rabia loca. Ya no hemos de esperar, impotentes, tendidos sobre el túmulo; destruimos y matamos para defendernos, para defendernos y también para vengarnos.
    Nos agachamos detrás de cada relieve del terreno, detrás de cada estaca de hierro, y lanzamos a los pies de quienes nos persiguen paquetes de explosivos, antes de huir. Las detonaciones de las bombas de mano repercuten con fuerza en nuestros brazos y piernas; agachados como los gatos, corremos inundados por esta ola que se nos lleva y que nos hace crueles, que nos convierte en salteadores de caminos, asesinos, demonios si queréis; por esta ola que multiplica nuestro vigor en medio de la angustia, del odio y del ansia de vivir, que busca nuestra salvación y que nos salva. Si tu propio padre viniera con los de enfrente, no dudarías en lanzarle una granada al pecho. Hemos evacuado las trincheras de primera línea.
    ¿Son trincheras todavía? Están deshechas, aniquiladas; no son sino fragmentos de trinchera, agujeros unidos por pequeños canales, embudos, nada más. Pero las bajas de los de delante aumentan. No habían previsto tanta resistencia.
    Mediodía. El sol quema; el sudor nos muerde los ojos; lo secamos con la manga. De vez en cuando hay sangre también. Nos acercamos a una trinchera que tiene mejor aspecto. Está ocupada y preparada para resistir; nos acoge. Nuestra artillería entra en acción poderosamente y cierra con llave la posición.
    Las tropas que nos perseguían se encallan. No pueden continuar. El ataque ha sido paralizado por la artillería. Espiamos. El fuego salta, de pronto, cien metros más allá y nos lanzamos al ataque. A mi lado un obús se lleva la cabeza de un soldado de primera. Corre todavía unos pasos, mientras la sangre brota de su cuello como de un surtidor.
    No llegamos al cuerpo a cuerpo. Los otros se retiran. Llegamos a nuestras trincheras destrozadas y seguimos avanzando.
    ¡Oh, estos regresos! Habéis llegado a las acogedoras posiciones de reserva y quisierais dejaros resbalar, desaparecer en ellas. Y he aquí que debéis volver atrás, sumergiros de nuevo en el horror. Si en semejantes momentos no fuéramos autómatas quedaríamos tendidos, exhaustos, incapaces del menor acto de voluntad. Pero nos sentimos arrastrados de nuevo hacia adelante, sin voluntad también y, no obstante, con un furor homicida y una rabia demencial; queremos matar, pues, esos de ahí abajo, ya que son ahora nuestros mortales enemigos; sus fusiles y sus granadas se dirigen contra nosotros. Si no los aniquilamos, ellos nos aniquilarán a nosotros.
    La tierra parda, esta tierra parda, rasgada y reventada, que luce grasienta bajo los rayos del sol, sirve de fondo a un terrible juego de autómatas; nuestro jadeo se asemeja al ruido de un muelle mal engrasado; nuestros labios están secos y nuestra cabeza más pesada que después de una noche de borrachera… Es así como avanzamos, vacilantes, y en nuestras almas resecas y acribilladas penetra con un dolor lacerante la imagen de esta tierra parda iluminada por este sol grasiento, con estos soldados, todavía palpitantes unos, muertos ya los otros, tendidos todos sobre el suelo, como si éste fuera su fatal destino, que nos agarran las piernas y gritan cuando nosotros les pasamos por encima.
    Hemos perdido todo sentimiento de solidaridad, apenas nos reconocemos cuando la imagen de un compañero cae bajo la mirada de nuestros ojos alucinados. Somos cadáveres insensibles que por un truco, por una peligrosa brujería, podemos todavía correr y matar.
    Un joven francés se queda atrás; le alcanzamos y levanta las manos. En una de ellas lleva todavía el revólver, no se sabe si quiere disparar o rendirse. Un golpe de pala le rompe la cara. Otro que lo ve intenta huir corriendo, pero una bayoneta se clava, con un silbido, en su espalda. Da un salto y con los brazos extendidos y la boca muy abierta, gritando, vacila con la bayoneta oscilando entre los hombros.
    Otro tira el fusil, se agacha y se cubre los ojos con las manos. Lo dejamos atrás, con los otros prisioneros, para transportar heridos.
