MODERNIDAD – Peter Gay
La modernidad artística, aunque beneficiaria de las conquistas de la modernidad sociopolítica -las libertades civiles y la movilidad social, entre otras-, no se identifica necesariamente con ésta, del mismo modo que no cabe dar por descontada una correspondencia cabal entre el espíritu de innovación intelectual y el ánimo trangresor en política o, ya que estamos, en artes. Modelos resonantes de disparidad los tenemos en Sigmund Freud, gestor de una de las grandes revoluciones en el vasto campo de las ciencias del hombre, nada amigo en cambio de las revoluciones políticas y un perfecto burgués en cuanto a gustos estéticos y estilo de vida; y en los hombres del Octubre Rojo, Lenin y demás, que en punto a artes solían ser tan tradicionalistas como los señorones aristócratas y burgueses que se empeñaron en aniquilar. La modernidad artística, peculiar e irreducible a la modernidad en otros terrenos, es un asunto tan amplio y tan soberanamente complejo que da cabida incluso a la paradójica catalogación de un Baudelaire, padre de la modernidad literaria, como un antimoderno señero (ver Los antimodernos, de Antoine Compagnon). Más allá de los malabares semánticos, lo cierto es que la complejidad de la modernidad artística, su tremenda versatilidad o condición de multiforme, parece traducirse en una perturbadora inasibilidad conceptual, por no hablar de la confusión que genera en buena parte del público. En vista de esto, nunca está de más el echar mano de algún intento de compresión y síntesis del tipo que se esfuerzan en obtener las visiones panorámicas o historias globales: justamente lo que ofrece Peter Gay en Modernidad, obra que proporciona unas cuantas señales de orientación en su materia, además de representar la culminación de una trayectoria insigne en las lides de la historia cultural.
Modernidad, cuya edición original data de 2007, es una obra panorámica sobre la modernidad en las ramas clásicas del arte: literatura, música, danza, pintura, escultura y arquitectura, acompañadas por el novel arte del cine. Como tal panorámica es más un trabajo de condensación que de tesis, lo que no quiere decir que carezca de un fundamento teórico susceptible de ser rebatido: inevitablemente, el trabajo de Peter Gay obedece a ciertas premisas y se ciñe a un método, lo que equivale a la aplicación de un específico tamiz conceptual. En el libro se dan cita figuras tan icónicas como Baudelaire, Flaubert, Oscar Wilde, Kafka, Joyce, Virginia Woolf, Van Gogh, Gauguin, Cézanne, Kandinsky, Picasso, Duchamp, Frank Lloyd Wright, Walter Gropius, Le Corbusier, Schoenberg, Stravinsky, Eisenstein, Chaplin, Orson Welles, Balanchine, Martha Graham y muchos más. Con todo y ser una galería nutrida de celebridades, no es exhaustiva, y en diversos casos -salvo, entre otros, los referidos- no pasa de una mención. El método de Gay es selectivo, funcional a los aspectos de la modernidad que prefiere abordar, en el entendido de que no es su intención plasmar una historia omnicomprensiva de la modernidad artística -concepción más bien afín a un proyecto de proporciones enciclopédicas-. Sobrevuela las páginas de Modernidad la sombra de Freud, bien que no pretenda el autor pasar a artistas u obras por el filtro del psicoanálisis.
