LAS RAZONES DEL MAL – Peter Hayes

El historiador estadounidense Peter Hayes, versado en la historia moderna de Alemania y el nazismo, nos obsequia con un libro que en principio se bate en la arena de los trabajos de síntesis, pero está lejos de ser un simple compendio narrativo del Holocausto. Las razones del mal (título original: ‘Why? Explaining the Holocaust’, 2017) es también obra de análisis, esto en la medida que recopila, desmenuza y evalúa -sobre todo evalúa- gran parte de los dilemas de interpretación provocados por el genocidio de los judíos y las teorías que al respecto se han formulado en los terrenos de la historiografía (u otras disciplinas). Estos dilemas son del calibre de «¿por qué los alemanes, por qué los judíos?», «¿cómo pudo ocurrir tamaña atrocidad?», «¿no había manera de impedir la matanza, o de obstaculizarla una vez iniciada?», «¿qué mecanismos hicieron posible la aniquilación de seis millones de judíos?», etc.: ni más ni menos que las mortificantes inquietudes que nos provoca un acontecimiento tan brutal y ante las que tantas veces retrocedemos amilanados, refugiándonos en la consternación o la perplejidad. Hayes pasa revista al argumentario relativo al Holocausto y expone sus propias conclusiones, destiladas de toda una carrera dedicada a estudiar tan doloroso asunto. En las páginas del libro convergen la síntesis y la interpretación, confiriéndole suficiente entidad como para incorporarlo en la bibliografía de referencia sobre el Tercer Reich y el Holocausto. Su lectura nos incita a reconsiderar las claves de la tragedia, replanteándonos lo que dábamos por sabido y resuelto; obliga a tomar nota de lo que hay de sesgado, precario o derechamente falso en muchos de los lugares comunes relacionados con el genocidio. Quizá resulte abrumadora la perspectiva de enfrentar otra «narración del supremo mal», pero la parte descriptiva (que la hay, y es más bien breve) se justifica en términos de una necesaria contextualización: nos pone en antecedentes para una mejor comprensión del fenómeno. Es precisamente el delineado del contexto lo que articula los dos capítulos iniciales, que además de introducirnos en la estructura temática del libro, dan cuenta del rumbo de colisión de los principales actores: los judíos y los alemanes. El antisemitismo y las particularidades del nacionalismo alemán, la tardía unificación del país y las repercusiones de su derrota en la Primera Guerra Mundial figuran entre los factores de lo que, con todo, no cabe concebir como la crónica de un crimen anunciado.

No lo fue, de partida, porque el antisemitismo alemán era menos virulento y generalizado que el de Rusia y la mayoría de los países de Europa del este, en que la población judía era incomparablemente más numerosa y solía estar menos integrada. Circunstancias como la forma en que acabó la Gran Guerra para Alemania, el Tratado de Versalles, la inestabilidad política y el hundimiento de la economía en los años veinte, sumieron al país en un clima moral enrarecido que fomentó la propagación de un nacionalismo extremo y el odio a los judíos, entre otras señales de extravío. En una sociedad que se creyó traicionada por Woodrow Wilson e injustamente maltratada por las potencias occidentales, abocada a una abrupta transición de régimen político -con una república que nunca logró ganarse el corazón de los alemanes-, cundió una mentalidad de país asediado, supuestamente amenazado por una constelación de enemigos externos e internos -incluyendo a los judíos, percibidos (a despecho de su alto grado de asimilación) como un elemento alógeno y pernicioso para la nación germana. La actitud victimista de pueblo hostigado tornó a los alemanes más receptivos que nunca a un discurso como el de Hitler, que los eximía de toda responsabilidad en la crítica situación del país y atribuía sus pesares a la malignidad de las potencias rivales y a una conspiración judeo-comunista. Hitler exoneraba a los alemanes de toda culpa y les señalaba los enemigos sobre quienes habían de descargar sus ansias de desquite; de tal suerte, ellos podían trocar la vergüenza -causada por la derrota y las crisis subsiguientes- por una sensación de autoestima. Sin embargo, el mismo Hitler pudo constatar que un antisemitismo tan radical como el suyo distaba mucho de ser compartido por la mayoría de los alemanes, y que solo podía rendir réditos electorales limitados. Después del «Putsch de la cervería» y antes de la toma del poder por los nazis, el antisemitismo devino un ítem de segundo orden en la agenda pública del partido.

