DESERTORES – Charles Glass
En los días de la Primera Guerra Mundial, una cifra de desertores que rondase los cien mil (los que hubo en las fuerzas armadas británicas durante la Segunda) habría implicado varios centenares de ejecuciones por “comportamiento indebido en la batalla” u otro cargo similar. La pena de muerte todavía pesaba en la consideración de los altos mandos militares como el más efectivo disuasorio de la defección en la batalla, indispensable para mantener la cohesión e integridad de las tropas en el frente. Por demás, la deserción era por entonces asociada con la cobardía como exclusivo factor causal, y ésta a su vez constituía quizá el peor de los estigmas que pudieren recaer no ya en el soldado sino en la condición viril, en general. En cambio, en la SGM ningún uniformado británico fue ejecutado por deserción, y de los cerca de cincuenta mil soldados estadounidenses que desertaron en el mismo conflicto, sólo uno fue ejecutado. Esto habla de un notable cambio cultural ocurrido en el período de entreguerras. Es cierto que la deserción no había dejado de ser en 1940 un serio desafío a la combatividad de los ejércitos, y que la cobardía –o lo que se tenía por tal- seguía siendo objeto de reprobación y motivo de vergüenza. Pero una serie de estudios sicológicos realizados con posterioridad a la PGM dieron legitimidad científica y moral al concepto de “fatiga de combate”, surgido al fragor de la lucha en las trincheras. Posteriormente renombrado como “agotamiento por batalla”, se erigió merced a dichas investigaciones en un fenómeno crecientemente aceptado (excepto por un sector de recalcitrantes que lo tuvieron por simple tapadera de la cobardía de siempre). De manera gradual se fue consolidando la idea de que, sometida a las circunstancias extremas de la batalla, la mente también sufre de estrés, y que las heridas sicológicas pueden ser tan graves como las corporales. Aun así, la conclusión lógica de que estas heridas llegan a inhabilitar al combatiente, y que el quebrantamiento moral del mismo no supone necesariamente cobardía, debía esperar un tiempo para acreditarse en la legislación relativa a los juicios por deserción. Aunque la legislación británica suprimió en la primera posguerra la pena de muerte por esta causal, las penas para los desertores eran severísimas, contemplando la condena de por vida a trabajos forzados, incluso cuando una adecuada evaluación sicológica hubiese demostrado alguna de las variedades de colapso que registraban las investigaciones académicas.
Una de esas investigaciones dio por resultado el libro ‘Psychology for the Fighting Man’ («Psicología para el combatiente»), publicado en conjunto por un equipo de sicólogos y militares estadounidenses, en 1943. Se vendió en grandes cantidades e hizo mucho por popularizar la constatación de que el soldado medio que se desmorona en combate no es un cobarde. Pero, ¿qué había en concreto tras la decisión de desertar?; ¿qué hacían los que se evadían de la disciplina militar?; ¿cómo eran tratados los que desertaban y eran capturados por la policía militar, o se entregaban por su cuenta? Circunscrito a los contextos estadounidense y británico, Desertores es un libro que ilustra éstas y otras cuestiones por medio de tres casos puntuales: los soldados estadounidenses Stephen J. Weiss y Alfred Whitehead y el soldado británico John Vernon Bain, cuyas respectivas historias Charles Glass desgrana de manera entrelazada. El autor, periodista y escritor anglo-estadounidense nacido en 1951, se vale de escritos testimoniales dejados por Bain y Whitehead, entrevistas con un ya anciano Stephen Weiss, las actas de sus juicios marciales y muchas otras fuentes primarias, además de abundantes fuentes secundarias. Conforme progresa la relación de sus trayectorias, el lector descubre en los tres individuos personalidades y experiencias asaz diferentes. Whitehead es, claramente, el más alejado de cualquier asomo de ejemplaridad. Tras desertar se dedicó a delinquir, uniéndose a una de las muchas bandas de desertores que aterrorizaban el París liberado. En compañía de sus cómplices, robaba suministros del ejército (armas, alimentos, vehículos, etc.), así como viviendas particulares. Se entregó poco después de la rendición de Alemania, se fugó de la prisión, se dio a una vida disoluta en la capital francesa, volvió a entregarse. Como confiesa en sus diarios, sus actividades delictivas hacían merecedor a Whitehead de algo mucho peor que los cinco años de trabajos forzados a que lo condenó el tribunal militar, no obstante lo cual puso el mayor de los empeños en obtener la revocación de su baja deshonrosa del ejército, que consideraba injusta para un hombre que, argüía él mismo, luchó denodadamente por su país y fue condecorado por ello. Sus diarios están llenos de bravuconadas y de hazañas de dudosa veracidad. Glass hace bien en cogerlos con pinzas.
