No pude evitar mirarlos. La cola del cine era de aquellas que a menudo te encuentras en los parques temáticos, con pivotes y cintas rojas que forman caminos en forma de laberinto para dirigir a las personas que esperan subirse a la atracción de turno. La entrada a la sala de cine se estaba retrasando. Y me aburría, a pesar de mi libro: no puedo leer a gusto cuando mi atención está en otro sitio, en otra circunstancia, en este caso entrar en la sala. Y me disgusta dejar capítulos, secuencias siquiera, a medio leer. Por ello me distraje observando a la gente que había en la cola. Una chica de pelo largo, gafas de pasta enormes, un vestido floreado hasta debajo de las rodillas, un bolso marrón que de tanto en tanto abría para coger la entrada, una caja que imaginé que sería para guardar las gafas, un monedero, una galleta de un paquete ya abierto. Un señor mayor que resoplaba y sudaba a partes iguales. Una mujer palidísima y con un aire a Isabelle Adjani. Dos muchachos desaliñados que hablaban con un tono de voz algo elevado varios metros más allá. Y ellos dos. A apenas seis o siete metros de mí. Ella de medio perfil, él casi de espaldas. En un primer vistazo pensé que eran madre e hijo. Pero no, había demasiada intimidad entre ambos. Sí, el rostro de ella acusaba las señales de la madurez, pero su mirada se iluminaba al verle a él, incluso yo mismo podía advertirlo. Y él, con el cabello rizado oscuro, apenas unas canas en las sienes si te fijabas un poco. Ella pálida de piel, él de esa tez oscura que adquiere un tono moreno por estar siempre a la intemperie. Hablaban continuamente, la distancia no me permitía más que escuchar susurros. Pero se tocaban, no dejaban de hacerlo, de esa manera en que las parejas se tocan sin darse cuenta de que lo hacen, con esa intimidad que sólo la confianza mutua les permite. No se sobaban: se acariciaban, sin pretenderlo, sólo por el impulso de poner una piel en contacto con otra. Él acariciaba el lóbulo de su oreja derecha, jugueteaba con el pendiente, bajaba la mano a la mejilla, luego al cuello, seguía hablando mientras le ponía bien la chaqueta de lana que ella llevaba puesta, demorándose con los bordes, con un hilillo suelto, con un botón. Ella, sonriéndole, se lo comía con la mirada mientras su mano izquierda acariciaba su abdomen por debajo de su camiseta verde, un abdomen liso, apenas percibido en un instante al levantar la camiseta, rozando la cintura elástica de su ropa interior, volviendo al abdomen, incapaz seguramente de renunciar al contacto físico. Se besaron, una vez, mientras hablaban, otra vez más, sonriendo, besos cortos pero insaciables, seguramente deseando deleitarse en un beso profundo. Sus cuerpos ansiaban el contacto, se percibía una excitación sexual no buscada, tan sólo enmudecida por las circunstancias. Se fundieron en un abrazo, ella rodeó su espalda con sus brazos, él bajó los suyos hasta su cintura. Se volvieron a mirar a los ojos, se besaron, él le rozó la nariz con sus dedos, ella metió sus manos en los bolsillos traseros del pantalón de él. Las confidencias eran ahora al oído. Una risita cómplice. Unos labios que paladeaban una oreja, una mano cogiendo el pelo del otro, unos cuerpos que ardían de deseo. Empezamos a entrar en la sala. Les perdí la pista. Pero la pareja de la película no me pareció tan erótica como ellos.
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