Tras varias décadas de debate, el consenso actual entre los historiadores es que el exterminio de los judíos debió su forma de escalada no a un plan minuciosamente preconcebido por Hitler y sus secuaces sino a un proceso gradual de experimentación y aprendizaje, en que los responsables de resolver la llamada «cuestión judía» tantearon diversos caminos y aprovecharon las posibilidades que les deparó el curso de la política internacional, incrementadas exponencialmente por la guerra de conquista, que puso al alcance de los alemanes la mayor parte de la población judía de Europa. Las circunstancias se confabularon para que, durante demasiado tiempo, nada obstruyera la consecución de la matanza. Surge al respecto una multitud de cuestiones espinosas, desde el grado de complicidad de la población alemana hasta la actitud de las potencias aliadas (acusadas de pasividad ante las noticias de persecución y asesinato de los judíos), pasando por acápites como el rol y motivación de los perpetradores o el famoso asunto de los Consejos Judíos de los guetos establecidos por los alemanes, cuyo papel fue duramente cuestionado ya por Raul Hilberg y Hannah Arendt. Relacionado con esto último, también está la pregunta de por qué los judíos hicieron tan poco para resistirse a las políticas homicidas del Tercer Reich (pregunta formulada antes siquiera de razonar sobre el real margen de acción de los judíos, dando por supuesto que podían haber mucho más que «dejarse conducir al matadero como corderos»). Problemas tan complejos obligan a examinar una multiplicidad de variables, tan extensa que referirlas todas casi haría de esta reseña un duplicado del libro. Como no pretendo reemplazar el trabajo del autor, me atendré solo a algunas de las aristas pertinentes, y, por descontado, de manera muy somera.

A propósito de la motivación de los perpetradores, Hayes se decanta por una tesis alternativa a las dos fórmulas clásicas: a) la volitiva, que sostiene que los asesinos actuaron movidos por el deseo de matar, dando rienda suelta a su odio por los judíos (postura cuyo portavoz extremo es Daniel Goldhagen, con su libro Los verdugos voluntarios de Hitler, cuyo énfasis está puesto en la idea de un arraigado y rabioso antisemitismo alemán); b) la situacional, que explica la actuación de los asesinos como respuesta a un contexto inmediato, sin una mediación indispensable de convicciones ideológicas (expresión cúlmine de esta corriente: Aquellos hombres grises, de Christopher Browning, autor que pone de relieve la lealtad o solidaridad de grupo como factor crucial). Hayes se apoya en ciertas contribuciones de la psicología para voltear el sentido del odio por las víctimas: menos que una condición preexistente, este odio habría sido un mecanismo de autodefensa y justificación de los perpetradores, que en una proporción significativa no eran sicópatas ni específicamente judeófobos. No siendo unos sádicos, mataban no porque odiasen a los judíos sino que los odiaban porque debían matarlos. «El odio, incluso el gozo -escribe nuestro autor-, se convirtieron en formas de facilitar la tarea impuesta, que sabemos que no fue sencilla, al menos en un principio». Por otra parte, Hayes se alinea con estudiosos como Edward Westermann, Omer Bartov y Harald Welzer, para quienes el adoctrinamiento y la convicción ideológica sí gravitaron en el desempeño de los asesinos. Los hombres del Batallón de Policía 101 (objeto de estudio de Aquellos hombres grises) eran más bien atípicos; la generalidad de las unidades de su tipo incorporaban hombres más jóvenes, no reservistas formados en una época anterior sino «soldados políticos» compenetrados del ideario nazi, del que se empaparon en sus años formativos: no hombres corrientes empujados a una contingencia extrema sino individuos indoctrinados en la necesidad de una purificación racial, predispuestos por tanto a ejecutar la tarea que el régimen les encomendaba.

