NAPOLEÓN. UNA VIDA ENTRE JARDINES Y SOMBRAS – Ruth Scurr

“Estuvo hablando largo y tendido con los arquitectos sobre los planes de mejora que tenía para París y el problema de dónde colocar el botín capturado en Italia: si el Laoconte, los caballos y el león de Venecia y otras esculturas antiguas deberían albergarse de forma permanente en la iglesia castrense de Los Inválidos como trofeos de guerra o en el Louvre”.

No, alto; este no es el típico libro sobre Napoleón. No huyan los lectores que ya conocen bien al personaje y no les apetece otra ración de lo de siempre. Tampoco se escondan los que no tengan interés en el corso del bicornio y la mano bajo el chaleco, o no les gusten las batallitas. Porque este libro va de otra cosa. De Napoleón, sí, pero de otro Napoleón. Bueno, del de toda la vida, pero visto desde otro prisma y otra luz. La luz que se filtra por los jardines.

En efecto, este libro no trata del Napoleón genio militar, experto estratega, líder nato de sus ejércitos. No trata de sus batallas, sus conquistas, su imperio. No trata de su ascenso y caída, y su nuevo ascenso y su nueva caída. Bueno, sí: trata de todo eso, pero no es el aliciente principal del libro, puesto que no es ni siquiera el tema central. Para esos asuntos existe bibliografía inagotable que aborda infinidad de aspectos del Napoleón militar, como por ejemplo el monumental y reciente trabajo de Alexander Mikaberidze Las guerras napoleónicas. Una historia global; sus más de mil páginas dejarán satisfecho a todo aquel que busque a ese Napoleón, que es de hecho el Napoléon que todo el mundo reconoce, en mayor o menor medida. Hasta los locos en sus manicomios, cuando piensan que son Napoleón, piensan en ese Napoleón. En cambio, en Napoleón. Una vida entre jardines y sombras hay otro Napoleón; las hazañas bélicas del corso son como la columna vertebral que aguanta el esqueleto, el armazón sobre el que se articula todo lo demás. ¿Y qué es todo lo demás? Veamos un fragmento:

Cuando hirieron al capitán Caffarelli en el sitio de Acre, Monge y Berthollet se apostaron a la cabecera de su cama para leerle a Montesquieu y debatir con él sobre economía política. Con todo, murió de una infección poco después de que le amputaran el brazo. Bonaparte ordenó que le momificaran el corazón para enviarlo a París.

Conviene aclarar que el libro tampoco va del Napoleón embalsamador ni del Napoleón amante necrófilo de reliquias sanguinolentas. Si abrimos el objetivo y la mente, entenderemos: el general del bicornio fue un firme defensor del progreso científico, del avance del saber en todas sus facetas, del estudio y preservación de la naturaleza y sus elementos. Es bien sabido, por ejemplo, que se preocupó, en su expedición militar a Egipto, de incluir en ella a un buen equipo de científicos, ingenieros, intelectuales, etc., y no para darles un fusil y una bayoneta y que aprendieran a calarla, sino para ampliar las fronteras del saber, un saber que él consideraba ingrediente y herramienta indispensable en el progreso de la civilización. De ese Napoleón trata el libro.

De orígenes humildes, nacido en la isla de Córcega en los tiempos en que esta perdió su independencia como república y se vio sometida al dominio francés, Napoleone di Buonaparte se hizo a sí mismo, podríamos decir. A sí mismo y a todo un imperio. Y por el camino hizo otras muchas cosas. Como todo ser humano, tenía aficiones; casualidad habría sido que su favorita hubiera sido construir imperios. No; el libro de Ruth Scurr nos revela en su primera línea para qué vino Napoleón al mundo:

La jardinería fue la primera y última pasión de Napoleón Bonaparte.

Bien; para qué vienen los seres humanos al mundo es en realidad un misterio inescrutable (¿acaso hay una finalidad, de hecho?). El caso es que Napoleone, quien con el tiempo y la bonanza en su carrera militar dentro del seno del ejército galo afrancesó voluntariamente nombre y apellido, se interesó mucho, mucho, por los parques y los jardines. Empezando por el que cultivó en la escuela de Brienne-le-Château, en la Champaña francesa, y acabando por el huertecito que le dejaron tener en su retiro forzoso en la isla de Santa Elena; entre uno y otro, dice la autora, como quien no quiere la cosa, “ganó y perdió un imperio”. El jardín de los Boticarios en Moscú, el Jardin du Capitole en Roma, el Jardin du Général en el palacio de al-Alfí en Chef, el Jardin des Plantes en París, el Jardin Rosetti en El Cairo, el Jardin des Plantes de la Malmaison en Ventenat… Jardines à l’anglaise, anárquicos e informales; jardines à la française, simétricos y con líneas rectas por todas partes… Pero ¿qué está pasando aquí? ¿Me está diciendo el libro de Ruth Scurr que Napoleón, el Napoleón partidario de disolver revueltas y manifestaciones a cañonazos, el que asombró a toda Europa conquistando naciones y derrotando a los ejércitos que se le pusieron al paso, el que se coronó emperador con apenas 35 años, ese Napoleón tenía gusto por la jardinería, los árboles y las flores? Pues resulta que sí.

