MILKMAN – Anna Burns
Cuando era pequeña, vi una vez en televisión una imagen que me impactó: unas niñas estaban llorando en medio de una multitud, porque les habían tirado piedras cuando salían del colegio. Pero, por qué les han tirado piedras (eso lo pregunté entonces en voz alta a mis padres, como si pudiera haber alguna razón que justificara la cosa), y tal que si me hubiera escuchado, un testigo explicaba que las niñas iban al colegio en la zona equivocada. A mí nunca se me había ocurrido que alguien pudiera ir al colegio en una zona equivocada, y, menos, que eso pudiera provocar que intentaran lapidarte. Por supuesto, los siguientes días fui al cole con la mosca detrás de la oreja, mirando de reojo por si de repente me encontraba con algún tipo cargando piedras de manera sospechosa.
Decía que la imagen me impresionó mucho en aquel momento y, de hecho, no la he olvidado, tantos años después: un puñado de niñas, y, en primera plana, una niña gordita y pelirroja, con una falda de cuadros de uniforme, llorando a moco tendido. La escena tuvo lugar en Belfast. Lo que no recuerdo (quizá no llegué a saberlo en su día) es si las niñas eran católicas o protestantes. Bueno, ¿de verdad puede tener importancia?, se preguntaría cualquier persona decente.
Pues resulta que en el libro del que me propongo hablar, Milkman, la pregunta no solo sería pertinente, sino absolutamente necesaria, fundamental e imprescindible. Es más, lo raro sería que a una persona decente no se le ocurriera formularla, y, de ser así, su indolencia acabaría provocando muchas suspicacias. Pero empecemos, por favor, por el principio.
Alguna ciudad del Ulster, años 70. Los años de los disturbios, The Troubles. Parece un nombre demasiado aséptico para lo que fue, ¿no? Aunque es, al fin y al cabo un nombre. Un nombre que define, que proporciona una entidad, una identidad: un nombre que da sentido a una realidad. ¿Puede existir aquello que no puede ser definido? Ah, buena pregunta. Volveré sobre ella un poco más adelante. Déjenme decir antes que Milkman es una novela que habla sobre distintos tipos de violencia. La primera, la más absoluta, la violencia básica y última que aplasta a cualquier otra es la violencia de la situación política; la del terrorismo del IRA, la de los grupos paramilitares pro-británicos, la del Estado. Es una violencia que repercute en cada gesto, en cada pensamiento, en cada palabra pronunciada -o no pronunciada-; que altera cualquier rasgo de la vida normal de la persona. La violencia que encarna Milkman, el lechero, un personaje depredador y ubicuo que aparece poco físicamente, pero que, al mismo tiempo, sobrevuela cada una de las páginas de la novela. El renegante, el criminal, el terrorista alfa, el héroe de la resistencia, el asesino de jueces y esposas de jueces. El “están ahí, aunque no los veas”.
Pero el lechero no es solo el terrorista que amenaza “a los que se lo han buscado”; también ejerce una violencia más sutil y demoledora contra la protagonista, más íntima e invisible; una violencia que, de hecho, nadie más que ella es capaz de percibir, porque, en un mundo en el que el valor de las personas viene determinado por su capacidad de hacer daño, no tiene aspecto de violencia. No hay amenazas directas ni insultos, no hay coacción física, no hay ni un triste empujón. Y, como no lo hay, no existe, y ese no existir es el eje sobre el que orbita la novela.
En esta novela, los personajes no tienen nombre. Bueno, está el propio Milkman, sí, y aparecen unos cuantos nombres propios: sale Veronika Lake, pero ella no es una persona (no, no lo es, es un icono de la mujer hermosa); sale Clark Gable (pero él tampoco es una persona, sino un galán); Isabel I (que tampoco es sino un símbolo del tiránico poder opresor) y también sale Shakespeare (que es uno de esos pocos ingleses que trascienden la clasificación de “nosotros frente a vosotros”). Sin embargo, ¿quiénes son, sino la fama que trasciende de ellos? Si Veronika Lake hubiera sido la tendera de la calle de la protagonista, tampoco habría tenido nombre.
Así que tenemos a “yo”, a las hermanas, a los cuñados; a la madre y al padre muerto; al medio novio, la amiga, las vecinas; a los indeseables del distrito y los tarados; a la profesora de francés… Y a los renegantes, y a los Otros, claro. Es verdad que no es la primera novela-con-personajes-sin-nombre de la historia de la literatura. Sí que es, sin embargo, la primera (de las que he leído) en la que la decisión de no nombrar a nadie tenga unas implicaciones tan contundentes. La supresión de la identidad. ¿Una cuestión menor? En absoluto. Y menos en una sociedad como la norirlandesa, en especial en los años de los disturbios; una sociedad que busca enfermizamente etiquetarlo todo y a todos para mantener una ficción de falsa seguridad.
Si, como mantiene Said, la identidad no existe en sí misma; si la base de la identidad, a todos los niveles, es la negación (yo soy gitano porque no soy payo; soy serbio porque no soy croata; soy ateo porque no soy creyente), entonces la identidad necesita de un antagonista que le dé sentido. Y si elevamos esta teoría a la última potencia, entonces, cuando aniquile a todo lo que por oposición me define, solo quedaré yo, y habré vencido.