    De pronto, en nuestra persecución, llegamos a las líneas enemigas.
    Vamos tan cerca de nuestros adversarios que casi conseguimos penetrar juntos en ellas. Merced a esto tenemos pocas bajas. Nos ladra una ametralladora, pero la hacemos enmudecer con una granada de mano. Sin embargo, en los pocos segundos que ha disparado, ha podido herir en el vientre a cinco hombres. Kat, de un culatazo, deshace el rostro de uno de los servidores de la ametralladora que estaba ileso. A los otros los atravesamos con nuestras bayonetas antes de que puedan servirse de las granadas de mano. Después, sedientos, nos bebemos el agua del refrigerador.
    Se oye por todas partes el ruido de las tenazas y los cortafríos que rompen las alambradas y se echan tablones encima de las estacas que las sostienen. Corriendo por estas estrechas pasarelas saltamos a las trincheras. Haie clava la pala en el cuello de un gigantesco francés y tira la primera granada; nos cubrimos unos segundos detrás de un parapeto y luego el trozo de trinchera que tenemos a la vista queda expedito. La segunda silba diagonalmente contra la esquina y abre vía libre; mientras corremos vamos lanzándolas contra los refugios ante los que pasamos. La tierra tiembla; todo es humareda, gemidos y explosiones. Tropezamos con jirones de carne sanguinolenta que nos hacen vacilar; con blandos cuerpos. Caigo sobre un vientre abierto encima del que reposa un quepis de oficial, limpio e intacto.
    El combate va decayendo. Perdemos contacto con el enemigo.
    Como que aquí no podríamos sostenernos durante mucho tiempo, volvemos a las posiciones anteriores protegidos por el fuego de nuestra artillería. En cuanto nos transmiten la orden penetramos corriendo en los cercanos refugios para llevarnos todas las conservas que encontramos a mano —especialmente latas de «Corned-beef» y de mantequilla— antes de marchar.
    Llegamos en buenas condiciones. Momentáneamente, los otros no inician otro ataque. Estamos más de una hora tendidos, jadeando, descansando sin que nadie hable. Estamos extenuados, tan extenuados que a pesar de la terrible gazuza, que tenemos nadie se acuerda de las latas de conserva. Sólo poco a poco vamos convirtiéndonos, de nuevo, en algo semejante a hombres.
    El «Corned-beef» de ahí enfrente es famoso en todo el sector.
    Llega a ser, de vez en cuando, la razón principal de uno de esos súbitos ataques que efectuamos a menudo, pues nuestro avituallamiento es, generalmente, malo; siempre estamos hambrientos.
    En conjunto hemos requisado cinco latas. Ellos sí que van bien pertrechados. Es una delicia su alimentación comparada con la nuestra, pobres hambrientos que debemos tragar mermelada de nabos. La carne circula en abundancia en el otro lado, sólo necesitan cogerla. Haie ha pescado, además, una barra de pan francés y se la ha puesto en el cinturón como una pala. Uno de los extremos está sanguinolento, pero no importa, ya lo cortaremos.
    Es una suerte que ahora tengamos comida abundante; todavía precisaremos nuestras fuerzas. Comer hasta satisfacerse es algo tan valioso como un buen refugio. Es por esta razón que pensamos tanto en la alimentación; nos puede salvar la vida.
    Tjaden ha robado dos cantimploras llenas de coñac. Corren de mano en mano.
    La artillería comienza a darnos su bendición vespertina.
    Anochece; se levanta la neblina del interior de los embudos. Diríase que están llenos de cosas misteriosas, parecidas a fantasmas. El vaho blanquecino se arrastra tímidamente de un lado a otro antes de osar levantarse por encima de los bordes. Después se alarga en largas fajas pálidas de embudo en embudo.
    Refresca. Estoy de centinela y escruto fijamente la oscuridad que tengo delante. Me siento deprimido, como siempre después de un ataque; por esto me es tan penoso quedar a solas con mis pensamientos. No son propiamente pensamientos, son recuerdos que me asaltan ahora aprovechando mi debilidad y que me impresionan extraordinariamente.