Steve Weiss era un neoyorquino que tomó parte en los combates en Italia y en el sur de Francia, en 1944. Separado accidentalmente de su unidad, se unió al maquis y luego al OSS (Oficina de Servicios Estratégicos, antecesora de la CIA). Participó en emboscadas y operaciones de sabotaje en las cercanías de Lyon, hasta que el mando le ordenó reintegrarse al ejército. Incorporado a una unidad en que no reconoció a ninguno de sus antiguos camaradas y en que desconfiaba de los oficiales, los combates en la zona de los Vosgos hicieron de Weiss un manojo de nervios y un peligro para sus compañeros. Su deserción no duró más que unos días, pero fue suficiente para que el tribunal militar lo condenase a trabajos forzados de por vida. (Pudo librarse de esta condena gracias a que, tras unos meses en prisión, aceptó unirse a las tropas que invadirían Japón. Antes, naturalmente, de Hiroshima.) El escocés John Bain, por su parte, desertó dos veces, la primera en el norte de África y la segunda desde una residencia de convalecientes en Escocia, a la que se le había remitido para recuperarse de las heridas sufridas en Normandía. Abocado durante unos años a una existencia semiclandestina, ocultándose de la policía militar británica, Bain se dedicó en la posguerra –bajo seudónimos- a sus dos mayores intereses: la poesía y el boxeo. Así como Weiss, que vuelto a la vida civil buscó compensación a sus traumas de guerra desempeñándose como sicólogo, Bain lo hizo por medio de una obra poética que se nutre de su experiencia bélica y que le valió diversos reconocimientos, contando una pensión civil que la reina le otorgó en 1981 por servicios a la literatura.
Muy especialmente los casos de Weiss y Bain son manifestaciones del colapso del soldado en situación de combate, ejemplos de que el hombre tiene un límite de aguante y que, sobrepasado éste, no siempre es capaz de mantener la cordura o de ajustarse a las condiciones imperantes en una fuerza combativa. Bain en particular se aproxima al tipo del objetor de conciencia. Enfrentado al tribunal militar, señaló que sus cinco años en el ejército le parecían, “tanto en combate como fuera de él, totalmente destructores con respecto a las cualidades humanas que más valoro, las cualidades de imaginación, sensibilidad e inteligencia”. En consecuencia, su única opción –declaró- era escapar. Weiss, por su parte, viene a ser una muestra paradigmática de lo que John Keegan tuvo por factores esenciales de la motivación para el combate: la solidaridad del grupo y el liderazgo individual (v. El rostro de la batalla). El sistema de reemplazos del ejército estadounidense, al incorporar nuevos combatientes en las unidades mermadas, socavaba constantemente la cohesión de las mismas. Apenas salido de la adolescencia, Weiss nunca halló en el oficial que comandaba su compañía la figura de autoridad que ansiosamente esperaba. Además, en la corte marcial a que se lo sometió, ni su defensa ni el tribunal tuvieron en cuenta su valeroso desempeño cuando actuó en coordinación con elementos del maquis y de la OSS (convencido de que las operaciones especiales era lo suyo, había solicitado sin éxito su transferencia a la OSS). El sicólogo militar que lo evaluó apenas unos meses después de ser condenado le aseguró que con él se había cometido un tremendo error: su lugar estaba en un sanatorio, no en prisión. Un elemento en que repara Charles Glass es que ninguno de los tribunales militares que juzgaron a Weiss y Bain incorporaba a soldados rasos (posteriormente una práctica establecida), y ninguno de los oficiales que actuaron como jueces tenía experiencia de combate: no podían tener conocimiento de la desgarradora tensión a que estaban expuestos los reclutas del frente. Como apunta el autor, «los oficiales de retaguardia carecían de la experiencia sobre la cual juzgar el miedo y el descontento capaces de llevar a un recluta a desertar».
En las postrimerías de la guerra, y después de su final, los mandos militares se volvieron cada vez más receptivos a la evidencia de que, en palabras de Glass, «tratar el agotamiento por batalla mediante consejos de guerra estaba resultando ser un fiasco. Entre las consecuencias para las fuerzas armadas estaba el constante goteo de soldados a las prisiones, cuando los psiquiatras los habrían podido recuperar, útiles para posteriores servicios».
Un mérito adicional de Desertores es la caracterización de escenarios y situaciones usualmente escamoteados por la historias de la SGM. Destacan entre éstos las prisiones militares, su funcionamiento y el trato deparado a los reclusos; la discriminación racial a la hora de castigar infracciones o delitos similares (los soldados estadounidenses de raza negra soportaban castigos más severos); las actividades de la Resistencia francesa; el mercado negro y la criminalidad en el París liberado, con decidido protagonismo de desertores estadounidenses (la prensa parisina comparaba el momento con el de Chicago en los años de la Prohibición); el Londres de la inmediata posguerra, en que pululaban unos veinte mil desertores (muchos de ellos sumergidos en el submundo de la delincuencia, todos a la espera de una amnistía general).
Libro, pues, que se merece una atenta lectura. A su favor cuenta la escritura ágil y amena del autor.
– Charles Glass, Desertores: una historia silenciada de la Segunda Guerra Mundial. Ariel, Barcelona, 2014. 384 pp.
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En su día leí trozos del libro. Un aspecto que siempre se pasa por alto en lo que se refiere a los aliados anglosajones, pero bien conocido en el Frente del Este.
Buena reseña, Rodrigo, en tu línea. Es un tema interesante, aunque entiendo que no estudia el caso de los desertores del lado contrario, que los habría, obviamente. No tanto en Japón, que allí el «desertor» fue el Gobierno, abandonando a miles de hombres en islas perdidas en el Pacífico. Se han hecho películas de eso.
Gracias, chicos. Como se ve, el libro aborda una faceta poco difundida del frente occidental de la SGM. Vale mucho la pena.
Este libro lo regalaban con una revista el mes pasado y lo dejé pasar. Craso error, por lo que veo…
La próxima vez que se me ponga a tiro, me haré con él.
En «Fractura», Philip Blom habla con cierta extensión e indudable interés de la neurosis de guerra padecida por los soldados de la Gran Guerra.
Interesante tema, interesante libro, interesante reseña.
Pues sí que te perdiste uno bueno, Derfel.
El de Blom lo leeré muy pronto. Promete ser una de las lecturas del año.