14 DE JULIO – Éric Vuillard
«Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito.»
Al igual que El orden del día, obra que supuso la consagración internacional de Éric Vuillard, 14 de julio es un texto renuente a cualquier intento de encasillamiento, una suerte de híbrido narrativo que bebe de la historia y en que el autor no trepida en mostrarse abiertamente, tanto como observador comprometido cuanto como artífice. Presenta también el aspecto de una sucesión de escenas, un álbum de estampas narrativo, provisto de un armazón polifónico y episódico, desinteresado además de la intriga como ingrediente axial (sin resultar por esto un texto inconsútil ni mucho menos disperso). A diferencia de El orden del día, su composición fragmentaria proviene no de una variedad de instantes de amplia distribución espacio-temporal sino del desgranamiento de la acción, acorde con quienes toman el relevo en el desarrollo de la misma (individuos que el autor pone en relieve respecto de la muchedumbre, brevemente).
Como anuncia el propio título, un único acontecimiento –fuera de sus prolegómenos- vertebra la narración, y en torno a él se arracima una enardecida turbamulta representada en el acto mismo de asaltar la Bastilla, en el crucial año de 1789. 14 de julio, cuya edición original precede por poco a la de El orden del día, comparte con esta el distanciamiento del tono épico y la intención edificante, evidenciando una especie de repulsa programática de las solemnidades de la epopeya. En lugar de depositar flores a los pies de la estatuaria monumental, el autor direcciona nuestro interés hacia el papel que eventualmente llega a desempeñar la multitud anónima: no los notables, individuos investidos de autoridad o sus portavoces, tampoco los actores en la sombra o eminencias grises; derechamente los hombres de a pie, ajenos a los circuitos del poder y meros figurantes en el azaroso drama humano que es la historia. Es desde la vereda de la historia menuda que Vuillard concibe su visión de la revuelta, incitándonos a reflexionar sobre las connotaciones éticas y políticas de una fecha fundacional.
Lo que Vuillard sitúa en el primer plano es el reverso de la gran narrativa histórica, y lo hace con notorio afán reivindicativo, rescatando del olvido a unas gentes ínfimas que de súbito emergen de la oscuridad y asumen un rol protagónico, aunque fuere a la manera de un fogonazo: deslumbrante a la vez que efímero. La empresa de Vuillard viene a ser un símil de la microhistoria, matizado –naturalmente- por las licencias y prerrogativas de quien ejerce no como historiador sino como literato. Presenciamos, pues, en 14 de julio el estallido de una crisis que desafía el orden establecido, el París de las barriadas populares alzándose contra un sistema de privilegios y desigualdades que condena a las clases subalternas a las penurias de la miseria. Hastiados de tanta injusticia y de tanto abandono, los desharrapados y hambrientos de la capital francesa hacen caso omiso de los tibios intentos del gobierno por apaciguarlos y, sacudiéndose una ancestral mansedumbre, arremeten contra un bastión que hace las veces de símbolo de la voluntad opresora del régimen señorial. Celebra Vuillard que, por fin, se erija el pueblo en sujeto histórico –aunque no pueda hacerlo más que como masa repentinamente movilizada, un tipo de actor de suyo circunstancial, inarticulado y provisorio, incapaz de sustituir el liderazgo personal o la acción colectiva estructurada-; bajo dicha disposición es que le rinde homenaje: más o menos como hiciera Arturo Pérez Reverte en Un día de cólera (2007), con la particularidad de que el escritor francés muestra un total desapego del estilo cronístico y el rigorismo documental que el español consumaba puntillosamente en su obra.
Acto espontáneo o instigado por alborotadores, lo relevante en esta tesitura es el aura romántica del alzamiento, que a ratos parece que transmitiera a la prosa de Vuillard el entusiasmo que subyace a la gesta como forma de representación. En realidad, la cosa no pasa de alguno que otro arrebato emocional, palmario ante todo en las frecuentes enumeraciones: un recurso que a menudo disfraza cierta pobreza expresiva pero que en manos del francés confiere vivacidad a la narración. (De todos modos, alguien debería advertirle del riesgo de abusar de ellas.) En vez de una idealización del instante, o de un intento de elevar la jornada a las alturas etéreas de lo sublime, predomina más bien una combinación de dramatismo y de fijación en lo trivial –rayano por momentos en lo grotesco-, cualidad esta que no se aviene bien con la grandilocuencia ni con la glorificación de lo pretendidamente ejemplar. (Cabe recordar que “inspirador” no es lo mismo que “edificante”: la literatura edificante se complace en la creación de arquetipos y en la simplificación del universo moral, con un Bien y un Mal claramente delimitados y en que al primero se lo recompensa y el segundo es castigado, indefectiblemente. Nada de esto ocurre en 14 de julio.)
Menos que de un romanticismo estilístico, se trata de una invitación a restaurar en el imaginario el papel que cupo al pueblo llano en el origen de uno de aquellos momentos que hacen de punto de inflexión en la historia. ¿Romanticismo ideológico, en el más amplio sentido de la palabra? Tal vez. Los que hemos sufrido la experiencia de una dictadura o un régimen de desigualdades extremas podemos dar fe del valor de la insumisión.
– Éric Vuillard, 14 de julio. Tusquets, Barcelona, 2019. 192 pp.
Estoy empezando a preocuparme por la falta de noticias de Rodrigo.
Lleva mucho tiempo sin aparecer por aquí…
Sí que es raro…
Leí la novela hace unos meses: interesante, como El orden del día, y diferente, algo que siempre se agradece.
Conecté mucho más con El orden del día. 14 de julio llegó a hacérseme pesada. Igual no la leí en buen momento.
No sé si repetiré autor después de leer EL orden del día… Lo dudo.