    Suben los cohetes luminosos… y delante de mí aparece una imagen. Es un atardecer estival, estoy en el claustro de la catedral contemplando los rosales floridos, en medio del jardincillo claustral, donde están enterrados los canónigos. A mi alrededor se levantan estatuas de piedra representando los misterios del rosario. No hay nadie; un gran silencio planea por encima de este florido recuadro; el sol calienta las enormes piedras grises. Las acaricio con mi mano y noto su tibieza. Sobre el ángulo derecho del tejado de pizarra se levanta la torre verde de la catedral, destacando en el azul tierno y mate de la tarde. Entre las columnitas brillantes del claustro se goza de aquella suave frescura que sólo puede encontrarse en las iglesias; yo estoy allí, inmóvil, pensando que cuando tenga veinte años podré conocer los turbadores goces que sugieren las mujeres.
    Esta imagen está tan cerca de mí que me asusta, llega a tocarme antes de desvanecerse con el fulgor de la inmediata bola luminosa.
    Cojo el fusil y lo examino. El cañón está húmedo; pongo encima la mano, lo aprieto y froto la humedad con mis dedos.
    En los prados que había más allá de nuestro pueblo se levantaba una larga hilera de chopos, cerca de un torrente. Podía vérseles desde muy lejos y aunque tan sólo hubiera una hilera les llamábamos la chopera. Ya de niños sentíamos predilección por estos árboles; nos atraían inexplicablemente. Pasábamos días enteros en sus proximidades y escuchábamos su ligero murmullo. Sentados bajo ellos, en la orilla del torrente, dejábamos balancear nuestros pies en el agua clara y rápida. El olor puro del riachuelo y la melodía de la brisa en los chopos dominaban nuestra fantasía. ¡Los amábamos tanto! Todavía ahora, la imagen de aquellos días me hace latir el corazón, antes de desaparecer.
    Es curioso que todos los recuerdos que despiertan en nosotros tengan dos particularidades. Siempre están llenos de silencio; es lo que tiene más fuerza en ellos. E incluso, si en la realidad fueron diferentes, no por ello dejan de producir esta impresión. Son apariciones silenciosas, que sólo me hablan con miradas y gestos, mudas… Su emocionante silencio me obliga a apretar el fusil contra mí para no abandonarme a esta deliciosa disgregación en la que mi cuerpo querría sumergirse, fundiéndose dulcemente con las potencias mudas que están detrás de las cosas.
    Son tan silenciosas porque precisamente el silencio es ahora inconcebible para nosotros. Nunca hay silencio en el frente y su zona es tan vasta que siempre nos encontramos en ella. Hasta en la retaguardia, en los más atrasados depósitos y en los lugares donde vamos a descansar, el rumor del frente llega constantemente a nuestros oídos. Nunca nos alejamos lo suficiente para no oírlo. En estos últimos días ha sido insoportable.
    Este silencio es la causa de que las imágenes del pasado despierten en nosotros más tristeza que deseo. Una inmensa y desesperanzada melancolía. Estas cosas han sido, pero no volverán.
    Han pasado, pertenecen a un mundo que ha terminado para nosotros. En el patio del cuartel nos producían un furioso anhelo y una incontenible rebeldía, nos sentíamos atados todavía a ellos, les pertenecíamos y ellos nos pertenecían aunque estuviéramos separados. Surgían también en las canciones de soldado que cantábamos cuando íbamos al campo de maniobras, marchando entre el alba y las negras sombras del bosque; era una evocación vehemente que brotaba de nuestro interior. Pero aquí, en las trincheras, lo hemos perdido todo. Ya no se eleva en nosotros ningún recuerdo; hemos muerto. El recuerdo planea a lo lejos, en el horizonte. Es una especie de aparición, un enigmático reflejo que despierta, al que tememos y al que amamos sin esperanza. Es fuerte como nuestro deseo, pero es inaccesible y lo sabemos. Es tan vano como la esperanza de llegar a general.
    Y aunque volviéramos a este paisaje de nuestra infancia, apenas sabríamos qué hacer allí. Las delicadas y secretas fuerzas que suscitaba en nosotros no pueden renacer. Podríamos encontrarnos allí de nuevo y pasear. Podríamos contemplarlo, amarlo e incluso emocionarnos con el recuerdo. Pero todo sería parecido a la agridulce contemplación de la fotografía de un camarada muerto; sus rasgos, su rostro y los días que pasamos juntos se animan a nuestro recuerdo. Pero no es él realmente.
