LA REVOLUCIÓN CULTURAL NAZI – Johann Chapoutot

Fenómeno heteróclito y contradictorio como pocos, entre los que jalonan el devenir de la humanidad, el nazismo se resiste a una caracterización unívoca, tan simple o unidimensional que escamotee alguna de sus varias y con frecuencia antitéticas facetas. Transcurrido más de medio siglo desde el desplome del Tercer Reich, y habiendo inspirado una riada de estudios emprendidos desde los más diversos enfoques (teóricos, metodológicos y disciplinares), la naturaleza del nazismo sigue provocando multitud de polémicas, aunque ninguna tan vehemente en la actualidad como la que protagonizaran un puñado de intelectuales alemanes en la segunda mitad de los años 80 (la famosa y al parecer poco fructífera «Querella de los historiadores»), o la que suscitara en la década siguiente un bullado libro de Daniel Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler, hoy en día bastante desacreditado.

En el fondo, y esto es lo que importa, aún subsiste aquello que Rosa Sala Rose llamó el «misterioso caso alemán», eterno motivo de estupor… Uno de los problemas de resolución pendiente concierne a la discutida filiación del movimiento hitleriano con el romanticismo: qué tanto debe a esta corriente cultural, ella misma polifacética y ambigua; ¿se trata de un retoño legítimo del ethos romántico, o es más bien una derivación torcida y perversa? Otra arista controversial es la de qué tan en serio se debe tomar al nazismo como ideología, y a Hitler como un político y gobernante ideológicamente motivado (en lugar de actuar al alero solo de consideraciones tácticas, al estilo de un oportunista consumado). También cuenta el dilema de encasillar el fenómeno en la categoría de los movimientos revolucionarios, o bien, en el de las contrarrevoluciones; asunto este directamente vinculado con el de la conexión romántica del nazismo. El exuberante Modernismo y fascismo de Roger Griffin (2007), piedra miliar en la materia, parecía disipar las dudas acerca de la condición revolucionaria de los fascismos en general, condición especialmente pronunciada en el caso de la variante germana. No obstante, aún hay lugar para caracterizaciones opuestas, las que enfatizan la deriva regresiva y arcaizante del discurso nazi. El historiador francés Johann Chapoutot se inscribe en el bando de quienes las formulan, y hay que reconocer que sus argumentos merecen sobrada atención. Cierto es que asigna al nazismo el calificativo de «revolución cultural», tal cual consta en el título del libro aquí reseñado, pero es notorio que la disociación entre revoluciones políticas y culturales no es en absoluto infrecuente.

A manera de ilustración, reparemos en el punto de vista de, por ejemplo, François Furet. Conforme a sus planteamientos, el Tercer Reich fue un régimen lo bastante rupturista como para considerarlo revolucionario, desde el momento en que se representó y se constituyó como un régimen ideológico, basado en cuanto tal en un sistema de explicación del mundo -una ideología- por cuyo intermedio «la acción política de los hombres adquiere un carácter providencial, con exclusión de toda divinidad» (Furet, El pasado de una ilusión, p. 16). No menos que Lenin, de acuerdo al historiador francés, Hitler fundó un régimen de índole hasta entonces desconocida, reactivo en su origen pero no propiamente contrarrevolucionario dado que sus fundamentos doctrinarios chocan con el propósito de restaurar el paradigma premoderno, en que lo religioso fungía como factor constitutivo del ordenamiento político y de la vida social: como el marxismo-leninismo, también el hitlerismo sustituye la autoridad divina por la fuerza de la evolución histórica, atributo que lo hace en esencia inmanentista y profano. (Para ambas corrientes, erigirse en pretendidas religiones políticas no es simple estrategia proselitista sino un modo de atenuar los efectos de la anomia y la irreversible secularización del mundo.) Como el marxismo-leninismo, también el hitlerismo dimana de una pasión revolucionaria que exige que todo sea político para, en la más desconcertante de las paradojas, despolitizarlo todo. Si la política supone -según la concepción democrática liberal- una dialéctica provechosa de contienda deferente y búsqueda de acuerdos, con el consiguiente enaltecimiento del pluralismo, el respeto de la diversidad y la disposición a transar, las cosmovisiones totalitarias reniegan de lo que conciben como causa de la fragmentación y disonancia social, aspirando al cese absoluto del conflicto por medio de la supresión de la divergencia y la homogeneización de la colectividad: conjurada la discordia y borradas las fronteras entre clases, instituida al fin la sociedad cabalmente armónica y cohesionada, la política se tornará superflua. (Es sabido además que, una vez enquistados en el poder, los totalitarismos desincentivan la movilización política de las masas, de cuya letargia solo son arrebatadas con ocasión de las celebraciones multitudinarias, o cuando se las arrastra a la demagogia plebiscitaria: nada que incite el desarrollo de un espíritu cívico autónomo. Hannah Arendt, recordémoslo, denunciaba la incompatibilidad esencial del totalitarismo con lo político, evidente en el afán totalitario de cancelar el espacio público, expresión de la pluralidad y la reciprocidad humanas, condición ineludible de la libertad: ni más ni menos que el terreno en que lo político se materializa a plenitud.)

