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El pequeño Pataxú, Tristan Derème

LA JUGADA MAESTRA

 
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sofix17



Registrado: 17 Ene 2021
Mensajes: 15

MensajePublicado: Dom Ene 17, 2021 4:41 pm    Tí­tulo del mensaje: LA JUGADA MAESTRA Responder citando

Después de 5 años de trabajo y documentación sobre la primera escuela pública, mixta y gratuita de España, les presento: LA JUGADA MAESTRA.

Espero que les guste. He dejado los primeros capítulos en comentarios Wink

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¡La novela que todo maestro debería leer! ¡La historia novelada de las raíces del acceso a la educación en nuestro país!

En una sociedad donde las mujeres no tenían acceso a la educación y se las menospreciaba, tres amigos unen sus destinos para luchar por la primera escuela pública, mixta y gratuita de España mientras tratan de cumplir sus anhelos personales.

Un libro para los amantes de la novela histórica y que busquen historias inspiradoras.

SINOPSIS: M.ª Rosa de Gálvez fue una de las mayores dramaturgas del siglo XVIII. Su familia, los Gálvez, naturales de Macharaviaya, gozaron de gran importancia e influencia en la sociedad y la política de la época. Sin embargo, al margen del éxito que cosecharon sus parientes, M.ª Rosa supo tener por sí misma una vida apasionante.
De forma paralela, Macharaviaya protagonizó un desarrollo y un esplendor tales, que llegó a ser conocida como “la pequeña Madrid”. Acogió una Fábrica de Naipes, creó un Banco Agrícola para socorrer a agricultores y, lo más importante, fundó la primera escuela pública, gratuita y mixta de España, donde las niñas tenían acceso a una educación.
Hasta aquí, la historia real de este singular pueblo y una familia excepcional.
La amistad que surge entre M.ª Rosa de Gálvez, los maestros de la villa, un talentoso artista y un joven sacerdote, su tenacidad por mantener la escuela abierta, las intrigas que se vivieron en la Fábrica de Naipes y los enfrentamientos de todos ellos contra la Iglesia y una sociedad que menospreciaba a las mujeres, crean el telón de fondo para entrelazar las historias de unos personajes que lucharon por construir una España mejor y lograr alcanzar sus sueños.


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sofix17



Registrado: 17 Ene 2021
Mensajes: 15

MensajePublicado: Dom Ene 17, 2021 6:02 pm    Tí­tulo del mensaje: Re: LA JUGADA MAESTRA Responder citando

Os dejo el primer capítulo para que lo podáis leer. Iré dejando más escenas los próximos días. Un saludo.

1. NOVIEMBRE DE 1772

«Los sueños solo se cumplen si tienes el coraje de perseguirlos. Y si algo nos sobra a los Gálvez, es valentía», pensó José mientras recorría impaciente el salón de su casa.
Y es que, lo que meses atrás era una simple locura, podía convertirse en realidad en unos pocos años.
José de Gálvez sopesó durante semanas su idea, calculó todas las ventajas e inconvenientes imaginables y tanteó a contactos poderosos para saber si estarían dispuestos a apoyarle. Pero eso era sencillo para un hombre de su posición, lo complicado sería seducir a los oídos más críticos que conocía: los de sus hermanos.
Dos de sus tres hermanos, Miguel y Antonio de Gálvez, atravesaron la puerta del salón luciendo sus distinguidas casacas y sus pelucas empolvadas seguidos por el mayordomo, que sirvió un exquisito tinto acompañado de un plato de queso. Sin embargo, los tres hombres, tan parecidos de aspecto y tan diferentes de carácter, solo hicieron caso al vino, fruto de sus propias tierras allí en Macharaviaya.
Una vez el mayordomo abandonó la habitación y los tres hermanos tomaron asiento, José, el mayor de los presentes pero el segundo hermano de la familia, empezó a transmitir su idea con un entusiasmo impropio de un hombre de cincuenta y dos años. Sus hermanos, Miguel, alcalde de Casa y Corte, y Antonio, Capitán de Milicias, escuchaban expectantes.
La estancia estaba iluminada por una enorme araña de cristal donde más de veinte velas encendidas bailaban su particular danza mientras José de Gálvez, Visitador de Nueva España y miembro honorario del Consejo de Indias, contaba los pormenores de su misterioso plan. Cuando terminó de hablar, las tres copas de vino estaban vacías.
—Lo magnifico de esta idea es que toda la producción ya está vendida —manifestó el narrador del proyecto.
—Las colonias están a leguas y leguas de distancia, con todo el riesgo que ello supone —apuntó Miguel. El tercero de los cuatro hermanos.
—Hermano, estamos en pleno siglo XVIII, las Américas fueron descubiertas hace casi trescientos años. Nuestros buques han mejorado tanto en velocidad como en seguridad.
—Aun así, no negarás que existen riesgos considerables, por no hablar del deplorable estado de las comunicaciones de Macharaviaya con Málaga y Madrid. —Antonio, el menor de los cuatro hermanos, tres de ellos presentes en aquel salón, era un hombre de carácter fuerte y combativo.
Más que una casa, la residencia donde la acomodada familia Gálvez pasaba sus vacaciones en la pequeña Macharaviaya, parecía un palacio. Llena de los lujos propios de una familia de su nivel, la casa tenía varias plantas con habitaciones llenas de elegantes cuadros, mesitas de marquetería y papeles pintados de colores. Y, por si eso fuera poco, la casona desentonaba entre las poco más de cincuenta modestas casitas del pueblo.
—¡Todo mejorará! —Las ganas de José porque su idea calara entre sus hermanos eran palpables—. Además, ¿se te ocurre alguna otra forma de mejorar el bienestar de nuestros convecinos? Esto impulsará la economía del pueblo, aumentará la población, traerá riquezas y desarrollará el nivel de vida como nunca hemos visto en Macharaviaya.
El proyecto era ambicioso y de proporciones descomunales para un pueblo tan pequeño, pero José lo tenía muy claro en su cabeza: fundar una fábrica de naipes.
Hasta el momento, las más importantes eran las de Madrid, Barcelona y Cádiz. Sin embargo, con el capital adecuado y con la intención de exportar toda la producción a las Américas gracias a los contactos de la familia Gálvez, la fábrica de Macharaviaya sería todo un éxito. Al menos, así lo pensaba José de Gálvez.
Los juegos de naipes estaban ampliamente instalados en todos los niveles de la sociedad española, si bien algunos de ellos eran legales, otros estaban prohibidos.
Además, la perspectiva de beneficios no solo atañía al pequeño pueblo malagueño, sino que José de Gálvez contaba con que la Real Hacienda también saliera favorecida, a pesar de que en un primer momento tuviese que aportar capital.
—Es un proyecto muy noble, pero eres un soñador, José. Macharaviaya cuenta con exactamente sesenta y ocho padres de familia, lo cual no es ni de lejos suficiente población. Además, ¿de dónde vamos a sacar el papel necesario para los naipes? No hay industria cerca de la villa.
A Miguel le había maravillado la idea, pero sabía que debían ser precavidos, Macharaviaya no era el mejor lugar para establecer una fábrica.
—Soy consciente de la escasez de papel y es algo que todavía tengo que estudiar. Pero encontraremos una solución.
—Pero José, tú no tienes tiempo para gestionarla, ¿o te parecen pocas responsabilidades participar en la elaboración de las políticas relativas al Nuevo Mundo y velar por el buen funcionamiento de las autoridades en las Indias? —dijo Antonio haciendo referencia al importante cargo de su hermano.
—Por no hablar de los rumores que corren acerca del gran ascenso que nuestro rey Carlos III tiene preparado para ti. —Volvió a la carga Miguel, esta vez con una sonrisa cómplice.
—Lo sé, lo sé… Pero olvidáis que con mis contactos puedo subvencionar gran parte de la fábrica, por no hablar de que ya sé quién es la persona ideal para dirigirla en nuestra ausencia.
—¿Quién es el inconsciente que quiere acompañarte en este despropósito? —inquirió Miguel jocoso.
—Félix Solesio —proclamó con ímpetu José—. Un empresario procedente de Italia cuya familia posee una larga tradición en la fabricación de naipes. Es un hombre atrevido y emprendedor a la vez que honrado. Goza de mi total confianza desde que establecimos amistad en la Corte cuando coincidí con él en Madrid.
—¿Así que a pesar de ser italiano ya está en España? —preguntó Antonio mientras se mesaba la barbilla en un gesto muy típico de él.
—Así es, hermano.
—¿Tiene experiencia? —Quiso saber Miguel.
—Actualmente trabaja en la Fábrica de Naipes de Vallecas.
—Interesante… —valoró el benjamín de los Gálvez.
—Y por si eso os parece poco —continuó José con tono triunfal—, su ascendencia genovesa y el haber vivido en Italia gran parte de su vida le proporcionan los contactos oportunos para traer a Macharaviaya los artesanos que fabriquen los naipes: dibujantes, estampadores, grabadores, pintores,… ¡Todo lo que necesitamos!
—Si lo que pretendes es atraer a familias italianas que ya conocen el oficio para que trabajen en la fabricación de los naipes, ¿en qué beneficia eso a nuestros vecinos de Macharaviaya? —Antonio estaba muy arraigado a su tierra natal y, al igual que todos los Gálvez, tenía un firme sentimiento de protección y orgullo hacia ella.
—El dinero llama al dinero. El desarrollo económico favorecerá a todos —expuso José, convencido de que estaba en posesión de una gran verdad.
—Entonces lo que quieres es que los habitantes de nuestro pueblo trabajen de sol a sol para que los puestos más codiciados y prestigiosos sean ocupados por extranjeros. —De repente Miguel parecía contrariado—. ¡Eso no es justo!
—No tienen la formación necesaria para elaborar los naipes. ¡Sería una locura montar una fábrica y llenarla de agricultores! —razonó Antonio. El entusiasmo de José había cautivado al pequeño de los hermanos, que se había puesto de su parte y quería soñar junto a él.
—Ya, ya… admito que tenéis razón. —Miguel se resignó a lo evidente, aunque por poco tiempo—. Necesitamos maestros artesanos experimentados para que el negocio pueda salir adelante, pero quizá podríamos llegar a un acuerdo para que los trabajos más básicos fueran realizados por los vecinos del pueblo como aprendices.
—No es mala idea —convino José—. Podríamos primar la contratación de macharatungos para tareas sencillas.
En ese momento llamaron a la puerta. José de Gálvez dio permiso para entrar y el mayordomo apareció con la botella de vino en las manos. A un gesto de su amo el sirviente volvió a llenar las copas de vino hasta arriba y salió con discreción de la habitación.
—¡Hablemos de cifras! —retomó la palabra Miguel mientras volvía a apoderarse de su copa—. Mi calculador hermano José no nos contaría todo esto si no supiera ya números exactos.
—He tenido la oportunidad de mantener correspondencia sobre el tema con nuestra majestad —dijo José mientras sonreía con picardía—. El rey estaría dispuesto a conceder una serie de ayudas y subvenciones para su creación.
—Concreta —pidió Antonio, que también había echado mano al vino.
—Un adelanto de quinientos mil reales para la construcción del edificio y las casas de los operarios, una suculenta subvención de treinta mil reales, la garantía de exclusividad del mercado americano en la venta de naipes e incluso podemos llegar a negociar ciertos privilegios como exenciones fiscales, jurisdicción especial, exención de milicias para los empleados, y un largo etcétera.
Miguel y Antonio se miraron perplejos.
—¡Eres un genio! —sentenció Miguel al tiempo que elevaba su copa a modo de brindis.
El sonido de las tres copas al entrechocarse quedó suspendido en el aire, al igual que los sueños de prosperidad de los hermanos Gálvez para su querida “patria chica”.
Ellos todavía no lo sabían y de momento no eran más que las ilusiones atrevidas de tres hermanos poderosos, pero José, Miguel y Antonio de Gálvez acababan de sentar las bases para impulsar el mayor desarrollo económico, social y cultural de la historia de Macharaviaya, que llegaría a ser conocida como “la pequeña Madrid”.
Estos avances marcarían un antes y un después en el pueblo, pero sobre todo, cambiarían las vidas de muchos de sus habitantes y los guiarían por caminos inexplorados hasta la fecha y llenos de desafíos.


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MensajePublicado: Lun Ene 18, 2021 5:15 pm    Tí­tulo del mensaje: LA JUGADA MAESTRA Responder citando

