LA ESPECIE FABULADORA – Nancy Huston

LA ESPECIE FABULADORA - Nancy HustonApetecemos historias porque necesitamos el sentido, con la misma premura con que necesitamos respirar. Sucede que en la búsqueda de sentido se nos va la vida: literalmente.

Cada relato, cada fábula, mito o teoría que absorbemos, o a que nos acogemos en busca de asidero, es lo mismo que una bocanada de aire. Nos asfixiamos si nos falta el oxígeno; nos sofocamos si nos faltan historias.

Estando nosotros mismos hechos de historia, o, dicho de otro modo: siendo la historicidad un atributo inherente a nuestra especie, las historias -con pretensiones de veracidad o solo verosímiles- son la savia del proceso de retroalimentación de la naturaleza humana, pero también su más rotunda confirmación. Son una señal definitiva de la especificidad de lo humano. Fabulamos porque somos humanos. Y solo nosotros lo hacemos, porque solo nosotros necesitamos un por qué. Para todo, a cada instante, directa o indirectamente: cuando disfrutamos de una novela o una canción -o nos disgustan y las repudiamos-; cuando leemos un reportaje en el periódico, o atendemos a una información transmitida por radio o televisión; cuando recordamos y reconstruimos el sueño de la noche pasada -desesperando a la vez de descifrarlo-; cuando citamos un pasaje de la Biblia, del Talmud o de cualquier otro texto religioso; cuando pretextamos alguna razón para justificar nuestra inasistencia o nuestra falta a un compromiso cualquiera; cuando ilustramos una situación recurriendo al imaginario de raigambre mítico-legendaria o literaria («complejo de Edipo», «un designio prometeico», «realidad kafkiana», «empeño quijotesco»); cuando encajamos tal o cual aspecto de la realidad adosándole una hipótesis o teoría científica; cuando imaginamos lo que haríamos en caso de ganar la lotería; cuando adherimos a determinada corriente política; cuando confeccionamos listados del tipo de «las diez mejores películas», o «los cincuenta libros más influyentes»…

Somos la especie hambrienta de sentido. La especie fabuladora por excelencia.

Este es justamente el asunto que tiene a bien destacar Nancy Huston, ensayista y novelista, fabuladora de profesión. Otros autores reflexionan en torno a la memoria, o en torno al raciocinio y el libre albedrío, o la facultad de asociarnos y convivir -la humana sociabilidad-, o la de motivarnos y organizarnos políticamente, o acerca de cualquier otro signo en que quepa hacer hincapié como distintivo de la condición humana. Huston elige reflexionar sobre la facultad de fabular, de hacer de todo cuanto nos rodea -y de lo que somos- un relato o, para decirlo con precisión, un mundo de relatos, multitudinario y heterogéneo. Oral, visual o escrita; religiosa, académica o de ficción; con pretensiones de perdurar o circunstancial y efímera como cualquier hecho cotidiano; provista de intención alegórica o no, en fin: la narrativa, entendida del modo más amplio, viene a ser en la perspectiva de Nancy Huston un componente medular de nuestra impronta genérica.

La especie fabuladora no es tratado sistemático ni estudio erudito sino un ensayo, de tipo literario si se quiere, libre como tal en sus formas y contenidos. Entre las referencias a que acude la autora podría haber estado Ortega y Gasset, insigne razonador de la historicidad del ser humano. Veamos, por ejemplo, qué escribe el filósofo español sobre la condición de la especie: «El hombre no es cosa ninguna, sino un drama -su vida, un puro y universal acontecimiento que acontece a cada cual y en que cada cual no es, a su vez, sino acontecimiento. […] El existir mismo no le es dado «hecho» y reglado como la piedra, sino que […] al encontrarse con que existe, al acontecerle existir, lo único que encuentra o le acontece es no tener más remedio que hacer algo para no dejar de existir». O bien: «La vida es un gerundio y no un participio: un faciendum y no un factum. La vida es quehacer». Más adelante: «La vida humana no es, por tanto, una entidad que cambia accidentalmente, sino, al revés, en ella la «sustancia» es precisamente cambio […]. Como la vida es un «drama» que acontece y el «sujeto» a quien le acontece no es una cosa aparte y antes de su drama, sino que es función de él, quiere decirse que la «sustancia» sería su argumento». Por lo tanto, a modo de conclusión: «El hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia» (cursivas en el original; ver Ortega y Gasset, Historia como sistema, caps. VII y VIII.)