    Ya no nos sentimos atados como antes a este paisaje. No fue la noción de su belleza y de su espíritu lo que nos atrajo, sino lo que teníamos en común, el armónico sentimiento de una fraternidad entre las cosas y los acontecimientos de nuestro ser, sentimiento que nos mantenía aparte y nos hacía incomprensible el mundo de nuestros padres; pues, en cierto modo, nosotros estábamos siempre dulcemente inclinados y abandonados al nuestro, e incluso las cosas más insignificantes desembocaban siempre, para nosotros, en la ruta del infinito. Quizás esto era tan sólo el privilegio de nuestra juventud; no veíamos todavía ningún límite ni admitíamos término a cosa alguna. Teníamos el impulso de la sangre, que nos identificaba con el correr de nuestros días.
    Hoy pasaríamos por los prados de nuestra juventud como viajeros. Hemos sido consumidos por las realidades; conocemos las diferencias como comerciantes y las necesidades como carniceros. Ya no somos despreocupados, somos terriblemente indiferentes.
    Ciertamente podríamos estar allí, pero, ¿viviríamos? Estamos abandonados como niños y somos experimentados como ancianos. Somos groseros, tristes, superficiales… Creo que estamos perdidos.
    Se me hielan las manos y tengo escalofríos; no obstante, la noche es suave. Sólo la niebla es fría, esa niebla siniestra que se arrastra alrededor de los cadáveres que hay delante de nosotros y que les sorbe la última y escondida gota de vida. Mañana estarán lívidos, verdosos y su sangre aparecerá negra y coagulada.
    Suben todavía los cohetes luminosos y lanzan su brillo despiadado sobre un paisaje pétreo, lleno de cráteres y de luz fría, como de astro lunar.
    Bajo mi piel, la sangre lleva terror e inquietud a mis pensamientos. Se debilitan y tiemblan, quieren calor y vida. No pueden resistir sin consuelo ni ilusiones; se retuercen ante la desnuda imagen de la desesperación.
    Se oye un tintineo de calderas y tengo, de pronto, el vehemente deseo de comer algo caliente; me iría bien, me calmaría.
    Me domino apesadumbrado aguardando la hora del relevo.
    Después me meto en el refugio y encuentro dispuesto un gran tazón de sopa. Está hecha con manteca y es sabrosa. Me la como despacio. Y guardo silencio, a pesar de que los demás están de buen humor, pues el fuego ha decrecido.
    Los días transcurren y cada hora es, al mismo tiempo, incomprensible y evidente. Alternamos los ataques con los contraataques, y poco a poco, los cadáveres van amontonándose en el campo lleno de embudos que hay entre ambas trincheras. Los heridos que caen cerca podemos, generalmente, recogerlos. Hay algunos, sin embargo, que quedan demasiado tiempo desatendidos y les oímos morir. Estamos, desde hace dos días, buscando inútilmente a uno de ellos. Debe permanecer tendido boca abajo sin poder darse la vuelta. No puede tener otra explicación el que no le encontremos, ya que sólo cuando se grita con la boca a ras del suelo se hace difícil precisar la dirección de la voz.
    Debe tener una mala herida, uno de esos disparos traidores que no son tan graves como para debilitar el cuerpo y matar con rapidez, ni tan leves como para que se puedan soportar los dolores con esperanzas de salvación. Kat opina que tiene la pelvis destrozada o una bala en la columna vertebral. No puede ser una herida en el pecho, pues en ese caso no tendría tanta fuerza para gritar. Si estuviera herido de otra parte, lo veríamos moverse.
    Poco a poco, su voz va enronqueciendo y tiene un sonido tan desgraciadamente confuso que diríase proviene de todas partes. La primera noche salieron tres veces a buscarlo, pero cuando creían haber encontrado la dirección y avanzaban hacia aquel lugar, la voz gritaba de nuevo desde otro lado.
    Buscamos inútilmente hasta la madrugada. Durante todo el día exploramos el terreno con binoculares; nada. El segundo día la voz es ya más débil. Nos damos cuenta de que el hombre tiene los labios y la garganta completamente secos.