CAPÍTULO 2. Escena 1

2. JUNIO-AGOSTO DE 1776

El viaje desde Madrid había sido lento y pesado. Muy pesado. Ana estaba cansada y tenía ganas de acomodarse en su antigua casa. La misma que dejó atrás hacía cuatro años.
La joven tuvo que pasar primero por Málaga para llegar a Macharaviaya. Sin embargo, se sentía afortunada. El camino hubiera sido mucho más solitario y peligroso si no fuera por el constante ir y venir de artesanos y trabajadores que esos días tenían como destino la misma localidad que ella.
La inminente apertura de la Fábrica de Naipes de Macharaviaya había hecho que cientos de dibujantes, estampadores, grabadores y demás especialistas en materia de artes se dirigieran hacia el pueblito para encontrar un trabajo y establecerse en la comarca. La mayoría de ellos provenía de Italia, pero la promesa de un buen salario y condiciones de vida mejores en una villa en eclosión también había llegado de boca en boca a muchas ciudades españolas.
A Ana le hubiera encantado encontrar un trabajo en la capital relacionado con sus estudios. Una profesión que la apasionaba y por la que dejó atrás su familia y su villa. Pero por circunstancias que no le gustaba recordar, tuvo que emprender el viaje de vuelta a su tierra natal.
Ana Vega era hija de un hidalgo venido a menos que invirtió lo que le quedaba de sus antaño grandes riquezas en la educación de sus dos hijas.
Ernesto Vega era un hombre cariñoso y feliz con su vida familiar. Todo un triunfador a nivel personal, pero que fue incapaz de trasladar ese éxito al mundo empresarial. Su mal instinto para los negocios le hizo dilapidar la mayor parte de su herencia en malas inversiones. Sin embargo, la comprometida situación económica a la que había arrastrado a su familia no le impidió llevar su afición por la lectura al límite: forró de libros las estanterías de su casa y prefirió ser austero en otros menesteres para él menos importantes.
Ana había heredado la misma devoción por las letras que su padre y, a pesar del disgusto que en un principio supuso para el padre de familia, la chica estaba convencida de que quería convertirse en maestra. Así que, con los pocos ahorros que le quedaban a la familia, Ernesto envió a su primogénita a Madrid, con la esperanza de que se labrara un buen porvenir.
Sin embargo, la recién titulada profesora, por mucho que buscó, no fue capaz de encontrar un trabajo estable en la capital y por tanto tuvo que volver a Macharaviaya, ya que sus padres no podían seguir manteniéndola en la gran ciudad.
Cuando Ana llegó a la puerta de su casa, la encontró cerrada. Cabía la posibilidad de que su padre estuviese en la taberna y hacía demasiado calor para estar en la calle, así que cogió su modesta maleta de cuero y se dirigió hacia la única tasca del pueblo.
La taberna era oscura y estaba cargada de un humo que hacía llorar los ojos. «Tal y como la dejé» pensó Ana. «Aunque la recordaba más tranquila».
Lo primero que le llamó la atención fue que nada más entrar había un grupo de jóvenes italianos que bebían vino con alegría. Sus risas y bromas se escuchaban por toda la taberna. Desde que Ana se marchó de Macharaviaya, el pueblo había aumentado mucho el número de habitantes y los pequeños negocios eran los primeros favorecidos.
Ana Vega buscó con los ojos alguna cara conocida, pero la taberna estaba llena de extranjeros dispuestos a probar suerte en la fábrica que, aunque no abriría sus puertas hasta agosto, ya había empezado a contratar operarios.
Al no encontrar lo que buscaba, Ana emprendió el camino de regreso a la calle mientras se abría hueco entre el gentío que abarrotaba la taberna. Sin embargo, el dueño se había fijado en ella. Y no era de extrañar, las mujeres no frecuentaban su local y Ana era llamativa. Portaba con natural elegancia un vestido ocre a la última moda ilustrada y su pelo oscuro enmarcaba unas facciones dulces a la vez que atractivas.
—Si es usted la esposa de algún artesano —se hizo oír el tabernero por encima del barullo—, le sugiero que encuentren un lugar donde dormir hoy y ya mañana vayan pa la fábrica pa hablar con el señor Félix Solesio, el director, que es el que contrata.
—No, no he venido por la fábrica. Y no estoy casada —dijo Ana mientras se acercaba a la barra.
—Entonces, ¿a qué ha venido una señorita tan hermosa a Macharaviaya?
El comentario no la sorprendió. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos ya que su belleza natural no pasaba desapercibida a ojos de los hombres. Pero lo que sí que la extrañó fue que Juan, un antiguo amigo de la infancia, en ese momento propietario de la taberna de Macharaviaya, no la hubiese reconocido.
«¿Tanto había cambiado en cuatro años?», se preguntó Ana. Se había cortado el pelo, había comprado ropajes nuevos y puede que hubiese cambiado hasta su forma de hablar, pero sospechaba que la clave de que el niño con el que compartió tantos juegos no la reconociera era que se había marchado en la adolescencia y en ese momento se sentía una mujer.
Decidió que podía seguir de incógnito unos minutos más y comprobar la reacción del tabernero al descubrir lo que había logrado en esos últimos años.
—Soy maestra —dijo con el orgullo propio de los que han alcanzado un sueño.
—Maestra… —repitió Juan sin esconder su decepción.
Ana, que había captado la desilusión en la voz del mesero, prefirió ignorarlo con educación ensayada. No era la primera vez que veía esta reacción. La baja reputación de los maestros era una opinión generalizada en España a pesar del impulso que Carlos III estaba dando a las ideas ilustradas.
—¿Hay alguna escuela en este pueblo? —preguntó Ana haciéndose la tonta. Sabía por la correspondencia que mantenía con su familia que hacía poco que habían abierto una escuela de primeras letras para niños.
—Sí, hay una escuela pa chicos, donde les enseñan a leer y esas cosas. Aguarde, mi hermano fue unos días al sitio ese. ¡RICAR! ¡Ricar, ven aquí!
Aunque probablemente no lo hacía con mala intención, Juan hablaba con total desprecio sobre todo lo que envolvía al tema de la educación.
De repente, un muchacho delgado de siete u ocho años salió de la trastienda de la posada y se plantó como un rayo al lado de Juan.
—Este es mi hermano, Ricardo. —El niño saludó a Ana con un gesto vergonzoso y al momento desvió la mirada hacia sus pies—. Cuéntale a esta señorita algo sobre las escuelas que han montado este año los Gálvez.
El muchacho debía de ser terriblemente tímido porque, antes de lograr articular palabra, se le ruborizaron hasta las orejas.
—Pues… las escuelas están en la antigua casa de don Clemente y…
—¡La señorita no es de aquí, Ricar! —exclamó Juan mientras le arreaba una colleja a su hermano, que no dijo nada pero se rascó allí donde había recibido el golpe—. ¡No tiene ni idea de quién es don Clemente! Además, no sé si te has fijao, pero… ¡Es una mujer, vive Dios! Y una mujer hermosa, si me permite… —Esta vez Juan se dirigió a Ana enfundado en su mejor sonrisa—. Háblale de la escuela de niñas.
¡Eso sí que era nuevo! Ana no tenía ni idea de que también hubiesen abierto una escuela para niñas.
—Pues en la escuela de niñas creo que la maestra les enseña a coser, bordar y cosas así —respondió el niño.
—¡Es una noticia fabulosa! —se maravilló Ana.
Era todo un avance para la época que en su propio pueblo hubiesen decidido ofrecer una formación también a las mujeres. Aunque en ella solo impartieran las típicas “haciendas mujeriles”.
—Sí, sí…, fabulosa —dijo Juan con desgana—. ¿Se quedará usted mucho tiempo en nuestro pueblo, señorita?
En esta última frase, sin embargo, el mesero mostró mucho más interés. Además, era una pregunta muy interesante a juicio de Ana. La maestra dudó unos segundos antes de contestar.
—En este momento no estoy ejerciendo, ¿cree usted que una antigua vecina de Macharaviaya podría ser maestra en su propio pueblo?
Juan parecía confuso. Sus cejas se aproximaron hasta formar un surco en la frente, concentrando toda su atención en la chica, hasta que una expresión de total sorpresa dominó su rostro.
—¡Ana! ¡Vive Dios! ¿Eres tú?
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MensajePublicado: Mie Ene 20, 2021 4:36 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

CAPÍTULO 2. Escena 2.

Cuando Ana salió de la taberna después de un animado reencuentro con su amigo de la infancia, la campana de la vieja iglesia de San Jacinto le informó de que eran las cinco de la tarde.
En todo el tiempo que había estado en la taberna su padre no apareció, así que la muchacha tenía muy claro cuál era el sitio donde encontraría a algún miembro de su familia: en la casa más grande y majestuosa del pueblo, la de los Gálvez.
Allí habían tenido que entrar como sirvientas su madre y su hermana debido a la precariedad económica que sufrían.
No había recorrido ni dos pasos cuando una voz a su espalda la llamó.
—¡Disculpe, beeella!
Ana giró sobre sus talones para descubrir al dueño de la voz. Se trataba de un muchacho poco mayor que ella, de ojos verdes y saltones. Poseía además el marcado acento italiano que tanto había escuchado durante su travesía hasta Macharaviaya.
—¿Sí?
Buonasera, señorita. Va a tener usted que scusarmi, pero he ascoltato la conversación que ha mantenido con el mesero.
Ana estaba atónita: ¡vaya italiano maleducado! Y por si su desfachatez fuera poco, la visión de su barba de varios días, sus ropajes desgastados y que llevara consigo unos papeles viejos y arrugados no ayudaron a contener la ira de Ana.
Sin embargo, el italiano se dio cuenta de que la estaba molestando y se apresuró a enmendar su error.
—Le pido mil excusas, beeella. No quería importunarla pero… ¡necesito su ayuda!
—Lo siento, pero tengo prisa y no le conozco. No puedo perder el tiempo —contestó áspera. La desesperación en el tono de voz del chico no había conseguido deshacer su enfado.
—¡No lo pierda! —exclamó el italiano abriendo aún más sus ojos saltones—. ¡La acompaño donde sea que vaya! Así no le robaré ni un secondo.
—¡No es necesario, gracias! —dijo Ana tratando de quitárselo de encima. Lo único que quería era ver a su familia y aquel hombre estaba acabando con su paciencia.
Pero una vez más, el muchacho supo interpretar lo que pensaba, así que decidió ir al grano.
—¡Necesito una insegnante! ¡Una profesora!
—¡¿Cómo?!
—He oído que le decía al tabernero que es maestra y que lo dejó todo para viajar a Madrid con tal de seguir su vocación. Está claro que le apasiona enseñar... —El italiano hablaba atropelladamente y con acento, pero se le entendía con claridad—. Por eso creo que podrá comprendere si le digo que yo también soy un enamorado de mi profesión.
—¿En qué trabaja? —preguntó Ana, que aunque seguía molesta, quería averiguar más sobre aquel joven que lograba transmitir pasión con cada una de sus palabras.
—Me han contratado en la Fábrica de Naipes.
—Pero usted no es de aquí, ¿verdad?
—Nací en Venecia, Italia, y allí pasé mi infanzia, pero me desplacé a Madrid hace dos años para trabajar en la Fábrica de Naipes de Vallecas donde trabajó el mismísimo don Félix Solesio, asentista de esta nueva fábrica —dijo henchido de orgullo.
—¿Y cómo llega un veneciano a una fábrica española?
—Bueno… La verdad es que no se me da mal dibujar. —Era curioso, su anterior tono vanidoso se había esfumado al hablar de su habilidad y una natural modestia guiaba ahora sus palabras—. Así que desde bien pequeño trabajé por las calles de Venecia ganándome la vida haciendo retratos a la nobleza. Las marquesas, duquesas, condesas y demás señoras de alta cuna decían que sabía sacarles la bella faccia… la cara hermosa, aunque todas eran unas cincuentonas arrugadas como pasas, así que me limitaba a retratarlas con menos arrugas para contentarlas.
Por primera vez, Ana esbozó una pequeña sonrisa.
—Después me contrataron en una fábrica de cerámica de Milán, donde me especialicé en la decorazione de vajillas, pero a los pocos meses a unos compañeros y a mí nos propusieron viajar a España para trabajar en la industria del papel. Italia es el país de los artistas, pero España tiene algo que siempre me ha atraído y quise darle una oportunidad.
—¡Vaya! Pasó usted de artista callejero a empleado de una fábrica en la capital de España. ¡No está mal!
—Sí, pero la mia allegria no duró mucho. —De repente, el júbilo del italiano se transformó en desconsuelo—. En Milán nos dijeron que en España los artistas italianos estaban muy bien valorados, pero no fue así cuando entré a trabajar en Vallecas. ¡Se aprovecharon de nosotros! Por eso decidí buscar fortuna en otra fábrica, y aquí estoy…
El chico encogió los hombros en un gesto que le daba un aire inocente.
—No me ha dicho su nombre —dijo Ana picada por la curiosidad.
—Giovanni. Giovanni Vogliatti para servirle a usted y a Dios.
El chico le tendió una mano y con la otra siguió sujetando las arrugadas hojas de papel. En oposición a toda su apariencia descuidada y a la naturaleza de su profesión, sus manos estaban limpias y aseadas. La profesora la estrechó y se presentó ella misma.
—Soy Ana Vega.
—Ana la beeella. Empiezo a comprender la extraña atracción que sobre mí provocaba España.
Ana no pudo reprimir una sonrisa. El muchacho tenía un aire infantil y era un oportunista, pero estaba resultando ser un encanto.
—Es una historia magnífica pero, ¿en qué puedo ayudarle yo, señor Vogliatti? Parece que sabe apañárselas solo.
—Verá, conseguí esto de un libro cuando trabajaba en la fábrica de Vallecas.
Giovanni le mostró a Ana las hojas de papel amarillentas y arrugadas. La maestra las cogió y las ojeó por encima. En ellas figuraban textos entremezclados con dibujos explicativos de lo que parecían ser herramientas, pinturas, láminas de pasta de papel y otros utensilios.
—Contienen explicaciones sobre nuevas técnicas de grabado, estampación y otros métodos artísticos.
—Estos dibujos son realmente buenos…
¡Grazie! —sonrió complacido el italiano—. Pero lo que más me interesa son las palabras. Quiero saber qué dice el texto.
—¿Quién ha escrito esto?
Estaba claro que no había sido escrito por una mano adulta y diestra en la escritura, pero Ana tampoco apreció los trazos dubitativos de un niño.
—Escribir, escribir, no es la palabra…
—¿Qué quiere decir?
—Pues que lo hice yo, pero no sé ni leer ni escribir. ¡Por eso necesito su ayuda! Tiene que enseñarme a decifrare qué pone ahí para que pueda seguir mejorando como artista.
—Pero… ¿¡Cómo pudo haber escrito esto sino!?
—¡Se lo he dicho! —Su acento italiano era mucho más evidente cuando se exaltaba—. Soy buen dibujante. Simplemente me dediqué a copiar los trazos.
Ana dio vueltas y vueltas a los papeles sorprendida, debía de haber por lo menos treinta hojas por ambas caras. Todas con una letra minúscula de trazos precisos pero algo extraña.
—¡No es posible!
—¡Sí que lo es! —rio él.
—¿No entiende ni una palabra?
—Ni uno solo de los trazos…
El nerviosismo inicial de Giovanni había pasado y, aunque aguardaba expectante, había vuelto a adquirir un aire de inocencia. La profesora devolvió el manojo de hojas a su dueño y lo escudriñó de arriba abajo.
—También tengo dos libros en casa —continuó el dibujante—, pero esos no los copié, digamos que “algún día se los devolveré a mi antiguo jefe”, su legítimo dueño. Si es que no me mata antes…
Ana no daba crédito. El desvergonzado italiano la había espiado, le había robado el tiempo suficiente como para contarle su historia y encima le reconocía que era un ladrón.
Con esos ojos saltones y esas pintas desaliñadas daba la sensación de que se trataba de un pobre diablo, alejado de su patria y con pocas luces. Sin embargo, parecía que el chico tenía muy claro lo que quería conseguir y sin duda tenía talento para el dibujo.
—¿Allora, me enseñará a leer y a escribir, señorita? —preguntó Giovanni ansioso.
«La estupidez tiene un encanto del que la ignorancia carece» pensó Ana con dulzura. Y es que después de todo, el italiano impertinente había sabido ganársela.


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MensajePublicado: Jue Ene 21, 2021 6:28 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

CAPÍTULO 2. ESCENA 3.

