LA INVENCIÓN DE LA NATURALEZA – Andrea Wulf

LA INVENCIÓN DE LA NATURALEZA - Andrea WulfAlexander von Humboldt fue uno de los próceres de la ciencia moderna en su edad heroica, cuando el paradigma racionalista debía abrirse paso en un mundo todavía tutelado por la mentalidad religiosa y cuando entre los hombres de ciencia los había que encarnaban al pionero en más de un sentido, sentando apenas las bases del conocimiento científico y recorriendo las latitudes más remotas del planeta, las menos domeñadas por la civilización. Hombres, estos pioneros, que luchaban no solo contra los prejuicios religiosos sino también con el estado rudimentario de la ciencia (la que todavía se hacía llamar “filosofía natural”) y con la precariedad tecnológica de sus instrumentos de observación, así como con las dificultades impuestas por la naturaleza en estado agreste, en tiempos en que los mapas seguían registrando vastas regiones en blanco. Humboldt aunó en sí al científico y al viajero, al explorador y al investigador universal, anhelante de un saber que abarcase la mayor variedad posible de especialidades. (No era la hora, obviamente, de la hiperespecialización científica.) Era un hijo de la Ilustración, pero también lo era del Romanticismo, especialmente el de matriz alemana. Aunque del todo ajeno a los nacionalismos, representó quizá como nadie un fenómeno característico de la cultura germánica que forjó su identidad: la convergencia de arte, conocimiento y una variedad de misticismo cósmico, convergencia que no veía incompatibilidad alguna entre el afán de penetrar los misterios del mundo material y la disposición a dejarse cautivar por la maravilla de la naturaleza, en una experiencia que apelaba tanto al goce estético como al arrobo espiritual. Escéptico en materia de religión, Humboldt aspiraba a desentrañar la mecánica de la realidad observable desde la capacidad de asombro no menos que con los medios de la verificación empírica, compaginando medición y análisis con la fascinación por su objeto de estudio: suscitar el amor por la naturaleza, esta era su más cara motivación. A él debemos primeramente la visión del entorno como un todo compuesto e interconectado cuya integridad misma (su funcionamiento, estabilidad y subsistencia) depende del equilibrio entre las partes, y cuyo provecho -en función de las necesidades humanas- nunca debe alterar la armonía del conjunto. Esta manera de entender la naturaleza y la trayectoria vital de Alexander von Humboldt, especialmente las peripecias por las que se embebió de aquella, son los hilos conductores de La invención de la naturaleza (‘The Invention of Nature’, 2015), obra de la investigadora y escritora Andrea Wulf (n. 1972).

El Humboldt retratado por Andrea Wulf era un hombre dotado de una curiosidad insaciable y de una enorme capacidad de trabajo; su complexión media escondía un pozo insondable de energía vital, tal que a los 60 años podía acometer una expedición en la Rusia siberiana con el entusiasmo y vigor de sus 30, cuando emprendiera su célebre travesía de cinco años por el continente americano. Nacido en 1769 en el seno de una familia aristocrática prusiana, su verdadera patria fue la República del Saber, que hermanaba a gentes de diversas nacionalidades incluso por encima de los conflictos de la época. Amén de intelectualmente inquieto, Humboldt era un espíritu abierto y con don de lenguas; llevaba su disociación de la mentalidad nacionalista o de las furias patrióticas al extremo de volverse el más cumplido parisino justo cuando arreciaban las guerras entre Prusia y la Francia napoleónica; sólo a regañadientes se avenía a residir en su ciudad natal, Berlín. (Su hermano Wilhelm, de dilatada carrera como embajador de Prusia, se quejaba de que Alexander parecía más francés que prusiano.) Su fama en vida competía con la de los astros del momento: Napoleón, Goethe, Schiller, Thomas Jefferson, Bolívar, Metternich. (A todos ellos los conoció, y sólo el francés se resistió a su magnetismo personal.) Sus conocidos se beneficiaban de su ilimitada generosidad, pero también temían su lengua viperina y sus hirientes sarcasmos. Su aparente aplomo tenía por contrapartida una inseguridad y necesidad de afirmación que apenas dejaba entrever a sus más íntimos. Allí donde iba era el centro de atención, y no tenía dificultades en acaparar el interés de las personas con su locuacidad y su tremenda a la vez que amena erudición. Puso su empeño no en el acopio de riquezas sino en la expansión del conocimiento científico, concediendo una gran importancia a la divulgación: le repugnaba la idea de que la ciencia pudiera ser un coto de acceso restringido y no le importaba consumir toda su fortuna en la edición de sus libros, caros pero por lo general escritos con la mente puesta en un público amplio.

