LA HISTORIA COMO CAMPO DE BATALLA – Enzo Traverso

Libro publicado originalmente en 2011 en lengua francesa y conformado por una serie de ensayos cuyo hilo conductor es el problema de la interpretación del siglo XX, o cómo se ha pensado un tiempo de extremos: de ideologías y guerras totales, totalitarismos y genocidios, revoluciones fracasadas y utopías derrotadas. Su autor, el historiador Enzo Traverso (Piamonte, 1957), tiene a su haber una variedad de publicaciones relativas a este campo, el de la historiografía del siglo XX y sus controversias epistemológicas y metodológicas, sintetizando un saber multidisciplinar que congrega a filósofos, sociólogos, cientistas políticos e historiadores. En La historia como campo de batalla, balance crítico de algunas de las contribuciones más relevantes en esta área, se dan cita nombres ilustres como Eric Hobsbawm, François Furet, Arno J. Mayer, George L. Mosse, Emilio Gentile, Michel Foucault, Giorgio Agamben, Saul Friedländer, Edward Said y muchos otros. El libro pasa revista a dichas contribuciones, frecuentemente antagónicas, exponiendo lo que a juicio del autor son sus mayores méritos y limitaciones así como la repercusión que han tenido en la conceptualización de un siglo de violencias extremas, con Europa como escenario neurálgico.

Frecuentemente antagónicas, cabe insistir. Se trata ante todo de polémicas en que intervienen distintos enfoques, paradigmas teóricos y estrategias metodológicas. Cuando Traverso aborda la obra de Hobsbawm, con su fundamento marxista y su emblemática periodización y caracterización (el “siglo XX corto”, la “era de extremos”), la evaluación resulta especialmente decidora al momento del contraste con el francés Furet, cuyo libro El pasado de una ilusión (1995) hace en buena medida de contrapunto de la versión del inglés, plasmada en su muy vendida Historia del siglo XX (1994). Traverso, que en principio comparte coordenadas ideológicas con Hobsbawm, es suficientemente lúcido como para reprobar sus añoranzas (su “apología melancólica del comunismo”, escribe el autor) y denunciar sus omisiones, sobre todo su notorio silenciamiento frente a Auschwitz y el gulag; en verdad, una narrativa histórica que prescinde de los campos de concentración y de exterminio es por fuerza una narrativa parcial. Pero más sanguíneo es su rechazo del libro de Furet, al que insistentemente ha juzgado como un ejemplo del triunfalismo liberal post Guerra Fría (en esta ocasión le endilga el calificativo de “apología presumida del capitalismo liberal”). La crítica traversiana de Hobsbawm puede resultar un tanto condescendiente, pero es difícil no compartir el espíritu contestatario del italiano, maltrecho y desencantado (Traverso es de los que van a contracorriente del complaciente discurso neoliberal, que se las amaña para otorgar carta de naturaleza a un constructo social como el libremercado); como difícil es adherir en pleno a su crítica vehemente de Furet, cuya ruptura con el comunismo fue en sí misma un acto de probidad intelectual. Furet, como Ignazio Silone, Arthur Koestler, Manès Sperber y otros ex comunistas, plantó cara a la bestia y la denunció como tal; es más de lo que se puede decir de Hobsbawm.