La fiesta de inauguración de la Fábrica de Naipes había reunido a más de cuarenta personas.
Una cifra modesta en opinión de José de Gálvez, acostumbrado a celebraciones con centenares de personalidades. Pero dada la reducida población de Macharaviaya, el acontecimiento fue todo un éxito. Nunca nadie había conseguido reunir en una misma sala a todas las autoridades de la villa: el párroco, el alcalde y su esposa, el arcipreste de la zona, el capitán de la Milicia Local, algunos prohombres de Málaga y de forma muy especial, Félix Solesio, el director de la Fábrica de Naipes.
Los anfitriones de honor eran los tres hermanos Gálvez: José, Miguel y Antonio, que con sus pelucas rizadas y empolvadas de gris, vestían unos elegantes jubones entallados al torso y habían tenido la delicadeza de vestir cada uno de un color: verde, rojo y azul. La idea fue una ocurrencia de Miguel para que los invitados les distinguieran con mayor facilidad, ya que el parecido entre los tres solía llevar a confusión.
Las mujeres que asistieron a la fiesta realizaron todo un despliegue de vestidos escandalosamente caros y pelucas exageradamente altas, pero la ocasión merecía el despilfarro: la Real Fábrica de Naipes de Macharaviaya arrancaría su funcionamiento a la mañana siguiente. Así lo confirmaba una Real Cédula que había aprobado su creación ese mismo lunes, 12 de agosto de 1776.
La puesta en marcha de la fábrica había supuesto un cambio sin precedentes para la vida de la pequeña localidad, que vio cómo su población crecía hasta casi quintuplicarse, los comerciantes aumentaban sus ventas y las calles rebosaban alboroto y vitalidad.
Durante horas y en medio del rumor de las conversaciones, los criados ofrecieron bandejas cargadas con bizcochos, confituras líquidas, pasteles, agua helada y otros suculentos manjares.
Eran sin duda los niños los que más estaban disfrutando de la fiesta. Correteaban por la sala comiendo dulces sin que sus padres pudiesen controlarlos, e incluso, uno de ellos se las había ingeniado para robar una cajita de rapé, un preparado de tabaco molido y aromatizado dispuesto para ser consumido por vía nasal, muy extendido entre la aristocracia en los últimos años.
La fiesta llegaba a su fin, con los invitados de pie repartidos en corrillos por todo el salón, cuando llegó el acontecimiento que M.ª Rosa Gálvez, hija de Antonio de Gálvez, había estado esperando: el chocolate. El líquido espeso del que su tío Miguel tanto le había hablado.
La mesa donde reposaban las tazas era la más próxima al grupo que habían formado José y Miguel de Gálvez, Félix Solesio y don Andrés, el párroco de Macharaviaya. M.ª Rosa se dirigió a ella y agarró una taza de chocolate. Al principio bebió con prudencia, mojándose solo los labios, pero en cuanto su lengua lo saboreó, supo cuánta razón tenía su tío. ¡Era exquisito!
En el segundo sorbo dejó el recipiente por la mitad y al quinto ya lo había terminado, así que decidió que lo mejor sería coger otra taza antes de que se agotasen.
Sin embargo, no solo el chocolate cautivaba la atención de M.ª Rosa. La niña, que cumpliría ocho años en dos días, también estaba muy interesada en la conversación que sus tíos, Solesio y el párroco mantenían.
No sabía por qué, pero las conversaciones de adultos, aquellas que trataban sobre política, sociedad o cultura siempre la habían atraído.
—¿Así que Macharaviaya cuenta con una escuela de alumnos y otra de alumnas para los infantes de la zona?
La pregunta fue formulada por Félix Solesio. El administrador de la fábrica destacaba por su imponente estatura, por lo que Miguel de Gálvez tuvo que mirar hacia arriba para contestarle.
—Así es, señor Solesio. La escuela fue abierta gracias al capital aportado por mi querido hermano José. ¡Es todo un filántropo! —rio Miguel mientras le daba una palmada en la espalda a su hermano.
—Es una idea excelente —dijo Solesio—. La formación enriquece a los pueblos.
—¡Exacto! —corroboró José de Gálvez—. Por ahora es solo un pequeño proyecto, pero nos gustaría contar en el futuro con el apoyo de la Casa Real y con más benefactores.
—Además, mis hermanos y yo tenemos una idea muy interesante que hará que muchos más alumnos se inscriban en la escuela —tomó la palabra Miguel, que hablaba con entusiasmo pero sin dar demasiados detalles, como si guardara un secreto que no debiera ser revelado.
—Bueno y ¿qué tiene que decir la Iglesia al respecto, padre? —preguntó Solesio dirigiéndose al párroco de Macharaviaya—. Según tengo entendido, aunque se imparte Doctrina Cristiana, no hay ningún religioso en el colegio.
Don Andrés Gutiérrez y Fajardo era un hombre entrado en carnes al que le empezaba a clarear el pelo por la coronilla. Vestido de pies a cabeza con una túnica negra sacerdotal, llevaba cinco años como párroco de Macharaviaya.
—Es un tema complicado y algo completamente excepcional en España. Que no haya ningún cura en un colegio… ¡Eso no se ha visto nunca! —Los oyentes asintieron, sabían que todas las escuelas españolas pertenecían a órdenes religiosas—. Este hecho me molestaría en grado sumo en diferentes circunstancias, pero dado que la tutela de la entidad es asumida por la familia Gálvez, puedo estar seguro de que José, Miguel, Antonio y el ausente Matías, guiarán a esas jóvenes mentes por los Fundamentos Sagrados.
Era una mentira en mayúsculas. Don Andrés estaba más que cabreado por no poder formar parte del cuerpo educativo, pero era un hombre inteligente y jamás diría una palabra que pudiese disgustar a la familia Gálvez. Al contrario, siempre que tenía a alguno de los cuatro hermanos cerca, trataba de regalarle los oídos con cumplidos.
—Quédese tranquilo, padre —dijo José—. Somos hombres ilustrados, pero creemos que el mundo de las ciencias y el religioso pueden complementarse a la perfección.
«Vaya sandez», pensó airado don Andrés, pero sus labios pronunciaron otra cosa.
—¡Desde luego, desde luego! Unas personas tan instruidas y lúcidas como los hermanos Gálvez seguro que hallan el camino para que la razón y la fe coexistan en armonía.
—Sin embargo, no es así como lo conciben las nuevas tendencias de algunos filósofos europeos, ¿verdad? —comentó Solesio saltando así a uno de los temas más en boga de la actualidad.
M.ª Rosa, desde su posición camuflada, estaba fascinada con la conversación. Además, le gustaba la idea de que hubiese una escuela de niñas en el pueblo de sus padres. Ella había recibido clases en su casa de Málaga junto a algunos de sus primos varones, pero desde hacía unos meses sus parientes recibían formación considerada exclusiva para hombres de la que M.ª Rosa no podía beneficiarse.
—¿¡Qué estás haciendo!?
La voz a su espalda la sobresaltó.
Se trataba de su primo por parte de madre, José Cabrera. Un muchacho de trece años al que se le empezaban a notar los estragos de la adolescencia.
—Estoy escuchando la conversación. ¡Cállate que me la pierdo! —le soltó airada ella.
—¡No puedes hacer eso! —exclamó y su voz emitió un agudo gallo en contra de su voluntad.
—¡Sssshhh! —insistió M.ª Rosa llevándose el dedo índice a los labios.
—¡Los niños no pueden escuchar las conversaciones de los adultos! ¡Y menos una mujer!
—¡Claro que puedo! No molesto a nadie así que… ¡Lárgate de aquí!
La cara de José, salpicada por un débil vello, se encendió de ira. No soportaba que una mujer le diera órdenes, así que cogió a su prima pequeña del brazo y tiró de ella para alejarla de la conversación.
—¿Qué haces? ¡Suéltame! —M.ª Rosa se resistió, pero su primo era más fuerte—. ¡QUE ME SUELTES!
El grito de la niña capturó la atención de los cuatro hombres que seguían hablando en corrillo a escasos metros de ellos.
—¡Niños, haced el favor de marchar a jugar a otra parte! —les ordenó la voz autoritaria de José de Gálvez.
José Cabrera sonrió satisfecho y siguió tirando de M.ª Rosa para alejarla del lugar.
—¿Lo ves? —le dijo cuando ya se habían distanciado lo suficiente—. No puedes escuchar.
—¡Hasta que tú has llegado nadie se había quejado!
—¡Te han echado, estúpida! —rio con maldad el muchacho.
—¡A ti también! Además, ¡lo tuyo es peor! porque tú ya tienes edad para participar en esas conversaciones. ¡Aunque claro!, dudo que tu corta inteligencia entienda algo.
Con toda la rabia del mundo, José dio un manotazo a la taza de chocolate que sostenía e hizo que el líquido se le derramase por el vestido.
—¡Entiendo que ahora eres una niña sucia e inútil! —escupió las palabras.
M.ª Rosa soltó la taza, que se hizo añicos en el suelo, y le pegó un empujón a su primo. El chico trastabilló unos pasos hacia atrás y cayó al suelo.
De repente, todas las miradas se posaron en José Cabrera, que yacía incrédulo sentado en mitad del salón, lo que M.ª Rosa aprovechó para escaquearse entre los pomposos vestidos que ocupaban la sala.
Tras unos segundos aturdido, el muchacho se levantó y corrió tras M.ª Rosa. La niña logró salir del salón y, aunque corrió todo lo rápido que pudo, la diferencia de edad hizo que a José no le resultase difícil atraparla en el recibidor de la casa, que estaba desierto.
El chico la cogió de ambos brazos y la empujó con violencia contra la pared.
—Si no me sueltas… ¡YA! Se lo contaré todo a mi padre y a mis tíos. ¡Y recibirás una buena reprimenda!
—Lo dudo… ¿A quién piensas que van a creer? ¿A una niña entrometida o a mí, que soy ya casi un hombre?
—Mi padre y mis tíos me creerán a mí antes que a un crío que le ha robado una caja de rapé al arcipreste de la Axarquía.
José Cabrera palideció asustado. Él había sido el cabecilla de ese hurto y por nada del mundo quería que saliera a la luz.
—¡Eso no puedes demostrarlo!
—¡Ya lo creo! ¡El rapé inhalado deja huella! ¡Ya verás cuando te vean con el interior de la nariz rosa y tus mocos sean del color de los vestidos de mujer!
El muchacho se llevó instintivamente la mano a la nariz, aunque continuó agarrando con fuerza el otro brazo de M.ª Rosa. Pero el miedo se había dibujado en sus ojos y ya no ejercía tanta presión.
—¿Sabes una cosa? —susurró. Su tono agresivo había cambiado a otro más frío y personal que consiguió que M.ª Rosa se estremeciera—. Algún día, tu padre y tus tíos no estarán para defenderte y yo seré un militar famoso y admirado por todos. Entonces podré hacer lo que me venga en gana… con quien me venga en gana.
—Puede ser… “Algún día”, pero no hoy —dijo M.ª Rosa, que no estaba dispuesta a dejarse intimidar.
—¡Algún día! —repitió José mientras la empujaba contra la pared una última vez—. Mientras que tú, a lo único que podrás aspirar será a esposa de algún imbécil al cual tendrás que obedecer en todo lo que te ordene.
Dicho esto, el muchacho salió corriendo. Sin duda, iba a tratar de limpiar en la intimidad su nariz teñida por un color inexistente, ya que M.ª Rosa se había inventado aquello de que el rapé teñía de rosa la nariz de quien lo inhalaba.
Sola en el recibidor, la niña respiraba con agitación. Bajó la cabeza e inspiró hondo para tranquilizarse y fue entonces cuando vio la enorme mancha de chocolate en su vestido rojo pastel. Mariana, su madre, sin duda la regañaría, así que se dirigió a las cocinas de la casa en busca del servicio para que la ayudaran con el manchurrón y de paso, darle otra taza de chocolate.
Cuando entró en la cocina, M.ª Rosa vio a una muchacha de rodillas lavando cacharros en un enorme barreño de madera situado en una esquina de la estancia.
Ana Vega había entrado a trabajar en las cocinas de la casa de los Gálvez de Macharaviaya cuando llegó desde Madrid hacía menos de dos meses.
«Es una suerte que necesiten más cocineras», había comentado su madre, que junto a su otra hija, Helena, trabajaba allí desde hacía un año.
A Ana, sin embargo, no le parecía una “suerte”. No quería ser egoísta, tener un trabajo y ayudar a mantener a su familia era una gran noticia. El problema era que ella quería ser maestra, así que cocinar y limpiar durante horas y horas al servicio de unos grandes señores no había estado nunca entre sus planes de futuro. No era para lo que con tanto cariño había estudiado, no era la vocación que siempre había querido ejercer y, en definitiva, no era lo que había soñado para su vida.
—Disculpe, ¿podría usted ayudarme a limpiar esto? —preguntó M.ª Rosa al tiempo que señalaba con el dedo la mancha de su vestido.
Ana se levantó del suelo y se dirigió hacia la niña. La ahora sirvienta vestía un delantal negro sobre la camisa de estopa y su falda larga campesina.
—¡Pero señorita Gálvez! ¿Cómo se ha hecho semejante mancha?
—Mi primo me tiró una taza de chocolate por encima…
—Menudo primo tiene usted…
—¡Es un idiota! —sentenció—. Se cree superior a mí solo por ser chico. ¡Pero yo soy más lista! ¿Eso no cuenta?
La niña estaba indignada y así se lo mostró sin tapujos a la sirvienta.
Ana rio indulgente. Aunque sabía quién era M.ª Rosa, nunca había hablado con ella. Siempre que la veía por la casa pensaba que era la típica niña malcriada por unos padres pudientes, pero quizá estuviese equivocada…
—¿Cree que podrá limpiarlo?
—Sí, cuando termine la fiesta lavaré el vestido y quedará perfecto. Pierda usted cuidado, señorita Gálvez —dijo Ana al tiempo que le guiñaba un ojo alentador.
M.ª Rosa sonrió satisfecha y más tranquila. Se dio la vuelta y se disponía a volver a la fiesta cuando un pensamiento atravesó su mente, había algo en aquella sirvienta que la invitaba a hablar con confianza.
—Usted no hace mucho que ha empezado a trabajar aquí, ¿verdad?
—No, entré a trabajar para su familia en junio. Antes vivía en Madrid.
—¡La capital! Yo nunca he estado. ¿Es bonita?
—¡Es preciosa! —contestó Ana con la cara iluminada—. Está llena de exóticos y concurridos cafés, los coches de caballos pasean majestuosos a todas horas por las calles e incluso hay barrios donde todas sus casas parecen palacios.
—¿Y por qué vino a este pueblo si tanto le gustaba Madrid?
—Allí no encontraba trabajo —dijo triste—, por eso decidí volver a Macharaviaya. Yo nací aquí, ¿sabe? Igual que sus padres.
—¿Y le gusta este trabajo?
—No mucho. —La pregunta había pillado desprevenida a Ana, que contestó lo primero que se le pasó por la cabeza olvidándose de que hablaba con la hija de sus amos—. ¡Quiero decir!, me encanta trabajar para su familia, señorita Gálvez, pero…
—¡La primera respuesta es la que cuenta! —exclamó M.ª Rosa—. Lo dice siempre mi tío Miguel, que las respuestas espontáneas son las más honestas.
—A su tío no le falta verdad. Pero no me malinterprete, señorita Gálvez, tener trabajo es estupendo en estos tiempos que corren, lo que ocurre es que yo aspiro a trabajar en otro sitio.
—¿Y dónde quiere trabajar usted?
—En una escuela. Estudié para ser maestra. Así que me encantaría enseñar todo lo que sé a niños como usted. Ver cómo aprenden, cómo progresan y de alguna forma, crecer yo con ellos también.
La niña no le quitaba sus rasgados ojos castaños de encima, e incluso Ana apreció una nota de admiración en ellos.
—¿Y por qué no está dando clases?
Las ganas de M.ª Rosa por conocer más y más de todo cuanto llegaba a sus oídos podrían haber irritado a cualquier otra persona, pero Ana se sentía cómoda hablando con los niños. Le encantaba que desbordaran desparpajo, alegría y curiosidad, cualidades que M.ª Rosa parecía poseer a raudales.
—Porque en la escuela de Macharaviaya solo hay plaza para una maestra y el puesto ya está ocupado.
—Y por eso su marido la ha obligado a trabajar aquí aunque no le guste —aventuró M.ª Rosa con inocencia.
—No, no estoy casada, señorita. ¿Por qué dice eso?
—Porque mi primo me ha dicho que cuando una chica se casa tiene que obedecer en todo lo que su marido le diga.
—¡Eso es una tontería! —contestó molesta Ana.
En ese momento, Carmen, la madre de Ana entró en la cocina.
—Ana, hija, necesito que corras a quitar las bandejas del… ¡Oh! ¡Señorita Gálvez! Este no es lugar pa usted… ¿Qué hace aquí?
—He venido a ver si… —M.ª Rosa se detuvo un segundo ante la duda de usar el nombre de pila de aquella maestra disfrazada de sirvienta—. A ver si Ana podía ayudarme con esta mancha.
—¡Claro, claro, querida! Nosotras dejaremos su vestido limpio como una patena. Ahora salga de aquí y vuelva a la fiesta.
M.ª Rosa agitó la mano para despedirse, pero antes de que cruzara la puerta, Ana volvió a dirigirse a ella.
—Recuerde: lo que ha dicho su primo no tiene sentido alguno. ¡No le haga caso!
La niña, más tranquila, le dedicó una alegre sonrisa y salió por fin de la cocina.
Y aunque esa tarde el consejo de Ana estaba cargado de razón: José Cabrera había hablado cegado por la ira, años más tarde, algunas de las predicciones del muchacho se convertirían en la cruda realidad.
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MensajePublicado: Vie Ene 22, 2021 5:03 pm    Tí­tulo del mensaje: LA JUGADA MAESTRA Responder citando