    Nuestro comandante promete permiso anticipado y tres días de suplemento al que lo encuentre. Es un buen cebo, pero sin él también haríamos lo posible, porque sus gritos son terribles. Kat y Kropp salen una vez, a media tarde. Una bala lame la oreja de Albert y le arranca el lóbulo. Una temeridad inútil. Vuelven sin el herido.
    Y con todo, podemos entender perfectamente lo que grita.
    Primero sólo pide socorro. La segunda noche debe tener fiebre; habla de su mujer y de sus hijos. Oímos muchas veces el nombre «Elisa».
    Hoy sólo llora. Por la noche, la voz no es ya más que un ronquido.
    Pero resuena todavía débilmente hasta el amanecer. Lo oímos bien porque el viento sopla en dirección a las trincheras. Por la mañana, cuando todos creemos que ha muerto hace rato, un estertor gutural llega de nuevo hasta nosotros.
    Los días son calurosos y los cadáveres están insepultos. No podemos recogerlos a todos, no sabríamos dónde meterlos. Las mismas granadas se encargan de enterrarlos. Algunos tiene el vientre hinchado como un globo y los gases que lo llenan les hacen silbar, eructar y moverse. El cielo es azul, sin nubes. Los atardeceres son bochornosos, el calor sube de la tierra. Cuando sopla el viento hacia nuestro lado, nos trae el olor de la sangre, dulzona y espesa, que repugna y empalaga; el tufillo de muerte que exhalan los embudos parece una mezcla de cloroformo y podredumbre que nos produce náuseas y vómitos.
    Las noches se calman y comienza en seguida la caza de anillos de cobre de las granadas y de los paracaídas de seda de las bolas luminosas. En realidad nadie sabe por qué son tan codiciados estos anillos. Los coleccionistas opinan, simplemente, que son valiosos. Hay algunos que recogen tantos, que vuelven curvados por el peso a las trincheras.
    Haie, por lo menos, da una razón: quiere enviarlos a su prometida para que los utilice como ligas. Esto causa, naturalmente, enorme hilaridad entre los frisones. Se golpean las rodillas mientras dicen: «¡Qué cosas tienes! ¡Este Haie se las sabe todas!» Tjaden, sobre todo, no puede contenerse. Tiene en sus manos la anilla más grande y a cada momento mete la pierna dentro como para indicar el espacio que queda todavía vacío.
    — ¡Caramba, Haie! Debe de tener unos buenos muslos… Ya lo creo, unos buenos muslos.
    Los pensamientos le suben algo más arriba: — ¡Y qué culo debe tener también! Casi como el de un elefante.
    Todavía no tiene bastante, y añade: —Cómo me gustaría jugar con ella a darnos golpecitos en los jamones. ¡Palabra que sí! Haie está radiante porque su prometida tiene tanto éxito, y dice, orgulloso: —Sí, está buena.
    Los paracaídas tienen aplicaciones más prácticas… Tres o cuatro, según la anchura del pecho, bastan para una blusa. Kropp y yo los hacemos servir de pañuelos de bolsillo. Otros los envían a su casa. Si las mujeres supieran el peligro que se corre a veces buscando estos trapitos, tendrían un buen sobresalto.
    Kat encuentra a Tjaden golpeando tranquilamente los anillos de un obús que no ha estallado, para sacarlos. A cualquier otro le habría estallado entre las manos, pero Tjaden, como siempre, tiene suerte.
    Dos mariposas juegan durante toda la mañana por delante de nuestra trinchera. Son de color limón; en las alas amarillas tienen unos puntitos rojos. ¿Qué puede haberlas hecho venir? En ninguna parte hay flores ni plantas. Se posan sobre la dentadura de un cráneo. Los pájaros son tan despreocupados como ellas: hace tiempo ya que se han acostumbrado a la guerra. Cada mañana vemos volar alondras entre ambos frentes. Hace aproximadamente un año, pudimos observar a una pareja que empollaban y consiguieron, ciertamente, criar a sus pequeñuelos.
    Por lo que a las ratas se refiere, ahora nos dejan tranquilos.
    Están ahí delante; todos sabemos por qué. Se engordan. Cuando divisamos una, la tumbamos de un tiro. Por la noche volvemos a oír aquel rodar, al otro lado. De día tenemos tan sólo fuego normal, de manera que podemos dedicarnos a rehacer las trincheras. No nos faltan distracciones, pues los aviones se encargan de proporcionárnoslas. Diariamente todos los combates tienen su público.