Como sabemos, el pasado siglo lleva la marca de las revoluciones y los totalitarismos. Con respecto al año crucial año de 1917, Traverso contrapone los enfoques de Arno Mayer y, nuevamente, François Furet. En ambos casos, la lectura de la revolución bolchevique tiene como referente la de 1789, surgiendo inevitablemente el problema de la deriva terrorista y del germen (proto)totalitario; problema lastrado por la impronta de su tiempo (el de la Guerra Fría). Simplificando, a lo que considera ideocratismo o sobrevaloración de las ideologías y los discursos en Furet (la ideología revolucionaria como matriz de los totalitarismos jacobino y bolchevique), Traverso opone la tesis de Mayer sobre la tendencia a la radicalización de las revoluciones como resultado de dinámicas complejas, irreductibles a las ideologías. La cuestión remite al problema del paradigma totalitario, esto es, la discusión sobre la utilidad analítica del concepto de totalitarismo. Fuera de su consagración en el lenguaje corriente, lo cierto es que, en tanto categoría genérica, el concepto dista mucho de concitar la unanimidad de los círculos académicos, que admiten la necesidad de  una categoría distinta de las ofrecidas por la tipología clásica (“despotismo”, “dictadura” y similares resultan insuficientes para designar fenómenos como la URSS y el Tercer Reich), pero ponen al descubierto las deficiencias de un concepto tan elástico como el de totalitarismo, que acentúa las analogías entre los llamados regímenes totalitarios –afinidades superficiales en opinión de algunos- y trivializa en demasía sus diferencias. Para una visión más amplia de este problema, es recomendable leer El totalitarismo: Historia de un debate, breve pero esclarecedor volumen editado por el propio Traverso (Eudeba, Buenos Aires, 2001).

Emerge también el problema de la interpretación del fascismo, una de las vertientes del totalitarismo –problemático y todo, nuestro autor no halla más remedio que recurrir al término-. La historiografía de las últimas décadas ha enriquecido el estudio de los fascismos, destacando las aportaciones de especialistas como George L. Mosse, Emilio Gentile y Zeev Sternhell. Los dos primeros tienen en común el ser pioneros en una perspectiva sociocultural que se sumerge en las estructuras simbólicas, míticas y rituales del nazismo y el fascismo italiano. Este énfasis en las prácticas y los imaginarios fascistas ha dado nueva vida (a la vez que supera) al paradigma de las religiones políticas, que remite al modelo teórico del politólogo Eric Voegelin (Las religiones políticas, 1938) y hunde sus raíces en Rousseau y su concepto de “religión civil”. (Ilustrativos de este enfoque son libros como La nacionalización de las masas, de G.L. Mosse, y El culto del littorio, de E. Gentile.) Por su parte, Sternhell se aproxima al fascismo desde la historia de las ideas, haciendo de él un arquetipo ideológico situado en las antípodas de la Ilustración y originado en la Francia del caso Dreyfus (ver El nacimiento de la ideología fascista, coescrito por Sternhell, Mario Sznajder y Maia Asheri, Siglo XXI, 1994). No obstante su positiva influencia, las contribuciones de los tres autores adolecen de graves deficiencias, empezando por la parcialidad y el reduccionismo de sus enfoques. Mosse y Gentile prescinden del elemento ideológico, Sternhell pasa por alto el elemento social y simbólico. Curiosamente, ninguno de ellos considera la importancia del anticomunismo como vector del fascismo, y los tres subestiman a la violencia como uno de sus ingredientes esenciales. Sternhell, en particular, exagera la genealogía puramente intelectual del fascismo, omite el contexto histórico (por el contrario, Gentile hace hincapié en la Primera Guerra Mundial como matriz del fenómeno fascista) y, en definitiva, tiende a distorsionar la cuestión al abocarse a un caso marginal como el francés. Por demás, la tesis del antimodernismo nazi ha sido consistemente refutada –aunque bajo distintas premisas- por autores como  Jeffrey Herf (El modernismo reaccionario, 1984) y Roger Griffin (Modernismo y fascismo, 2007). Mosse y Gentile, en cambio, al estudiar los fascismos desde su interior, enfocándose en su autorrepresentación tal como consta en el lenguaje y el ceremonial fascistas, incurren en el riesgo de inflar la literalidad del discurso fascista, incapacitándose a la hora de distinguir los eslóganes y soflamas de los hechos concretos.

