LA GUERRA SECRETA – Max Hastings

9788498929348Como en tantas otras facetas, la Segunda Guerra Mundial observó un crecimiento exponencial de los servicios de inteligencia, sobre todo por la importancia adquirida por la inteligencia de señales, esto es, la interceptación y decodificación del tráfico electromecánico de comunicaciones del enemigo. Importancia que toca más al ingente volumen de recursos empleados (personal, tecnologías, infraestructuras) que a los resultados concretos, ya que el nivel de incidencia de la inteligencia de señales en el curso de la guerra fue más bien modesto. Con todo, su gravitación fue mayor que la del espionaje tradicional, que si bien pudo apuntarse algunos logros destacables, su eficacia resultó en no pocas ocasiones mitigada por la renuencia de los receptores a asimilar la información y actuar en consecuencia. En este sentido, es de lo más emblemático el caso de Richard Sorge, cuyas advertencias sobre el ataque del Tercer Reich a la Unión Soviética cayeron en saco roto porque Stalin se negó en redondo a atenderlas. También es emblemático el alemán por lo que tiene de aventurero, con el aura romántica y el punto de sordidez de las oscuras artes del espionaje, largamente explotadas por el cine y por todo un subgénero de la narrativa de ficción. Así pues, una historia general de los servicios de inteligencia en la SGM como la que ofrece Max Hastings en La guerra secreta (2015) da ciertamente cabida a Sorge y otras personalidades señeras del espionaje de la época, incluyendo el almirante Canaris, Walter Schellenberg, Klaus Fuchs, el general William Donovan (fundador de la OSS, antecesora de la CIA) y, cómo no, los célebres “cinco de Cambridge”. La “Orquesta Roja”, la red de espías soviéticos en la Alemania nazi, tiene también su lugar. Pero el libro destaca además, y cabe decir que con mayor énfasis, el papel desempeñado por los descifradores o criptoanalistas, aquellos hombres y mujeres que aplicaron todo su esfuerzo a desentrañar el significado de los mensajes codificados del enemigo con el auxilio de una tecnología aún rudimentaria (para los estándares actuales), gentes entre las que Alan Turing es sólo el más famoso de una larga relación de nombres relevantes, casi invariablemente civiles, matemáticos y lingüistas en su mayoría. La circunstancia de no haber estado expuestos a los mismos peligros que prácticamente a diario enfrentaban los espías no debe oscurecer su labor, abrumadora por su dificultad, frustrante muchas veces y estresante en alto grado; una labor que tuvo su máxima expresión en las respectivas agencias británicas y estadounidenses, y que sentó precedente para lo que devendría una muy extendida vertiente de los servicios de inteligencia. 

Algo que Hastings tiene a bien destacar es que a los espías se les iba más tiempo y esfuerzos en mantenerse con vida que en obtener información, y que la que obtenían era casi siempre irrelevante para la marcha de la guerra. Con diferencia, más decisiva resultaba la información proporcionada por las agencias decodificadoras, muy especialmente en el ámbito de la guerra naval y con singular beneficio para el conglomerado anglo-estadounidense. Los servicios prestados por Bletchey Park, sede de la británica Escuela Gubernamental de Código y Cifrado (para la que trabajó Turing), fueron de indudable relevancia en la lucha contra los submarinos alemanes, que tan cerca estuvieron de estrangular la economía y el esfuerzo de guerra del Reino Unido. La batalla de Midway debió gran parte de su resultado al denuedo de la Estación Hypo, la unidad de criptoanalistas de la armada estadounidense con base en Hawaii, dirigida por el talentoso Joseph Rochefort (cuya contribución, no obstante, sólo le valió una condecoración a título póstumo). La irrupción en las comunicaciones de la fuerza alemana de submarinos y la victoria estadounidense en Midway son seguramente los logros más importantes de la inteligencia de señales en toda la guerra. En este respecto, las potencias del eje no consiguieron nada ni remotamente equiparable. Una mezcla de soberbia, ceguera voluntaria y escepticismo las hizo quedar muy a la zaga en lo concerniente a decodificación de señales. No sólo eso: cuando sus propios sistemas de comunicación cifrada quedaron expuestos –y de ello tuvieron suficientes evidencias-, los alemanes siguieron confiando en “Enigma” y los japoneses en “Tulipán”. Ya en 1943, las operaciones navales japonesas procedían a ciegas en relación con sus oponentes; en paralelo, la inteligencia alemana –tanto la de señales como la de espionaje- quedaba reducida a verdadera impotencia. En punto a inteligencia estratégica, ambas potencias fallaron de manera catastrófica desde el momento mismo en que sus líderes optaron por hacer la guerra a países de los que hicieron una grosera infravaloración, ignorando deliberada y sistemáticamente su enorme potencial. (No por casualidad, EE.UU. y la URSS emergerían de la guerra como las superpotencias del nuevo orden mundial.)