Una de las mayores diferencias entre las dos vertientes de la mentalidad utópica y antiindividualista reside en el ámbito de aplicación. Mientras el marxismo-leninismo hace suyo el universalismo del pensamiento ilustrado, el nazismo reivindica el particularismo excluyente de la nación y la raza, principios axiales de una comunidad orgánica amenazada de disgregación por el racionalismo ilustrado (intrínsecamente falaz, por abstracto y refractario a la específica historicidad de los pueblos). Estas y las anteriores consideraciones esgrimidas por Furet son, por lo demás, congruentes con las de una Hannah Arendt, pionera en el ámbito de los estudios del totalitarismo. Para la filósofa germano-judía, una de las señales definidoras de los movimientos totalitarios es el pathos de la novedad, distintivo de las revoluciones y un punto de quiebre con respecto al Antiguo Régimen. Arendt caracteriza la revolución como un fenómeno en esencia moderno, un acontecimiento históricamente inédito y que aspira a fundar un cuerpo político original a la vez que permanente, rompiendo con la secuencia hasta entonces conocida de la historia («una ruptura en el orden común de los días», en palabras de Furet). Los regímenes totalitarios, de signo fascista o comunista, se encarrilan en la senda abierta por las revoluciones del siglo XVIII, la estadounidense y la francesa, llevando al extremo la apetencia de novedad y el impulso fundacional de los primeros revolucionarios. Dichos acontecimientos proporcionaron un nuevo sentido al concepto de revolución, a la sazón poco utilizado en política y ligado a la idea de restauración, que prevalecía todavía en el contexto de la Gloriosa Revolución inglesa (siglo XVII); pero son sobre todo las revoluciones del siglo XX las que encarnan el desiderátum de conquistar para los hombres una libertad radical, primer paso hacia la instauración de un orden sociopolítico completamente nuevo. (Para Arendt, ver Los orígenes del totalitarismo, 1951; también Sobre la revolución, 1963, y La libertad de ser libres, colección de artículos editada por Taurus en 2018.) Vale la pena considerar que en De alemanes a nazis, Peter Fritzsche traza una sólida caracterización del nazismo como un partido insurreccional que no miraba atrás en el tiempo en su búsqueda de legitimación, fundando su proyecto «en una ruptura radical con las prácticas políticas del pasado»; es, por lo tanto, pertinente tomar con seriedad la pretensión nacionalsocialista de ser un movimiento revolucionario (ver Fritzsche, op. cit., cap. final).