Situemos y afinemos. Primero, situar: estamos en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX. Es la época de la Ilustración dando sus últimos coletazos, el triunfo de la razón, el sapere aude (“atrévete a saber”) de Horacio puesto de moda por el filósofo Kant 1800 años después. Es el tiempo del progreso científico, de la Encyclopédie de D’Alembert i Diderot, del estudio de la naturaleza, del hombre y del mundo. Napoleón no era ajeno a ese movimiento intelectual, que tuvo sus sedes principales en Francia y Alemania; y él quiso no simplemente adherirse, sino ser el vehículo a través del cual el progreso de la civilización se manifestara y canalizara. No está mal.

Y segundo, afinar: Napoleón no solo se dedicó a plantar árboles y flores en los parterres, como es de imaginar: su intención, como paladín ilustrado y líder europeo de la ciencia y las artes, era reflejar esa prosperidad, ese éxito de la razón frente a la barbarie, no solo en parques y jardines, sino también en otras ramas del saber y la cultura: la arquitectura, la biología, la medicina, la pintura… Algo semejante a lo que quiso (y de hecho hizo) Alejandro el macedonio cuando cruzó el Helesponto acompañado de sus soldados pero también de una amplia cohorte de geógrafos, arquitectos, botánicos, astrónomos, matemáticos, zoólogos, agrimensores, topógrafos y algún que otro artista. El hijo de Filipo estaba lejos de ser un bárbaro y así lo demostró en (casi) cada paso que dio por tierras asiáticas. Lo mismo pensó Napoleón. Y ya que he mencionado más arriba que se coronó emperador, y ya que ahora he hablado de su interés por las artes, resulta interesante comentar de qué modo quedó inmortalizado el momento en que el corso se convirtió en emperador de Europa (que era casi como decir del mundo): por medio de la famosa pintura de su artista favorito, Jacques-Louis David, La coronación de Napoleón. En su primera versión, el enorme lienzo mostraba a Napoleón autocoronándose (aún se puede ver el trazo, aguzando un poco la vista). Un arrebato de modestia, o la sugerencia de su amigo el pintor, cambió el resultado final, en el que aparece Napoleón, ya emperador, coronando a su mujer Josefina. Un emperador orgulloso de sí mismo y de su logro. Un logro que se traducía en la unidad de Europa bajo su mano y su puño, bajo su razón y su fuerza.

Pero no nos desviemos: el plato fuerte del libro de Scurr son los jardines, la pasión oculta, primera y última, de Napoleón. Se trata este de un libro fascinante, diferente, original y novedoso, del que parecerá que he dicho mucho pero en realidad apenas he desmenuzado: hágalo el lector, y no quedará defraudado. La portada, por cierto, reproduce el conocido cuadro del mencionado David Napoleón cruzando los Alpes. Pero ¿tan importante era para el corso esto de la jardinería, tanto como para escribir un libro sobre el asunto y llenar más de 400 páginas? A ver, por si no ha quedado claro: en la pequeña localidad de Île-d’Aix, en la isla del mismo nombre pegada a la costa atlántica francesa, donde tuvo lugar una importante batalla contra los barcos británicos de Thomas Cochrane en 1809, existe un jardín en el cual resplandece un magnífico fresno que nace de las entrañas de un olmo. Junto al árbol está colocada una placa conmemorativa que reza lo siguiente:

NAPOLEÓN
Jardinero intermitente, capaz de injertar un fresno en un olmo.

 

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Ruth Scurr, Napoleón. Una vida entre jardines y sombras (traducción de David León Gómez). Barcelona, Shackleton Books, 2022, 431 páginas.

     

4 comentarios en “NAPOLEÓN. UNA VIDA ENTRE JARDINES Y SOMBRAS – Ruth Scurr

  1. Iñigo dice:

    Bravo Cavi, Excelente reseña de un libro que parece que ofrece sugerentes alicientes.

  2. cavilius dice:

    Gracias. Es un libro difícil de escribir por lo original del tema, pero entretenidísimo de leer.

  3. hahael dice:

    Gracias por la reseña, Cavilius. Tomo buena nota.

  4. cavilius dice:

    Gracias a ti, hahael.

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