CAPÍTULO 2. ESCENA 4

Habían paseado más de una hora al paso constante y tranquilo de sus caballos. Miguel con su yegua pinta y M.ª Rosa sentada a lo amazonas en un bayo con una silla especial que evitaba que la niña resbalase.
Siempre hacían el mismo recorrido. Tío y sobrina se levantaban al alba y abandonaban Macharaviaya por el camino de herradura, llamado así porque era tan estrecho que solo podían transitar por él caballerías, pero no carros. Este los guiaba por casi todas las propiedades de los Gálvez, leguas y leguas de viñedos.
A M.ª Rosa le gustaba mucho más hacer ese trayecto en otoño, cuando las tonalidades de los viñedos iban desde los ocres hasta los granates en el mayor espectáculo de colores que la niña había visto en su corta vida. Sin embargo, estaban en agosto y de los viñedos colgaban unas uvas verdes y grandes que esperaban pacientes su inminente recogida.
La relación con su tío Miguel era mucho más fluida y cercana que con su padre, Antonio. M.ª Rosa supo comprender desde bien pequeña el motivo del sentimiento de culpa que asfixiaba la relación con su padre: M.ª Rosa era adoptada, pero a la vez hija natural de Antonio de Gálvez. Un romance fuera del matrimonio con una mujer de baja cuna originó el embarazo y, más por la presión que ejercieron sus hermanos que por su intención de hacerse cargo de la responsabilidad que le correspondía, se vio obligado a llevar a cabo las acciones que permitieron la adopción.
Era curioso, pero aquel contratiempo en el matrimonio de Antonio y Mariana hizo más mella en él que en ella. La pareja no había podido tener hijos y Mariana tomó sin dificultades a M.ª Rosa como su propia hija. Sin embargo, aunque Antonio no podía dejar de sentir un cariño genuino y sincero hacia su hija, el constante recuerdo de sus debilidades carnales que la presencia de M.ª Rosa suponía, había debilitado su trato hacia ella.
La familia Gálvez al completo volvería al día siguiente a Málaga, donde los tres hermanos tenían sus residencias habituales. Sus altos cargos y sus correspondientes responsabilidades les esperaban tras aquel parón para inaugurar la Fábrica de Naipes. Así que Miguel de Gálvez, hombre sin descendencia a sus cincuenta años, quiso aprovechar las últimas horas en Macharaviaya para pasear con su sobrina favorita.
Durante sus habituales paseos a caballo, M.ª Rosa solía exponer su curiosa forma de observar el mundo y lanzaba preguntas sin ninguna clase de filtro mientras Miguel trataba de responderle con rigor, pero de forma que pudiera entender ese mundo complejo en el que vivían.
—M.ª Rosa, hemos hablado de muchas cosas pero al final no me has contado qué fue lo que más te gustó de la fiesta.
—Lo que más me gustó fue el chocolate y que se hablara de tantos temas diferentes.
—¿Volviste a escuchar las conversaciones de los mayores, verdad? —rio Miguel benevolente mientras la miraba de soslayo.
—Un poco…
—Y ahora supongo que tendrás un montón de preguntas que hacerme, ¿verdad?
M.ª Rosa siempre lograba sorprender a su tío con sus indiscretas preguntas. Era interesante cómo entre las preocupaciones de una niña tan pequeña se encontraba la de por qué había tantas diferencias entre sexos en aquella España de 1776, donde las mujeres vivían sometidas a los hombres.
Pese a ser un hombre ilustrado y con gran facilidad de palabra, a Miguel de Gálvez no siempre le resultaba fácil explicar a su sobrina algo que debía aprender por tradición y sin realizar demasiadas preguntas: el hombre siempre había dominado a la mujer, era un ser superior y aquello era irrebatible.
Sin embargo, cada vez que miraba a su sobrina con su inquieta curiosidad, su incipiente inteligencia y su asombrosa capacidad de observación, se preguntaba qué los hacía tan diferentes.
—¡Sí! ¡Tengo un montón de preguntas! —corroboró M.ª Rosa enérgica.
Miguel sonrió mientras negaba con la cabeza.
—Está bien. Tú dirás —concedió.
—No entiendo por qué madre, las tías y todas las mujeres visten con pelucas cada vez más altas.
—Es la moda… Y parece ser que cuanto más estatus social tienes, más alto tiene que ser tu peinado.
—Es un poco estúpido.
—La verdad es que sí que lo es.
—Tampoco entiendo una palabra que he escuchado mucho últimamente… —M.ª Rosa cerró los ojos con fuerza para hacer memoria—. “Ilustriación” —señaló al fin, pronunciando con dificultad.
—Ilustración —corrigió Miguel.
—¡Eso! ¿Qué quiere decir?
Miguel se tomó su tiempo para contestar. ¿Cómo explicarle a una niña todo el aluvión de nuevas ideas que estaban llegando de Europa? Y eso que en España el bombardeo era moderado, ya que no todos los periódicos y libros eran partidarios de publicar aquellas novedosas tendencias sobre política, ciencia, arte, filosofía, fe y el nuevo y más importante papel que parecía jugar la mujer en la sociedad del siglo XVIII.
—Verás, estamos en un tiempo de cambio. Nos están llegando muchas y nuevas ideas sobre libertad, justicia, religión… Formas de pensar que cuestionan las aceptadas hasta el momento.
—Entiendo… —dijo M.ª Rosa mientras se mesaba la barbilla en un gesto que recordaba al que hacía su padre Antonio cuando pensaba.
—Para que te hagas una idea, hay muchos científicos que están utilizando nuevos métodos de experimentación. Los filósofos y pensadores, por su parte, están asignando al pueblo una responsabilidad y protagonismo mayor… y así todo. ¡El mundo está cambiando!
—¿Y que cambie es bueno… o malo? —preguntó M.ª Rosa con lentitud.
«Los niños y su empeño en poner una raya que divida todo en “bueno” o “malo”. Tan ingenuo. Tan sencillo», pensó Miguel maravillado.
—Personalmente, estoy a favor de estas nuevas tendencias, pero no es tan fácil... Los cambios tan grandes que se avecinan no pueden hacerse de la noche a la mañana, requieren tiempo.
—Y, ¿por qué de repente todo el mundo discute sobre ese tema?
—Bueno… podría decirse que hay dos bandos enfrentados. Los que quieren continuar con el Antiguo Régimen como hasta ahora y los que quieren apostar por las nuevas ideas.
—¿¡Entonces va a haber una guerra!? —M.ª Rosa abrió mucho los ojos y una sombra de miedo se apoderó de ellos.
—¡No, no! ¡Claro que no, pequeña! —rio Miguel ante la ocurrencia—. Simplemente ahora coexisten muchas ideas opuestas y que están enfrentadas: Razón contra pasión, religión frente a laicismo, reformismo versus inmovilismo... ¡Pero descuida! Nadie va a pegarse por ello…
—Y entonces, ¿cómo va a acabar todo? ¿Quién gana?
—¡No puedo predecir el futuro, querida! —dijo el tío con una sonrisa—. Pero, si quieres saber mi opinión, creo que el progreso solo tiene una dirección posible… ¡Hacia delante! Las nuevas tendencias acabarán imponiéndose.
—¿Como la estúpida moda de las pelucas rimbombantes y altas como torres?
Miguel estalló en carcajadas y se revolvió en su silla, lo que no pareció gustar a su yegua, que respondió con un relincho a modo de queja.
—Más o menos… sí. Es una buena comparación.
A una legua de Macharaviaya, el camino de herradura desembocaba en uno más grande de rueda, que los conducía directos al pueblo. La vía estaba en unas condiciones lamentables para el tránsito de carruajes, como casi todas en España, pero así y todo, había mejorado bastante desde que comenzaron los preparativos para poner en funcionamiento la Fábrica de Naipes.
—Tío Miguel —volvió a hablar M.ª Rosa tras una pequeña tregua—, ¿yo tengo que obedecer siempre a los hombres, me ordenen lo que me ordenen?
—¿Ya estamos otra vez con ese tema? —dijo Miguel con cierto enfado. Aunque en el fondo solo lo fingía, ya que una parte de él le aconsejaba poner barreras a la indomable forma de ser de su sobrina, pero por otra parte, sentía que lo correcto era darle alas.
La niña se mantuvo callada. Sabía que su tío le respondería, pero primero debía hacerse el duro y buscar las palabras adecuadas.
—Siempre que lo que ellos te manden sea bueno, justo y honorable, será lo mejor para ti —terminó por contestar Miguel.
—¿Entonces no puedo decidir por mí misma lo que es mejor para mí? ¡Eso no tiene sentido! Cuando sea mayor… ¿quién mejor que yo para saber lo que es mejor para mí? —gritó indignada y de carrerilla M.ª Rosa.
A Miguel las deducciones de su sobrina siempre le parecían ingeniosas y graciosísimas, pero por respeto a su hermano tenía que tratar de hacerla entrar en razón.
—Tu padre es un hombre bueno, ¿verdad?
—¡Claro!
—Él te ha educado bien, ¿no?
—Sí, así es.
—Y el día de mañana te casarás con un buen hombre también… ¡ya me ocuparé yo de eso! Y aunque tú vayas a ser la protagonista de tu propia vida, él te acompañará en tu camino para guiarte, con amor, por lo que es correcto.
Miguel observó que M.ª Rosa no se había quedado convencida. Suspiró ante la tozudez e independencia de su sobrina y volvió a dirigirse a ella con voz confidente.
—¿Te cuento un secreto?
La niña asintió con la cabeza, atenta.
—Cuando hace cuatro años tu tío José nos propuso a tu padre y a mí llevar a cabo el proyecto de la Fábrica de Naipes, Dios sabe que lo hubiera seguido hasta el fin del mundo, incluso si nos hubiera propuesto montar una fábrica de comida para muñecas…
M.ª Rosa no pudo reprimir una sonrisa ante el comentario, pero se mantuvo callada para no perder detalle.
—Pero, ¿sabes qué terminó de convencerme?
La niña negó con la cabeza.
—La fábrica era de naipes.
Sin interrumpir el caminar pausado de los caballos, Miguel sacó de uno de los bolsillos de su casaca una carta y se la entregó a M.ª Rosa. Era un As de oros.
—¿Qué tienen de especial los naipes? —preguntó ella al tiempo que examinaba la carta.
—Me pareció un guiño del cielo, una señal para apostar fuerte por la idea. Las cartas tienen mucha relación con la vida, ¿sabes?
—¡Ah sí! ¿Por qué?
—Porque en los momentos en los que pensamos que las circunstancias no nos permiten hacer aquello que creemos correcto, debemos recordar una cosa…
—¿El qué? —M.ª Rosa aguardaba expectante.
—Que en la vida, querida sobrina, Dios nos reparte las cartas, pero somos nosotros los que decidimos cómo queremos jugar la partida.
La niña enmudeció mientras asimilaba la información.
—No puedes cambiar tu condición de mujer, M.ª Rosa, pero eres la dueña de tus pensamientos y de tus acciones. Espero que sepas decidir con sabiduría qué hacer con ellos.
El paso tranquilo de los caballos los guio de vuelta hacia el pueblo. Pero antes de que hubiesen llegado, M.ª Rosa, envalentonada por las palabras de su tío favorito, ya tenía muy claro qué iba a hacer en cuanto pusiese un pie en su casa.
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MensajePublicado: Dom Ene 24, 2021 7:11 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

CAPÍTULO 2. ESCENA 5

En la cocina de la casa de los Gálvez, Ana y Helena se afanaban en lavar los platos de la vajilla de porcelana importada de China usados en la fiesta del día anterior. Mientras, Carmen, la rellenita madre de las jóvenes, cocinaba con esmero la comida de sus señores.
Las tres mujeres se habían pasado toda la mañana limpiando y fregando la enorme casa de los Gálvez para dejarla tan impecable como antes de la fiesta, por lo que Ana se sentía exhausta. ¡Cada día odiaba más aquel trabajo!
Helena y ella habían formado un torreón de platos limpios y secos que esperaban a ser devueltos a su estantería. Ana los cogió con ambas manos pero en ese momento, el peso de la torre hizo que se le resbalaran y cayeran al suelo en un estrepitoso estallido de pedazos de cerámica. El resultado: cinco platos rotos, cuatro con grietas y sólo uno que había conseguido salvarse.
—¡Niña! ¡La vajilla buena! —exclamó su madre alborotada.
—¡Lo siento! ¡Lo siento!
—¡Santo cielo! ¡Menudo desastre has armao, chiquilla!
—¡Perdón! Es que estoy muy cansada…