Roger Griffin aportó a esta línea de razonamiento un argumentario rico en conceptos y perspectivas, incidiendo con sumo vigor en la sensación de comienzo que imbuía a los fascismos históricos. Convencidos de situarse en el umbral de una nueva era, con la mirada puesta no en el pasado -no en la quimérica restauración de un pretérito ya superado- sino en el futuro, los fascistas articulaban un discurso colmado de indicios de un ethos moderno y revolucionario. Por nauseabundo que nos resulte el nazismo, no parece adecuado descartar en el plano heurístico la sinceridad que animaba la retórica nazi al proclamarse revolución orientada a la forja de un «orden nuevo», poblado de «hombres nuevos»: una terminología que avala la comprensión del nazismo como movimiento impregnado de una dinámica de futuro -un futuro que había que construir. Con todo, es indudable que en el ideario fascista, y en el del nazismo en particular, existen también potentes señales de una mentalidad reactiva y primordialista, añorante de un pasado idealizado y afanosa de retornar a los orígenes míticos de la nación, fuente de un sentido de pertenencia comunitaria socavada por la racionalidad instrumental y universalizante de la modernidad. Al respecto, cabe tener en cuenta que el objetivo perseguido por el propio Griffin es elaborar una síntesis teórica que aprehenda la concepción utópica del fascismo, de suyo ambivalente puesto que en su andamiaje cohabitan elementos antimodernos e hipermodernos, futuristas y archiconservadores: «el nazismo -sostiene Griffin- carecía de una visión del mundo homogénea; era más bien una alianza amplia de proyectos diferentes, a veces incluso contradictorios, para la regeneración de Alemania, y estas diferencias se producían tanto entre los dirigentes […] como entre los seguidores del movimiento» (ver Griffin, Modernismo y fascismo, p. 377). Otra reconocida autoridad en este campo, Ian Kershaw, dejó constancia de una evaluación análoga: «El apoyo al nazismo -puntualizó- no fue una mera búsqueda del regreso al pasado, fueran cuales hayan sido las tendencias restauradoras indudablemente también presentes» (cursivas en el original; ver Kershaw, La dictadura nazi, cap. 7). Así pues, sopesados los dos paradigmas en cuestión, inclinarse por uno de ellos a expensas del otro en un juego de suma cero resulta una apuesta segura por el sesgo: equivale a suscribir una visión parcial y contrahecha del nazismo.

Chapoutot examina diversos aspectos de la revolución cultural propiciada por los nazis desde su llegada al poder. De su examen se desprende -sobre todo en los primeros apartados del libro- una concepción política del nazismo enfocada en su faceta más reaccionaria, de resultas de lo cual aparece como un «proyecto claramente contrarrevolucionario» (p. 62), enemigo frontal de la Ilustración y de todo lo que representa el año simbólico de 1789, dominado por la pretensión de hacer retroceder la historia y volver a un pasado mitificado. Así considerado, en el nazismo, movimiento retardatario por antonomasia, alentaría una visión circular de la historia, en vez de la concepción lineal y evolutiva que caracteriza a la modernidad -con su idea de la superación de etapas y el progreso irrefrenable-. Incluso la importante dosis de cientificismo que exhibe la fraseología nazi enfatiza la subordinación de los avances científicos y tecnológicos a una pulsión regresiva: cuando los nazis se dicen iluminados por la ciencia contemporánea, lo que hacen es torcer cuantas nociones científicas estén a su alcance para ponerlas al servicio de su programa restaurador. Y lo que indefectiblemente tienen en la mira es la comunidad orgánica del Volk alemán, la que, una vez depurada y regenerada, recobrará su ligazón idílica con el orden elemental de la naturaleza: justo como en los tiempos primigenios de la raza.