Tema obligado en un libro de esta naturaleza es el de la “historización” del nazismo, para el que Traverso saca a colación el debate epistolar entre Martin Broszat y Saul Friedländer, ocurrido en 1987. Fue Broszat quien propuso a mediados de los 80 la idea de historizar el período nazi, esto es, superar su encapsulamiento como anomalía histórica y estudiar los patrones de normalidad y continuidad social que subyacerían al extremismo ideológico y las operaciones de exterminio del régimen hitleriano. Juzgando, por ejemplo, que estas operaciones no formaban parte del horizonte vital de los alemanes corrientes de entonces, Broszat consideraba que la sujeción del pasado nazi al ominoso espectro de Auschwitz entrañaba una deformación; fuera de las atrocidades del nazismo, la vida de la sociedad alemana discurría no en un estado de excepcionalidad sino uno de normalidad, por lo que la historiografía debía consiguientemente normalizar su visión del período. Exigencia que, desde el punto de vista de Broszat, conllevaba la necesidad de excluir la memoria de las víctimas, la memoria judía, no por ilegítima sino por ser irrelevante para el estudio objetivo –científico- del Tercer Reich. Friedländer admitió el rigor epistemológico de algunas de las premisas en que basaba Broszat su exhortación, pero acto seguido advirtió sobre la improcedencia de una perspectiva que pretendía escindir lo social de lo político y lo ideológico, con el consiguiente  riesgo de relativizar o banalizar la criminalidad del régimen nazi (por no hablar del grosero sesgo que supondría la exclusión  de la memoria judía). Como bien señala Traverso, “cualquier tentativa de historización de la era nazi choca con Auschwitz”. Más allá de las objeciones metodológicas y conceptuales que algunos expertos oponen al planteamiento de Broszat, la investigación desarrollada por historiadores como Ian Kershaw, Robert Gellately, Eric Johnson y Götz Aly ha demostrado fehacientemente  que la esfera de la cotidianeidad alemana en tiempos del Tercer Reich distaba de ser impermeable a la violencia nazi, y que el proceder criminal del régimen se sostuvo en importante medida en una base social de aprobación, consenso y complicidad.

A renglón seguido, el libro aborda cuestiones sobremanera relevantes como la de la validez del estudio de la Shoah desde una perspectiva comparativa, contrastándola con otras formas de persecución y exterminio (perspectiva que, en vez de difuminar, ilumina la especificidad del genocidio judío). También, la pertinencia y las limitaciones del concepto de “biopoder”, rescatado y reformulado por Michel Foucault y desarrollado luego por el filósofo Giorgio Agamben, cuya aplicación en el ámbito historiográfico arrojaría luz sobre las relaciones entre el poder y las violencias del siglo XX. Se lo convalide o no, a dicho concepto, lo inquietante es corroborar que la topografía icónica de tales violencias (Verdún, Auschwitz, Kolimá, Hiroshima, Kosovo, etc.) expone invariablemente al Estado como agente primero, echando por tierra las ilusiones de intelectuales como Max Weber y Norbert Elias (y del pensamiento liberal en bloque) acerca de las virtudes de la civilización moderna, con su sofisticación  jurídica y su control estatal de los medios de coerción. Otro tema de candente interés es el del exilio, fenómeno que en un siglo de dictaduras de todo calibre adquiere una dimensión insoslayable. Una de sus aristas es la del privilegio epistemológico que, al decir de Traverso, subyace al quehacer del intelectual en el exilio. Personas como Victor Serge, Hannah Arendt, Arthur Koestler, Theodor Adorno y muchos más, casos señeros de extrañamiento y observación aguda del presente (de “intelectuales extraterritoriales”, en la terminología de un insigne exiliado, Siegfried Kracauer), ilustran las ventajas –y desventajas- del desgarramiento y la distancia como fundamentos cognoscitivos de la realidad; Traverso no puede sino simpatizar con lo viene a ser el punto de vista de los vencidos.