—Y no te gusta tu trabajo y eso se nota… ¡Vive Dios! —murmuró Helena al tiempo que cogía una escoba y se ponía a barrer los trozos de cerámica que se habían desperdigado por toda la cocina.
—Y no me gusta mi trabajo, tienes razón —corroboró con desánimo Ana.
—¡Pues es lo que hay! —sentenció su madre con ímpetu—. ¡Así que a callarse y a aguantarse! Que lo que deberíais hacer las dos, ¡mirad lo que os digo!, es dar gracias a Dios por lo que tenemos.
—Sí, madre. Tiene usted razón —contestó Ana avergonzada, pero sin conseguir librarse de aquel sentimiento de apatía.
—Lo que te pasa, hija mía, es que todavía no te has acostumbrao a este trabajo. ¡Mira tu hermana! Lleva un año aquí y ya lo hace to de maravilla y en un periquete.
La hija mayor resopló con resignación. Ana era una trabajadora incansable y no se le daban mal las tareas del hogar, pero no era feliz con lo que hacía y eso provocaba que la mayoría del tiempo su cabeza volara libre, lejos de la cocina, la ropa sucia y el polvo de los muebles.
—Me acostumbraré… y me esforzaré más, madre. ¡Ya verá!
—Pero, niña… si yo ya sé que mi Ana se esfuerza toito y más… —dijo comprensiva Carmen, que podía parecer dura, pero en el fondo era una madre afectuosa—. Lo que pasa es que solo las cosas que nos apasionan consiguen que trabajemos con el ánimo levantao, y a ti eso solo te ocurre con los libros…
—Puede que este trabajo no te guste, pero te permite estar con quien te gusta… —interrumpió la conversación Helena al tiempo que dirigía la mirada a la ventana que daba al patio exterior de la casa.
Giovanni, el italiano de ojos verdes y saltones, el artista callejero y ahora trabajador de la fábrica de naipes, estaba plantado en el patio esperando el momento adecuado para entrar a preguntar por Ana.
Y es que después de la conversación que mantuvieron el día en que Ana era una recién llegada a su antiguo pueblo y Giovanni un extranjero desesperado por aprender a leer y escribir, los jóvenes acordaron volver a verse.
Cuando días más tarde Ana se disponía a darle la primera lección para iniciarlo en el apasionante mundo de las letras, el chico le confesó que por el momento no podía pagarle, ya que la fábrica no había comenzado a funcionar del todo y su jornal era mínimo. La maestra lo tranquilizó y le dijo que no importaba pero que había algo que siempre había deseado: que le hicieran un retrato.
Dado el pasado del artista, a Giovanni no le costó nada garabatear un magnífico retrato que Ana guardó con cariño en su casa.
Desde aquel día, Ana y Giovanni habían cerrado un extraño pacto: ella le daba una lección diaria de lectura y escritura y él “le pagaba” con un retrato semanal.
Los dibujos eran de una precisión y una belleza extraordinarias. Y Ana estaba maravillada con el talento de su nuevo amigo, que conseguía embelesarla con cada nuevo retrato que le dibujaba.
—¿Qué haces aquí? —preguntó cuando salió al patio para encontrarse con su alumno—. ¡Estoy trabajando!
—Tenía un hueco libero y me preguntaba si… —El chico hizo un gesto dando a entender que quería pasar un rato con ella, pero a quien realmente miraba era a la madre de Ana, que había salido al patio junto a Helena para fisgar con descaro.
Carmen puso los brazos en jarra y frunció el ceño con cara de pocos amigos. El gesto logró intimidar a Giovanni, que tragó saliva con pesadez.
Ana no dijo nada, pero miró a su madre suplicante hasta que consiguió que cediera.
—¡Ooooh! ¡Está bien! ¡Está bien! —concedió la mujer mientras hacía un ademán con las manos resignada—. ¡Pero que Helena vaya con vosotros!
Desde que Ana y Giovanni se reunían para dar las clases, Helena los solía acompañar por orden de su madre, pero la hermana de Ana estaba harta de hacer las labores de “cesta”.
—¡Pero, madre, aquí todavía queda mucha faena! —se quejó Helena—. Hay que barrer la cocina, no hemos acabado de limpiar los platos y la señora Valenzuela me ha pedido que haga su equipaje y… ¡hay que ver la cantidad de vestidos que tiene esa mujer!
—¡Ooooh! —volvió a gritar Carmen indignada—. De acuerdo… ¡Llévatela antes de que rompa toda la vajilla! ¡Pero que no se entere tu padre!
—¡Grazie, doña Carmen! —exclamó Giovanni con su peculiar acento italiano—. ¡Es usted un sol!
—¡No me regales los oídos que sabes que no me gusta ni un pelo, muchacho!
—Gracias, madre —susurró Ana al tiempo que le daba un beso en la mejilla a su progenitora y se quitaba el delantal.
Carmen había intentado mantener su gesto de enfado con el ceño fruncido por bandera, pero en cuanto la pareja de amigos desapareció de su vista, se le dibujó una media sonrisa en el rostro.
Los dos jóvenes se alejaron de la residencia de los Gálvez con paso ligero. Pasaron por casa de Ana para coger el material con el que dar la lección y siguieron su camino hacia las afueras del pueblo, al lugar donde esos cálidos días de verano sus clases tomaban forma: a los pies de un cedro inmenso que les proporcionaba una agradable sombra donde guarecerse.
—¿Qué vamos a leer hoy? —preguntó expectante Giovanni.
Ana señaló un antiguo artículo de El Pensador, su periódico favorito cuando estaba en Madrid. La muchacha había guardado los ejemplares que más sensación le causaron, como los relacionados con las tertulias, el comportamiento en las iglesias y la conducta que debían tener los maestros en las escuelas, que remarcaban la inutilidad de los castigos físicos, tan generalizados por toda España.
Los jóvenes se acomodaron a la sombra del cedro y a una orden de Ana, Giovanni empezó a leer el artículo.
Su ritmo era lento y había numerosas palabras con las que se atascaba o de las que desconocía el significado, pero había mejorado mucho en pocas semanas. Sin embargo, el mayor enemigo de Giovanni era él mismo, y es que el italiano se distraía con una facilidad pasmosa.
—In-to-ca-bles, pre-cep… preceptos, mo-ra-les, ¡intocables preceptos morales! —leyó Giovanni no sin dificultad.
—¡Eso es! —le felicitó Ana.
—Esa camisa te favorece mucho, Bella —comentó en un susurro el chico.
—¡Pero si llevo toda la mañana limpiando! ¿Cómo te va a gustar? Anda sigue…
—La in-sig-ne I-gle… Iglesia, Ca-tó-li-ca… ¿Qué significa insigne?
—Es como ilustre, gloriosa.
—¡Ah! Capisco… —asintió el italiano mientras la miraba con admiración.
Los jóvenes estaban sentados muy cerca el uno del otro, algo que sin duda doña Carmen no hubiera visto con buenos ojos.
—Hueles muy bien, ¿sabes?
—¡Céntrate! —dijo ella con voz cansina y sin despegar la vista del diario.
El artista sin embargo le echaba miradas de soslayo y reía entre dientes.
Leyeron durante unos minutos más, pero la paciencia de Giovanni llegó a su límite y propuso a Ana hacerle un retrato. Dibujar era una de las pocas actividades que conseguían que se mantuviera concentrado y atento.
—¡Pero si me haces uno todas las semanas! —se quejó ella.
—¡Por eso, Bella! ¡Es martes, por qué no hacer el de esta semana hoy! Es il justo pago por las lecciones…
—Está bien…
Giovanni extrajo de un bolsillo de su desgastada casaca un trozo de papel y un lápiz. Como buen artista, estas herramientas le acompañaban a todas partes.
—Te sacaré más bella que nunca, Bella —prometió mientras se sumergía con fervor en el ir y venir de su mano.
El retrato estaba casi acabado y Giovanni lo había vuelto a conseguir: había captado a la perfección las dulces y atractivas facciones de Ana. Pero de repente, una voz lejana les interrumpió.
—¡Ana! ¡Ana!
Se trataba de Helena, sabía dónde encontrarlos por todas las veces que había tenido que acompañarlos. La chica estaba alterada y tenía el sofoco típico de haber echado una buena carrera.
—¡Ana! El señor Antonio de Gálvez te está buscando. ¡Dice que te presentes ante él ahora mismo!
Ana se levantó de un salto angustiada.
—¡Seguro que es por lo de los platos! —dijo presa de la desesperación.
—¿Qué dices? —exclamó Giovanni confuso.
—¡No debería haberme marchado cuando aún quedaban tantas tareas por hacer!
Ana echó a correr a toda velocidad de vuelta a la casa de los Gálvez mientras su conciencia le lanzaba mensajes sin control. Sin embargo, avanzaba con dificultad porque tenía que levantarse la falda larga para no tropezar con ella.
—¿¡Nos veremos mañana!? —preguntó Giovanni mientras la veía alejarse.
—¡Sí! ¡Sí! Nos veremos sin falta —le confirmó ella sin dejar de correr.
Cuando llegó a la cocina, su madre la esperaba con gesto serio. Y para su sorpresa, allí estaban plantados con sus habituales trajes elegantes y sus pelucas empolvadas Antonio y Miguel de Gálvez.
Su hermana Helena también estaba allí, pero una explícita mirada de Carmen bastó para que saliera de la cocina sin hacer preguntas.
Los cuatro se quedaron solos y callados. La escena era pintoresca: Ana jadeante y despeinada, su madre con los ropajes sucísimos después de limpiar toda la mañana, y los dos hermanos Gálvez, muy erguidos, con sus impecables casacas hasta las rodillas y desentonando entre los cacharros de la cocina y los alimentos a medio hacer.
—Señorita Vega, ¡qué bien que ya haya llegado! —saludó cortés Miguel.
Ana se limitó a asentir. No podía articular palabra, primero porque le faltaba el aire y segundo porque la situación y un miedo incontrolable la sobrepasaban.
—Verá, señorita Vega —expuso Antonio tan severo como de costumbre—. He venido aquí para hacerle una proposición.
«Espero que no sea una proposición de despido…», pensó espantada. Y después de leer en los ojos de su madre, supo que estaban pensando lo mismo.
—A mis oídos ha llegado la noticia de que… —continuó el ilustre hombre mientras la joven contenía la respiración—. Es usted maestra, ¿es eso cierto?
—Sí, así es, mi señor —corroboró ella con un suspiro, aunque sentía que el peligro no había pasado del todo.
—¿Y dónde ha recibido usted su educación?, si me permite la pregunta… —Esta vez fue Miguel el que habló.
—Pues… en mi propia casa cuando era niña, señor. Mi padre nos enseñó a leer y a escribir a mi hermana y a mí. Y más tarde en Madrid. Me formé durante años y después superé los exámenes para obtener el título de maestra.
Miguel y Antonio intercambiaron una enigmática mirada de aprobación.
—Eso está muy bien —dijo Antonio mientras asentía con la cabeza—. El caso es que ando buscando una preceptora para mi hija M.ª Rosa. Alguien que pueda proporcionarle una buena educación y la cuide cuando Mariana y yo no podamos. Y tras conocer su trayectoria, me preguntaba si estaría usted dispuesta a cambiar el delantal por los libros…
Ana abrió los ojos completamente asombrada y embargada por la emoción.
—¡Por supuesto! —exclamó—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Claro que sí, señor!
—De formalizar un acuerdo, partiría mañana mismo con nosotros a Málaga.
Ana continuó asintiendo eufórica a pesar de que una extraña sensación de que olvidaba algo se apoderó de ella.
—No hay problema. ¡Estaré preparada!
—¡Estupendo entonces! —sonrió Miguel.
—¿Le parecerá oportuno a su marido? —se dirigió Antonio de Gálvez a Carmen.
—Claro que sí, señor —contestó la rechoncha mujer llena de orgullo y felicidad.
Una vez tratados todos los pormenores, Antonio y Miguel de Gálvez salieron de la cocina y volvieron al mundo al que pertenecían, uno más lujoso y elegante. Pero justo antes de que se fueran, Ana atisbó una pequeña cabeza que se asomaba por la puerta.
Era M.ª Rosa, que como de costumbre, había fisgoneado en las conversaciones de los adultos. Pero esa vez era diferente, ella misma había provocado la conversación. Y es que, en cuanto llegó del paseo a caballo con su tío Miguel, se dirigió al despacho de su padre para pedirle, o más bien exigirle, una maestra que continuara con su educación, al mismo tiempo que aseguraba que ya había encontrado a la adecuada en las cocinas de su propia casa.
Ana, colmada de alegría, le dedicó una sonrisa cómplice.
Acababa de comenzar una amistad que duraría años.