En la interpretación de Chapoutot subyace la premisa de que, tratándose del nazismo, las ideas sí importan, aunque no destacaran los nazis por la originalidad de sus enunciados. Partiendo por Hitler, el rol de sus ideólogos consistió más que nada en asimilar una serie de ideas preexistentes e integrarlas en un discurso de coherencia esquiva; ideas que no eran en absoluto patrimonio exclusivo de la idiosincracia alemana sino que circulaban en aquel entonces por toda Europa, alimentando la extendida tradición contrarrevolucionaria. Ciertamente, podemos argüir, la mitificación de la edad prerrevolucionaria y la crítica del racionalismo ilustrado -entre otros ingredientes- habían sido revestidos de prestigio cultural por el romanticismo afín al conservadurismo nacionalista. Reivindicar la especificidad de la nación y de la raza, proclamar el derecho al etnocentrismo y exhortar al retorno de las tradiciones constituían el común denominador de los movimientos políticos de derechas, y figuraban entre los elementos estructurales del compromiso ideológico de muchos nazis. Pero también es cierto que una proporción importante de los adherentes al hitlerismo, radicalizados y proclives a la transgresión, aspiraban a desbordar el horizonte del pensamiento conservador, subvirtiendo el orden tradicional y desmantelando de paso las bases del modernismo liberal. No se contentaban con frenar la revolución, o la amenaza de revolución, que hasta entonces era invariablemente de izquierdas y que a la datación icónica de 1789 había sumado la más reciente de 1917. Proponían una variedad específica de revolución, alternativa a la de izquierdas pero inspirada a su vez en una concepción progresiva y futurista de la historia. (Para no extenderme demasiado, remito la argumentación respectiva a la reseña del libro de Griffin.) En favor de esta interpretación, resulta pertinente tomar nota de una circunstancia decidora: los nazis alcanzaron el poder en alianza con los conservadores, no confundidos con ellos. Entre ambos sectores corría una línea divisoria de índole tan ideológica como sociológica y moral. A los nazis no se les daba la moderación en ningún sentido, en ninguno de los aspectos de la actividad política, por más que en ocasiones disimularan lo extremo de sus objetivos (una medida transitoria de simple conveniencia). Solo la economía, una vez realizados los ajustes requeridos por la «arianización» de las empresas y el programa de rearme y preparación para la guerra, pudo librarse -hasta cierto punto- del dirigismo y la absorción del cuerpo social por el régimen, al que no de modo gratuito se define como totalitario.

Sin ir más lejos, a los nazis no les bastaba con la cautela bismarckiana ni con la revisión de los términos del Tratado de Versalles, topes de la política exterior propugnada por los conservadores; el Tercer Reich apuntaba nada menos que a la conquista no ya de Europa sino del mundo. Por furibunda que fuera la aversión de los conservadores por socialistas y comunistas, o su repulsión de los llamados «pueblos inferiores», no soñaban ellos con suprimir a unos y otros de la faz de la tierra; tampoco suscribían la índole biologicista del nacionalismo y el antisemitismo de los nazis. Defensores a ultranza de las jerarquías tradicionales y de las prerrogativas de las clases privilegiadas, no podía subyugarlos un partido de masas que prometía hacer tabla rasa del orden social. Para los conservadores, la religión y las instituciones eclesiásticas eran insustituibles en el entramado espiritual y asociativo de la nación; no aspiraban a extremos como la santificación del colectivo en desmedro del individuo, ni a la ritualización de la política con vistas a implantar en última instancia un sistema valórico e institucional con vocación de desalojar a las religiones tradicionales. No los movía la instauración de un Nuevo Orden nacional e internacional, sino la restauración del orden previo a 1914. De ninguna manera les hubiera complacido que el hacer causa común con los «zafios y desastrados nazis» diera motivo a que se los considerase iguales a ellos ni, mucho menos, dispuestos a subsumirse en su ideario y organización. Al desdén de los conservadores los nazis respondían con un desprecio similar, cuando no con un odio virulento. El marco de pensamiento del conservadurismo hacía a los nazis el efecto de una abominable camisa de fuerza, de la que debían desprenderse a como diera lugar. Genuinos extremistas, sus ideas y prácticas suponían una superación cualitativa de los esquemas convencionales de la derecha y de la democracia parlamentaria en general; ninguna etiqueta les satisfacía más que la de «revolucionarios».