    A los aviones de caza todavía podemos soportarlos, pero a los aparatos de observación los odiamos como a la peste porque atraen sobre nosotros el fuego de la artillería. Transcurridos unos minutos, desde su aparición, nos cae encima un diluvio de «shrapnells» y de granadas. Por su culpa perdimos once hombres en un día; cinco de ellos enfermeros. Dos quedaron tan destrozados que Tjaden afirmaba que se hubiera podido escoger en una cuchara lo que de ellos quedó enganchado en la pared de la trinchera y enterrarlo luego metido en una olla. Otro tiene las piernas cortadas y arrancado el bajo vientre.
    Reposa, muerto, con el pecho inclinado sobre la trinchera. Su cara es amarilla como un limón; entre la barba brilla todavía la brasa de un cigarrillo. Va ardiendo hasta que se le apaga en los labios con un leve crujido.
    Provisionalmente, colocamos a los muertos en un gran embudo.
    Por el momento, hay tres capas.
    Súbitamente, el fuego recobra toda su intensidad. Pronto volvemos a estar sentados con aquella rigidez angustiosa de la espera inactiva.
    Ataque, contraataque, choque, contrachoque; todo esto son palabras, pero, ¿qué es lo que encierran? Tenemos muchas bajas, sobre todo reclutas. En nuestro sector recibimos refuerzos. Son muchachos de un regimiento que se ha creado hace poco, casi todos jovencitos del último reemplazo. Apenas si conocen la instrucción; no han podido hacer más que ejercicios teóricos antes de entrar en campaña. Lo que es una granada de mano sí lo saben; pero no tienen ni la menor idea de lo que representa cubrirse, y, sobre todo, les falta vista para ello. Un relieve del terreno ha de ser de medio metro para que ellos lo vean.
    A pesar de que los refuerzos nos son muy necesarios, los reclutas son más un estorbo que una ayuda. En esta zona de violentos ataques se encuentran desamparados y caen como moscas.
    La guerra de posiciones que hoy se practica requiere conocimientos y experiencias. Es necesario comprender el terreno; es preciso saber el ruido de los distintos proyectiles y conocer sus efectos. Se ha de prever dónde caerán, saber cómo se extiende la metralla y el mejor sistema para defenderse de ella.
    Lógicamente estos muchachos no conocen nada de esto. Los trinchan a todos porque apenas distinguen un «shrapnells» de una granada; caen segados porque escuchan llenos de angustia el silbido de las inofensivas «carboneras» de grueso calibre que caen muy lejos de nosotros y no se dan cuenta del ligero murmullo vibrante de aquellos pequeños monstruos que estallan a ras de suelo. Se apelotonan como borregos en vez de dispersarse e incluso los heridos son rematados por los aviadores como si se tratara de liebres.
    Estas caras pálidas de tanto comer zanahoria; estas miserables manos crispadas; la lamentable valentía de estos pobres perros que, a pesar de todo, avanzan y atacan, de estos pobres perros valerosos que, intimidados, no se atreven a quejarse en voz alta y que con el vientre, el pecho, los brazos o las piernas destrozadas gimen sigilosamente llamando a sus madres y callan si se aperciben de que son observados.
    Sus delgados rostros puntiagudos, levemente sombreados por el pelo naciente, tienen en la muerte la espantosa inexpresividad de los cadáveres de niños.
    Se os hace un nudo en la garganta cuando los veis levantarse, correr hacia adelante y caer. Quisierais darles una zurra por ser tan bobos; cogerlos en brazos y sacarlos de aquí, donde no tienen nada que hacer. Llevan sus guerreras grises, los pantalones y las botas, pero a la mayor parte el uniforme les viene ancho, les cuelga de todas partes. Sus espaldas son demasiado estrechas; sus cuerpos demasiado delgados. No hay ningún uniforme hecho a la medida de estos niños.
    Por cada veterano caen cinco reclutas.