Ultima edición por sofix17 el Mie Ene 27, 2021 6:49 pm; editado 1 vez
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MensajePublicado: Mie Ene 27, 2021 6:47 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

CAPÍTULO 3. ESCENA 1

3. MAYO DE 1780


—Como ves, Pablo, tenemos la Fábrica de Naipes justo al lado de nuestra iglesia —señaló con desdén mal disimulado don Andrés Gutiérrez y Fajardo, el párroco de Macharaviaya.
Sacerdote y diácono acababan de salir por la puerta principal de la iglesia, que daba a la calle que compartían con la fábrica.
—No es que me moleste —continuó don Andrés mientras avanzaba apoyado en su bastón—, pero el jaleo que montan los trabajadores al final de la jornada es irritante.
El joven diácono clavó sus enormes ojos azul celeste en don Andrés y asintió con la cabeza, pero sin entender por qué esa minucia causaba tanto fastidio en su superior.
Pablo Álvarez Gaona había llegado el día anterior a la localidad malagueña cargado con unas pocas prendas de vestir y un reloj de bolsillo. Un objeto poco común para un chico de diecinueve años que evidenciaba que el diácono no provenía de una familia humilde como la mayoría de los eclesiásticos.
El muchacho fue enviado al Seminario de Málaga con quince años al ser el hijo segundón de unos adinerados comerciantes de Benalmádena. Pablo hubiera preferido continuar con el negocio familiar, pero esa tarea estaba reservada a su hermano mayor y él tuvo que conformarse con tratar de simular una vocación que al principio no sentía.
Los padres de Pablo, asustados por la precariedad económica con la que vivían la mayoría de los sacerdotes de a pie de España, opuesta a los privilegios que disfrutaban los cargos más altos de la Iglesia, utilizaron sus contactos para asegurar a su hijo un destino que le evitara penurias. Así pues, Pablo fue enviado a Macharaviaya, un pueblo en pleno desarrollo económico y que garantizaba la recogida del diezmo, máxima fuente de ingresos de los curas en el siglo XVIII.
Aquel día de mayo habían instalado en la plaza del pueblo una feria ambulante, lo que los dos eclesiásticos aprovecharon para comprar tela con la que confeccionar la dalmática del nuevo diácono.
Conforme recorrían las calles macharatungas, repletas de cuestas, Pablo se percató de que había numerosas casas de nueva construcción y muchos vecinos estaban reformando sus hogares con la ayuda del caudal de dinero que entraba a la villa procedente de la Fábrica de Naipes, además de todo el enjambre de negocios que había generado a su alrededor. Macharaviaya estaba creciendo de forma imparable.
Cuando llegaron a la plaza central, los sonidos propios de un mercado en plena actividad bullían gracias a multitud de personas, la mayoría mujeres, que iban y venían haciendo sus compras, y los niños que correteaban por los puestos.
Los dos clérigos se adentraron en el concurrido mercado mientras don Andrés dejaba caer al suelo su bastón, que emitía un sonoro “cloc” con cada nuevo paso. Al párroco de Macharaviaya no le gustaba pasar desapercibido entre los lugareños, así que iba vestido con una impecable sotana negra y un elegante bastón de nogal y puño de plata, objeto más propio de obispos. Sin duda, trataba de impresionar a su nuevo ayudante y ganarse las atenciones y saludos de los vecinos.
—El pueblo ha aumentado su número de habitantes notablemente los últimos años y con ellos… sus pecados —comentó don Andrés mientras contemplaba con desaprobación las caricias atrevidas de una pareja en medio de la plaza.
Pablo siguió con la mirada la dirección que marcaban los ojos de su superior y al ver a los encariñados enamorados bajó la vista abochornado.
—La Iglesia Católica, aunque resiste, ya no posee tanto poder como antes —siguió con su discurso don Andrés—. La expulsión de los Jesuitas hace unos años fue una declaración de intenciones por parte de nuestro monarca Carlos III, que parece estar dispuesto a seguir las ideas ilustradas a pesar de que eso condene las almas de su pueblo.
—Sin duda, no todas las corrientes que nos llegan de Francia son tolerables, pero la mayoría de españoles siguen siendo fieles temerosos de Dios.
A Pablo le gustaba mantenerse informado sobre los temas de actualidad y más en materia religiosa, por lo que leía con avidez todo lo que llegaba a sus manos sobre religión, sociedad y política, ya fuera en forma de gacetas, encíclicas o, por supuesto, libros.
—Mi función, y ahora también la tuya, muchacho, es luchar por mantener los preceptos de la religión y velar por el cumplimiento de la moral y doctrina cristianas. —Don Andrés hablaba de forma pausada y ceremoniosa, lo que daba la sensación de estar escuchando una de sus tediosas homilías—. Una tarea ardua y muy complicada que requiere de todo nuestro empeño y dedicación.
Pablo asintió distraído, sin prestar demasiada atención. El bullicio del mercado lo había atrapado. La última parte de su vida la había pasado enclaustrado en una biblioteca, leyendo y releyendo libros, por lo que no estaba familiarizado con el mundo real.
Después de pasearse por varios puestos, una tela blanca de seda despertó su interés. Sus dedos tocaron el fino paño y su suavidad y calidad le convencieron por completo: ¡Sería esa la tela elegida para confeccionar su vestimenta litúrgica!
—Tie buen gusto pa las telas, galán —le sorprendió con voz zalamera la dependienta del puesto.
Pablo dio un respingo, confuso.
La chica era apenas unos años mayor que él. Tenía unos ojos color miel cautivadores y los labios gruesos y sensuales. Además, su vestido permitía ver gran parte de sus pechos e intuir sin demasiada imaginación el resto, lo que hizo que Pablo perdiera de repente todo el interés por la tela.
—Y dígame, ¿pa qué necesita un mozo tan guapo esta preciosa seda? —preguntó la tendera al tiempo que le guiñaba un ojo seductor.
Pablo se quedó mudo durante unos segundos, pero tragó saliva, se recompuso y comenzó a hablar con verborrea incontrolable.
—Soy el nuevo diácono del pueblo. Bueno… he dicho “nuevo” como si antes hubiese estado alguien en este puesto, pero nunca ha habido un diácono en Macharaviaya, aunque en el pasado sí que hubo un vicario, pero no es lo mismo, porque las funciones son diferentes y porque los vicarios ya están ordenados sacerdotes y yo todavía no, por tanto no puedo decir misa, ni tampoco…
La muchacha lo miraba divertida mientras Pablo seguía con unas explicaciones que ni él mismo entendía. Cuando el chico captó la mirada de la atractiva dependienta, paró en seco su plática y fue por fin al grano.
—… el caso es que necesito una tela blanca para confeccionar mi dalmática.
—Seguro que lucirá espléndido en la iglesia con esta. Pue que hasta me pase alguna vez a verle…
Pablo, ruborizado, sonrió con timidez.
—Veamos, ¿cuántas varas cree que necesitará? —preguntó la chica al tiempo que desenrollaba la tela.
Pero en ese momento, un enérgico bastonazo que rozó las manos de la tendera detuvo el avance de la tela.
—¡Ni te molestes! —dijo con desprecio el párroco de Macharaviaya mientras miraba con desaprobación la vestimenta de la dependienta—. Para ser una vendedora de telas podrías vestirte con algo más de tu mercancía sobre el cuerpo, moza.
—¡A mí nadie me dice cómo tengo que vestirme! ¡Y menos un meapilas como tú!
—¿¡Qué ocurre aquí!?
Las voces alteradas habían alertado al padre de la chica, un hombre grande y musculoso que, a pesar de su corpulencia, no logró intimidar a don Andrés.
—Estaba recordándole a la joven las pautas básicas de decoro al vestir. Y no estaría de más que usted mismo le recordara las del respeto.
—La iglesia queda a cinco minutos de aquí, padre —proclamó el hombretón con sequedad—. Así que, si va a dedicarse a criticar la vestimenta de mi hija o nuestra forma de vida, ¡mejor vuelva con sus crucifijos y sus velas!
—¡MALDITOS TENDEROS! —gritó con rabia don Andrés—. ¡Como siempre en vosotros la educación y el respeto hacia los hombres piadosos brillan por su ausencia!
En ese momento, muchos aldeanos dejaron a un lado sus compras y se acercaron curiosos a investigar lo que ocurría en el puesto de telas. Aquello consiguió abrumar al propietario del tenderete. El repentino público estaba compuesto en su mayoría por feligreses devotos que de repente miraban con suspicacia su mercancía.
«Pronto empezará a disculparse. Sabe a quién se enfrenta», pensó con suficiencia don Andrés, pero los instantes de duda del tendero se esfumaron tan rápido como habían venido.
—¡Váyase de aquí, beato! ¡Asusta a la clientela!
—¡Y bien que hacen en ser prudentes! —El párroco dio un golpe en el suelo con la punta de su bastón—. Porque, ¡que quede claro!, ¡Satanás tiene reservado un lugar especial a los hombres poco temerosos de Dios y de sus ministros!
Las palabras de don Andrés arrancaron grititos ahogados e histéricos de los presentes, e incluso algunas mujeres empezaron a persignarse.
Pablo, por su parte, estaba atónito. El diácono nunca hubiera imaginado que en su primer día iba a tener un encontronazo con feriantes causado por su responsable.
La Milicia Local de Macharaviaya, encargada de mantener el orden en el pueblo, hizo su aparición tras ver el corrillo que se había formado en torno al puesto. Los cinco integrantes de la compañía, vestidos con sombreros de tres picos, casacas y calzones oscuros y medias blancas de lana, iban armados con escopetas.
—¿Qué es lo que sucede, padre? —preguntó el capitán del pequeño escuadrón dando un paso al frente.
—Esta señorita está provocando un escándalo público con su desvergonzada y provocativa vestimenta —gruñó el párroco. Sin embargo, su media sonrisa daba a entender que estaba más satisfecho que enfadado con la llegada de la Milicia Local—. Sugiero que se la lleven para que pueda ser juzgada por sus pecados.
Los componentes de la Milicia dudaron unos segundos, la persecución de aquel tipo de pecados correspondía a la Santa Inquisición, no a ellos.
—¿¡No me habéis oído!?
—¡Esto no es justo! —murmuró M.ª Rosa Gálvez a su preceptora Ana Vega, que se mantenían a una prudente distancia del conflicto.
Pupila y maestra habían llegado hacía pocas horas a Macharaviaya desde Málaga, su residencia habitual, donde Ana llevaba cuatro años dando clases a M.ª Rosa. Habían realizado el viaje porque el padre y los tíos de la niña debían tratar con urgencia un importante asunto en su villa natal. Sin mucho más que hacer salvo dar y recibir lecciones, las dos jóvenes decidieron dar una vuelta por el mercado.
—Lo sé, M.ª Rosa, pero no podemos interferir —dijo Ana sin apartar la vista del puesto de telas.
—Padre, con todos mis respetos —escucharon decir al apurado capitán de la Milicia—, no nos compete a mis hombres y a mí llevar a cabo esta detención.
—Esta mujer ha hecho proposiciones injuriosas al nuevo diácono, lo que supone un delito contra la fe. ¡Exijo que la apresen para castigarla!
—¡Eso es mentira! —se defendió la acusada.
—¿Te atreves a llamarme perjuro, hereje?
Don Andrés lanzó una mirada indignada al capitán que, aunque dubitativo, avanzó hacia la chica con la intención de apresarla.
—¿En serio no vamos a hacer nada? —volvió a la carga M.ª Rosa, pero su queja ya no fue un susurro, por lo que más gente alcanzó a escucharla e incluso recibió la aprobación silenciosa de algunos de los feriantes.
—¡No es asunto nuestro! —continuó con su disuasión Ana.
—Pero tú me contaste que hace no muchos años hubo una revuelta en Madrid por el tema de la vestimenta… “¡El motín de Esquilache!”, dijiste que bautizaron a la protesta.
—Eso fue totalmente distinto, M.ª Rosa. Aquella gente se manifestó porque les impedían llevar capas y sombreros, es decir, ¡más ropa! ¡No menos!
—La esencia es la misma. ¡Es un crimen contra la libertad!
M.ª Rosa, sin darse cuenta, había pronunciado la última frase con más volumen del debido, por lo que llegó a oídos de los protagonistas del suceso y terminó por convencer al indeciso capitán de no efectuar el arresto.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Pablo mirando hacia la muchedumbre.
En el fondo, el diácono estaba más picado por la curiosidad que molesto por el desafío hacia su superior. Ya que él, bien por temor, o por respeto, o por debilidad de carácter, no se había atrevido a llevarle la contraria a don Andrés, y sentía alivio al comprobar que no todos los presentes eran igual de cobardes que él.
—¡Eso! —saltó don Andrés crispado—. ¿Quién ha osado?
La gente empezó a apartarse de la vista de don Andrés hasta dejar la zona despejada. La primera visión que obtuvo irritó al sacerdote. Tan solo era una niña grosera. Sin embargo, al reparar en su vestido de clase alta y en la muchacha que la acompañaba, vestida con un atuendo más humilde pero que no era el típico del campesinado, se dio cuenta de que su intento de dar un golpe de autoridad entre sus parroquianos podía volverse en su contra si no jugaba bien sus cartas.
—¡Yo! —contestó M.ª Rosa a pesar de las quejas de su maestra y con aquella mezcla de valentía e insolencia que solo la juventud da—. M.ª Rosa Gálvez de Cabrera.
Un rumor recorrió toda la plaza.
—¡La hija de Antonio de Gálvez! —exclamó una mujer.
—¡La sobrina del ministro de Indias! —se escuchó decir con admiración.
La sorpresa invadió el rostro de don Andrés, que se vio obligado a mostrar una cortesía que no sentía.
—¡Señorita Gálvez! ¡Qué alegría tenerla de vuelta por Macharaviaya!
—Sí. Mi familia y yo hemos llegado esta mañana. Y no creo que ni mi padre ni mis tíos aprueben el arresto de una muchacha por su forma de vestir.
Don Andrés escudriñó a M.ª Rosa de arriba abajo. Sabía de sobra que si quería conservar su poder en Macharaviaya, no debía enfrentarse en público a uno de los miembros de la familia Gálvez. Así que decidió cambiar de estrategia. Podía salirse con la suya, pero tenía que conseguir que la niña se pusiera de su parte, y teniendo en cuenta que tan solo se trataba de una cría consentida, no le sería difícil manipularla.
—Señorita, tiene usted que comprender que hay comportamientos que no son tolerables. Su padre se sentirá muy orgulloso de usted si se entera de que ha respaldado la detención de una alborotadora feriante.
M.ª Rosa dudó y don Andrés ensanchó su falsa sonrisa mientras los gritos encontrados de feriantes y aldeanos se cruzaban en el aire cargando un ambiente que amenazaba con descargar batalla.
—Querida, tan solo tiene que decirle al capitán de la Milicia que efectúe la detención —¬la guio el sacerdote—¬. Además, ¿no es curioso que ni siquiera la vendedora quiera vestir algo más de su tela por encima? Imagino la calidad de esos trapos…
Parte del público rio la gracia mientras don Andrés sonreía aún más.
El bullicio de risas y gritos estaba en su punto álgido cuando la joven tendera echó a correr para evitar el arresto. Uno de los soldados consiguió cazarla antes de que huyera mientras el enorme padre de la chica se preparaba para batirse a puñetazos contra los cinco componentes de la patrulla.
—¡Creo que no me ha escuchado bien antes, padre! —se hizo oír M.ª Rosa por encima del alboroto, lo que paró en seco la inminente contienda—. He dicho que nadie de mi familia aprobaría esta detención, así que ruego al capitán de la Milicia que ordene soltar a la muchacha.
—Claro que sí, señorita Gálvez —dijo el capitán al tiempo que hacía un gesto con la cabeza a su soldado.
—Capitán, ¿va usted a obedecer las órdenes de una niña? —le espetó don Andrés.
—Padre, ¿no cree que lo mejor sería dejar pasar este malentendido? —Al militar le temblaba la voz.
—¡He dicho que la detenga!
El rugido del clérigo sirvió para tensar aún más el ambiente. Y de pronto, la plaza guardó un silencio más propio de un cementerio que de un mercado. Todo el mundo se mantenía expectante, querían saber quién conseguiría salirse con la suya, si la autoridad divina del pueblo o una descendiente de la emblemática familia Gálvez.
El capitán alternó su mirada de don Andrés a M.ª Rosa y de esta a aquel varias veces, indeciso, hasta que por fin resolvió de qué bando le interesaba más estar.
—Soldado, suelte a la muchacha. No ha hecho nada.
Su compañero liberó a la joven, que corrió a abrazarse a su padre mientras la concurrida plaza estallaba en vítores y aplausos. Para ellos, la suerte de la tendera era lo de menos, estaban más que contentos por haber presenciado el espectáculo del que se pasarían semanas chismorreando.
Don Andrés apretó los dientes con ira. Sabía que la batalla había terminado y él había perdido, pero se veía obligado a mantenerse impávido para salvar la poca autoridad que le quedaba.
—Una decisión poco acertada —concluyó simulando indiferencia pero mirando amenazante a M.ª Rosa y al capitán de la Milicia—. Tanto el alcalde de Macharaviaya como su padre, señorita Gálvez, tendrán noticias del comportamiento de ustedes dos.
Y sin mediar una palabra más, el cura se marchó por donde había venido, seguido de cerca por el silencioso Pablo, que seguía estupefacto.
M.ª Rosa mantuvo la mirada clavada en la espalda de don Andrés. A pesar de ser una especie de huida, la niña estaba convencida de que el caminar pausado del hombre, con su bastón de puño de plata, tenía un aire orgulloso y desafiante.
Qué poco sabía ella en aquel momento sobre que ese tan solo había sido el primero de los muchos conflictos que acabaría guerreando contra el párroco de Macharaviaya a lo largo de los años.
Poco a poco, el mercado volvió a la normalidad, con su acostumbrado alborozo y viveza.
Cuando sacerdote y diácono regresaron a la iglesia, la rabia inundó los ojos de don Andrés. Era un ultraje que una niña tuviese más poder que el párroco. Pero se trataba de una cruda realidad: los Gálvez habían hecho más por aquel pueblo que la Iglesia en más de mil setecientos años.
—¡Insultante! —exclamó don Andrés consternado—. ¡El comportamiento de esa cría ha sido insultante!
Pablo trató de apaciguarlo, consciente de que el orgullo de su superior estaba herido.
—Es evidente que la niña no se ha parado a pensar que…
—¡Y la conducta de los feriantes y los vecinos de este pueblo es despreciable! ¡Debemos atajarla cuanto antes! ¡Los siete pecados capitales campan a sus anchas en este endiablado pueblo y yo voy a acabar con ellos a base de disciplina, penitencias y castigos!
—No estoy del todo a favor de las técnicas de la Santa Inquisición, pero seguro que hay otras…
Don Andrés tampoco le permitió terminar a Pablo en esa ocasión.
—Y cuando haya terminado de poner orden en esta condenada villa… me vengaré de la Gálvez. ¡Te lo aseguro! —rio con malicia. Sus dientes eran pequeños y cuadrados, pero gozaba de una dentadura perfecta.
Pablo tragó saliva, pero al igual que en el mercado, decidió guardar silencio. Había algo en el párroco que le ponía nervioso.
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MensajePublicado: Vie Ene 29, 2021 9:49 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

CAPÍTULO 3. ESCENA 2.