El estudio de Chapoutot consta de un cierto número de capítulos, versiones reelaboradas de artículos más o menos extensos, publicados anteriormente en revistas de corte académico. Los temas son variados pero afines, ensamblados en un conjunto provisto de razonable coherencia. Uno de los puntos altos de la investigación desarrollada por el autor es la consulta sistemática de fuentes primarias, doctos tratados y ensayos con pretensiones científicas, o bien artículos pergeñados con fines propagandísticos; todo ello, obra de académicos, investigadores y juristas, además de pedagogos volcados a labores de propaganda. Se trata, pues, de material de primera línea en el acervo ideológico del partido nazi, concienzudamente analizado por Chapoutot. El primer capítulo aborda la reivindicación en la vulgata hitleriana del legado de la Grecia clásica, presunta culminación del genio nórdico: un legado que, según los ideólogos nazis, se corrompió por obra del pensamiento estoico, a la par que declinaba el pueblo griego a raíz de su mezcla con razas orientales envilecidas; correspondía a Alemania, heredera consanguínea de la Hélade, recuperar para los tiempos modernos la gloria helénica. Este y los otros apartados son transversalmente recorridos por la premisa, enarbolada como advertencia de la historia, de que los pueblos superiores -manifestaciones de la raza aria, en esencia- están constantemente amenazados de decadencia, y que el mayor peligro proviene de la degeneración biológica surgida del mestizaje; razón de sobra para desembarazarse del lastre moral de raigambre judeo-cristiana o bien ilustrada liberal, cuya exaltación de la abstracta humanidad y del humanitarismo no solo enturbia el discernimiento del pueblo alemán sino que reblandece su temple, abocándolo a alienación e impotencia. Su preservación y prosperidad demanda la eliminación de la escoria racial y el rejuvenecimiento merced al retorno a los orígenes. El triunfo de la raza germana dependía, en fin, de la supeditación incondicional de sus hijos a la comunidad nacional.

Tales ideas proveían sustento a acciones como la promulgación de un corpus entero de leyes raciales; el enaltecimiento de un sistema jurídico emancipado de influencias latinas e ilustradas, devuelto a la fuente primaria: el antiguo derecho germánico; la reinterpretación de la filosofía kantiana en clave antiiluminista, retorciéndola hasta un extremo que posibilitara su asimilación por la ideología nazi; la implementación de leyes civiles y de un sistema educativo orientados a incentivar el matrimonio racialmente correcto y, más aun, el crecimiento demográfico, objetivo prioritario que volvía irrelevantes los prejuicios sobre la monogamia y la legalidad de los nacimientos; la promoción de una política belicista e imperialista, base de la expansión hacia el este y el sometimiento de los pueblos eslavos; etc. Estos y unos pocos temas más son los que acomete nuestro autor, destacando quizás una reevaluación del juicio de Eichmann y del significado del rol histórico del personaje: en realidad, una impugnación de la tesis de la «banalidad del mal» propuesta por Hannah Arendt. El historiador pone en entredicho esta tesis por faltarle unos supuestos mejores que la lectura arendtiana del proceso, demasiado llevada de la imagen capciosa que de sí mismo presentó Eichmann. Según Chapoutot, el hombre estaba mucho más comprometido con la ideología nazi de lo que él admitía, y distaba de ser un gris funcionario de iniciativa y responsabilidad restringidas, impulsado únicamente por el deber de la obediencia burocrática.

En suma, un libro sobremanera interesante.

– Johann Chapoutot, La revolución cultural nazi. Alianza Editorial, Madrid, 2018. 296 pp.

     

10 comentarios en “LA REVOLUCIÓN CULTURAL NAZI – Johann Chapoutot

  1. Vorimir dice:

    Creo que ya lo comentamos en otras reseñas de libros de temática similar: La desculpabilización (menudo palabro) del pueblo alemán con respecto al nazismo fue un mantra aliado post-guerra para que Alemania pasase sin mucho trauma al bando aliado (bueno, el trozo que les correspondía): la culpa fue de esos nazis locos que os habían engañado, respirad tranquilos que no se os va a juzgar ni a tener en cuenta si sois buenos aliados, estos tipos de uniforme que vamos a encarcelar o ahorcar son los malos. Y eso no se lo cree ya (casi) nadie hoy día.

  2. Rodrigo dice:

    Cierto, Vorimir. En todo caso, no es el que refieres un tema que aborde Chapoutot en este libro. Su mira está puesta ante todo en el contenido regresivo o arcaizante del ideario nazi. Tengo entendido que este asunto ya lo había trabajado antes en un volumen más extenso, titulado El nacionalsocialismo y la antigüedad, editado unos años atrás por Abada.