La condición humana es, pues, progresiva, en sentido de hacerse sobre la marcha, a medida de la existencia. Lo propio del hombre es ser materia plástica, moldeable y cambiante, sometida a la dialéctica de circunstancias y voluntad. «Yo soy yo y mi circunstancia». Más incluso que un repertorio de facultades, el hombre es trayectoria y acumulación de un pasado. (Recuérdese la formulación célebre, en La rebelión de las masas: «El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado».) Por esto es que la «razón histórica» y no la «razón física», propia de las ciencias de la naturaleza, es la llamada a dar cuenta de lo humano, cuyo privilegio ontológico es el de errar por la existencia, no del todo indeterminado -ahí están las inevitables circunstancias, otro nombre para los condicionamientos a que estamos sujetos-, pero sí irreductible a la unicidad de las cosas.

Errantes que somos, a cada paso que damos nos proveemos de un surtido de metáforas, arquetipos, iconos, alegorías. A cada paso procedemos también a discriminar, seleccionar y clasificar. Porque la intelección del entorno y nuestro posicionamiento en él dependen directamente de los significados que atribuimos a las cosas -incluyendo a los «otros»- y de la distribución, orden y jerarquías que les asignamos. Representarnos el mundo y ordenarlo de una cierta manera equivale a conferirle estructura, en la que nos insertamos con mayor o menor satisfacción pero siempre con urgencia: despojados de estructura, sucumbimos en el desarraigo, en la anomia y la alienación; nos damos de bruces con la absolutamente insoportable y desquiciante sensación de carecer de sentido. Como si nos arrojaran al vacío.

«Sólo nosotros -escribe Nancy Huston- percibimos nuestra existencia en la tierra como un trayecto dotado de sentido (significado y dirección). Un arco. Una curva desde el nacimiento hasta la muerte. Una forma que se despliega en el tiempo, con un inicio, peripecias y un fin. En otras palabras: un relato». El relato proporciona a nuestra presencia en el mundo una dimensión de sentido, propiedad aun más excluyente que la memoria o la capacidad de manipular y fabricar objetos. De ahí que Huston la enaltezca apuntándola en lo sucesivo con mayúscula. «Nadie ha introducido el Sentido en el mundo. Solo nosotros». Ahora bien, enfatizar su importancia no implica necesariamente idealizarla, lo que, por cierto, nuestra autora rehúye con éxito.

La clásica secuencia de inicio-desarrollo-desenlace transfiere a la narrativa la percepción de nuestra existencia como un trayecto, manifestando la característica disposición antropológica de situarnos en el tiempo. Asumirnos como impelidos a una progresión temporal -una sucesión de etapas- supone volvernos conscientes de que somos mucho más que mero presente; la consciencia del pasado y del futuro nos vuelve rotundamente humanos. Y, cosa nada baladí, sucede que narrar es el medio del que nos servimos para registrar esta crucial circunstancia. «Contar es tejer vínculos entre el pasado y el presente, entre el presente y el futuro. Hacer existir el pasado y el futuro en el presente».

El hombre como despliegue de una narrativa, o de una red intrincada de narrativas. Tanto como en el ámbito de la ficción, el hecho de estar expuestos al albur de la contingencia implica que mucho de lo que somos o de lo que nos define podría no haber sido, o haber sido de otra guisa. No elegimos la patria en que nacemos, ni a los padres que nos engendran, ni el nombre con que se nos identifica. Tampoco nuestro fenotipo racial, ni la religión en que se nos educa…, aunque luego podemos mudarnos a otra confesión, incluso prescindir de toda creencia religiosa. Podemos también adquirir otra nacionalidad, o cambiarnos el nombre, o aprender otras lenguas además de la materna. La identidad es un fenómeno no solo compuesto sino también atiborrado de aleatoriedad, susceptible además al cambio: justo como el proceso de la ficción, en que el artífice -novelista, dramaturgo, guionista, cineasta o lo que fuere- bracea en un mar de alternativas y juega con la posibilidad de enmendar elecciones (revivir a un personaje, idear un nuevo acontecimiento, darle otro curso a la trama, etc.). Reparar en esta evidencia nos confronta con lo artificioso de las adscripciones colectivas y con lo absurdo de las ideologías que absolutizan y sacralizan la identidad, o el hecho de la pertenencia -azaroso en su mismísima raíz-. Nacionalismo, racismo, fundamentalismo religioso, exaltación de la lucha de clases: diversas formas de la apoteosis de la identidad, todas ellas variaciones del sinsentido. A juzgar por la Historia y sus calamidades, un sinsentido de los más perniciosos.