Suscribiendo los hallazgos de diversos investigadores, Hayes hace suyo el postulado de que lo situacional y lo volitivo llegaron a entremezclarse al punto de que, en un contexto como el que forjó el régimen nazi, las creencias se ajustaron a las circunstancias y el poder, investido de legitimidad por los impresionantes éxitos de la maquinaria militar alemana, magnificó las ideas del nazismo. Muchos de los perpetradores actuaron inicialmente por un sentido de obediencia más que por la convicción o el odio, pero muy pronto llegaron a identificarse con los principios y propósitos del régimen. Uno de los más perversos logros del nazismo fue el embeber a una miríada de alemanes de una escala de valores invertida que suministraba toda suerte de justificaciones para la crueldad y el crimen. Por añadidura, la abundancia de personas dispuestas a asumir los más violentos cometidos planificados por el régimen tuvo entre sus principales causales el que este creara «un mundo mental cerrado, una cámara de resonancia ideológica en la que los líderes insistían sin descanso en la supuesta amenaza que los judíos representaban y la necesidad de que los alemanes se defendieran contra esta. […] La propaganda y el poder de los nazis se combinaron para convertir el antisemitismo en un bucle que se retroalimentaba sin pausa, y los alemanes corrientes actuaban en consonancia». Detrás de la tortura, el asesinato y la explotación de mano de obra esclava, pero también -podemos agregar- tras el desempeño de toda una generación de hombres en armas en situación de guerra, se detectan factores del orden de la voluntad de medrar, el idealismo y un sentido del profesionalismo que impulsaba a cada uno «a hacer bien su trabajo» (proposición respaldada por obras como Hitler y sus verdugos, de Michael T. Allen, o Soldados del Tercer Reich, de Sönke Neitzel y Harald Welzer).

Valiéndose de argumentos de gran calado, Hayes se afana por objetar varias de las aseveraciones que circulan en torno al genocidio, algunas de las cuales son (solo algunas, insisto): que los Aliados podrían haber interferido en el desarrollo de la matanza; que una resistencia activa o pasiva de los judíos -incluyendo una actuación diferente de los Consejos Judíos, frecuentemente acusados de cooperar con los nazis- podría haber ralentizado las operaciones de exterminio; que Alemania desvió demasiados recursos en la comisión del exterminio, perjudicando su propio desempeño bélico; que la mayoría de los perpetradores principales eludieron en la posguerra la justicia, librándose de todo castigo; que el Holocausto se encuadra en el contexto de la modernidad, explicándose en importante medida por las premisas intelectuales y los procedimientos y medios técnicos que ella depara. Esta última es una tesis que tiene en Zygmunt Bauman uno de sus más connotados valedores (véase su Modernidad y Holocausto), y a la que Hayes opone el muy atendible reparo de que una gran proporción de las víctimas del genocidio fueron sacrificadas por medios tan rudos y elementales como el fusilamiento o el gaseado en camiones cerrados. La imagen de una matanza industrializada, semejante a la producción serializada de bienes en cadenas de montaje, sería una distorsión de la realidad.

Urge, es cierto, matizar o limitar el alcance de la tesis de Bauman, pero me atrevo a creer que, en un sentido muy profundo, ella sobrevive porfiadamente a los cuestionamientos (por Hayes y otros autores). Una vez desencadenada la campaña de exterminio de los judíos, ella podía muy bien proceder -tal cual ocurrió en las fases iniciales- por medios de escasa sofisticación o no específicamente modernos, esto es, sin una particular incidencia de la racionalidad burocrática, ni de la técnica de la producción industrial, ni de los métodos de despersonalización o distanciamiento sicológico entre perpetradores y víctimas, ni de los procesos de inhibición o neutralización moral de la acción colectiva. Bajo determinadas circunstancias -favorables siempre al Tercer Reich-, la campaña entera podría haberse llevado a cabo siguiendo patrones tan rudimentarios como los que caracterizaron el genocidio de los armenios durante la Primera Guerra Mundial. Con todo, no es menos cierto que una parte considerable de la matanza sí incorporó variables operacionales típicamente modernas; la dinámica del exterminio sí revistió en su etapa culminante la forma de una «industria de la muerte», con una significativa intervención de los componentes de la cultura burocrática. Cuando las condiciones logísticas y los plazos disponibles dejaron de ser propicios al régimen nazi, la racionalidad instrumental inscrita en la organización burocrática y en la técnica avanzada cobró una importancia decisiva en el funcionamiento del genocidio. La modernidad no frenó ni estorbó el exterminio, antes al contrario, le proporcionó un surtido de mecanismos -éticos, administrativos y técnicos- merced a los cuales pudo redoblar su eficacia. (En 1944, el curso adverso de la guerra apremiaba a la Alemana hitleriana, lo que no impidió que aquel mismo año lograse arrasar con la mayor parte de la numerosa población judía de Hungría: a esas alturas, Auschwitz se había convertido en una lubricada maquinaria de matar personas, y de ella se sirvieron los gestores del genocidio en el ocaso del régimen.)