La protagonista de Milkman es una chica de 18 años que trabaja (no se sabe muy bien dónde), es aficionada al running, lee novelas del siglo XIX; tiene un medio novio con el que no se decide a afianzar la relación. Su máxima en la vida consiste en no llamar la atención para evitar meterse en problemas. Así, cada día, al salir de trabajar, mete la nariz en uno de sus libros durante el camino a casa. No ve, no escucha; ni siquiera “estaba realmente allí”, si alguien le pregunta. Y se cree feliz y a salvo en su concha. Hasta que un día llama la atención, sin querer, de la peor forma posible: un líder del IRA se prenda de ella y se propone conquistarla (a la manera paramilitar, se entiende).
En un ambiente en el que, oficialmente, nadie se entera de nada y en el que, al mismo tiempo, todos deben estar al corriente de todo para no pillarse las manos, el rumor de que el lechero va detrás de la chica corre como la pólvora. Y ella comete un desliz, uno muy pequeño: piensa que si se limita a ignorarlo todo (al renegante, a los chismosos, a los que le advierten con mejores o peores intenciones), las cosas se arreglarán solas. Y eso, como se ha visto por desgracia tantas veces, es el error mayúsculo que lo complica todo. ¿Quién dijo eso de que para que el mal triunfe lo único que tiene que pasar es que las personas buenas elijan no hacer nada? Yo se lo escuché a Bestia en una peli de los X-Men, pero creo que era una cita. En cualquier caso, estoy de acuerdo con él. Y, es un hecho, los personajes de esta novela nunca deciden nada. Son los demás quienes deciden por ellos; siempre, indefectiblemente. Con sus etiquetas. Tú eres esto, esto y esto también, porque si no, eres uno “de ellos”. Y, por tanto, acabaremos humillándote, pegándote, insultándote; marginándote, despojándote de tu dignidad y, a lo mejor, hasta matándote.
A través de las páginas de Milkman, su autora, Anna Burns (si no me equivoco, por cierto, este es el único libro que ha escrito) nos presenta una demoledora panorámica de una sociedad doliente, con sus numerosos estratos y ramificaciones, con sus miserias y sus grandezas (sí, aunque parezca imposible, de vez en cuando también hay alguna, como el episodio de la puesta de sol). Con un estilo de escritura, digamos, viscoso; con constantes regresiones y elipsis, que pudiera venir a simbolizar que el carácter débil y atemorizado de la sociedad impregna cada aspecto de la vida. Que el hilo que teje la violencia terrorista todo lo alcanza; se cuela por cada ranura, hasta la más inverosímil (¡el sobrealimentador del Bentley, que no deja de crear problemas!).
No obstante, y como he dicho antes, la sociedad en la que se desarrolla la historia no solo sufre un tipo de violencia: hay más, muchos más. Y esa violencia, que a veces se disfraza e incluso justifica, cruza fronteras. Es la violencia abusiva e implacable contra el inocente; contra el débil, contra los niños, contra las mujeres; también contra los hombres que no son todo lo hombres que debieran. Contra los raros. Contra lo raro; contra lo que se escapa a las definiciones. Es una violencia que machaca, que somete, que destruye. Y el alegato de Milkman nos previene contra todas ellas por igual.
Con todo, debo decir una cosa: si bien el trasfondo de la novela es duro; si bien algunos de los momentos descritos son impactantes, impresionantes, perturbadores (lo son; y, en particular, dos de ellos no se limitan a crear incomodidad, sino que dañan de manera deliberada al lector), Milkman es una novela divertida. Y lo es principalmente por la voz narrativa y también por la intervención de algunos de los personajes (la madre, ¡la madre!- la madre es de oro); por los muy sustanciosos diálogos; por las reflexiones de la protagonista -quien, pese a su ceguera autoimpuesta, no es ninguna obtusa… Y, sobre todo, porque a lo largo de sus páginas subyace un potentísimo mensaje de esperanza, de confianza, de la necesidad de un futuro mejor. Un mensaje de ánimo y, también, de lucha, de esfuerzo, de resiliencia y de no conformarse con la resiliencia. Un deseo de que, por encima de las dichosas identidades (que, no nos engañemos, no sirven más que para generar frustraciones y odios) podamos hablar, entendernos, mirar más allá.
Y, por qué no, bailar…
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Anna Burns, Milkman. Grupo Anaya Publicaciones Generales, 2019, 352 pp.
¡Qué interesante! Me apunto esta lectura en mi lista sin fin,je,je. Mucho me gusta Irlanda. Y el conflicto con Irlanda del Norte. Creo que estudie algo, en otra vida. Y me encantará refrescarme la memoria.
Bueno, la visión que da del Ulster no es precisamente idílica, jeje. Pero sí ofrece una tremenda panorámica social de entonces. Es un novelón, además.
Buena reseña que excita el interés, sin duda. Yo también me la apunto.
¡Gracias! Si llegas a leerla, esperaré tus comentarios, a ver qué te ha parecido.
Muy buena reseña. Suena muy bien, lo paso a mi larga lista de libros pendientes.
Gracias. Cuidado con esa lista que normalmente no hace más que engordar y engordar y engordar…