«Hablar una o varias lenguas extranjeras destruye la falsa evidencia de la lengua materna y te ayuda a verla como lo que es: una visión de lo real entre otras» (cursivas en el original). Afirmación de Nancy Huston perfectamente extensiva a los demás fundamentos de la narrativa identitaria.

Las aludidas calamidades de la Historia son, por de pronto, una muy atendible razón para no idealizar la facultad fabuladora, o la narrativa como señal de nuestra especie. Así como el raciocinio se aplica en no pocas ocasiones a la práctica del mal, otro tanto ocurre con la capacidad de ficcionar. «Los cuentos son valiosos, milagrosos. Nos permiten aguantar los golpes de la adversidad sin apartar los ojos del ideal. Los cuentos son funestos, aterradores. Nos permiten abrir el gas para exterminar a nuestros semejantes sin apartar los ojos del ideal». Podemos quizá infatuarnos de la facultad de ficcionar, pero podemos también avergonzarnos del uso que eventualmente le damos. Execrable uso, cuando consiste -por ejemplo- en la apología del odio y la violencia, de la exclusión y la matanza.

Constatar la importancia de la fabulación viene a ser otra forma de ver la realidad socialmente construida. No es que la dinámica de relatar y conferir sentido sea una «segunda naturaleza»: es, cabalmente, nuestra naturaleza, puesto que nos hacemos en el recorrido, nunca en solitario sino en interacción con los otros. Seres históricos y sociales, esto es lo que somos. Tenga forma de mito -forma primordial de comprender el mundo-, de narración literaria, doctrina filosófica o ideología política -susceptibles de devenir mito, de incardinar un imaginario-, el relato es el espinazo de nuestra realidad. Bien lo dice Huston: «El mito no va por un lado, y la realidad por otro. El imaginario no sólo forma parte de la realidad, sino que la caracteriza y la engendra». Agrega ella que las guerras, destructivas y todo, generan mitos de los más poderosos, de los más subyugantes para la psique humana. La epopeya bélica inspira, convoca y moviliza a los hombres como ninguna otra ficción en la historia.

Tal vez porque el ficcionar sea en sí mismo neutro, desde el punto de vista ético, la literatura y en particular la novela tienen la ocasión de ennoblecerse mostrándonos lo que hay de ficticio -de artificioso y arbitrario- en las narrativas de la realidad, en las cosmovisiones. Pero solo la mala novela pretende aleccionarnos, endilgándonos discursos moralizantes. La buena novela es un alegato ético, «pero de un tipo concreto. A diferencia de nuestras ficciones religiosas, familiares y políticas, la ficción literaria no nos dice dónde está el bien o el mal. Su misión ética es otra: mostrarnos la verdad de los seres humanos, una verdad siempre mixta e impura, tejida de paradojas, de problemáticas y de abismos. (En cuanto un autor nos asesta su visión del bien, traiciona su vocación novelesca y su libro se vuelve malo.)»

Escrito inspirado y valioso, el que acabo de reseñar. Os invito encarecidamente a leerlo.

– Nancy Huston, La especie fabuladora. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017. 160 pp.

     

4 comentarios en “LA ESPECIE FABULADORA – Nancy Huston

  1. urogallo dice:

    ¿Que hay mejor que una buena historia bien contada?

  2. Rodrigo dice:

    Muy cierto.

  3. APV dice:

    Es parte de nuestra naturaleza humana.
    Nuestra percepción tiene límites y nuestro cerebro trata de llenar los huecos (fábula con la realidad, eso se aprecia en los juegos mentales y de percepción), igualmente la transmisión de información entre las personas debe someterse a las particularidades de cada uno (no vemos igual un mismo suceso) y a los problemas de la transmisión.

    Así la realidad deviene en mito y leyenda, y esa transmisión de información necesaria para la vida como ente social va ganando consistencia y vida propia (así una anécdota a fuerza de contarla va adquiriendo connotaciones épicas, humorísticas,…).

  4. Rodrigo dice:

    Así es, APV.

    El mito y la leyenda se prestan muy bien como materia de reflexión en torno a estas cuestiones. Pasa que en que en ellos lo relativo al sentido aflora en todo momento, desde su mismo origen, dada su condición de relatos primigenios proveedores de significado, de paliativos a lo que de enigmático e inquietante podemos hallar en la realidad.

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