El libro cierra con una serie de consideraciones en torno a las relaciones entre memoria e historia y el traumático pasado sobre el que se construyen las identidades europeas. Siendo el actual un tiempo presidido por el eclipse de las utopías, de horizontes empequeñecidos, prevalece en el desenlace de estos ensayos un tono melancólico. Traverso reivindica el potencial hermenéutico de la mirada melancólica, propia de los vencidos; una mirada consciente de lo que se ha perdido en un siglo de esperanzas truncadas y alejada de una estéril identificación con el discurso triunfalista (que es en la actualidad, por descontado, el discurso dominante). Es aquí que se comprende la valoración por el italiano de la obra de Hobsbawm, cuya visión trágica de la historia –afirma- “resulta más fructífera que la celebración complaciente de los vencidos”.

Abundante en cuestiones de interés, inabarcables en una mera reseña, La historia como campo de batalla es un trabajo erudito pero de amplio espectro en lo que a público lector se refiere; lo favorece en este sentido la escritura del autor, diáfana y contundente. Libro apasionante y de los que invitan a reflexionar.

– Enzo Traverso: La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012. 332 pp.

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7 comentarios en “LA HISTORIA COMO CAMPO DE BATALLA – Enzo Traverso

  1. Farsalia dice:

    Desde que apareció la publicación castellana, no hay día que pase por la librería, lo vea, lo hojee de nuevo y esté a punto de llevármelo. Pero no tardará en caer…

  2. Rodrigo dice:

    Te cautivará, seguro.

    Sobre la imagen de la portada, que Nuru o Javi reproducen parcialmente en la cabecera. Es una de las tres fotos con que Traverso ilustra las vicisitudes del siglo XX, tomadas a préstamo de un ensayo fotográfico del argentino Marcelo Brodsky, fotógrafo cuyos antepasados -de origen judío- emigraron desde el Viejo Mundo. El tríptico suscita en Traverso una serie de comentarios afines al tema de la mirada melancólica, que a su vez se inspira en el pensamiento de Walter Benjamin (uno de los maestros intelectuales del italiano).

    El libro es absorbente de punta a cabo, no es demasiado extenso, y hasta se lo puede tomar como una guía de lecturas sobre el pasado siglo, su historia e interpretación. No es que tenga que estar uno de acuerdo con todo lo que postula Traverso, pero estimulante sí que lo es.

  3. Farsalia dice:

    Por si no necesitara más alicientes… :-P

  4. juanrio dice:

    Interesante propuesta, una discusión sobre el método utilizado por distintos historiadores. No me parece un valor supremo la equidistancia, de hecho para algunas cosas me parece absolutamente fuera de lugar, pero tampoco quiero leer la historia desde un punto de vista excesivamente sesgado. Espero hacerme con él, y de paso leerlo en poco tiempo.

  5. Rodrigo dice:

    Igual la equidistancia y la objetividad al cien por ciento resultan quiméricas. Como cualquiera, yo también tiro de un lado más que de otros…

    Ánimo con el libro, Juanrio. Es lectura de muchísimo provecho.

  6. Lopekan dice:

    La objetividad debe ser el objetivo de todo pensador. Quede la subjetividad para los sentidores.
    La Historia es la que es, como la Física. Ha sido la que ha sido y no otra y, como a la Física, le es de aplicación la ley de covarianza. Es decir, extraída de la teoría de la relatividad, que la medida de la realidad sea independiente del observador que la mida. La Historia ha sucedido una sola vez, no infinitas, y su registro debe tomar la misma forma en todos los marcos de referencia.
    Si no admites esto, amigo historiador, entonces eres un artista y puedes dedicarte a tocar la flauta para regocijo de tu audiencia. Pero no pretendas recoger el testimonio fiable de una época.

    Opino, como se dice aquí.

  7. Rodrigo dice:

    Ay, Lopekan. Como si Ortega y Gasset no hubiese escrito nada sobre los privilegios de la razón histórica

    Por demás, nunca se me ha ocurrido renegar de la objetividad como principio. Mal sociólogo sería yo si no reconociese su rango. Peor, si no lo contrastase con la realidad y sus condicionamientos.

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