    Un inesperado ataque con gases se lleva a una multitud de ellos. Ni se han dado cuenta de lo que les esperaba. Encontramos todo un refugio lleno de caras azuladas y labios negros. Los de dentro de un embudo se han sacado la careta demasiado pronto. No sabían que el gas se mantiene más tiempo en los agujeros; cuando vieron que los de arriba iban sin careta, se sacaron la suya y respiraron suficiente gas como para quemarles los pulmones. Su estado es desesperado; las bocanadas de sangre les estrangulan y unas terribles crisis de ahogo les llevan irremisiblemente a la muerte.
    En un lugar de la trinchera me encuentro, de pronto, delante de Himmelstoss. Nos metemos en el mismo refugio. Todos estamos tumbados en el suelo, conteniendo la respiración, aguardando la orden de ataque.
    Al salir corriendo hacia afuera, a pesar de mi excitación, un pensamiento atraviesa mi cerebro como una bala: no veo a Himmelstoss. Salto de nuevo, rápidamente, al refugio y me lo encuentro tumbado en un rincón, con un pequeño arañazo de bala, haciéndose el herido. Pone una cara como si le hubieran zurrado. Está aterrorizado; realmente, él también es nuevo aquí. Pero yo me enfurezco al pensar que aquellos niños corren por fuera, mientras él está escondido.
    — ¡Fuera! —le grito, rabiosamente.
    No se mueve. Le tiemblan los labios y hacen bailar su mostacho.
    — ¡Fuera! Encoge las piernas, se aprieta contra la pared y me enseña los dientes, como un perro.
    Lo cojo del brazo y quiero levantarlo por fuerza. Empieza a gemir. Entonces me dominan los nervios. Lo agarro por el cuello, lo sacudo como a un saco mientras su cabeza va de un lado a otro y le grito en sus mismas narices: — ¡Mala bestia! ¿Saldrás o no? ¡Perro, cerdo! ¿Querías escaparte? Tiene los ojos vidriosos; golpeo su cabeza contra la pared.
    — ¡Asqueroso! —le doy una patada en las costillas.
    — ¡Cerdo! —Y de un empujón lo echo fuera de cabeza.
    Pasa una nueva oleada. Al frente corre un teniente. Nos ve y grita: — ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Venid con nosotros! Y lo que no había conseguido mi paliza lo consigue este grito.
    Himmelstoss oye a un superior, gira a su alrededor como si despertara y se une a los que avanzan.
    Yo lo sigo y veo cómo salta. Vuelve a ser el mismo Himmelstoss del patio del cuartel. Ya ha atrapado al teniente y sigue corriendo, delante de todos…
    Fuego graneado, fuego de bloqueo, fuego de cortina, minas, gases, tanques, ametralladoras, granadas de mano… Palabras, palabras, pero en ellas se encierra todo el horror de este mundo.
    Nuestras caras están cubiertas de costras; nuestro pensamiento aniquilado; estamos mortalmente cansados. Cuando llega una orden de ataque debemos despertar a puñetazos a más de uno para que nos siga. Tenemos los ojos inflamados, las manos destrozadas, los codos rotos, las rodillas nos sangran.
    ¿Pasan semanas, meses, años? Días, tan sólo días… Vemos desaparecer el tiempo, cerca de nosotros, en los rostros descoloridos de los moribundos; tragamos la comida, corremos, lanzamos granadas, disparamos, matamos, nos tiramos al suelo, estamos extenuados, embrutecidos, y sólo nos sostiene una cosa: darnos cuenta de que todavía los hay más extenuados, más embrutecidos, más desvalidos que nosotros; saber que nos miran con los ojos muy abiertos, como si fuéramos dioses, porque hemos escapado tantas veces de la muerte.
    Los pocos momentos de tranquilidad los aprovechamos para instruirles.
    — ¿Ves esa marmita vacilante? Es una mina que llega.
    ¡Tírate al suelo! Pasa de largo. Pero cuando venga hacia aquí, corre en seguida. Corriendo puedes escaparte.
    Adiestramos sus oídos a percibir el pérfido murmullo de estos proyectiles pequeños, que apenas hacen ruido; han de aprender a distinguir su zumbido de mosquito en medio de aquella batalla infernal; les enseñamos que son más peligrosos que los grandes que se oyen, venir a lo lejos. Les demostramos cómo deben esconderse de los aviadores; cómo se simula estar muerto cuando los atacantes os alcanzan; cómo se prepara una granada para que estalle medio segundo antes del choque. Les enseñamos a lanzarse como rayos en el interior de los embudos cuando vienen granadas de percusión; les hacemos ver cómo se limpia de enemigos una trinchera utilizando un paquete de bombas de mano; les explicamos las diferencias de tiempo entre las explosiones de las bombas enemigas y las nuestras; procuramos que se den cuenta del silbido especial de las granadas de gas y les instruimos en todos los trucos que pueden librarles de la muerte.