Formado en la mineralogía, se dedicó sobre todo a la botánica pero procuró complementarla con otras áreas del conocimiento, como la zoología, la geología, la química y aun la astronomía. Ni siquiera la lingüística, ni la forma de etnografía que se estilaba en su tiempo (enfocada en el estudio del folclore y los usos populares) escapaban a su campo de interés. Sus andanzas americanas le imbuyeron de un aborrecimiento cardinal de la esclavitud y de un profundo respeto por los pueblos aborígenes. Expuso su saber en una nutrida y en su día muy celebrada bibliografía, la mayor parte escrita en francés; los libreros de Europa apenas podían satisfacer la demanda de sus escritos, que eran objeto de numerosas traducciones y ediciones ilícitas. Gentes de todos los países y de todas las condiciones le tuvieron por el más grande hombre de la época, y su muerte, ocurrida en 1859, fue noticia de primera plana en la prensa del hemisferio occidental. Su renombre ha declinado mucho en el mundo de habla inglesa, cosa que hubiese extrañado a personas como Jefferson, Ralph W. Emerson o Charles Darwin, de quien fue un genuino ídolo y modelo a seguir. Su huella es más perceptible en el contexto latinoamericano: en Chile, por ejemplo, lo recordamos en la corriente oceánica que lleva su nombre y que baña nuestro litoral (la misma que con sus aguas frías hace de cada chapuzón playero una gélida experiencia).

Su viaje a las colonias españolas en América en compañía del botánico francés Aimé Bonpland, a partir de 1799, le enseñó a apetecer los climas cálidos y a aborrecer el frío (una de las razones por las que abominaba de Berlín). Aunque sus charlas con Goethe le habían plantado en el corazón las semillas de su visión holística de la naturaleza, estas brotaron y cobraron pleno sentido en su travesía americana. Fue al pie del Chimborazo, el emblemático volcán ecuatoriano, que se apoderó de él la comprensión de la naturaleza como un entramado de vida y una fuerza global, impulsándolo en adelante a la búsqueda de una red de encadenamientos y relaciones a escala planetaria. Así concibió, por de pronto, el sistema de isobaras e isotermas. Sus observaciones en el entorno del lago Valencia (en la actual Venezuela), degradado por la explotación agrícola y la deforestación, le llevaron a la noción del cambio climático provocado por el ser humano; Humboldt, según Andrea Wulf, «fue el primero en comprender el clima como un sistema de correlaciones complejas entre la atmósfera, los océanos y las masas continentales», elementos que entrelazó con la alteración de los ecosistemas por la intervención humana. Los orígenes del ambientalismo y del movimiento ecologista se remontan a sus escritos sobre la materia. En su visita a Estados Unidos se entendió a las mil maravillas con el presidente Jefferson, que se interesaba por todas las ciencias naturales y que prefería la vida al aire libre a las reuniones ministeriales. Otro espíritu afín en este aspecto fue Simón Bolívar, a quien conoció en París, en 1804; además del amor por la vida al aire libre, compartieron el deseo de ver emancipadas las colonias hispanoamericanas. La mayor frustración de su vida fue la de no poder viajar a la India, proyecto que la Compañía Británica de las Indias Orientales, escarmentada por las críticas del berlinés al imperio español, obstruyó una y otra vez. En todo caso, de las islas británicas provino aquel al que podía tener por mejor heredero: Charles Darwin. Cuarenta años más joven, la travesía de Darwin a bordo del Beagle debió enteramente a Humboldt su inspiración.

