REBELIÓN Y MELANCOLÍA – Michael Löwy y Robert Sayre

53cd812bceddf8ec5a000000.RS500x500El romanticismo fue mucho más que un movimiento artístico: fue una revolución espiritual en toda regla, un fenómeno cultural poliédrico como pocos, tan diverso y contradictorio en su amplísima panoplia de manifestaciones que cada tentativa de definición corre el riesgo de omitir alguna de sus facetas, algún elemento clave. Su naturaleza proteica es tal que en su seno acoge a exponentes de muy variada condición: realistas y utopistas, melancólicos y vitalistas, activistas y contemplativos, místicos y hedonistas, nacionalistas y cosmopolitas, individualistas y comunitarios, radicales y conservadores, etc. Más allá del desconcierto que suele provocar tanta ambigüedad –tanta paradojal disonancia-, suele aceptarse que el romanticismo es una entidad histórico-cultural muy real, no el fruto de un malentendido ni una fantasmagoría carente de rigor conceptual sino un fenómeno consistente y acotado, intelectualmente aprehensible desde el instante en que se reconoce, tras su apariencia multifacética, una comunidad de sentimiento y un mínimo común ideológico constitutivos de una genuina visión de mundo, generalmente esbozada en una relación de características distintivas. Entre estas se mencionan con frecuencia la reprobación del presente y el extrañamiento de la realidad; la celebración de la naturaleza y la denuncia de la alienación humana, surgida de la disolución de los valores tradicionales y de la mecanización o cosificación de las relaciones sociales; la nostalgia de una edad de oro desaparecida; el desencanto del mundo y el ansia de recomponer la perdida armonía con el cosmos, etc.: en conjunto, distintas maneras de aludir a aquello que el estudioso de la literatura Erich Auerbach identificó como el típico modo de ser romántico, signado por el desacomodo en el mundo dado y la incapacidad de incorporarse a él. Sea que este desacomodo inspire una furibunda rebeldía o bien una renuncia al mundo y un replegarse en la propia interioridad, lo que en resumidas cuentas asoma como el meollo del romanticismo es el posicionarse a contracorriente de la realidad en curso, tal como esta se ha conformado desde que se impusiera el tránsito a la modernidad. En su estudio sobre el fenómeno en cuestión, Michael Löwy y Robert Sayre, sociólogo y experto en literatura anglófona respectivamente, ponen nombre y apellido a la realidad que suscita el terminante rechazo de los románticos, la que por oposición les confiere un sentido de parentesco espiritual que trasciende a sus muchas diferencias, unificándolos: ni más ni menos que la civilización nacida de la revolución industrial y la economía capitalista.

Con su espíritu de cálculo y su fría racionalidad instrumental, que suponen la imposición de una lógica utilitaria y el triunfo de la abstracción racional; con su maquinismo y su progresiva depauperación del trabajo artesanal, factores que conllevan la desintegración del lazo entre el trabajador y el producto de su trabajo; con su propensión a explotar la naturaleza en vez de convivir armoniosamente con ella; con su institucionalización de la mentalidad burocrática; con su disgregación de las solidaridades comunitarias y la consiguiente atomización del individuo: es la civilización moderna la que engendra males como el desarraigo del hombre y el desencantamiento del mundo, acremente censurados por los románticos. Es esta la civilización que los impulsa a la añoranza de un orden premoderno, precapitalista en esencia, en que la comunión espontánea con el entorno tenía su correlato en una comunidad humana no artificialmente fragmentada sino homogénea y coherente, basada en vínculos orgánicos y en valores de raigambre ancestral. Un mundo, el evocado, al que se quiere pleno de sentido y regido por la concordia, pero que no es sino una imagen idealizada del pasado. Este hacer hincapié en unas muy concretas señas sociohistóricas del romanticismo es irreductible a la sola influencia del pensamiento marxiano, indudable en Löwy y Sayre: es también deudor del quehacer de Max Weber, que perfiló la generalidad de las condiciones sociales que subyacen al advenimiento del capitalismo. Lo que hacen Löwy y Sayre es contextualizar el elemento seminal del movimiento romántico, la reacción contra la modernidad, enfatizando luego que los temas positivos del romanticismo, los que dan sustancia a su propuesta estética e intelectual, están todos articulados por un sistema de valores, un sistema arcaizante puesto que invariablemente remite a una mitificada edad pretérita.

Ciñéndose a la metodología weberiana de los tipos ideales, los autores formulan una exhaustiva tipología de variantes ideológicas del romanticismo en sentido amplio, entendido como fenómeno social y político además de cultural. El principio rector de la tipología es el ángulo de posicionamiento frente a la sociedad moderna. Por supuesto, no es este el espacio para dar cuenta de ella en detalle, bastará con una referencia a la nomenclatura –en sí misma bastante elocuente- empleada por Löwy y Sayre, que es la siguiente: 1) romanticismo restitucionista, 2) conservador, 3) fascista, 4) resignado, 5) reformador, 6) revolucionario, y 7) utópico. Dentro del romanticismo revolucionario-utópico los autores distinguen varias tendencias: i) jacobina-democrática, ii) populista, iii) socialista utópico-humanista, iv) libertaria, v) marxista. Como se puede suponer, inevitablemente asoma en este estudio el eterno problema de la afinidad entre el romanticismo y el fascismo, o en qué medida puede considerarse al primero como suelo nutricio del segundo. Löwy y Sayre se muestran decididamente reacios a establecer una relación directa y unívoca entre ambos fenómenos, negándose -a la luz de las evidencias- a ver en el romanticismo un simple preludio del fascismo, con lo cual se evitan un fallo conceptual cometido tanto por teóricos marxistas como por estudiosos liberales y conservadores (no es el caso de Isaiah Berlin ni el de Rüdiger Safranski). «La visión del mundo romántica se manifiesta en muchas ópticas diversas y totalmente ajenas al fascismo», expresan ellos. Aun admitiendo la existencia de un grado de afinidad entre los dos movimientos, consideran que se trata de una afinidad apenas parcial, y que en algunos aspectos la relación es de franco antagonismo, evidente en el elogio fascista del industrialismo y la modernización económica o en la asociación entre futuristas y fascistas italianos. Según ellos, el concepto de modernismo reaccionario –acuñado por Jeffrey Herf en un brillante ensayo de 1984 sobre una corriente doctrinario-cultural que prosperó en la Alemania de Weimar- es más pertinente a la caracterización de los fundamentos espirituales e ideológicos del fascismo. Por otro lado, también se rehúsan nuestros autores a concebir el romanticismo como un opuesto absoluto de la Ilustración. Señalan que una parte importante del primero recoge el legado espiritual del segundo, especialmente en su vertiente rousseauniana. Ciertos románticos, por ejemplo, encarnan una crítica radical de la opresión política y económica, tanto la ejercida por fuerzas tradicionales –aristocracia, Iglesia, monarquía- como por la burguesía capitalista. Y es una crítica que abreva en los ideales ilustrados y en los difundidos por la Revolución Francesa.