Uno de los intelectos privilegiados de Bletchey Park fue John Herivel, matemático de apenas veintiún años cuya inspiración permitió romper en 1940 el código de comunicaciones entre el ejército alemán y la Luftwaffe. También destaca por cuenta propia William Tutte, matemático que penetró el sistema alemán de cifrado “Lorenz” y que, al decir de Hastings, merece tanto crédito como Alan Turing (fundamental como se sabe en el descifrado de Enigma). De Gordon Welchman afirma el autor que su aportación creativa quedaba sólo por detrás de la de Turing, y que, a diferencia de este peculiar personaje, tenía unas dotes organizativas de primer orden y resultaba invaluable como moderador en las disputas que con frecuencia se suscitaban entre sus colegas. Bletchey Park en general aparece como una reunión de seres excéntricos, vanidosos y raramente aptos para congeniar, aunque su entrega a la causa patriótica está fuera de duda: precisamente, el saber que los tropiezos y retrasos en el criptoanálisis implicaban un costo humano y material –una realidad crudelísima para aquellos que surcaban los océanos o se batían en los cielos y en los campos de batalla- era un factor siempre latente de agobio espiritual. Las condiciones de trabajo en Bletchey eran por demás lamentables, sencillamente deprimentes en los primeros años de la contienda, cuando el racionamiento, el frío invernal, los paupérrimos salarios y la tensión constante (sin contar los bombardeos aéreos, que alguna vez alcanzaron el lugar) recordaban a todos los allí congregados que el país libraba una guerra a escala descomunal y contra un enemigo despiadado.

Por su parte, la Unión Soviética tuvo su fuerte en el espionaje, que enfocó tanto en el adversario crucial, la Alemania nazi, como en sus aliados del momento, el Reino Unido y los EE.UU. Régimen de sociedad cerrada por antonomasia, la URSS era un país en que el secretismo, el prurito de la conspiración y una desconfianza rayana en la paranoia estaban inscritos a fuego en el fondo mismo de su ser, y sus órganos de vigilancia e inteligencia, el NKVD y el GRU (del ejército), eran en 1939 los más desarrollados del mundo. Una vez desatada la guerra, la adhesión transfronteriza a la quimera comunista y la bruma diseminada en el extranjero en torno a la atroz represión interna (el Gran Terror y el Gulag, por de pronto) permitieron a los soviéticos reclutar agentes en todas partes, siendo los mejor posicionados los del frente anglo-estadounidense. La obtención de algunos de los secretos de la bomba atómica fue sólo el flanco más espectacular del espionaje soviético en territorio estadounidense durante el conflicto. En cuanto a la llamada Orquesta Roja, su mejor momento fueron los meses previos a la “Operación Barbarroja”, de cuya inminencia sus agentes informaron profusamente al Kremlin; el que sus reportes se estrellasen contra la sordera del déspota soviético es una muestra de que ni la mejor maquinaria de espionaje puede con su cometido si falla su coordinación con la diplomacia y con el gobierno. (Más tarde, la Orquesta sufrió un durísimo revés cuando la contrainteligencia alemana capturó y ejecutó a buena parte de sus miembros.) Solía ocurrir con las potencias dictatoriales en liza que la inteligencia viese mermadas sus capacidades por la escasa receptividad para con aquella información que pudiese perturbar los puntos de vista del gobierno. Esto resultó sobremanera grave en los casos de Alemania y el Japón, estados en que las ideas preconcebidas y la obcecación de los dirigentes no cedieron jamás a las evidencias. Hitler, por ejemplo, no otorgaba crédito alguno a los informes que contrariaban sus inconmovibles prejuicios sobre la URSS o sobre los EE.UU. Avanzada la guerra y con visos de estar perdida, Himmler proclamó que el parámetro irrenunciable de los servicios de inteligencia alemanes debía ser no la verdad sino la lealtad al Führer. No sin razón, Hastings hace hincapié en que las potencias democráticas fueron capaces de aprovechar los datos captados por sus agencias merced a su valoración de la verdad y la honradez intelectual y a la tolerancia de posturas divergentes, virtudes que las predisponían a un examen objetivo de las pruebas.