    Nos escuchan, son dóciles; pero en cuanto la cosa empieza de veras, la emoción les impide recordar en la inmensa mayoría de las veces y lo hacen todo al revés.
    Traen a Haie Westhus con la espalda completamente abierta. A cada inspiración se ve, por la herida, latirle el pulmón. Todavía tengo tiempo de estrechar su mano.
    —Esto se ha terminado, Pablo —gime, mordiéndose el brazo de dolor.
    Vemos vivir hombres a quienes un obús se les ha llevado la cabeza; vemos correr soldados a quienes una explosión les ha arrancado los pies; siguen corriendo a trompicones, destrozándose los sangrientos muñones, hasta el embudo más cercano; un soldado de primera marcha dos kilómetros apoyándose tan sólo en las manos porque tiene deshechas las rodillas; otro se va hacia la ambulancia y por encima de las manos, que aprieta contra su vientre, le cuelgan los intestinos; vemos gente sin boca, sin mandíbula inferior, sin rostro; encontramos a uno que durante dos horas ha estado apretando con los dientes la arteria de su brazo para no desangrarse.
    Sale el sol, anochece, silban las granadas, termina la vida…
    A pesar de todo, este trocito de tierra removida en el que nos encontramos, se ha mantenido contra fuerzas muy superiores. Sólo hemos cedido unos centenares de metros. Pero en cada metro hay un cadáver.
    Nos relevan. Ruedan los neumáticos bajo nuestros pies. Vamos derechos, aturdidos, y cuando el grito: «¡Cuidado con el alambre!» llega, doblamos las rodillas. Era verano cuando pasamos por aquí; los árboles estaban todavía verdes. Ahora tienen un aspecto otoñal y la noche es gris y húmeda. Los camiones se detienen, bajamos, un grupo entremezclado, lo que queda de muchos nombres. A los lados, en la oscuridad, hay gente, y gritan los números de los regimientos, de las compañías. A cada voz se destaca un grupo, un grupito insignificante, miserable, de soldados sucios y pálidos, un grupito terriblemente pequeño, un resto terriblemente reducido.
    Alguien grita ahora el número de nuestra compañía. Es él, nos damos cuenta; es el comandante. Así, pues, ha vuelto. Lleva el brazo en cabestrillo. Avanzamos hacia él. Reconozco a Kat y Albert.
    Nos apelotonamos, nos apoyamos los unos en los otros, nos contemplamos.
    Y otra vez, y otra aún, oímos gritar nuestro número. Ya puede chillar, ya; no se le oye en los hospitales, ni en la fosa.
    De nuevo: —Segunda compañía. ¡Aquí! Y después, en voz baja: — ¿No queda nadie más de la segunda compañía? Calla. Su voz ha enronquecido levemente cuando dice: — ¿Estáis todos aquí? Y ordena: — ¡Numerarse! La mañana es gris. Era verano todavía cuando partimos. Era verano y marchamos ciento cincuenta hombres. Ahora tenemos frío; estamos en otoño. Las hojas crujen, las voces tiemblan cansadas.
    —Uno…, dos…, tres…, cuatro…
    Y al llegar al número treinta y dos, callan. Se hace un silencio prolongado antes de que una voz pregunte: — ¿Nadie más? Y espera. Luego ordena en tono muy bajo: —Por pelotones…
    Y la voz se encalla. A duras penas puede terminar: —Segunda compañía…
    Y penosamente: —Segunda compañía… A paso de campaña… ¡Adelante! Una hilera, una corta hilera oscila, lentamente, en la mañana.
    Treinta y dos hombres.

    1. Javi_LR dice:

      Vaya, Cavi. Gracias por traerlo. ¿No sale un solo griego? Va a ser verdad que te estás quitando.

  59. Arturus dice:

    Compré el libro hace meses, después de leer a Jünger, y aún está ahí, esperando turno. Pronto le tocará, espero.

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