    A todo esto: lástima que los títulos aludidos en la reseña no estén en cursiva, como los había puesto yo. Detalle menor, debo admitir.

    1. Farsalia dice:

      Añadidas esas cursivas.

      1. Rodrigo dice:

        Gracias, Farsalia.

  3. Rodrigo dice:

    Mi comentario anterior exige una matización. El planteamiento del libro está enfocado en los elementos culturales que distanciaban a los nazis de los conservadores, elementos de un radicalismo que los volvía mayormente incompatibles con estos en el plano cultural, mas no lo suficiente –desde el punto de vista de Chapoutot- como para considerarlos unos revolucionarios políticos en el sentido habitual del término. En el fondo, el planteamiento viene a ser una forma de hacer hincapié en la condición errática y ambivalente del nazismo.

  4. Nausícaa dice:

    Parece muy interesante,¿está dirigido a lectores muy puestos en la materia o puede ser accesible a lectores no muy habituados a leer ensayos duros pero que se interesen por el tema? Un tema fascinante, por cierto, y con la reseña tan completa se hace apetecible.

  5. Rodrigo dice:

    Diría que la complejidad del libro es de nivel medio, superior al de la mera divulgación pero accesible al lector cultivado. Como suele suceder, el especialista –yo no soy uno de ellos- puede captar mejor los entresijos de la materia estudiada y del análisis mismo, así y todo un lector verdaderamente interesado –aquí sí que entro- no corre riesgo de sentirse extraviado. Chapoutot, por de pronto, no escribe en jerga academicista.

    Gracias, Nausicaa.

  6. Rodrigo dice:

    A propósito. Un libro fundamental para la vertiente primordialista o arcaizante del nazismo es el de George L. Mosse, La nacionalizacion de las masas. Muy bueno. Está reseñado en esta casa.

  7. David L dice:

    Una revolución implica grandes cambios, en muchas ocasiones acompañadas de actos violentos, si aceptamos esta definición para denominar lo que supuso la llegada del nacionalsocialismo al poder y su implementación ideológica en la sociedad germana del momento podríamos pensar que sí podría hablarse con propiedad de revolución. Tal vez el autor sólo afirma con rotundidad que aquella sólo abarcó propiamente los aspectos culturales porque la base del orden nuevo alemán se basaría en ideas que ya habían sido escritas por filósofos, pedagogos o productores del saber desde hacía mucho tiempo, es decir, no era algo novedoso en sí. El gran triunfo nazi fue la rápida puesta en práctica de aquellas ideas, unas concepciones de la vida basadas, muchas de ellas, en la filosofía griega.

    Atención al punto 19 del programa del NSDAP publicado en 1920: “Exigimos la sustitución del derecho romano, que sirve al orden mundial materialista, por un derecho comunitario alemán”. Existe, según los nazis, un derecho germánico de los orígenes que podría sustituir al derecho romano. Hay que fijarse muy detalladamente en el término “materialista”, el derecho romano será materialista por ser judío y viceversa. Este mismo derecho romano es acusado de individualismo y de ser contrario al principio de comunidad, la propiedad de la tierra no puede estar ligada al derecho individual, pertenece a la colectividad. Es la comunidad del pueblo lo que le confiere esencia, sentido y existencia al individuo. Si uno lee con atención seguramente podría deducir que esto suponía una ruptura drástica con el orden existente hasta el momento en cualquier sociedad avanzada mundial. Pero retorno al comentario anterior, los nazis rompen con lo que consideran un “orden decadente y no apropiado a la raza germánica, pero no crean una alternativa novedosa, la toman de algo ya creado, aunque haya muchos siglos de por medio. Este puede ser un buen ejemplo para demostrar la teoría de Chapoutot cuando habla solamente de revolución cultural nazi.

    Saludos.

  8. Urogallo dice:

    Reseñar para leer despacio Don Rodrigo. Prometo hacerlo.

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