El libro exhibe también una arista desmitificadora. Ante todo, pone en entredicho y con justificados argumentos la imagen del almirante Wilhelm Canaris, jefe entre 1935 y 1944 de la inteligencia militar alemana (‘Abwehr’), como miembro destacable de la oposición alemana (mal llamada “resistencia”); también la de Walter Schellenberg como un “nazi bueno”, siquiera como un agente secreto competente. La guerra secreta cubre además, bien que de modo secundario, un tercer brazo de los servicios clandestinos: el de las guerrillas y operaciones de sabotaje. A este respecto, la observación concluyente del autor es que las guerrillas y los movimientos de resistencia patrocinados por los aliados podían poco contra un enemigo formidable como el ejército alemán, siéndoles imposible inclinar por sí solos la balanza de la guerra; en cambio, surtieron un efecto moral en absoluto despreciable: robustecieron la dignidad de las naciones ocupadas y les permitieron encarar con mejor pie la posguerra.

Inevitablemente entusiasta a la hora de abordar los méritos de la inteligencia anglo-estadounidense -de verdad notables en el área de la interceptación radiofónica-, Hastings no pierde de vista la importancia sólo relativa de sus conquistas. Por más que los éxitos de Ultra (el sistema de suministro de información decodificada) lo volviesen casi indispensable a ojos de los gobiernos y los altos mandos occidentales, nunca podría aspirar a ser el arma principal en la lucha contra el Eje. Lo enfatiza el siempre solvente autor: «La realidad más sobresaliente, con diferencia, sobre el impacto que tuvieron los servicios secretos en la Segunda Guerra Mundial —y en cualquier otro conflicto armado— es que el hecho de conocer los movimientos del enemigo no altera ni disminuye la necesidad de que los soldados, marinos y pilotos lo derroten en el campo de batalla».

– Max Hastings, La guerra secreta. Espías, códigos y guerrillas, 1939-1945. Crítica, Barcelona, 2016. 824 pp.

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10 comentarios en “LA GUERRA SECRETA – Max Hastings

  1. APV dice:

    ¿Habla del espionaje interaliados? Supongo que de Venona y de la infiltración soviética en este proyecto si (el lío de que los EE.UU. espiaban los mensajes de los soviéticos y sus espías, y estos a su vez descubrieron que los espiaban, y posteriormente los EE.UU. descubrieron que los soviéticos sabían que los habían descubierto,…).

    Sería interesante que se hablase del espionaje entre británicos y estadounidenses o entre alemanes e italianos, porque se espiaban mutuamente también.

  2. Yllanes dice:

    Sí que habla de espionaje entre aliados, es un libro muy completo y recomendable.

  3. Rodrigo dice:

    Ahí tienes la respuesta, APV.

  4. Raskolnikov dice:

    Excelente reseña, Rodrigo. Lo apunto a mi lista definitivamente.

  5. Rodrigo dice:

    No debiera defraudarte, Hastings garantiza amenidad y muchísima información relevante, aparte de la amplitud del enfoque.

    Gracias, Rodia.

  6. ARIODANTE dice:

    Excelente reseña, Rodri, aunque no es precisamente mi tema. Además, este verano voy de western literario y cinematográfico. Pero veo que tú sigues en tu línea. Enhorabuena.

  7. Rodrigo dice:

    Vale, Ario, se agradece de todos modos.

    Comentaba en su momento (en el foro) que la edición tiene unas cuantas pifias de traducción, algunas de ellas incluso grotescas, sobre todo en el primer tercio del libro. Nada que no sea habitual en Crítica, cabe decir. Pasada la mitad la cosa enfila derechamente y uno llega a olvidar los traspiés iniciales.

    Que vale la pena, el libro, esto sin dudarlo.

  8. Juanjo dice:

    A pesar de su longitud, creo que el autor ha desaprovechado una gran oportunidad para dejar escrita una obra de referencia en el tema. Los asuntos y personajes recogidos son ya muy manidos y conocidos, podría haber aprovechado el espacio para dar rienda a nuevas historias e introducir protagonistas menos populares, pero no por ello menos importantes en el conflicto. Por ejemplo resulta incomprensible como dedica apenas un par de líneas para hablar de Nikolái Ivánovich Kuznetsov. El apartado gráfico del libro no es tampoco demasiado lujoso.

    Me quedo más con obras antiguas como «Espias, agentes y soldados» de PIEKALKIEWICZ

  9. David L dice:

    La reseña excelente, como siempre. Max Hastings es un autor que entra dentro de mis preferidos, su libro sobre Churchill, Armagedon, Nemesis, todos ellos editados por Critica no pueden ser más brillantes. En este caso, he de reconocer que el tema del espionaje no es desde luego uno de mis temas favoritos, aunque tengo muy claro que sin un buen equipo en cuanto a los servicios secretos las posibilidades de adaptar tu estrategia sobre el terreno puede resultar definitiva para el fracaso de la misma. ¡Que se lo digan a los alemanes en la IIGM!

    Saludos.

  10. Rodrigo dice:

    No falla Hastings. Rigor y amenidad van siempre de la mano en sus libros.

    Saludos.

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