El lector encuentra en Rebelión y melancolía un agudo desmenuzamiento de motivos y manifestaciones del romanticismo desarrollado mediante el procedimiento de escudriñar, en primer lugar, su relación con el marxismo según consta en la obra de Marx, Rosa Luxemburg y Gyórgy Lukács, y en segundo, algunos planteamientos emblemáticos del movimiento frente a la Revolución Francesa y la revolución industrial, para lo cual los autores se sirven respectivamente del pensamiento de Samuel Coleridge y John Ruskin. Todo cuanto constatan al respecto los autores confirma que, en vista de la complejidad del fenómeno romántico, la pretensión de hallar conexiones mecánicas –de afinidad u oposición- con otros hechos culturales o históricos es por completo improcedente. Por último, Löwy y Sayre consideran –y en torno a esto se extienden en el apartado final- que el romanticismo pervive en el siglo XX no de modo directo sino a través de la absorción de su herencia espiritual por una serie de corrientes culturales y artísticas (dadaísmo, surrealismo, el simbolismo ruso, entre otros). Tan fuerte ha sido la influencia del romanticismo que incluso algunas de las más encendidas diatribas que se le han dirigido –véase en particular las de T.S. Eliot y Ezra Pound- llevan su impronta. Dicha herencia, además, es perceptible en casos o episodios como el movimiento ecologista, mayo del ’68 y ciertas corrientes de renovación religiosa, entre las que destaca la llamada “teología de la liberación”, de origen latinoamericano.

Del libro en comento se desprende que el romanticismo tiene amplias expectativas de perpetuar su legado en tanto nuestro mundo padezca las tribulaciones que intelectuales tan disímiles como Karl Marx y Max Weber –o William Morris y Oswald Spengler, o Georges Bernanos y Knut Hamsun- imputan a la modernidad. A despecho de sus patentes contradicciones, el romanticismo puede ser visto como un generoso reservorio de ideales, estímulos y actitudes capaces de contrarrestar la atrofia espiritual que se cierne en la aceptación acrítica de las ideologías del progreso y de la modernización a toda costa (a costa incluso de las relaciones sociales y de la salud de la naturaleza). Es justamente con un alegato a favor de la pasión contestataria del romanticismo que cierran Löwy y Sayre su muy ponderable ensayo.

– Michael Löwy y Robert Sayre, Rebelión y melancolía: el romanticismo a contracorriente de la modernidad. Nueva Visión, Buenos Aires, 2008. 256 pp.

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10 comentarios en “REBELIÓN Y MELANCOLÍA – Michael Löwy y Robert Sayre

  1. Derfel dice:

    Interesante.

    Tanta lectura sobre el romanticismo va a acabar haciendo de ti una suerte de Werther chileno.

  2. Rodrigo dice:

    Con el chaleco amarillo y todo…

    Es un tema que me atrae desde hace mucho tiempo y sobre el que leí algunas cosas interesantes en mis años universitarios. En fin, manías que tiene uno.

    Saludos, Derfelion.

  3. Derfel dice:

    Cierto lo del chaleco, jajaja…

    Werther fue una lectura de mis 16 años bastante impactante, que no me atrevo a repetir.

  4. Rodrigo dice:

    Yo lo hice, releerla en la adultez. La verdad es que no me llegó tanto como la primera vez, en la adolescencia justamente. Me da que sobrevive sobre todo por ser representativa de una específica mentalidad de época, incluso más que por su carácter juvenil.

    … Y por ser de Goethe, claro.

  5. Urogallo dice:

    ¡Qué tema! Tan, tan…¿Melancólico?

    «De lo que hagaís esta noche…no se os pedirán cuentas el día del juicio»

  6. Derfel dice:

    Urogallo, umm…

    Un nombre que no escuchaba desde hace mucho, mucho tiempo…

  7. Urogallo dice:

    ¿Evoca para usted las ruinas góticas del monasterio olvidado…?

    Viejos mirlos aún recuerdan mi nombre, y los centenarios árboles protegen la cruz de piedra donde los ajusticiados por mi nombre alimentaron a los otrora prósperos cuervos…

    Es un nombre que no se pronuncia en lugares iluminados…que prefiere la sombra y el silbido del viento del norte…

  8. Rodrigo dice:

    Aquella cita, Uro: ¿de dónde proviene?

  9. Derfel dice:

    Se la ha inventado seguro…

  10. Urogallo dice:

    Premio para Derfel

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