El autor circunscribe la modernidad en las artes a la combinación de dos factores definitorios: el atractivo de lo herético y el cultivo de la subjetividad. El artista moderno se siente insatisfecho con lo familiar y rutinario en su disciplina y experimenta con nuevas formas de expresión, las que no en todos los casos difieren por completo de los recursos convencionales pero sí los rehacen, volviéndolos irreconocibles para los gustos anclados en la tradición. A este radicalismo innovador, que hace del artista un agente subversivo en su campo -frecuente objeto de repudio por las sensibilidades conservadoras-, se suma la exploración minuciosa de los dominios de la interioridad. Aunque más sustancial, quizá este factor sea menos preciso que el anterior ya que la exploración del yo dista bastante de ser privativa de la modernidad artistica (piénsese en los autorretratos de Durero y de Rembrandt, o en ciertos escritos de Pascal y de Rousseau), y, en segundo lugar, no todos los modernos tienen la subjetividad por objetivo primordial: es el caso clamoroso de Franz Kafka, un referente ineludible de la modernidad literaria que, sin embargo, eludía deliberadamente todo asomo de sicologismo. Resulta además un parámetro improcedente para la arquitectura, cuya misma naturaleza excluye la introspección. Así pues, el modelo de Peter Gay no está exento de flaquezas, como confirmando la extrema complejidad del tema en cuestión.
Considerando la historia de las primeras generaciones de artistas modernos, casi podría tomarse por tercer factor distintivo el del escándalo público provocado por sus obras y el tardío reconocimiento a sus méritos, tal que algunos de aquéllos se consolaron de su fracaso cifrando sus esperanzas en la posteridad -mejor preparada para hacer justicia a su legado, el de unos adelantados a su tiempo-. La imagen del artista maldito se confunde con la del vanguardista excéntrico e incomprendido, cuyo desdén de lo convencional lo enfrentaba al rechazo por parte de sus contemporáneos. No por casualidad, los modernos solían cebarse en la figura del burgués, al que denostaban con el apelativo de «filisteo» (una herencia del romanticismo alemán). Ha sido una constante del moderno ethos transgresor el profesar la mayor animosidad contra lo que se tomaba por encarnación de la mediocridad, la poltronería y el conformismo, el burgués precisamente, reconocible ante todo por su estrechez de miras y su temor al cambio; el burgués, para quien las innovaciones de los modernos sólo podían concebirse como afrenta al decoro y amenaza a la civilización. Épater le bourgeois: por encima de sus diferencias, afrentar y anonadar al burgués fue la común aspiración de los vanguardistas, que con placer recibieron la acusación de ser unos inadaptados y unos provocadores. Nada de esto, por cierto, se traslapa con un posicionamiento excluyente en el mapa político. Los modernos podían ser de derechas o bien de izquierdas, como podían desinteresarse sin más de las ideologías y los partidismos. La policromía ideológica ya se advierte entre los impresionistas, movimiento que cobijó a pintores de todas las tendencias políticas (anarquistas, socialistas, liberales, monarquistas…).
El modernismo artístico entrañaba tanto como suscitaba tensiones con su tiempo, en la forma de descontento con los avances de la sociedad liberal en el primer caso, y en la del rechazo de la rebeldía de los artistas por los extremistas políticos, en el segundo. Gay dedica un capítulo a estas tensiones, animadas por los que llama «excéntricos y bárbaros». Los excéntricos son los modernos antimodernos, tan radicales en cuestiones estéticas como tradicionalistas o reaccionarios en otras facetas; sexistas, antisemitas, racistas, detractores de los homosexuales, enemigos de la democracia, en fin, se trata de una pléyade de artistas disconformes con lo que sus pares vanguardistas solían valorar como señales de progreso sociocultural e indicios de una mentalidad verdaderamente moderna. Gay ilustra esta faceta con las figuras de T.S. Eliot, el compositor Charles Edward Ives y Knut Hamsun. Por su parte, los bárbaros son los totalitarios, los nazis y los bolcheviques -en menor medida los fascistas italianos-, cuyos respectivos regímenes pusieron en vereda a los artistas y restringieron la libertad para crear. Cada una a su modo, ambas aristas de la cuestión demuestran que la modernidad artística debe su mismísima vitalidad a los amplios espacios que la sociedad liberal -régimen burgués por antonomasia- les brindó, con su prosperidad económica y sus libertades políticas.