A los 65 años, una vez asumido que el tiempo de las expediciones se le había acabado, el hombre que no podía dejar de ser un torbellino de actividad se dio a la magna tarea de moldear lo que sería, en sus propias palabras, “la obra de su vida”. Así nació Cosmos, o ensayo de una descripción física del mundo, cuyos cinco volúmenes fueron publicados entre 1845 y 1859 (el último lo terminó días antes de fallecer). Cosmos no es un simple inventario de los conocimientos enciclopédicos de su autor. Humboldt registró en esta obra una visión integral del mundo conforme sus propias observaciones –adquiridas durante una vida consagrada a la investigación- y las que obtuvo de un ejército de ayudantes, completadas con la información que gustosamente le proporcionaron expertos de las más variadas especialidades, historiadores, etnógrafos y lingüistas lo mismo que cultores de las ciencias naturales. Su título, pues, no podía ser más apropiado. La obra hizo época en el ámbito editorial y fue elogiada por artistas, políticos y científicos a lo largo y ancho del continente europeo. Cosmos hizo realidad la exhortación humboldtiana al trabajo interdisciplinario y fue el digno broche de oro para una trayectoria brillante.

Andrea Wulf complementa la biografía de Alexander von Humboldt con una serie de capítulos en que pasa revista a la influencia que su cosmovisión ejerció en un puñado de personalidades significativas, a saber: a) Henry David Thoreau, que encontró en Humboldt la perspectiva unificadora que daba sentido a todo; b) George Perkins Marsh (1801-1882), autor de ‘Man and Nature’, caracterizada por nuestra autora como «la primera obra de historia natural que tuvo una influencia fundamental en la política de Estados Unidos»; Marsh, el primer conservacionista estadounidense, adquirió del polímata berlinés la idea de la relación entre humanidad y medio ambiente; c) Ernst Haeckel (1834-1919), zoólogo alemán que acuño el término “ecología” y que halló en Cosmos la confirmación de que se podía imbricar el conocimiento científico con el sentimiento artístico y la asimilación poética de la realidad (Haeckel, cabe añadir, fue un brillante ilustrador de su obra científica); d) John Muir (1838-1914), naturalista estadounidense de origen escocés que comparte honores con Marsh como fundador del conservacionismo; podía como nadie entender el ideal humboldtiano de compenetrarse de la naturaleza de forma tanto intelectual como emocional, incluso visceral.

«A diferencia de Cristóbal Colón o Isaac Newton –escribe la autora-, Humboldt no descubrió un continente ni una nueva ley de la física. No fue conocido por un hecho concreto ni por un descubrimiento, sino por su visión del mundo. Su concepto de la naturaleza ha pasado a nuestra conciencia como por ósmosis. Es casi como si sus ideas hubieran adquirido tal relieve que el hombre que las engendró se ha desvanecido». La invención de la naturaleza es un libro a la altura del desafío de reivindicar a quien se debe tener por visionario y padre fundador.

– Andrea Wulf, La invención de la naturaleza: el nuevo mundo de Alexander von Humboldt. Taurus, Madrid, 2016. 584 pp.

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6 comentarios en “LA INVENCIÓN DE LA NATURALEZA – Andrea Wulf

  1. Ariodante dice:

    Excelente reseña, Rodrigo, ¡excelente! Y además un tema de los de mi línea! Me interesan sobremanera los investigadores/exploradores, aquellos que en su investigación salen del estudio o la biblioteca y se van al terreno, Allende los mares. Justamente en mi reciente reseña sobre Juan de la Cosa partía el autor de Humboldt, justamente. Es un personaje que me atrae profundamente y quizás este sea el libro con el que me lance a leer.

  2. Rodrigo dice:

    A por él, que dirían ustedes allende el charco.

    De tan ameno e interesante que es este libro, Ario, uno no se da ni cuenta de su extensión. Resulta una gratísima y muy informativa lectura.

  3. Vorimir dice:

    Una figura muy interesante este gran naturalista, he leído algo sobre su vida y sus viajes, pero nunca nada con tanta atención como este libro. Un personaje que merece más reconocimiento, sin duda.

  4. Rodrigo dice:

    Ni que lo digas. Justamente, este libro contribuye a dimensionar la importancia de Humboldt, que se merece holgadamente un homenaje como el que le rinde la autora.

    Aprovecho de agradecer a Nuru la cabecera. Muy bonita.

  5. Lopekan dice:

    ¡Hislibris en estado puro! Estimado Rodrigo, adalid de la República del Saber, y no menos militante de las Brigadas del Sentir

  6. Rodrigo dice:

    Tanto tiempo desaparecido de estas latitudes virtuales, maese Lopekan, Príncipe del Entusiasmo…

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