—¡M.ª Rosa, llevas apenas unas horas en Macharaviaya y ya te has metido en un buen lío! —le reprochó Ana de camino a su casa.
—¡Aquello no era razonable y lo sabes!
—Espero que el señor párroco cambie de opinión y no le dé cuentas a tu padre. A don Antonio no le agradaría en absoluto tu comportamiento.
—Saldré de esta, no te preocupes —sonrió con picardía M.ª Rosa—. Además, mi tío Miguel se enorgullecerá de mí. Él no soporta las injusticias.
Ana decidió dar la batalla por perdida. M.ª Rosa, que cumpliría doce años en verano, tenía unas intenciones muy nobles, pero era testaruda y discutidora hasta el extremo.
Se encontraban ya muy cerca de la casona de los Gálvez cuando dos figuras se dibujaron al otro lado de la calle. Eran dos hombres bien vestidos y con las pelucas empolvadas con esmero. Era evidente que no se trataba de simples aldeanos ni trabajadores de la fábrica, pero tampoco pertenecían a la familia Gálvez.
M.ª Rosa entrecerró los ojos para agudizar la vista y reconoció la espigada figura de uno de ellos.
—Ese es Félix Solesio, el principal responsable de la Fábrica de Naipes.
—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió Ana.
—Digamos que… coincidí con él en una conversación la noche en que tú y yo nos conocimos.
—¿Y el otro quién es?
—No tengo ni idea, pero deben de dirigirse a mi casa para hablar con mis tíos y mi padre. Seguro que ese es el motivo de que hayamos venido a Macharaviaya.
No era normal que los tres hermanos Gálvez, con todas las responsabilidades que sus distinguidos puestos les obligaban a atender, consiguieran “escaparse” unos días de mayo a su pueblo natal.
—Tiene que ser algo muy importante… —continuó M.ª Rosa con su razonamiento.
Y sin decir una palabra más, echó a correr hacia su casa a toda velocidad.
—¿¡Pero adónde vas!? —exclamó Ana entre asombrada e indignada.
La profesora tuvo que esforzarse al máximo para seguir los pasos de su discípula, que parecía estar mucho más acostumbrada que ella a correr levantando las faldas de su vestido.
—¡Haz el favor de parar! —le gritó en varias ocasiones, pero M.ª Rosa no se detuvo. Así que a Ana no le quedó más remedio que perseguirla todo lo rápido que pudo.
La niña dio la vuelta a toda la casa, se coló por la puerta trasera que daba a la cocina y corrió hasta el salón. Una vez allí, y al comprobar que estaba desierto pero que había una botella de vino y cinco copas sobre la mesa, se dirigió al despacho de la casa, unido al salón por una puerta doble.
—¡Sé lo que te propones! —dijo Ana cuando llegó casi sin aliento al despacho—. Y no pienso ser partícipe de esto. ¡Ya estás saliendo de aquí y…!
La institutriz no pudo acabar la frase, unas voces en el salón le advirtieron que los hombres que iban a reunirse acababan de llegar y se disponían a tomar asiento.
—¡Te mato! —sentenció Ana en un susurro asesino, pero sin atreverse ya a salir del despacho y tener que dar explicaciones a sus superiores de por qué se había metido en una estancia a la que no le permitían acceder. Ana conocía el carácter del padre de M.ª Rosa y sabía que por una desobediencia como esa era capaz de despedirla.
El salón de la enorme casa macharatunga de los Gálvez estaba a punto de ser testigo de una importante conversación.
En la reunión se encontraban presentes José, Miguel y Antonio de Gálvez, Félix Solesio y el interventor de la Fábrica de Naipes, José de Madrid y Ortiz, hombre nombrado por la Corona para controlar la producción.
Tras la invitación hospitalaria de los Gálvez, Félix Solesio y José de Madrid se acomodaron en torno a la formidable mesa de roble situada en medio de la sala. A pesar de la comodidad de los asientos y del recogimiento y confianza que daba una reunión en petit comité, los cinco hombres no pudieron evitar sentarse rígidos y con gesto grave.
Y no era para menos. Las noticias que llegaban procedentes de las Indias sobre los naipes que enviaban desde la fábrica de Macharaviaya no presagiaban una conversación amigable.
—No les importará que mis hermanos, Antonio y Miguel, estén presentes en esta reunión, ¿verdad, caballeros? —preguntó José de Gálvez, que había abandonado durante unos días su recién estrenado puesto de ministro de Indias para hacerse cargo personalmente del asunto.
—No, claro —contestó Solesio con un ademán educado.
—Sobra decir que mis hermanos gozan de mi total confianza y que su aportación para solucionar este… pequeño contratiempo, puede sernos de gran ayuda, señores.
José de Madrid se limitó a afirmar con la cabeza. Era un hombre reservado y le intimidaba la cercanía de personalidades tan importantes. Además, era joven para aquel cargo. Demasiado, llegaron a asegurar algunas lenguas, pero la Corona no había dudado en otorgarle ese puesto de control ante su resuelta capacidad.
—Señores —comenzó a modo de preámbulo José de Gálvez—, me consta que saben perfectamente el motivo por el cual les he hecho llamar.
Félix Solesio y José de Madrid asintieron. Con más aplomo el primero, con la mirada escurridiza y trémula el segundo.
—No es la primera vez que llamo su atención —continuó el mayor de los Gálvez presentes—, por eso me he decidido a llevar a cabo esta reunión presencial y dejar a un lado la correspondencia, que tan poco efecto parece haber dado en ustedes…
Era un dardo lanzado con minuciosa puntería. Un pequeño y diplomático puñetazo en la mesa, pero puñetazo al fin y al cabo.
José de Gálvez, artífice del monopolio que la Fábrica de Naipes de Macharaviaya disfrutaba con el mercado americano, ya había contactado con esos dos señores meses atrás. El motivo del carteo fue el mal estado y la falta de calidad con la que llegaban los naipes a sus destinos en las Indias. Tras aquella amonestación, José de Gálvez dio por zanjado el tema. Pensaba que los errores detectados serían subsanados con urgencia y esmero, pero más cartas procedentes de las administraciones indianas no bajaron el tono recriminatorio con cada nueva partida de barajas que llegaba a sus almacenes.
—Antonio, si eres tan amable…
El pequeño de los Gálvez ya sabía a qué se refería su hermano, así que, sin perder un segundo, se dirigió al despacho de la casa, contiguo al salón.
El sonido de la silla al deslizarse por el suelo alertó a M.ª Rosa y a Ana, que con todo el sigilo del que fueron capaces, corrieron a esconderse detrás del escritorio de marquetería del despacho, abandonando su posición tras la puerta doble que les había permitido escuchar sin ser vistas.
El espacio bajo el escritorio era demasiado estrecho para las dos, así que apoyaron sus espaldas contra la tabla que hacía de soporte y dejaron que los pies les sobresalieran ligeramente.
Antonio irrumpió en el despacho, iluminado tan solo por la luz que entraba por una ventana lateral. El escritorio estaba justo enfrente de la puerta.
Las dos chicas contuvieron la respiración al tiempo que oían cómo los pasos se aproximaban, cómo el padre de M.ª Rosa se detenía justo a su lado y cómo cogía algo no muy pesado del escritorio que las resguardaba.
Lentamente, maestra y pupila escucharon por fin alejarse a Antonio, pero de repente, la tabla que hacía de pata de la mesa en la que apoyaban sus espaldas crujió con estrépito.
Antonio se detuvo ante lo escandaloso del sonido, giró sobre sus talones y se aproximó al escritorio.
Los ojos de Ana mostraban un miedo incontrolable. «Nos van a pillar», gritaban con las pupilas dilatadas. Los de M.ª Rosa, en cambio, solo estaban en tensión, como un duelista profesional acostumbrado a batirse a muerte pero que, por costumbre u osadía, no sintiese temor. «Tranquila, se marchará enseguida», le transmitió con la mirada a su preceptora.
Y así fue. Antonio, apremiado por la espera de sus hermanos y los dos miembros de la fábrica, abandonó el despacho sin dar mayor importancia al ruido y con el misterioso bulto entre las manos.
El menor de los Gálvez llegó hasta la mesa que compartía con los demás caballeros y, antes de sentarse, dejó caer cuatro pequeños paquetes sobre ella, que hicieron un ruido sordo al chocar con la madera de roble.
—Como ustedes mismos podrán comprobar en estas cuatro barajas extraídas de forma aleatoria por el comisionado de Málaga —dijo José con voz potente—, se aprecia claramente que están defectuosas: el cartón es desigual a lo ancho y a lo largo en cartas de la misma baraja, el papel no tiene la tersura ni la blancura que se le presuponen,…
—En cuanto a la pintura —tomó la palabra Antonio con su acostumbrado tono serio—, existen errores considerables, diferencias de color y manchas.
—Por último —agregó Miguel con una voz más tranquila que la de sus hermanos—, no todas las barajas están envueltas en papel sellado como deberían.
Cada uno de los tres hermanos había enumerado un defecto de los naipes y cada uno de ellos lo había hecho con su característica personalidad: brioso y decidido, José; seco y cortante, Antonio; y algo más diplomático, Miguel.
Félix Solesio y José de Madrid se miraron preocupados. Los dos hombres no habían empezado con buen pie su relación cuando inauguraron la fábrica y la Corona, en nombre de Carlos III, escogió a José como interventor.
La función de José de Madrid era tratar de que se respetase la calidad acordada para toda la mercancía y la de Solesio fabricar unos naipes decentes y hacer de la fábrica un negocio rentable para sus bolsillos. Ambas aspiraciones eran totalmente lícitas, pero contrapuestas.
Además, el hecho de que la fábrica recibiera tantas ayudas públicas no favorecía la delimitación de atribuciones de cada uno.
Sin embargo, los dos hombres coincidían en una cosa: ambos estaban hartos de que se pusiera en tela de juicio la calidad de los naipes y, por tanto, su labor.
—Como le señalé en su día, señor ministro —comenzó Solesio la defensa. Normalmente tuteaba a José de Gálvez, pero lo grave de la situación hizo que se anduviera con miramientos—, hemos tenido muchos problemas con el abastecimiento de papel. La escasez de este nos obliga a aprovisionarnos de madera de muy diferente calidad que en ocasiones encoge durante el proceso.
José hizo un ademán con la mano. Conocía el problema de abastecimiento de papel y era uno de sus habituales quebraderos de cabeza, aunque ya barajaba algunas soluciones.
—Los grabadores, por su parte —continuó el director de la fábrica—, rara vez se ajustan al patrón que les damos. Y no es de extrañar, desde que empezamos la fabricación hace cuatro años he tenido que formar a más de la mitad de los operarios.
—Soy consciente de las dificultades a las que ha tenido que enfrentarse, señor Solesio —dijo José manteniendo el tono formal que había empleado su amigo Félix—. Pero, como usted dice, la fábrica lleva ya cuatro años en marcha, era de esperar que la experiencia de sus trabajadores hubiera aumentado.
—Se han ido incorporando nuevos empleados cada año y, muchos de ellos, pertenecientes a Macharaviaya por orden de sus excelentísimos —añadió Solesio refiriéndose al mandato que dieron los hermanos Gálvez de fomentar la contratación de vecinos del propio pueblo—, por lo que el nivel de formación de los trabajadores es insuficiente.
—A día de hoy tiene doscientos ocho operarios trabajando. ¡No me diga que entre todos ellos no hay ningún artesano experimentado! —saltó fogoso Antonio—. Además, ¡eso no explica la deplorable calidad utilizada para los naipes, pardiez!
Hubo unos instantes de silencio que ninguno de los presentes se atrevió a romper hasta que José de Madrid, el interventor de la fábrica que se había mantenido al margen hasta el momento, habló con sosiego. Su nerviosismo inicial se había esfumado.
—En cierta forma, sí que lo explica. Solesio y yo acordamos dar a los aprendices papel de cascarela, material de menor calidad para evitar poner en sus inexpertas manos cartones de mayor espesor y coste con la finalidad de que les sirviera para “practicar”.
—Eso fue una buena idea, caballeros —reconoció Miguel—. Y les insto a que sigan con esa práctica mientras la instrucción continúe.
Antonio sin embargo no compartía el buen talante de su hermano.
—También nos han llegado quejas sobre el almacenamiento y el transporte de los naipes, ya que parte de los defectos de los naipes derivaban de ellos.
—He de recordarle, señor Madrid —habló José de Gálvez con autoridad pero sin las adustas maneras de su hermano menor—, que es su responsabilidad revisar el proceso de encajonado de las barajas en las cajas para que los clavos no dañen los naipes. Además, propongo que dichas cajas vayan enceradas, selladas con lacre y numeradas para su mayor seguridad y control.
—El señor Solesio y yo ya hemos tratado ese tema también —reveló el joven interventor—. Y tenemos una propuesta que hacerle.
José de Gálvez inclinó la cabeza invitando a su interlocutor a continuar.
—Hemos pensado que lo mejor sería emplear un nuevo sistema: el acomodo de los naipes en barriles estancos.
—De esta manera prevemos tener menores mermas por humedad y golpes en el transporte y el almacenado de las barajas —cogió el testigo Félix Solesio.
Los tres hermanos se miraron en silencio unos segundos hasta que José habló.
—Bien, muy bien. Creo que debemos darle un voto de confianza a este nuevo sistema.
—Tengo una propuesta más para usted, señor ministro —dijo José de Madrid.
Félix Solesio lo miró sorprendido, como si este segundo ofrecimiento no hubiese sido consensuado con él.
—Debemos tener en cuenta —continuó el joven interventor—, que una vez que los naipes salen del puerto de Málaga hacia las Indias, perdemos el control sobre ellos. Y tal y como han afirmado ustedes mismos, se producen muchos deterioros durante el transporte. Por lo que me gustaría que sus ilustrísimos consideraran la posibilidad de que el cuidado de la mercancía una vez recibida en su destino, no sea el más apropiado.
—Creo que en una de sus cartas ya me hizo partícipe de esa suposición, señor Madrid —contestó José de Gálvez a su tocayo.
—Mis pesquisas ahora llegan más lejos. Creo que, por causas que desconozco, las administraciones indianas no están a favor de que importemos naipes procedentes de Macharaviaya a sus tierras.
—¡Esas acusaciones son muy graves, señor Madrid! —le espetó Antonio.
—Ustedes, al igual que yo, son sabedores de la importancia del contrabando en las Américas —se defendió el joven, exaltado pero sin perder la compostura—. Por ello, les comunico mi disponibilidad, cuando ustedes lo consideren oportuno, para viajar a las Indias junto a la mercancía y así poder comprobar en qué condiciones transportan los naipes e informarme de por qué las administraciones de las Indias ponen tantas pegas a nuestras barajas.
—Agradezco su disponibilidad e interés, señor Madrid —dijo José de Gálvez apaciguador—. Sin embargo, de momento, no realizará dicho viaje. Nos limitaremos a tratar de subsanar los errores que han notificado desde Nueva España.
Los cinco hombres se miraron entre sí. Tirantes. Expectantes a que alguno de ellos hablara. Hasta que por fin Miguel, que parecía el moderador de la reunión, decidió pronunciarse.
—Entonces, ya solo nos quedaría tratar el tema del número de barajas que enviamos a América.
—Les encomendamos la tarea de fabricar treinta mil mazos de doce barajas diferentes cada cuatro meses y no están cumpliendo con dicha cuota —anunció Antonio desafiante. Parecía dispuesto a volver a la carga.
—La cantidad es excesiva —dijo tajante Solesio—. No disponemos de los medios humanos ni materiales para alcanzar esa cifra.
—Por lo que proponemos que la reduzcan —siguió José de Madrid—. Lo que también facilitará mi trabajo de supervisión y aumentará la calidad de los naipes.
—Lo podemos estudiar, si eso conlleva una mejora de la mercancía… —valoró José de Gálvez.
—Podemos realizar una estimación de qué cantidad de barajas podemos fabricar en las condiciones adecuadas y se lo notificaríamos a la mayor brevedad —se ofreció Solesio.
—Eso sería de gran ayuda…Fel… señor Solesio.
Estaba claro que, puestos los puntos sobre las íes, José de Gálvez se sentía mucho más relajado. Sabía que su amigo Félix Solesio haría todo lo posible por enmendar aquellos defectos en los naipes. Sin embargo, aún le quedaba una última advertencia que realizar al asentista y al interventor de la fábrica. Y, aunque esta no fuese de su agrado, era su obligación realizarla.
—Confío en que las nuevas medidas que vamos a adoptar, además de mi firme compromiso a tratar de abastecerles de un papel de mayor calidad, faciliten corregir los errores detectados en la producción —señaló el mayor de los Gálvez clavando su mirada en Félix Solesio—. Ya que, si esto no sucediera, cabe la posibilidad de que me viera en la obligación de cerrar la fábrica.
Todos los presentes se quedaron estupefactos. Pero se trataba de una medida lógica. La fábrica era un negocio tanto para Solesio como para la Corona, así que, si no generaba ingresos ni a su asentista ni a la Real Hacienda, tendría que clausurarse.
—También yo espero poder solucionar todos estos contratiempos, José —se decidió a hablar con mayor familiaridad Félix Solesio, a lo que su amigo ministro correspondió con una sonrisa tensa.
—Sin embargo, todavía no hemos solucionado el problema de la formación de los operarios de la fábrica —objetó José de Madrid.
—No podemos hacer nada contra la inexperiencia —señaló Antonio impotente—. No toca otra que armarse de paciencia.
Los cinco hombres asintieron con resignación para luego comenzar a hablar de temas más distendidos. Sin embargo, la reunión no se alargó mucho, todos tenían trabajo que hacer para tratar de mantener abierta la fábrica.
En la sala contigua, la conversación estalló justo después de que los hombres se marcharan. Y es que, a pesar de las quejas de Ana, M.ª Rosa y ella terminaron de espiar a los hombres desde su primera posición, detrás de la puerta doble que unía el salón con el despacho, donde estaban más expuestas pero tenían mejor audición que bajo la mesa del escritorio.
—¿Crees que van a cerrar la fábrica? —preguntó M.ª Rosa a su maestra.
—No creo —contestó todavía en un susurro Ana—. Pero lo que hemos escuchado no es bueno. Nada bueno. Numerosas familias macharatungas dependen de la fábrica.
—Si cierra, mucha gente abandonará el pueblo.
—Sí, me temo que sí —dijo Ana. Pero su cabeza ya no estaba allí, con su alumna en el despacho de los Gálvez, sino con Giovanni, el joven italiano con el que había logrado mantener la amistad a pesar de la distancia, y al cual veía siempre que los Gálvez decidían pasar una temporada en su pequeña villa.
Sin embargo, Ana estaba convencida de que lo que no habían conseguido las cinco leguas que separaban Málaga de Macharaviaya, sí que lo lograría una distancia mayor, cuando Giovanni se viera obligado a marcharse del pueblo si perdía su trabajo.
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MensajePublicado: Sab Ene 30, 2021 6:57 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

CAPÍTULO 3. ESCENA 3.