¿Qué queda de la modernidad? ¿Han muerto las vanguardias artísticas? ¿Ha agotado el arte sus posibilidades, después de que los modernos excedieran todos los límites? Si puede hablarse de una decadencia de la cultura occidental, ¿qué grado de responsabilidad cabe atribuir a los vanguardistas? Es notorio que la vuelta de tuerca de artistas como los del Pop Art (Robert Rauschenberg, Claes Oldenburg, Roy Lichtenstein y otros) tendió a vaciar el arte de todo lo que una civilización más que milenaria le reconocía como propio, culminando la revolución preparada por Marcel Duchamp con sus objetos de uso cotidiano -los ready mades– elevados a la categoría de arte. En adelante debía entenderse que todo es arte, lo que viene a significar que nada lo es. Es decidor el que un emblema de la ultramodernidad como Andy Warhol reservara al arte pictórico una total indiferencia, si es que no desprecio («Vas a un museo y te dicen esto es arte, y ahí están los cuadraditos colgados en la pared…»). Los dedicados a realizar performances hicieron del sinsentido, la grosería y el mal gusto las reglas supremas de su quehacer, mientras que pretendidos genios actuales por el estilo de Damien Hirst terminan de disolver las fronteras entre el arte y todo lo demás. (Gay refiere la famosa anécdota del aseador que en 2001 arrambló con una «escultura» de Hirst, una pila de desperdicios expuesta en una galería londinense; al hombre no le pareció que la cosa tuviese pinta de arte.) Hoy se observa un distanciamiento extremo entre el arte vanguardista y el cuerpo social, compuesto en su mayoría por personas que no hallan modo de sintonizar o de sentirse representadas por el arte de su tiempo. En más de un sentido, esto representa un fracaso para cierta vertiente del arte moderno, aquella que, en aras de una democratización del arte, proclamó la necesidad de romper con las barreras entre la alta cultura y la cultura popular. Por otro lado, el vanguardismo artístico ha perdido casi todo su poder de escandalizar. Como ilustrando una suerte de ley inscrita en las dinámicas culturales, lo que una vez fue radicalismo trangresor devino una tradición más, revestida con una pátina de clasicismo y dignificada a ojos de la sensibilidad burguesa por su incorporación en los museos y las academias. La herejía se transformó en ortodoxia, y la sociedad burguesa, que absorbió el legado de los rebeldes, sobrevivió incólume. En cuanto a los coletazos del vanguardismo, su único logro parece ser el de banalizar la actividad artística.
– Peter Gay, Modernidad. La atracción de la herejía de Baudelaire a Beckett. Paidós, Barcelona, 2007. 592 pp.
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Eeeeh! ¡No me había dado cuenta de esta reseña! Caramba, ¡qué libro más interesante! Me ha atrapado, y el párrafo final me ha dado la puntilla. Enhorabuena, Rodrigo, por tan estupenda reseña y me lanzo a la caza y captura de un libro que me parece francamente muy atractivo.
Dices que es más compilador que ensayista. Pero por lo que entiendo, mostrar la realidad que muchos no quieren reconocer, ya es marcar una tesis. O una dirección en la que que mirar. Porque en esto del arte, y de la modernidad, muchos se escudan en el «todo es arte y nada es arte», «todo vale» para ocultar su ignorancia o para defender una postura indefendible.
¿Compilador? No, Ario, lo que he querido decir es que se trata de una visión panorámica más que de un estudio en profundidad del concepto de modernidad artística. Lo que no significa que esté anémico de análisis conceptual o que carezca de ilación, al contrario, tiene abundancia de lo uno y de lo otro, desde la introducción misma. Tratándose de Peter Gay, la superficialidad no tiene cabida en este libro. Es un trabajo muy a propósito para hacerse una idea general del tema, y plantea una variedad de cuestiones cadentes en torno al arte de las últimas décadas, respecto del cual el autor no es en absoluto complaciente.
Se me antoja un libro esencial, en más de un sentido. Supuse que te interesaría.
Gracias por el comentario.