Así pues, la idea que subsiste es que la modernidad no nos inmuniza completamente contra el mal, ni provee siempre cobijo a los segmentos vulnerables de la sociedad. Esta dramática constatación es reforzada por la representación hecha por Bauman del Estado moderno, especialmente en su variante totalitaria, como un «Estado jardinero»: metáfora con la que el sociólogo judeo-polaco resalta el impulso hegemónico y disciplinar del aparato estatal, que expande sus potestades tutelares y aborda la sociedad como un jardín a cultivar, controlando el florecimiento y desarrollo de los elementos funcionales al orden social racionalmente planificado a la vez que erradica los que considera «elementos perturbadores» (al igual que se elimina la maleza). Es en el marco de estos y otros planteamientos afines que Enzo Traverso sostiene que «la maquinaria estatal, que permite el buen funcionamiento de una sociedad basada en la regulación racional y legal de los conflictos, suele revelarse perfectamente compatible con la violencia extrema que borra los logros del proceso de civilización» (ver Traverso, La historia como campo de batalla, cap. VI). Lo que a fin de cuentas revelan las formulaciones de Zygmunt Bauman -y que suelen perder de vista sus detractores- es precisamente esa eventual compatibilidad, demostrativa de que la antítesis «barbarie o civilización», verdadero epítome programático del pensamiento ilustrado, tiene demasiado de ilusorio. Modernidad y Holocausto conserva gran parte de su validez como advertencia de que, tras la faceta luminosa de la modernidad, acechan latentes unas muy sombrías amenazas.

(Se aducirá acaso que, en este sentido, los riesgos o amenazas provienen de constelaciones civilizatorias incompletas o imperfectas, como en el caso de la «problemática y deficiente modernidad» imputada -no sin plausibles razones- a la Alemania de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, cabe al respecto reparar en una serie de prevenciones, a saber: nunca son los fenómenos sociohistóricos tan simples que quepa encajarlos de una vez por todas en categorías inequívocas, nítidamente delimitadas y excluyentes, o, dicho de otro modo, en conceptos -usualmente dicotómicos- de una claridad y sencillez cartesiana («moderno» vs. «no moderno o antimoderno», «bárbaro» vs. «civilizado», etc.); estos conceptos, en esencia arquetipos o «tipos ideales» de connotación heurística e inevitablemente esquemáticos, no cancelan ni sustituyen la complejidad de la realidad, la que jamás responde a magnitudes absolutas o caracterizaciones tajantes en blanco y negro (moviéndose en cambio en una gama de tonos grises); el devenir histórico supone procesos de cambio y transición en que la cristalización de nuevas configuraciones políticas, socioeconómicas, culturales y de mentalidad suele solaparse con señales de continuidad o persistencia -aunque fuere parcial- de las estructuras tradicionales; el enfoque normativo que subyace a apelativos por el estilo de «modernidad deficiente, inconclusa o inmadura» -y que da prácticamente por sentada la existencia de casos modélicos o coincidentes con la norma, cercanos por ende a la perfección- conviene mantenerlo en el plano epistemológico y dispensarlo siempre con cautela, evitando extrapolarlo al plano de los juicios morales.)

Por supuesto, el mayor de todos los mitos sobre el Holocausto desmentido por nuestro autor es que el hecho nunca tuvo lugar, idea soberanamente ridícula -y como tal la califica Hayes- a la que, sin embargo, dedica unas cuantas páginas finales (justo las que merece).