Tenía que avisarle. Ana tenía que informar lo antes posible a Giovanni sobre lo que acababa de escuchar en el despacho de los Gálvez.
El chico, por supuesto, no podría hacer nada si la fábrica cerraba, pero tenía derecho a saber que su puesto y el de todos sus compañeros corría peligro.
Además, artesano y maestra llevaban meses sin verse, lo que azuzó aún más a Ana para salir apresurada hacia la Fábrica de Naipes, donde sabía que Giovanni estaría a punto de acabar una de sus interminables jornadas de trabajo.
La joven llegó a la puerta del enorme edificio justo en el momento en que más de doscientos operarios comenzaban a salir en completo desorden de la fábrica. Ana agudizó la vista para tratar de distinguir a Giovanni entre el pelotón de artesanos, pero no había rastro de él. El italiano tenía que haberse quedado dentro por algún motivo.
Apremiada por los pocos minutos de sol que le quedaban al día y porque pronto tendría que estar de vuelta en casa de los Gálvez, Ana se armó de valor y se adentró en el edificio con paso ligero.
La fábrica había aumentado su tamaño con los años. En esa primavera de 1780 contaba con el portal de entrada, dos almacenes grandes, un patio, dos despachos y once cuartos dedicados a cada una de las tareas que conllevaba la fabricación de los naipes.
El proceso de elaboración de una carta constaba de hasta sesenta operaciones diferentes, y aunque estas podían agruparse en tres grandes bloques: preparación del papel, pintado o estampación y bruñido, el desarrollo de la fábrica había permitido que cada uno de los once cuartos pudiera especializarse en una tarea concreta: impresión, coloreado, moldes, patrones, agujado, colgaderos, aparejado, descartonado, bruñido, cortado y registro.
Ana, que nunca había pisado la fábrica, vagó por las salas guiada tan solo por su curiosidad.
Lo que más le llamó la atención fueron los característicos olores de la producción de naipes, que libraban su particular guerra a lo largo y ancho del edificio. Y es que el aroma del papel era algo único. La pasta de papel llegaba a la fábrica y su olor luchaba por imponerse al de las pinturas y barnices que posteriormente la adornarían, pero solo lo conseguía en las salas dedicadas a la preparación del papel. Cuando llegó a los cuartos donde se pintaban los naipes, el fuerte y acre olor que emanaban las pinturas ganaba la batalla al del papel prensado. A la joven se le metía en la nariz hasta llegarle a la garganta, como si fuera su boca la que estuviese percibiéndolo y no su olfato.
El olor del ambiente cambió cuando Ana se acercó a las salas donde se bruñían los naipes. El aroma típico del encerado era más dulzón que el de las pinturas, pero igual de penetrante.
Empezaba a hartase de esa constante agresión a su sentido del olfato cuando una luz al fondo de un cuarto lleno de láminas de papel y pinturas llamó su atención.
Desde la distancia, la chica pudo distinguir la figura de un muchacho de espaldas que trabajaba sobre unas hojas de papel a la luz de las velas.
Ana contempló la silueta de Giovanni durante unos segundos y sonrió al comprobar la concentración con la que el artesano dibujaba cada trazo. Ella le había enseñado a leer y a escribir y nunca le veía tan atento a lo que hacía como cuando dibujaba. Parecía como si todo el mundo se desvaneciese a su alrededor y solo existiese el lápiz, el papel y la creación que estuviese proyectando.
De repente, un recuerdo agridulce asaltó la mente de la maestra.
Cuando cuatro años atrás Ana tuvo que emprender un atropellado viaje hacia Málaga para trabajar como institutriz, apenas tuvo tiempo de despedirse de Giovanni. Con el corazón en un puño, lo único que pudo hacer antes de partir fue presentarse en casa del artista con todos los retratos que él le había dibujado semana tras semana y devolvérselos en un triste intento de que no olvidase su rostro.
Esa era la parte amarga del recuerdo, la que preferiría olvidar. Pero aquella evocación también encerraba su lado dulce. Y es que en el mismo instante en el que Ana se disponía a montar en la flamante berlina de los Gálvez para mudarse a Málaga, y con toda su familia en la calle despidiéndola, Giovanni apareció y, con todo el aplomo que un muchacho que no llega al cuarto de siglo puede tener, se dirigió al padre de Ana ante la mirada atónita de esta.
—Señor Vega, usted apenas me conoce, y espero que scusi la mia insolencia, pero me gustaría tener unas palabras con usted, si tiene a bien.
Ernesto Vega, abrumado por la despedida de su hija y desconcertado por lo inesperado de la situación, inclinó la cabeza dando permiso al artesano para continuar.
—Verá, señor Vega, como creo que ya sabrá, llevo meses reuniéndome con su hija para que, con su conocimiento y pazienza, me enseñe las habilidades de leer y escribir. En esos encuentros, en los que nos solía acompañar Helena, siempre he sido cortés y respetuoso con su hija.
—Me consta que eres un muchacho honrado y trabajador —dijo Ernesto, dirigiendo una mirada cómplice a su mujer.
—Así es, señor —contestó Giovanni ganando aplomo con cada palabra que pronunciaba—. In este momento poseo un buen puesto como aprendiz en la Fábrica de Naipes y cuento con il beneplácito del señor Solesio para continuar en ella muchos años más.
El padre de Ana asintió pero mantuvo silencio, sabía que el chico guardaba un discurso mucho más largo en su interior.
—Sé que es un oficio modesto, pero tengo la firme intenzione de llegar a ser maestro artesano, y dado el cariño y la amistad que poco a poco ha ido creciendo entre su hija y yo, me gustaría hacerle una osada petizione, con su permiso.
—Tú dirás —concedió Ernesto torciendo ligeramente el gesto.
—Me gustaría que no diese la mano de su hija en matrimonio mientras ella sea institutriz de la familia Gálvez.
—Mi hija es joven, muchacho —le interrumpió el hombre—, pero los años de edad casadera se le van agotando.
—Lo sé, pero no he terminado —dijo Giovanni con confianza—, me gustaría que no diese la mano de su hija en matrimonio mientras sea institutriz… sin antes considerar l’opzione de que yo la despose.
Los oscuros ojos de Ana se abrieron hasta casi formar dos círculos perfectos mientras sentía que el aire no le llegaba a los pulmones.
—¿Tú, un simple aprendiz, estás pidiéndome permiso para casarte con mi hija? —preguntó con suspicacia el padre de familia.
—No, señor Vega. Le estoy diciendo que si se le presenta un buen partido con quien casarla, hágalo. Nada en el mondo me gustaría más que ver cómo alguien logra complacer a Ana como se merece, pero antes de hacerlo, me gustaría que comprobara si yo representaría para su hija un esposo aún mejor que el supuesto candidato.
Ernesto enarcó una ceja.
—¿Y por qué debería ceder ante esta disparatada petición, chico?
—Porque yo le garantisco que, en el tiempo que dure el trabajo como institutriz de Ana, yo habré conseguido una mejor posizione económica, prestigio en mi profesión y podré darle una vida próspera y muy feliz.
En ese instante, el cochero de la berlina de los Gálvez interrumpió la escena.
—Siento romper el momento —anunció sin tacto alguno—, pero los señores están a punto de montar en el coche y la señorita tiene que ir acomodándose.
—Deme una respuesta, per favore —rogó Giovanni—. Sea cual sea, creo que Ana tiene derecho a conocerla.
El padre echó una mirada apremiante a su esposa, como pidiéndole ayuda ante esa complicada decisión. Y el rostro de Carmen lo decía todo. Así que, sin necesidad de cruzar una palabra, confundidos ante el sentimiento de que la vida les robaba una vez más a su primogénita y condicionados por el brillo en los ojos de Ana al mirar a Giovanni, emitieron la respuesta que les permitía mantener a su hija más cerca de ellos: dejaron la puerta abierta a que algún día contrajera matrimonio con el artista e hicieran su vida en Macharaviaya.
A partir de aquel día, Giovanni y Ana se carteaban cada semana y se veían a ratos, a trozos, a pedazos que no les llenaban del todo pero que les permitían mantener la esperanza de un mañana juntos sin la amarga distancia.
Ana volvió a la realidad en la fábrica como el que protagoniza un sueño muy vivido y no sabe si continúa dormido o ya ha despertado.
—Giovanni —se decidió a llamar al italiano por fin.
El chico se giró sobresaltado, sus ojos verdes y saltones se clavaron en ella y se le iluminó el rostro.
—Bella —susurró más para sí mismo que para Ana.
El joven se levantó de su asiento y corrió hasta la que un día fue su maestra y hoy era algo más, su confidente, su amiga, la persona con la que quería pasar el resto de su vida.
Giovanni no se detuvo hasta que sus dos cuerpos se fundieron en un largo abrazo. Tras sus brazos envolviéndose el uno al otro, vinieron sus bocas, ansiosas después de tantos meses extrañándose, y por último, fueron sus ojos los que se enzarzaron en un juego de miradas cómplices y apasionadas, vivaces y cercanas, misteriosas y atrevidas, que pusieron en sintonía sus almas como si no hubiera transcurrido el tiempo.
—¡No te esperaba hasta el verano! —dijo el italiano sin dejar de sujetarla por los brazos, como si quisiese cerciorarse de que era real.
—Los Gálvez han venido al pueblo porque tenían que tratar ciertos asuntos sobre la fábrica —contestó Ana mientras esquivaba por primera vez la mirada del artista. No sabía muy bien cómo comunicarle lo que sabía.
—Supongo que de alguna forma te has enterado de qué si tratta y vienes a contármelo, ¿no? —el don de Giovanni para descifrar sus pensamientos seguía tan intacto como el día en que se conocieron.
—Giovanni… No te va a gustar lo que tengo que contarte…
Cuando le narró toda la conversación que habían mantenido los Gálvez con el interventor y el asentista de la fábrica, el italiano se quedó callado, pensativo, pero Ana no alcanzó a ver tristeza en sus ojos, lo que logró decepcionarla.
—No parece que te moleste —dijo dolida.
El artista se encogió de hombros.
—No puedo hacer nada al respecto. Tan solo sono un trabajador más. ¡Claro que hago todo lo que está en mi mano por realizar un buen trabajo!, pero lo que se mueva allá arriba —indicó señalando al piso superior donde estaban los despachos de la fábrica—, no es il mio asunto.
—Pero lo dices como si no te importase que esto pueda alejarnos aún más.
—¡Claro que me importa, Bella! Lo que pasa es que he aprendido a no preoccuparmi por los problemas hasta que estos no son reales, y de momento, lo único que sé es que sigo trabajando in esta fábrica. Si llegan dificultades, ya las capearemos juntos en su día.
Ana sonrió ante lo práctico del pensamiento de Giovanni. Ella solía darle muchas vueltas a todo, y más si los acontecimientos conllevaban un cambio importante en su vida, pero el italiano era una persona más sosegada y que sabía transmitirle la serenidad que en ocasiones le faltaba. Además, la sensación de que contaba con ella para afrontar los problemas que le deparara la vida la llenó de un intenso sentimiento de satisfacción.
De repente, Ana reparó en las hojas de papel que había sobre la mesa. Eran bocetos donde se apreciaban diferentes naipes de la baraja. Había varios modelos a cuál más creativo y vistoso. En una de las barajas se apreciaba que todas las cartas tenían temática marinera, donde las sotas, los caballos y los reyes portaban, además de sus respectivos palos, distintivos marinos. Otra de las barajas era muy curiosa, porque rompía con todos los esquemas del dibujo que Ana tenía en la mente. Las líneas de esta baraja eran mucho más sencillas de lo habitual, pero eso no le robaba belleza sino que le añadía un toque de sofisticación exquisito.
—Pensaba que no te permitían dibujar los modelos de las barajas —comentó la chica mientras cogía algunas de las láminas para examinarlas más de cerca.
En los gremios españoles había tres puestos básicos: los aprendices, que estaban en formación y eran los que menos cobraban; los oficiales, con algunos años más de experiencia y normalmente hombres casados; y los maestros, que eran los que más cobraban y los que mayor dominio tenían sobre el oficio. En la Fábrica de Naipes de Macharaviaya nunca habían ascendido a un aprendiz al rango de oficial sin estar casado.
Y ese era el caso de Giovanni. Llevaba cuatro años trabajando en la fábrica y, a pesar de que destacaba como uno de los mejores operarios dedicados a la estampación, seguía siendo aprendiz.
El trabajo de Giovanni consistía en el pintado de los naipes con la ayuda de moldes. Sin embargo, lo que en el fondo apasionaba al chico era la tarea más delicada de todas: la creación sobre papel, y a base de talento e imaginación, de los dibujos que más tarde serían utilizados como patrón para las barajas. Tarea reservada tan solo a los maestros artesanos, y por tanto, fuera del alcance de Giovanni.
—Y sigo sin poder dibujar mis propios modelos —corroboró él—. Pero hace unos meses nos informaron de que el rey Carlos III estaba interessato en recibir anualmente cuatro docenas de barajas de la mejor calidad. Así que a don Félix Solesio se le ocurrió la idea de realizar un concorso donde todos los operarios pudiesen participar con sus dibujos. El diseño que gane será el utilizado para las barajas que enviaremos a Su Majestad este año.
—¡Eso es fantástico! Y estos bocetos son asombrosos… ¡Podrías ganar!
¡Grazie! —sonrió con timidez el italiano—. Además, al ganador le será asignado un premio de quinientos reales. Llevo semanas trabajando en ellos y el plazo se acaba mañana, pero todavía no sé cuál elegir de todos los que he dibujado…
—Normal ¡Son todos preciosos!
—Elígelo tú —sugirió de pronto Giovanni.
—¿Yo? ¡No, no! Eso es cosa tuya, tú eres el que entiende de dibujo.
—Elígelo tú —insistió con vehemencia—. Tienes buen gusto para estas cosas y yo estoy hecho un lío. Me fío de ti.
El chico la miraba divertido, sin embargo, a Ana le asaltaban las dudas al contemplar otra vez los bocetos.
—Me gusta este. —Se decidió al fin, cogiendo la hoja de la baraja con temática marítima—. Tiene fuerza.
—Sí, este es el que más tiempo me llevó —dijo Giovanni mientras pegaba su cuerpo a la espalda de Ana y agarraba él también las hojas acariciando la mano de ella—. Espero que guste mañana cuando tengan que elegir.
—Bueno… decidan a quien decidan ganador… —susurró Ana mientras se giraba y lo abrazaba—, para mí tú eres el mejor artista de toda la fábrica.
—Y para mí tú siempre serás la chica más bella de cuantas he visto. ¡Y la mejor maestra!
Los dos jóvenes se besaron con pasión y en un arrebato, el artista levantó a Ana en volandas. Sus piernas se enroscaron alrededor de la cintura masculina, lo que provocó que la falda del vestido y la enagua resbalasen lentamente por sus piernas hasta las caderas.
Después de unos minutos sosteniéndola a horcajadas mientras se deshacían en besos, Giovanni terminó por dejar caer el peso de la chica sobre la mesa donde dibujaba. Pero Ana dudó, no quería arrugar sin querer los diseños, así que retrocedió hasta una esquina del tablero. El italiano, percatándose del miramiento de su amante se alejó del contacto de su cuerpo y abrió los brazos para abarcar todo el contenido de la mesa que, sin pensárselo dos veces, empujó hasta que las hojas, las plumas, las reglas y, si no llega a ser por Ana, un par de tinteros de cristal, cayeron al suelo produciendo un estrepitoso sonido.
—Ya tenemos suficiente espacio —anunció mientras le quitaba de las manos a Ana los tinteros que había salvado y los dejaba en el suelo.
—¿Pretendes que aquí… en la fábrica…? —Ana no terminó la pregunta, por la mirada pícara de Giovanni ya sabía la respuesta. Así que la joven no pudo evitar emitir una sonora carcajada al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza, lo que el italiano aprovechó para atacarle al cuello armado con besos.
El apremio de Giovanni hizo que su cuerpo se postrase a lo largo de la mesa mientras él levantaba más todavía la falda y la enagua y se desabrochaba con torpeza su propio calzón.
Las risas de los dos enamorados retumbaban por toda la sala, no era la primera vez que hacían el amor, pero sabían que en aquel lugar estaba prohibido y que alguien les podía descubrir en cualquier momento.
—¿Seguro que no hay nadie?
—Solesio posiblemente esté en su despacho, pero no se enterará. No te preocupes.
A pesar de la seguridad y despreocupación de Giovanni, Ana todavía estaba reticente. Esos encuentros siempre ponían en jaque su conciencia. ¿Debía ser fiel a su educación y a sus creencias? ¿O debía dejarse llevar por la intuición de que aquello era lo más normal entre dos personas que se amaban?
Al final, los labios del artista siempre conseguían derretir sus defensas y guiarla por los secretos indescifrables de la pasión.
Giovanni palpó por debajo del vestido hasta encontrar lo que andaba buscando. Su mano se detuvo allí para deleitarse en caricias hasta que sus dedos se humedecieron y la boca de Ana se entreabrió de puro deseo.
Durante minutos, y mientras ella se estremecía satisfecha, sus habilidosas manos de artista juguetearon con parsimonia entre los pliegues calientes de su carne, exprimiendo cada segundo de placer. Después, aproximó sus caderas a las suaves pero generosas curvas de Ana y la penetró con fuerza.
Sus embestidas eran rítmicas y acompasadas, como una música alegre y rápida que acompañaban los sensuales gemidos de su amante para completarla.
La armonía sonaba bien. Ellos sonaban bien cuando estaban juntos.
Sin embargo, terminaron acelerándose por el nerviosismo de ser descubiertos y al poco Ana emitió un gemido agudo que Giovanni reconoció al momento, era la señal para que él pudiese desahogarse por fin.
La pareja se quedó un rato más en la fábrica, viendo cómo el sol terminaba su recorrido diario y las velas, derritiéndose poco a poco, quedaban como único punto de luz testigo de su amor.
En ese momento, ninguno de los dos sospechaba lo rápido que caducan las caricias, ni lo frágil que puede llegar a ser la felicidad.
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MensajePublicado: Sab Ene 30, 2021 7:11 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Con esta escena, donde Ana y Giovanni dan rienda suelta a su amor, me despido.
Espero que los que hayan llegado hasta aquí estén entusiasmados con la historia.
Dejo una entrevista de radio donde explico un poco más sobre la novela: https://www.fusionradio.es/novela-jugada-maestra/

Y el enlace a AMAZON de LA JUGADA MAESTRA, para los que quieran seguir acompañando a M.ª Rosa, Ana, Giovanni y Pablo en las aventuras que aún les quedan por descubrir hasta el final de este apasionante viaje por las raíces de la educación española.

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MensajePublicado: Mar Feb 09, 2021 1:42 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

350 EJEMPLARES VENDIDOS EN EL PRIMER MES (y sumando)



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sofix17



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MensajePublicado: Lun Feb 22, 2021 6:48 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

>>> 500 EJEMPLARES VENDIDOS. GRACIAS A TODOS <<<
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sofix17



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MensajePublicado: Mar Mar 02, 2021 8:37 am    Tí­tulo del mensaje: TRAILER BOOK Responder citando

Os presento el traíler book de LA JUGADA MAESTRA, para los que quieran un resumen más visual de esta apasionante novela.

Youtube - trailer book LA JUGADA MAESTRA

"Los sueños solo se cumplen si tienes el coraje de perseguirlos"
Acompaña a las mujeres valientes de esta novela en la lucha por la primea escuela pública, mixta y gratuita de España.
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sofix17



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MensajePublicado: Dom Jun 27, 2021 4:41 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Artículo en magasIN, la revista de EL ESPAÑOL para la mujer.

LA JUGADA MAESTRA | EL ESPAÑOL
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