Libro sobremanera estimulante, capaz de remecer la comodidad de ideas comúnmente aceptadas. Por completo recomendable. Valga como colofón una reflexión del autor: «El Holocausto no fue misterioso e inescrutable; fue la obra de personas que se movían por motivos y debilidades habituales entre los seres humanos: orgullo herido, miedo, fariseísmo, prejuicios y ambición personal, por mencionar solo algunos de los más obvios. Una vez la persecución adquirió impulso, sin embargo, no hubo forma de detenerla sin la muerte de millones de personas, la inversión de ingentes cantidades de dinero y la destrucción casi total del continente europeo. Quizá ningún otro suceso histórico, por lo tanto, confirma mejor la dificilísima advertencia recogida por un proverbio alemán que condensa el sentido que confío en que los lectores extraerán de este libro: Wehret den Anfängen («¡No lo dejéis crecer!»)».

– Peter Hayes, Las razones del mal. ¿Qué fue realmente el Holocausto? Crítica, Barcelona, 2018. 448 pp.

     

11 comentarios en “LAS RAZONES DEL MAL – Peter Hayes

  1. forestry dice:

    Hola Rodrigo!
    Fantástica reseña, y gran frase de colofón, libro muy atractivo con preguntas muy interesantes, lo apunto en la lista de verano!!

    Muchas gracias gran trabajo de síntesis!!!!
    Forestry

  2. Rodrigo dice:

    Gracias a ti, Forestry. El libro, desde luego, no es en absoluto redundante en relación con la extensa bibliografía sobre el nazismo y el Holocausto. Se merece una atenta lectura.

  3. Eduardo Alfredo Laffont dice:

    De dónde salió la cifra de 6.000.000 de judíos exterminados? No leí el libro pero ya se exceden con el tema del «holocausto». En tal caso porqué los judíos, en su gran mayoría no huyó de Alemania. La «fobia» de Hitler era el comunismo y obviamente no quería a los «judíos». Había leidp a Herlts cuando deambulaba por Austria y conocía al SIONISMO con base en Inglaterra apoyado y fomentado por los «Roschild».
    En primer lugar los campos fueron para comunistas, republicanos librepensadores, gitanos, homosexuales.
    Por último dejen ya de demonizar a Alemania un país que dio grandes filósofos, músicos, poetas. etc.

  4. Rodrigo dice:

    Ni caso. Comentarios de esa calaña no merecen respuesta.

  5. Derfel dice:

    Pinta estupenda, éste me lo apunto. Con un precio razonable, además.

    ¿Has leído «El holocausto», de REes? ¿Va en esa línea?

  6. Rodrigo dice:

    Todavía no, Derfelion. A la espera está, en la pila. ¿Sugieres que adelante su lectura, tan bueno es?

  7. Derfel dice:

    No, aún no lo he leído, sigue en mi pila también.

  8. Rodrigo dice:

    Vale.

    En todo caso, presumo que el libro de Rees discurrirá por otra senda, bien conocida de ti: la de tipo preferentemente narrativo, reforzada por la captación de abundantes testimonios. El de Hayes es más bien temático, con notorio énfasis en el análisis y un acentuado propósito de poner en solfa varias de las “verdades establecidas” acerca del Holocausto.

    Me daré un tiempito antes de ponerme con el de Rees. Seguro es muy interesante.

  9. Derfel dice:

    Aclarado, pues.

    Gracias, Rodericus.

  10. forestry dice:

    Hola!
    Bueno leído! La verdad es que lo calificaría de libro muy historiográfico, hasta académico, pero de lectura amena pese a que me han sobrado tantas cifras que a veces dificultaban la lectura, pero que en parte se entienden dentro del tipo de libro. Ha ido un poco de menos a más, al principio me costó acostumbrarme a tanta cifra, pero la verdad es que el libro lo veo riguroso, bien argumentado y diferente a lo leído anteriormente sobre el tema. No es el libro de testimonios y pasional de lo mucho escrito, es más bien científico, donde hay unas hipótesis y trata de ir desgranando los argumentos que me han parecido interesantes. Me ha gustado especialmente el último capítulo donde hace una síntesis muy buena de todo el libro.
    Gracias de nuevo por la cita, ha sido un libro interesante de leer y recomendable para tener un enfoque menos pasional del tema y más argumentado.

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